Tras su conversación con el inspector Elgabri, Cristina permanece sentada en la cama. Enfrentarse a la maquinaria administrativa egipcia, para que Amin Samir regresara a Holanda, habría sido complicado; pero su desaparición hace las cosas aún más difíciles. Egipto tiene veinticinco veces la superficie de Holanda, cinco veces su población y una pequeña parte de su infraestructura. Si no ocurre un milagro, nunca volverá a ver al niño.
En Holanda habría sabido por dónde empezar. Conocía el país y la lengua, poseía contactos y acceso a las bases de datos de la policía. Poca gente habla inglés en Egipto y, aunque le pese reconocerlo, una mujer no tiene la misma libertad de movimientos que un hombre: aún menos si se trata de una extranjera con el pelo rubio y los ojos azules. Indagar sobre Amin Samir podría resultar peligroso, y ni siquiera dispone de un arma para defenderse.
Decide llamar al comisario Van Sisk para informarle de lo sucedido. Aunque es igual de testarudo que ella, tiene un sentido común a prueba de bomba y será capaz de juzgar la situación con el distanciamiento que a ella le falta.
Cuando el comisario descuelga el teléfono, Cristina le resume los acontecimientos de las últimas horas: la miseria de Imbaba, el descubrimiento de la fotografía en casa de los Samir, la presencia del Toyota negro, los resultados de la prueba de ADN y, por último, la desaparición del bebé y la asistente social.
—Supongo que me aconsejarás que deje el asunto en manos de la policía egipcia y que vuelva a Ámsterdam.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
—Seguramente lo mismo.
—Es imposible que encuentres al niño. No hablas árabe y estás en un país desconocido.
Cristina observa la piscina del hotel a través de la ventana. El agua parece aún más azul que el día anterior.
—¿No te parece extraño que el abuelo del niño no mostrase ningún interés por él?
—He visto cosas más extrañas.
—Si regreso a Ámsterdam ahora, no me quedaré tranquila.
—Esa aventura puede resultar muy peligrosa. Quien secuestró al bebé podría ser la misma persona que asesinó a su madre.
¿Por qué ha llamado realmente al comisario? ¿Tal vez para convencerse de que regresar a Holanda es la única alternativa posible?
—Está bien —dice Van Sisk finalmente—. Tómate una semana de vacaciones, pero después de ese tiempo te quiero de vuelta en Ámsterdam. Y el hotel te lo pagas tú, que no somos el AIVD.
—Gracias.
—Dámelas cuando nos veamos. Le diré a Lisa que anule tu vuelo de esta noche. Cuando sepas qué día vuelves, pídele que te haga la reserva.
La inspectora oye el ruido de un aspirador en la habitación contigua.
—Quiero verte en la boda de mi hija la semana que viene, así que no te metas en líos. Si necesitas ayuda de la embajada holandesa, me lo dices: un amigo mío tiene un puesto importante en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Cristina cuelga el teléfono, sorprendida por la reacción de Van Sisk. Esperaba de él una diatriba, una crítica a su hipersensibilidad. En lugar de eso, la había apoyado.
Tal vez Lisa tuviera razón: el hecho de ser abuelo está cambiando al comisario.