Capítulo 37

Una hora después de su conversación con el inspector Elgabri, sentada en su despacho en la comisaría, Cristina intenta ordenar sus pensamientos. Hasta ahora no ha encontrado ningún vínculo entre las muertes de Branislav Kijic, Asmaa Samir y Abderramán Salah. Entre los dos últimos existía sin duda una relación, pero el único nexo que unía a Alaoui y Kijic era su coincidencia en una celda en Veenhuizen.

Tal vez debería pasarle el caso de Kijic a otro inspector. Las investigaciones se vuelven más difíciles cuando los cadáveres se enfrían, y ella no tiene la capacidad para investigar tres homicidios que no estén estrechamente relacionados.

El detective Ralf Limburg, de la brigada contra el crimen organizado, sigue investigando la explosión en el restaurante Paz Celestial, acontecida hace ahora una semana. Limburg acaba de enviarle un mensaje de texto informándole de que Ginkgo Tan abandonará pronto la unidad de cuidados intensivos del hospital Onze Lieve. Tal vez debería transferir el caso de Branislav Kijic a la brigada contra el crimen organizado. Por muy arrogante que sea, Limburg sabe hacer bien su trabajo. Cualquier cosa será mejor que dejar el caso en manos de Boer o Rils.

Lisa entra en el despacho. Tiene los ojos enrojecidos y los excesos de la noche pasada parecen haber dejado también secuelas en ella.

—Estoy como si me hubiese arrastrado cien metros por una cañería de desagüe —dice Lisa—. No sé si darte las gracias por lo de ayer.

—Si hay una próxima vez, recuérdame que no beba tanto.

Cristina observa el póster de las islas Maldivas y después fija la vista en la pantalla del ordenador. Tiene treinta correos electrónicos sin abrir.

—Acabo de encontrarme con Rils junto a la máquina de café —le informa Lisa—. Un hombre acaba de entregarse por el asesinato de Kijic.

Cristina se levanta como un resorte y apoya los puños sobre la mesa.

—¿Quién es?

—Un tal Milan Avramovic.

Milan Avramovic. ¿No era el autor del libro que había visto en el apartamento de Hussein Alaoui? Cristina hace una consulta rápida en la Wikipedia. Milan Avramovic había nacido en Bosnia en 1963 y, al comenzar la guerra civil en Yugoslavia, se trasladó a Holanda con estatuto de refugiado. Las margaritas negras, su única novela por el momento, relata las experiencias de un hombre cuya mujer es asesinada durante la guerra por las tropas serbias.

—¿Dónde está ahora?

—En la sala de interrogatorio número tres; Rils está a punto de tomarle declaración.

Cristina sale del despacho como un vendaval, con el expediente de Kijic bajo el brazo. Se encuentra a Rils y Boer conversando junto a las salas de interrogatorios. La sonrisa de los detectives se difumina al verla llegar.

—¿Por qué no me has avisado? —le espeta Cristina a Rils—. Soy la responsable del caso.

—Iba a hacerlo ahora.

Los ojos impávidos de Rils le hacen pensar en el detective privado Mike Hammer, en la película El beso mortal, de Robert Aldrich, un bruto solitario y violento para quien el fin justificaba todos los medios.

—¿Le has tomado declaración? —pregunta la inspectora.

—Todavía no. Lo he dejado en la sala para que se ablande, aunque ya está bastante nervioso. Si tienes algún homicidio sin resolver, se lo puedes enchufar también a él.

Cristina atraviesa a Rils con su mirada de Greta Garbo. No le ve la gracia al comentario.

—¿Dónde está tu sentido del humor? —protesta Rils con tono apologético.

—En el mismo lugar donde tú tienes la inteligencia.

La inspectora cuenta hasta diez, respira hondo y entra en la sala de interrogatorios. Milan Avramovic lleva una bufanda roja al cuello; tiene una barba canosa de apariencia postiza, las hechuras de un oso de los montes Tatras y la ropa arrugada, como si hubiese dormido con ella en los últimos seis meses.

El escritor levanta los ojos al verla entrar. Tiene un aire frágil, asustadizo. Cristina duda de que hubiese conseguido acercarse mucho a Kijic; la probabilidad de que hubiese derrotado a éste en un combate cuerpo a cuerpo era inferior a la que ella tenía de ganar el Premio Nobel de Literatura.

—Soy la inspectora Molen. —Cristina deja la carpeta sobre la mesa—. Cuénteme cómo mató a Branislav Kijic.

—Le disparé en la nuca.

Una información que había aparecido en la prensa.

—¿Con qué pistola lo hizo?

—Se la compré a un traficante de drogas en Nieuwendam. Después la tiré en un contenedor de la basura.

Cristina mira al escritor. Parece rodeado de un aura de tristeza, como si tuviese una sombra enroscada al cuerpo.

—¿Por qué lo asesinó? —le pregunta.

El escritor mira a Cristina sin realmente verla, como si se encontrase delante de un espejo. Sus pupilas parecen barcos a la deriva en medio de una tormenta.

—Junto con otros soldados serbios, violó y asesinó a mi mujer. Yo estaba escondido y lo vi todo.

La inspectora intuye que Milan Avramovic no busca consuelo ni simpatía. Pretende hacerse daño al revivir ese momento, tal vez expiar su culpa.

—Cuando llegué a Holanda, intenté que el Tribunal Penal Internacional juzgase a Kijic, pero mi abogado me recomendó que no perdiese el tiempo: el TPI nunca condenaría a un soldado que obedecía órdenes de sus superiores.

La inspectora ha visitado recientemente la sede del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, en La Haya. En sus dieciséis años de existencia, el TPI ha procesado a doscientas personas y condenado a cincuenta. Considerando que durante la guerra civil murieron en Bosnia cuarenta mil civiles, un tercio de ellos mujeres y niños, el balance del TPI no parecía muy satisfactorio. Su gestión había puesto de relieve las carencias de la cooperación internacional a la hora de realizar investigaciones, obtener pruebas y detener a sospechosos. Cuando esos obstáculos se superaban, los juicios solían ser extremadamente largos y se enfrentaban con grandes dificultades de procedimiento, debido a que los jueces provenían de países con sistemas jurídicos diferentes.

Es improbable que Avramovic asesinara a Kijic, pero pudo haberle encargado el trabajo a otra persona. A alguien próximo a éste. La inspectora abre la carpeta y extrae una fotografía de Hussein Alaoui.

—¿Conoce a este hombre?

Milan Avramovic deshace el nudo de su bufanda, como si de repente tuviese calor.

—Asistió a una presentación de mi libro hace unas semanas. Al final del acto se acercó para pedirme que diese una conferencia en una asociación en Zeeburg.

—¿La Asociación Al-Mahgoub?

—No recuerdo su nombre. Quería convencerme de la necesidad de mantener la unidad del pueblo musulmán frente a la agresión de los infieles. Le dije que estaba muy ocupado y que no tenía tiempo para dar conferencias. Después de esa vez no volví a verlo.

Avramovic parece sincero respecto a Alaoui. Si lo había contratado para asesinar a Kijic, no tenía razones para negarlo. A fin de cuentas, se estaba acusando del asesinato. Tal vez Alaoui había matado a Kijic por iniciativa propia, para vengar la agresión contra sus hermanos musulmanes durante la guerra de Bosnia.

—Quiero firmar mi confesión. ¿Dónde está el detective con el que hablé antes?

—Ahora no va a firmar nada. Dentro de unas horas volveremos a hablar.

Avramovic intenta protestar, pero Cristina abandona la sala de interrogatorios sin prestarle atención. Se dirige hacia Boer y Rils, que están charlando junto a la máquina de café.

—Si alguien le toma declaración a ese hombre, me encargaré de que acabe patrullando las calles de Zeeburg. ¿Entendido?

—¿Y qué hacemos con él? —pregunta Rils con una mueca de fastidio.

—Dejadlo en una celda unas horas, para que reflexione. Quiero asegurarme de que dice la verdad.