Cristina se levanta con resaca y dolor en las articulaciones, como si hubiese dormido sobre el suelo de la cocina. Los años en los que podía beber lo que quisiera, sin padecer las consecuencias a la mañana siguiente, han quedado desgraciadamente atrás.
Toma una aspirina y entra en el baño para darse una ducha. El espejo le devuelve una imagen demacrada y macilenta. Aunque los seres humanos poseen una tendencia innata a engañarse, ella duda de que ninguna mujer se sienta atractiva después de una noche de excesos. Ni más joven. Los niños se veían mayores de lo que eran, porque añoraban participar en las actividades de los adultos, mientras que éstos se consideraban, invariablemente, varios años más jóvenes. Cuando una persona se sentía vieja, se comportaba como tal y la profecía acababa por cumplirse.
En el momento en que abre el grifo de la ducha, suena su móvil. Se pone un albornoz y corre a su habitación para descolgar.
—Soy Elgabri. ¿La he despertado?
La inspectora se ata el cinturón del albornoz y va al baño para cerrar el grifo de la ducha. No esperaba que Elgabri la llamase tan pronto; y menos un viernes, el día festivo en Egipto.
—¿Ha averiguado algo sobre Asmaa Samir?
—He estado indagando sobre ella en las últimas horas. Al parecer, simpatizaba con la organización Fatwa al-Islamiya, fundada por un predicador de la mezquita Al-Azhar.
—¿Es una organización terrorista?
—En Egipto no está considerada como tal. Se dedican a difundir propaganda religiosa y a la agitación política, pero sin recurrir a métodos violentos.
Tal vez no en Egipto, pero ¿cuáles eran sus intenciones por lo que respecta a Holanda? Al-Azhar era la universidad donde impartía clases Abderramán Salah, el hombre apuñalado en el aeropuerto de Schiphol y a quien Joep Maas había visto golpeando la puerta de Asmaa Samir unas horas antes de que ésta fuera asesinada.
—¿Ha hablado con la familia de Asmaa Samir?
—Fui a visitarlos ayer. Su madre murió al darle a luz, pero su padre vive con su segunda esposa en Imbaba, uno de los barrios más pobres de El Cairo.
—¿Está su padre al corriente de lo sucedido?
—El Ministerio de Asuntos Exteriores se lo comunicó hace unos días. La relación que tenía con su hija era mala: ni siquiera ha mostrado interés en repatriar el cadáver.
Cristina empieza a sentir frío en las piernas y se ajusta el cinturón del albornoz. ¿Por qué había sido Asmaa Samir expulsada de su familia? Por muchas diferencias que hubiese tenido con su padre, la actitud de éste no encaja con la imagen que Cristina posee de las familias musulmanas. Mientras las familias holandesas no suelen exceder de diez personas y los hijos se independizan al llegar a la edad adulta, en los países árabes suelen abarcar decenas de miembros, unidos de por vida mediante estrechos vínculos emocionales y obligaciones no escritas.
—Hay otra cosa —añade el inspector Elgabri—. Hamid Samir quiere saber si su nieto tiene alguna minusvalía.
—¿Por qué?
—Supongo que para decidir si se hace cargo del bebé. La vida en Imbaba es muy dura.
Cristina se acerca a la ventana y observa a unos niños que juegan en el parque Beatrix.
—No soy médico, pero Amin Samir parece completamente normal. Tiene los ojos castaños y la piel aceitunada; pasaría desapercibido en cualquier rincón de El Cairo.