Ámsterdam
Un Nissan Murano está aparcado en doble fila frente al portal de Cristina. Tiene las luces encendidas y los limpiaparabrisas en funcionamiento. La inspectora abre la puerta del acompañante y se sienta al lado del agente Vermeulen.
—Espero que tenga un buen motivo para sacarme de la cama a estas horas.
El agente del AIVD extrae de la guantera una bolsa de plástico. En su interior hay un dedo humano: concretamente, las falanges media y distal de un meñique, en alto grado de descomposición.
—Es el dedo que le fue amputado a Branislav Kijic —explica Vermeulen—. Lo hemos encontrado en el apartamento de Hussein Alaoui, después de detenerlo.
Cristina permanece unos instantes en silencio. ¿Era Alaoui tan estúpido como para guardar una prueba incriminatoria en su casa?
—Creía que entre los cometidos del AIVD no figuraba la detención de sospechosos.
—En algunas circunstancias está justificado. Mire lo que encontramos en su teléfono móvil.
Vermeulen estira el brazo hacia el asiento trasero y coge otra bolsa de plástico, en cuyo interior hay un teléfono. Pulsa varios botones y le muestra a Cristina una foto en la que aparecen Asmaa Samir y Abderramán Salah. En una segunda fotografía se ve a éste hablando con un desconocido.
—¿Quién es ese hombre? —pregunta Cristina.
—Un agente del AIVD.
La imagen demuestra que Alaoui estaba al corriente de la colaboración de Abderramán Salah con el AIVD, un hecho que le proporcionaba un motivo para asesinarlo. Y a juzgar por la primera foto, también conocía la relación de Asmaa Samir con Abderramán Salah. Si Alaoui había asesinado a ambos, era improbable que hubiese actuado por iniciativa propia. Alguien había tenido que dar la orden. ¿Tal vez Mohammed Salah, el hermano de Abderramán y director de Al-Mahgoub?
—Creo que tenemos al asesino de Branislav Kijic, Asmaa Samir y Abderramán Salah —dice Vermeulen.
Tres pájaros de un tiro. ¿Así de fácil? Alaoui tenía un móvil para matar a Abderramán Salah, y Asmaa Samir podía haber sido una víctima colateral. Lo que no estaba claro era su móvil para asesinar a Kijic. ¿Deseaba vengar a sus hermanos musulmanes de Bosnia? ¿Habían discutido durante una compraventa de armas?
—Me gustaría interrogar a Hussein Alaoui —dice Cristina—. ¿Dónde lo tienen detenido?
—La llevaré hasta allí.
Vermeulen conduce el vehículo por las calles soñolientas, vacías en la madrugada. Abandonan el centro de Ámsterdam y se adentran en una zona de naves industriales, al sur de la capital. La sede del AIVD, situada en Zoetermeer, queda muy lejos de allí.
—¿Adónde vamos? —pregunta Cristina, algo inquieta.
—Al lugar donde está detenido Alaoui.
El ruido de los limpiaparabrisas se eleva sobre el ronroneo del motor.
—¿Es legal esa detención?
—La ley nos permite interrogar a un presunto terrorista antes de ponerlo a disposición judicial.
Poco después, Vermeulen detiene el todoterreno delante de un edificio con aspecto abandonado y las ventanas rotas. Abre una puerta corredera y entra, seguido por Cristina.
Un hombre se acerca a ellos con una linterna. Intercambia unas palabras con Vermeulen y los guía por un pasadizo en el que resuena un eco de goteras. Al llegar al fondo del pasillo, abre una puerta y entran en una pequeña sala.
En una de las paredes hay un vidrio de visión unilateral. Hussein Alaoui se encuentra en el interior de una cámara Gesell, que permite ver y escuchar a un sospechoso sin su conocimiento. Alaoui está sentado en una silla de madera, con las muñecas esposadas y apoyadas en las rodillas. Su barba es más larga que en la foto del archivo policial.
—¿Ha confesado los homicidios? —pregunta la inspectora.
—Como era de suponer, jura que no mató a nadie.
—¿Ha dado una explicación para las fotos encontradas en su móvil?
—Dice que Mohammed Salah le encargó que siguiera a su hermano, pero asegura que él no lo mató.
—¿Y el dedo de Branislav Kijic? ¿Cómo ha explicado que estuviera en su apartamento?
—Dice que es víctima de una conspiración sionista. Le echa la culpa al Mossad, el servicio de inteligencia israelí.
Cristina observa a Alaoui a través del ventanal. Repara en que tiene un ojo amoratado y el labio superior hinchado.
—Me gustaría interrogarlo. A solas.
—No creo que sea buena idea. Los salafistas menosprecian a las mujeres: dejarlo a solas con usted sería como obligarlo a comer un filete de cerdo.
La inspectora observa con detenimiento a Hussein Alaoui, consciente de que no puede verlos.
—Está bien. Entraremos juntos, pero las preguntas las haré yo.
Cuando acceden a la sala, Alaoui los recibe con una mirada llena de odio que hace pensar a Cristina en los gánsteres de la película Scarface: criminales impenitentes, incapaces siquiera de comprender la transgresión que suponían sus actos.
—Sólo quiero saber una cosa —dice la inspectora—. ¿Mató usted a Branislav Kijic, Abderramán Salah y Asmaa Samir por orden de Mohammed Salah, o lo hizo por iniciativa propia?
Alaoui escupe a los pies de Cristina.
—El director de Al-Mahgoub le pidió que siguiera a su hermano —prosigue la inspectora—, y cuando éste se percató de ello, tomó usted medidas más drásticas.
Vermeulen enciende un cigarrillo con su mechero dorado. Apoya la espalda en la pared y aspira el humo. Inesperadamente, Hussein Alaoui se levanta de la silla y se abalanza sobre él. Antes de que el agente del AIVD pueda reaccionar, el salafista le pasa las esposas alrededor del cuello e intenta estrangularlo. Vermeulen se revuelve y le da codazos para intentar liberarse, pero la presión de las esposas es demasiado fuerte.
Cristina saca su pistola de la cartuchera y apunta a Alaoui, pero éste se protege con el cuerpo de Vermeulen. A causa de la falta de oxígeno, los movimientos del agente del AIVD empiezan a perder vigor.
—¡Suéltelo ahora mismo! —grita Cristina.
El rostro de Vermeulen está cada vez más amoratado, pero si dispara podría herirlo. Busca un hueco en un brazo o una pierna de Alaoui, pero los movimientos de Vermeulen se lo impiden. El agente del AIVD está al borde del colapso. Si no hace algo rápidamente, en unos segundos estará muerto.
La descarga de adrenalina hace que los ruidos se difuminen y que todo suceda a cámara lenta. La inspectora se lanza al suelo y dispara dos veces al abdomen de Alaoui. Los dos hombres se desploman al suelo y un reguero de sangre alcanza las ropas de Cristina. Se levanta con rapidez y encañona a Alaoui. El salafista tiene los ojos abiertos y de su boca mana un hilo de sangre. Cristina le pone un dedo en la arteria carótida y constata que está muerto. Vermeulen respira con dificultad, tumbado en el suelo.
—¿Está bien? —le pregunta Cristina.
—Creo que sí… Le debo una.
—Tendría que haberme dejado que lo interrogara yo sola.
Vermeulen ríe entre dientes; luego emite una tos ronca.
—Supongo que ya no tiene dudas de la culpabilidad de este hombre —dice el agente del AIVD, mientras se frota el cuello.
La inspectora observa el cadáver de Alaoui, tumbado en el suelo de cemento. Habría preferido que las cosas no sucediesen así. Nunca llegará a saber si Alaoui asesinó a Abderramán Salah, Asmaa Samir y Branislav Kijic: se llevará el secreto a la tumba.
Aunque son las cuatro de la mañana, decide llamar al comisario Van Sisk para informarle de lo sucedido. Espera unos segundos, a fin de estructurar en su mente lo que va a decirle, y después marca su número. El comisario descuelga con sorprendente prontitud.
—Soy Cristina. Siento llamarte a estas horas.
—¿Qué pasa?
Cristina le explica lo ocurrido. El comisario escucha su relato hasta el final, sin interrumpirla.
—¿Por qué no lo has llevado a la comisaría para interrogarlo?
—¿A las tres de la mañana?
—Esta historia nos va a dar problemas. ¿Crees que fue él el autor de los asesinatos?
Sería la solución más sencilla. En el sistema penal holandés, la responsabilidad criminal se extingue con el fallecimiento del reo. Si se determinara que Alaoui había sido el autor de los homicidios, los tres casos serían archivados.
—Supongo que sí —responde Cristina.
—No pareces muy convencida.
Tal vez porque no lo estaba. Hussein Alaoui había jugado sin duda un papel, pero alguien tenía que haber actuado en la sombra. Además, la autoría de Alaoui deja algunas preguntas sin resolver. Ginkgo Tan no le había contado en el restaurante Paz Celestial todo lo que sabía, ni fue Alaoui quien la golpeó en casa de Asmaa Samir. Por otro lado, el dedo encontrado en su apartamento, las fotografías en el teléfono móvil y su actitud durante el interrogatorio lo convertían en sospechoso. Sherlock Holmes solía decir: «Cuando se elimina lo imposible, lo que queda, por muy improbable que sea, es la verdad».
—Hablaré con el juez para explicarle que actuaste en defensa propia —dice el comisario—. Ahora vete a dormir.
—¿Qué hacemos con Avramovic? No creo que tuviese que ver con la muerte de Kijic.
Van Sisk exhala el aire con fuerza.
—Avramovic se ha suicidado en su celda hace un par de horas; tenía una cuchilla de afeitar oculta bajo la ropa. Acaban de avisarme: por eso estaba despierto cuando has llamado.
Cristina se siente de pronto muy cansada. Recoge una silla del suelo y se apoya en el respaldo. La visión del cadáver de Hussein Alaoui le provoca náuseas.
Quizá no sea mala idea aceptar la oferta del comisario. Le vendrían bien unos días en El Cairo.