Capítulo 42

Cristina abre los ojos y mira el reloj. Ha dormido durante tres de las cinco horas que dura el vuelo de Ámsterdam a El Cairo. A su lado, la asistente social sostiene al bebé con gesto seguro, aunque exento de cariño. Su nombre es Leila y tiene un bigotito teñido de rubio; su inglés es tan rudimentario que Cristina ha abandonado cualquier intento de hablar con ella.

Le había costado convencer a Gerrit de que no la acompañara a El Cairo. Desde la conversación que sostuvieron la noche del viernes no tiene ganas de hablar con él. Además, así se ha evitado dejar a Stitch en la residencia canina.

Al verla despierta, la asistente social le pide con un gesto que sostenga al bebé, mientras ella va al baño. En las últimas horas, Cristina ha evitado coger a Amin en brazos. Le habría gustado hacerlo, pero prefiere reducir el contacto para que la despedida resulte menos dolorosa.

Amin está envuelto en una toquilla blanca, similar a las que tejían antes las abuelas, cuando el dinero era una mercancía más escasa que el tiempo. Al cogerlo, el bebé se echa a llorar. Le susurra unas palabras para tranquilizarlo y, sorprendida, observa que deja de llorar y clava sus ojos en ella. Cristina siente un escalofrío, una corriente de electricidad en la espalda: el niño le está sonriendo.

Cuando la asistente social regresa del baño, ha remplazado sus pantalones vaqueros por una galabiya y embozado su pelo en un hiyab. Al devolverle el bebé, Cristina se siente extraña: aliviada, por un lado; apesadumbrada, por otro.

Durante el resto del vuelo no vuelve a coger a Amin. Se limita a lanzarle miradas furtivas, aunque tiene la impresión de que el bebé le sonríe cada vez que sus ojos se encuentran.

Al llegar a El Cairo, Cristina arrastra su pequeña maleta por el aeropuerto; la asistente social, con el bebé en brazos, la sigue con un bolso de mano colgado al hombro. Tras atravesar el bosque de palmeras de la terminal, un hombre se acerca a ellas; tiene el pelo rizado, las pestañas muy largas y unas mejillas blanquecinas, resultado de un afeitado reciente.

—Soy el inspector Elgabri. Bienvenida a El Cairo.

Cristina le da las gracias por ir a buscarlas al aeropuerto. Elgabri debe de tener diez años y diez centímetros menos que ella. La inspectora rechaza su ofrecimiento de cargar con la maleta y, saltándose una larga cola de gente, atraviesan el control de pasaportes.

Al salir del aeropuerto los asalta una vaharada de aire cálido. La atmósfera es seca y parece cargada de arena. La asistente social le dice algo en árabe a Elgabri y entra con el bebé en un coche detenido junto a la parada de taxis.

—El niño pasará esta noche en un orfanato —informa el inspector a Cristina—. Por eso no viene con nosotros.

Caminan hacia un Fiat amarillo, aparcado en doble fila, y el inspector introduce el equipaje en el maletero. Una vez en el automóvil, arranca y pone el aire acondicionado al máximo.

Cuando el coche se aleja de la terminal, a Cristina le parece ver un rostro familiar junto a la entrada. Al volver la cabeza, sin embargo, ha desaparecido. Habría jurado que era el hombre que la golpeó en el apartamento de Asmaa Samir, pero no puede ser él. En Egipto debe de haber miles de hombres con esa fisonomía.

—¿Dónde se aloja? —le pregunta Elgabri.

—En el hotel Oasis. ¿Lo conoce?

—Sí. Está cerca de las pirámides de Gizeh.

Elgabri se incorpora a la autopista con las maneras de un león que hubiese avistado una manada de cebras.

—¿Cuándo ha quedado en llevarle el niño a su familia?

—Mañana por la mañana —responde el inspector—. ¿Es su primera visita a Egipto?

—Así es.

—¿Cuándo vuelve a Ámsterdam?

—El miércoles.

—Entonces podré enseñarle algo de El Cairo. Verá por qué se la conoce como «la ciudad de los mil minaretes».

—No se moleste por mí. Seguro que está usted muy ocupado.

—La hospitalidad es una obligación sagrada en Egipto.

Cristina mira por la ventanilla. Aunque son las tres de la tarde, el tráfico parece más denso que en Ámsterdam en hora punta.

—Los habitantes de El Cairo llamamos a la ciudad Masr, el mismo nombre que recibe Egipto en árabe. Esta ciudad ejemplifica todo lo bueno y lo malo que hay en este país.

Cristina mira de reojo a Elgabri. Le recuerda un poco a Omar Sharif en Lawrence de Arabia, la obra maestra de David Lean, en la que, durante las cuatro horas que dura la película, ni uno solo de los personajes femeninos posee una línea de diálogo. Aunque ha visto muy poco cine egipcio, recuerda vagamente algunas películas de los años cincuenta, que incluían escenas de danza oriental inspiradas en las coreografías del Casino Opera, el cabaret más famoso de El Cairo antes de la Segunda Guerra Mundial.

—¿Cuáles son esas cosas buenas y malas a las que se refiere? —pregunta Cristina.

—Las malas las descubrirá pronto: millones de egipcios viven en la miseria, un treinta por ciento de la población es analfabeta y muchos jóvenes sueñan con emigrar a Europa para escapar del desempleo. Hay quien dice que el país está todavía recuperándose de la nacionalización de la industria decretada por el presidente Nasser en 1961. Como verá, nos queda mucho camino por recorrer, pero no se crea todo lo que cuenta la CNN: muy pocos egipcios son terroristas y las mujeres reciben el mismo trato que los hombres. Tenemos incluso dos escritoras feministas muy famosas.

—¿Eso lo cuenta usted entre las cosas buenas o las malas?

Elgabri ríe ruidosamente. Tiene una risa que invita a la camaradería.

—Hábleme de usted —dice el inspector—. ¿Vive en Ámsterdam?

—Sí.

—La mayoría de los egipcios serían incapaces de mencionar el nombre de tres ciudades holandesas, pero podrían citarle de memoria a diez futbolistas de su país.

—¿Qué hacen los jóvenes en su tiempo libre, además de ver partidos de fútbol?

—Lo que hacen en todos los sitios, supongo. Se reúnen con sus amigos para hablar, bailar y escuchar música. Amr Diab es uno de nuestros cantantes más famosos, seguro que lo conoce.

Cristina hace un gesto afirmativo, aunque nunca ha oído hablar de él. La única música que escucha es la de Beethoven, para contentar a Stitch, y bandas sonoras de películas.

—Hay menos hombres vestidos con galabiya de lo que esperaba.

—Tres cuartas partes de la población de Egipto utiliza esa prenda, pero la mayoría reside en zonas rurales. Quienes la llevan en El Cairo suelen desempeñar oficios humildes: los cairotas sólo se la ponen en casa o para ir el viernes a la mezquita. Aunque está permitida en el Parlamento, hay muchos lugares de El Cairo donde no se puede entrar con galabiya.

—¿Por qué?

El inspector se encoge de hombros.

—Un saudí puede entrar con una galabiya en cualquier hotel de El Cairo, pero no un egipcio. Aunque no soy partidario de esa prenda, reconozco que es un elemento democratizador: la usan tanto los musulmanes como los cristianos.

—¿Cuál es la situación de los cristianos en Egipto?

—Son unos ocho millones, alrededor de un diez por ciento de la población, y disfrutan de los mismos derechos que los musulmanes.

—¿Quiere decir que tampoco pueden ir a la Ópera en galabiya?

Elgabri sonríe, sin apartar la vista de la carretera.

—De vez en cuando se desencadena una disputa entre cristianos y musulmanes por la propiedad de tierras o la construcción de una iglesia, pero la mayoría de los altercados no tienen nada que ver con la religión. Como en todos los sitios, a la prensa le gusta cargar las tintas.

A pesar de su juventud, el inspector Elgabri da la impresión de haber envejecido prematuramente. Se parece más al Omar Sharif de Doctor Zhivago que al de Lawrence de Arabia.

—¿Qué medidas de seguridad me recomienda durante mi estancia?

—Si evita los callejones de El Cairo islámico y se mantiene en las rutas conocidas no corre ningún riesgo. Egipto es un país seguro, y la policía vigila constantemente los lugares turísticos.

Egipto es un país seguro si no se tiene la mala suerte de verse involucrado en un atentado terrorista. Cristina ha leído que, junto al petróleo y la ayuda estadounidense, el turismo constituye la principal fuente de ingresos del país. Este hecho explica el interés del Gobierno en fomentar esa industria, y el de los fundamentalistas en boicotearla.

La noche anterior, Cristina había estado informándose en Internet sobre las organizaciones terroristas egipcias. La más conocida internacionalmente era Al-Gama’a al-Islamiya, responsable de la masacre en el templo de Hatshepsut en el año 1997. Al-Gama’a había nacido en la década de los años setenta, cuando los Hermanos Musulmanes decidieron renunciar a la lucha armada. Su base de apoyo popular estaba en los suburbios urbanos y las zonas rurales, y sus militantes solían ser jóvenes sin formación. Hasta su renuncia a la lucha armada, Al-Gama’a al-Islamiya asesinó a un millar de personas, entre ellas el jefe de la policía antiterrorista, el presidente del Parlamento egipcio e innumerables civiles egipcios y extranjeros.

—¿Ha probado alguna vez las hojas de yute? —le pregunta Elgabri.

—Creo que no.

—Si le apetece, después de dejar su equipaje en el hotel puedo llevarla a un restaurante que sirve el mejor mulukheya de El Cairo.

—Se lo agradezco, pero estoy muy cansada. Preferiría quedarme en el hotel.

El inspector Elgabri la mira sorprendido, como si fuese la primera mujer que rechazara una invitación suya. A Cristina le gustaría conocer El Cairo, pero en esas circunstancias no disfrutará de la visita. En pocas horas tendrá que separarse de Amin Samir.