Capítulo 40

El Cairo, 1992

El padre de Asmaa no fue ese miércoles al mercado de Misr Touloun. Ni el siguiente. Llevaba varios días huraño, incapaz de concentrarse en su trabajo. Ni siquiera abandonaba el taller para ir a comer con Asmaa.

Abd-el-Aziz intuía que había ocurrido algo, pero ignoraba qué. El día anterior, a través del ventanuco del taller, había escuchado a dos mujeres que conversaban en la calle. Mencionaron el nombre de Asmaa, y algo sobre una maldición y la muerte de su madre.

Él nunca había sido supersticioso, aunque como muchos egipcios procuraba no enfadar a los espíritus. Sabía que el alma abandonaba el cuerpo durante el sueño y nunca despertaba a nadie bruscamente; también conocía algunos remedios contra el mal de ojo, como echar tierra o romper una pieza de barro al paso de la persona que lo había lanzado. Preocupado como estaba por Asmaa, se anudó un paño turquesa a la cintura para protegerla de cualquier maleficio que pudiese recaer sobre ella.

Unos días atrás había fabricado su primera joya, a escondidas del orfebre, y esperaba con ansia la oportunidad de regalársela a Asmaa. Al cabo de dos semanas sin verla, concluyó que algo le había sucedido y decidió comprobar qué era. Pasó varios días en vilo, deseando que su patrón abandonase el taller, pero éste no se movió de su silla: permanecía durante horas en el mismo sitio, embobado, y Abd-el-Aziz llegó a creer que era él quien había recibido el mal de ojo.

Una tarde, cuando se encontraba al borde de la desesperación, llegó la oportunidad que aguardaba. Un cliente habitual entró en el taller y, mientras éste conversaba con el padre de Asmaa, Abd-el-Aziz pidió permiso para ir al excusado del patio. Sin mirar hacia atrás, subió las escaleras que conducían a la vivienda. No le importaba que el orfebre lo descubriese: lo único que deseaba era asegurarse de que Asmaa estuviera bien.

Se acercó a la puerta y llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Giró la manilla y la puerta se abrió. Asmaa estaba peinándose, de espaldas a él.

—No quiero que vuelvas a verme.

La muchacha se dio la vuelta y él observó que tenía los párpados hinchados y la cara cubierta de un sarpullido.

—Mi padre dice que ningún hombre querrá acercarse a mí. No quiero despertar tu compasión.

Abd-el-Aziz sacó del bolsillo la joya que había hecho para ella: un escarabajo confeccionado con restos de plata y esmaltado en color lapislázuli. Lo depositó en la mano de Asmaa y cerró sus dedos alrededor de él.