Capítulo 43

La llamada del muecín despierta a Cristina al amanecer. Su alocución comienza con timidez: un sonido lejano, precedido por una tos y un par de golpes sobre un micrófono; después, una retahíla de palabras entonadas con voz cadenciosa, que se deshacen en un eco; cuando su rumor se apaga sólo se oye el martilleo del tráfico, que hace temblar los cristales de la habitación.

Intenta volver a dormir, pero no puede. Se queda en la cama con los ojos abiertos, pensando en unas palabras de Gerrit sobre la actividad del hipotálamo: condicionado por la luz solar, generaba más melatonina por la noche y definía un orden temporal, un reloj biológico que determinaba cuándo experimentábamos hambre o sueño. Tal vez también el deseo de tener un hijo.

La noche anterior había cenado en la cama y, antes de las diez, había caído rendida. No le había mentido al inspector Elgabri.

El hotel Oasis está situado sobre una colina. Desde la ventana de su cuarto, en una planta reservada para las mujeres, puede verse un jardín de palmeras, con una vegetación exuberante y un césped que da la impresión de haber sido podado con tijeras. El agua de la piscina es tan azul que hace pensar en el depósito donde se almacenan los residuos de una central nuclear. A lo lejos se distingue el paraguas de contaminación de El Cairo, un hongo de contornos imprecisos.

Tal vez no haya sido buena idea acompañar a Amin Samir a Egipto. Habría sido mejor despedirse de él en Holanda. Ahora todo será más difícil. Conocerá a su familia y el lugar donde tendrá que vivir.

A las siete de la mañana salta de la cama. Elgabri ha quedado en recogerla a las nueve. Se da una ducha y baja al comedor para desayunar. Aunque no tiene hambre, se obliga a comer unos huevos revueltos y un yogur para acompañar el café.

Cuando acaba de desayunar se sienta en el vestíbulo del hotel, donde una algarabía de ruidos se funde con una sinfonía de Mozart. Mientras espera a Elgabri, hojea un ejemplar del Herald Tribune. En sus páginas interiores hay un artículo que relata el asesinato de un cristiano en la provincia de Assuit, al sur de Egipto, a manos de dos individuos que lo acusaban de mantener relaciones sexuales con una mujer musulmana.

El inspector Elgabri llega con una hora de retraso. Viste una camisa azul marino con el cuello gastado y no se ha afeitado desde la tarde anterior.

—¿Ha descansado bien? —le pregunta a Cristina, sin disculparse por su tardanza.

—Muy bien, gracias. ¿Dónde está el niño?

—En el coche, con la asistente social.

Cristina sigue al inspector hasta el aparcamiento. El automóvil se encuentra estacionado a la sombra de una palmera, con las ventanillas abiertas. La asistente social está sentada en la parte de atrás, envuelta en un hiyab negro, y sostiene al bebé en su regazo. Cristina desearía besar a Amin, pero se limita a acariciarle la mejilla a través de la ventana abierta.

—Imbaba es una de las zonas más pobres de El Cairo —le informa Elgabri—. ¿Está segura de que quiere acompañarnos?

—Para eso he venido a Egipto.

Elgabri se encoge de hombros y enciende el motor. En el vehículo hace un calor de fragua, y Cristina se alegra de no haberse secado el pelo tras la ducha.

—¿A qué hora ha quedado con la familia del niño? —le pregunta Cristina.

—A las diez, pero en Imbaba los horarios son más bien una referencia.

Cristina pierde su mirada en el tráfico. Los peatones cruzan la calzada por cualquier lugar y los automovilistas cambian constantemente de carril para esquivar a carros tirados por mulas y autobuses con gente agarrada a cualquier parte. Un ciclista holandés gozaría de una esperanza de vida de pocas horas en El Cairo.

—¿Es normal que haga tanto calor en primavera? —le pregunta Cristina.

—A veces ocurre: es el privilegio de vivir a las puertas del desierto —responde el inspector—. Fíjese, eso que ve a su izquierda son las colinas de Muqattam. Cuando la contaminación no lo impide, ofrecen la vista más espectacular de El Cairo. La leyenda cuenta que Simón el Tintorero movió esa montaña con sus plegarias. Cerca de este lugar se encuentra la iglesia conocida como «Dier Samayan Kharas», una de las más antiguas de la cristiandad.

—¿Y este olor?

—Estamos cerca de Zabbaleen, la «ciudad de la basura». Los habitantes de ese barrio, en su mayoría cristianos, se encargan de almacenar y seleccionar los desperdicios de El Cairo.

Cristina siente un escalofrío. Ése es el mundo que va a conocer Amin Samir. Anestesiados por su sociedad del bienestar, los europeos viven ajenos a la lucha por la supervivencia, que es una constante en otras partes del mundo.

Al llegar a Imbaba, distinguen una tierra calcinada y llena de detritus. Los niños juegan al fútbol en medio de una nube de polvo, ajenos al humo que expulsan las chimeneas de una fábrica cercana. Junto a las casas se acumulan montañas de basura, entre las que escarban perros famélicos. Cristina comprende por qué Imbaba es un bastión de las organizaciones fundamentalistas, cuyo objetivo es derrocar al régimen egipcio e instaurar en su lugar un califato islámico.

El inspector Elgabri enfila una calle estrecha y sin asfaltar, obligando a los peatones a apartarse. Detiene el automóvil frente a una casa de adobe con varios agujeros en la fachada.

Al salir del coche, el calor y el hedor son insoportables. Cristina es la única mujer que no viste un hiyab, y un grupo de niños semidesnudos se la quedan mirando. Entre ellos hay una niña que carga con su hermano pequeño: ambos tienen los ojos muy grandes y algún tipo de enfermedad en la piel.

Elgabri camina hacia la casa, seguido por Cristina y la asistente social, que sostiene a Amin en brazos. Una mujer les abre la puerta. Debe de tener cincuenta años, pero su dentadura y sus manos agrietadas se corresponden con las de una mujer dos décadas mayor.

La vivienda posee una única habitación, en la que hay una mesa, una alfombra y una cama de hierro. Un hornillo de gas cumple las funciones de cocina y, tras una cortina de plástico, se vislumbra un agujero del que emana un penetrante olor.

El abuelo de Amin está sentado en una alfombra, con la espalda apoyada en la pared. Tiene ojos de ciego y fuma de un narguile, una pipa de agua oriental. Sin prestarles atención, pone algo de tabaco en la cazoleta y acerca el tubo flexible a la boca para aspirar el humo.

La mujer los invita a sentarse sobre la alfombra y trae una bandeja con varios vasos de té, todos ellos de diferentes tamaños. El matrimonio no ha mostrado ninguna curiosidad por el bebé: no han pedido cogerlo en brazos ni le han dedicado un beso o una caricia.

Elgabri intercambia unas palabras con la mujer y extrae unos papeles de su cartera. Los ojos de Cristina se pasean por las paredes del cuarto, pintadas y repintadas de diferentes colores. En uno de los muros cuelga una fotografía desvaída, tomada con una cámara Polaroid muchos años atrás. Al verla, la inspectora experimenta un sobresalto: es un retrato del hombre que la golpeó en el apartamento de Asmaa Samir. En esa fotografía no tiene la cicatriz y es unos años más joven, pero no hay duda de que es él. El hombre pertenece a la familia de Asmaa Samir. ¿La había asesinado para limpiar el deshonor provocado por su embarazo? ¿Había huido Asmaa Samir a Holanda porque tenía miedo?

Cristina le pide a Elgabri que indague sobre el hombre de la fotografía. Al oír su pregunta, el rostro de la mujer se ensombrece. Susurra algo en árabe, lo que provoca una réplica encolerizada de su marido, que hasta entonces había permanecido en silencio.

—¿Qué pasa? —le pregunta Cristina al inspector.

—La mujer dice que el hombre de la foto se llama Abd-el-Aziz y que forma parte de la familia. Su marido, sin embargo, asegura lo contrario.

—Tenemos que llevarnos al niño —susurra Cristina.

—¿Por qué?

—El hombre de la fotografía es el principal sospechoso de la muerte de Asmaa Samir. Cabe la posibilidad de que el asesinato fuese instigado por su padre.

Elgabri se muestra contrariado. Finalmente, habla con el matrimonio y se levanta para marcharse. La mujer intenta protestar, pero un gesto del inspector acalla sus comentarios.

Al salir a la calle con el niño, ven salir del portal contiguo a una joven cubierta con un hiyab. Cristina le pide al inspector que le pregunte si conocía a Asmaa Samir. La joven no responde, pero algo en sus ojos parece indicar que sí. Cristina le da una tarjeta de visita y le explica en inglés, aunque no sabe si podrá entenderla, que Asmaa Samir ha sido asesinada hace unos días en Holanda; le pide que la llame si posee alguna información relevante para la investigación.

—¿Por qué ha hecho eso? —le pregunta Elgabri, cuando entran en su coche.

—Estoy investigando el asesinato de Asmaa Samir, y cualquier información puede serme útil cuando regrese a Holanda.

Elgabri no parece satisfecho, pero no dice nada más. Cuando el vehículo arranca, Cristina se fija en un Toyota Corolla negro aparcado al final de la calle. Tiene los cristales tintados y, por algún motivo, su presencia resulta extraña.

El Fiat del inspector Elgabri abandona las calles de Imbaba y enfila una carretera en la que el tráfico es muy denso. Al pensar en su visita a Imbaba, a Cristina se le encoge el corazón. El abuelo del niño y su esposa no sólo no pueden ofrecerle a Amin comodidades materiales, sino que ni siquiera parecen dispuestos a darle cariño. Si no hace nada para remediarlo, el niño estará condenado a llevar una existencia miserable. Aunque Elgabri ha accedido a llevárselo, las autoridades egipcias determinarán que la preocupación de Cristina no tiene fundamento y se lo devolverán a su familia, esta vez de forma definitiva.

—Tenemos que llevar el niño a la embajada holandesa —dice Cristina, a sabiendas de que el inspector no accederá a ello.

—¿Por qué motivo?

—De haber sabido que Asmaa Samir fue asesinada por alguien de su familia, las autoridades holandesas nunca habrían aceptado la repatriación de su hijo.

—Amin Samir es ciudadano egipcio; su futuro lo decidirán las autoridades de este país.

Al girar la cabeza para comprobar si tiene mensajes en el móvil, Cristina ve en el retrovisor un Toyota Corolla negro con los cristales tintados, idéntico al que estaba aparcado unos minutos antes en Imbaba. ¿Está acaso siguiéndolos?

—Si lo desea puedo llevarla a la embajada holandesa —ofrece Elgabri—, pero mientras las autoridades egipcias no decidan lo contrario, Amin Samir se queda en el orfanato.

—Mire por el espejo retrovisor… Tengo la impresión de que ese Toyota negro nos está siguiendo.

El inspector hace lo que le pide, pero no ve ningún Toyota negro. Cuando Cristina gira la cabeza, el automóvil ha desaparecido.