Capítulo 33

El Cairo, 1992

Asmaa desgarró el papel amarillo y abrió el paquete que le había traído su padre. En su interior había una galabiya de color violeta con un diseño floral que hacía pensar en los cuernos de un búfalo.

—¿A qué viene este regalo? —le preguntó a su padre.

—Vístete. Saldremos en una hora.

—¿Adónde vamos?

—A conocer a tu futuro marido. He acordado tu matrimonio con el sastre Abbas.

Cuando su padre salió del cuarto, Asmaa se sentó delante del espejo para peinarse. El sastre Abbas tenía sesenta años y la dentadura carcomida; cada vez que ella pasaba por delante de su comercio, el viejo la miraba con avidez.

Le vino a la mente el día de su tahara, a la edad de ocho años. Al volver de la escuela encontró en casa a su tía Salma, la hermana de su padre, acompañada de una anciana que tenía la tez oscura y los dedos huesudos. Su tía le habló por primera vez de la tahara. Le aseguró que era necesaria para preservar su honor y encontrar un buen marido. Después, sin pedirle su consentimiento, las dos mujeres la pusieron sobre una mesa y su tía se sentó a horcajadas sobre su pecho para que no pudiese moverse. Asmaa gritó y gritó, pero fue inútil. La anciana sacó de su bolsillo unas tijeras y un cuchillo. El pulso le temblaba y tenía la mirada acuosa. La operación duró sólo unos segundos, pero fueron los más largos en la vida de Asmaa. Después de cortarle el clítoris, la anciana lo introdujo en una bolsa de plástico y la tiró a la basura.

Su tía Salma no le había hablado del dolor insoportable de la operación, ni de la hemorragia que estaría a punto de provocarle la muerte. Tampoco le dijo que el marido que merecería por someterse a aquella tortura sería el sastre Abbas. De haber podido escoger esposo, Asmaa habría elegido a Abd-el-Aziz. Sabía que su padre nunca la casaría con un aprendiz, pero la idea de dormir junto al sastre Abbas, de llevar su semilla en su interior, le producía repugnancia.

Acarició el tejido de la galabiya, basto y ligero. Dejó la prenda sobre la silla y abrió la puerta del balcón para tomar un poco de aire. Tenía la impresión de estar ahogándose. Nunca se había sentido tan desgraciada.

Su padre la había preparado desde niña para ese momento, pero no pudo evitar pensar en las tardes de los miércoles, en los sueños que nunca se harían realidad. La noticia de su compromiso le rompería el corazón a Abd-el-Aziz.

Asmaa salió del cuarto en dirección a la cocina. Su padre estaba en su habitación, retocándose la barba con unas tijeras. En la cocina se encontraba la jofaina, abastecida con agua del pozo, que ella utilizaba todas las mañanas para asearse.

Cerró la puerta y empezó a lavarse con manos temblorosas: primero, los brazos; después, las axilas y el pubis. Cuando terminó, se puso la galabiya. En la cocina había una pequeña despensa donde, por miedo a que se los robaran en el taller, su padre guardaba el óxido de plata y algunos ácidos para dorar los metales.

Asmaa cogió un vaso de madera y vertió en él un dedo de ácido metanoico, una sustancia que se encontraba de forma natural en el veneno de las hormigas. No tenía color, pero su aroma era irritante. Cerró los ojos y, con un estremecimiento, bebió un trago.

Por nada del mundo se casaría con el sastre Abbas.