Capítulo 47

El orfanato Maktoum tiene sus instalaciones en una villa rodeada por un amplio jardín, en una de las zonas más ricas de El Cairo.

Debido a sus abundantes recursos, obtenidos principalmente mediante donaciones de las clases medias, el orfanato mantiene la potestad sobre sus huérfanos hasta que acaban sus estudios universitarios o, en el caso de las muchachas, hasta que contraen matrimonio; en esa última circunstancia, el orfanato aporta una dote que se utiliza como entrada para la compra de un piso a nombre de su protegida.

La posición de los huérfanos en la sociedad egipcia resulta ambigua. Por un lado, son objeto de compasión y simpatía, y las donaciones realizadas a los orfanatos se consideran una forma de ganarse el paraíso. Por otro, los huérfanos cargan con el estigma de sus orígenes inciertos, en un país en el que las relaciones de sangre definen la posición social de una persona. La palabra laqeet, utilizada en las partidas de nacimiento de los niños expósitos, es considerada un grave insulto en Egipto. La imposibilidad de ser adoptados por una familia separa a los huérfanos de la sociedad egipcia. A fin de tomar a un huérfano bajo su tutela —lo cual no le permite al niño tomar el apellido de sus tutores ni heredar un día sus bienes—, una pareja tiene que llevar cuatro años casada y demostrar su incapacidad para tener hijos.

Cristina desciende del taxi y camina hacia la verja de hierro del orfanato, delante de la cual se alinean unas cajas metálicas de color verde para la colecta de donativos. Las instalaciones están muy cuidadas, y los niños juegan y cantan en el jardín. Si no son felices, al menos lo parecen.

—¿Busca a alguien? —le pregunta una mujer en inglés.

—Quisiera hablar con el director del orfanato.

La mujer la mira de arriba abajo. Sin preguntarle por el motivo de su visita, la guía hacia el interior del edificio y le pide que espere delante de una ventana con vistas al jardín. Poco después, un hombre se acerca a Cristina. Tiene el pelo plagado de canas, los dientes amarillentos y unos rasgos que inspiran confianza.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Mi nombre es Cristina Molen y soy inspectora de policía en Holanda. Me gustaría hablar con usted un momento.

El director del orfanato adopta una posición defensiva. Seguramente esperaba que Cristina fuese una representante de una ONG extranjera, una fuente adicional de ingresos.

—¿De qué quiere hablar?

Cristina le muestra una foto de Amin, tomada unos días atrás en el hospital con su teléfono móvil.

—Es uno de los huérfanos de esta institución —dice Cristina—. Su nombre es Amin Samir.

—Ese niño nunca ha estado en nuestro orfanato.

—Según mi información, ha dormido aquí las dos últimas noches.

—Lo siento, pero estoy seguro de que este niño no ha estado aquí.

—¿No enviaron ustedes a una de sus empleadas a Holanda para recoger a un huérfano?

—Me temo que le han informado mal.

Cristina le da las gracias y abandona el edificio. Ni la asistente social había trabajado en ese orfanato ni Amin había dormido allí. Alguien había tenido que sobornar a la persona adecuada para que las autoridades egipcias enviasen a la supuesta asistente social a Holanda.

En ese momento suena su móvil. En la pantalla aparece reflejado el número de Lisa.

—¿Estás visitando las pirámides? —le pregunta su amiga.

Cristina se alegra de oír su voz. Desde que llegó a El Cairo, dos días atrás, ha estado sometida a una fuerte presión.

—Si estuviese en una pirámide no tendría cobertura.

—El comisario me ha contado lo del niño. Seguro que lo encuentras.

—Y si no, me quedaré tranquila por haberlo intentado.

Cristina se detiene bruscamente para no tropezar con un niño que pasa corriendo detrás de un balón.

—¿Te acuerdas de los diamantes que aparecieron en el bolsillo de Branislav Kijic? —le pregunta Lisa.

—Claro.

—Pues le pedí al gemólogo que los analizase, y resulta que son sintéticos.

La inspectora recuerda con desagrado al gemólogo que colabora ocasionalmente con la brigada. Las veces que lo había consultado no hacía más que mirarle los pechos.

—¿Quieres decir que son circonitas?

—Las circonitas no son diamantes —precisa Lisa—. Los diamantes sintéticos, sí.

—¿Y cuál es la diferencia entre un diamante sintético y uno normal?

—Según el gemólogo, los sintéticos se fabrican artificialmente mediante la aplicación de presión y temperatura altas. El procedimiento permite condensar en un laboratorio, en unos instantes, lo que la naturaleza tarda millones de años en hacer. Vamos, que los del grupo De Beers tienen que estar realmente encantados.

Cristina camina hacia la verja del orfanato con la intención de buscar un taxi.

—¿Y cómo sabe el gemólogo que los diamantes son sintéticos? —le pregunta a Lisa.

—Los ha examinado con un espectroscopio de infrarrojos. Vistos bajo una lupa, un diamante sintético y uno natural son idénticos. Ya sabes, cuando Gerrit te regale un diamante, se lo llevas al gemólogo para asegurarte.

Desde luego no a ese gemólogo. Cristina camina hacia las cajas para donaciones del orfanato y deposita un billete de cincuenta euros en una de ellas.

—Tengo que irme; me está llamando el comisario —dice Lisa—. Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.

—Lo sé, gracias.

Mientras avanza por la acera en busca de un taxi, la inspectora reflexiona sobre lo que Lisa acaba de contarle. No cree que Branislav Kijic fuese asesinado por intentar pagar un lanzamisiles con diamantes sintéticos. Era improbable que el vendedor hubiese advertido la diferencia.

De repente se le ocurre algo: si los diamantes encontrados en el puerto de Roterdam eran sintéticos, tal vez tuviesen el mismo origen que los que hallaron en el bolsillo de Branislav Kijic. Hussein Alaoui podía ser uno de los marroquíes con pasamontañas de Roterdam: al fracasar la operación de compraventa de RDX habría recurrido a su antiguo compañero de celda, Branislav Kijic, para adquirir los explosivos sin pasar a través de su jefe. Y si Ginkgo Tan se había enterado de la deslealtad de Kijic, tendría un motivo para asesinarlo.

Piensa en llamar al detective Limburg, de la brigada contra el crimen organizado, para preguntarle si los diamantes de Roterdam son sintéticos, pero decide enviarle un mensaje de texto y esperar su respuesta. Tiene demasiadas cosas en la cabeza y necesita establecer prioridades. Cuando regrese a Ámsterdam se pondrá también en contacto con Vermeulen. Quizás el agente del AIVD pueda decirle si Alaoui era uno de los marroquíes de la fallida operación de Roterdam.

Al girarse para buscar un taxi, ve aparcado junto a la acera, a pocos metros de la entrada del orfanato, un Toyota Corolla negro con los cristales tintados. Esta vez no tiene dudas: es el mismo que había visto en Imbaba.

Piensa en acercarse para interpelar al conductor, pero desecha rápidamente la idea. No está armada y desconoce completamente su entorno. Si se trata del hombre que la había golpeado en Kennedylaan, le daría una oportunidad para acabar el trabajo: ella es la única persona que podría testificar contra él.

Camina en dirección opuesta al Toyota, fingiendo una tranquilidad que no siente. Sin volver la cabeza hacia atrás, observa en el retrovisor de otro automóvil que el Corolla ha dejado su plaza de aparcamiento y avanza lentamente por la calzada, detrás de ella.

Cristina acelera el paso, luchando contra el impulso de salir corriendo. En Holanda habría encarado al conductor del coche, pero sin su Walther ni su placa policial se siente vulnerable. Al final de la calle hay un mercado, delante del cual se arraciman tenderetes de alfombras y objetos de cobre. Cuando el automóvil llega a su altura, Cristina echa a correr en dirección al bazar.