Capítulo 30

La inspectora Molen camina entre los parterres de tulipanes y crisantemos del cementerio De Nieuwe Ooster.

Aprovechando los minutos que faltan para el entierro de Abderramán Salah, compra una docena de rosas y se dirige hacia la tumba de su madre, situada cerca del crematorio. Su abuela está también enterrada en De Nieuwe Ooster, pero en el extremo opuesto: no le dará tiempo a visitar su sepultura antes del entierro de Abderramán Salah.

Cristina había conocido a su abuela paterna, Rebecca, unos meses atrás, cuando el Alzheimer hizo aflorar el secreto que su padre había atesorado durante décadas. En las semanas que precedieron a su muerte había visitado a la anciana varias veces, sin explicarle que era su nieta. Está convencida, sin embargo, de que había adivinado el motivo de sus visitas y que falleció con el sosiego de haber encontrado a su única nieta.

La inspectora se detiene en la tumba de su madre. Las flores que plantó en su última visita están secas. Distribuye las rosas sobre la lápida y se separa unos pasos. Su madre había nacido en la isla de Texel, en la provincia de Frisia, donde el abuelo de Cristina trabajaba como farero. Hasta los quince años, su madre hablaba mejor el frisio que el holandés. Cristina había visitado Texel varias veces y recuerda sus paisajes indómitos, su cielo interminable. El faro había sido automatizado en 1985 y, después de la muerte de sus abuelos, Cristina no ha regresado nunca a la isla.

Su madre tenía que conocer el secreto que guardaba su marido, pero no siente cólera hacia ella. Era una persona que nunca levantaba la voz, ni siquiera cuando estaba enfadada. Con la obstinación típica de las gentes de Frisia, había ocultado su enfermedad hasta el último momento.

Cristina se despide de su madre y se dirige hacia el sector musulmán del cementerio. Después de una larga negociación con la comunidad islámica de Ámsterdam, el ayuntamiento ha acondicionado un recinto especial en De Nieuwe Ooster, con tumbas orientadas hacia La Meca y un lugar para el lavado ritual de los cadáveres. Mientras que los inmigrantes musulmanes de primera generación consideraban Holanda como una residencia temporal y suscribían pólizas de seguro para ser sepultados en sus lugares de nacimiento, sus hijos y nietos preferían ser enterrados en territorio holandés.

La inspectora distingue en la distancia el cortejo fúnebre de Abderramán Salah. Está compuesto de unas treinta personas que caminan a ambos lados del féretro, mientras recitan una oración. Algunos visten a la occidental, aunque la mayoría llevan djellabah o galabiya. Varios hombres portan un keffiyeh, el pañuelo usado en Oriente Medio para protegerse del sol y del polvo, convertido en las últimas décadas en símbolo de la identidad palestina.

En el centro del cortejo va una mujer vestida con una galabiya blanca y un pañuelo de seda que vela enteramente su rostro. Debe de ser la viuda del difunto. Cristina tiene que «razonar hacia atrás», como Sherlock Holmes, para discernir si Asmaa Samir y Abderramán Salah eran amantes, miembros de una red de adopción ilegal o correligionarios de un grupo terrorista. Debe dividir el problema en el mayor número de partes posible, establecer hipótesis probables y someterlas a análisis: lo que el ilustre violinista de Baker Street llamaba «el uso científico de la imaginación».

Cuando la comitiva alcanza el lugar de la sepultura, un imán recita una oración en árabe. El cuerpo de Abderramán Salah es descendido a la fosa y, a continuación, cada uno de los asistentes lanza tres puñados de tierra sobre el cadáver. Concluido el ritual, un enterrador empieza a sellar la tumba y los asistentes proceden a dispersarse. Cristina aprovecha ese momento para acercarse a la viuda de Abderramán Salah. Sin joyas ni maquillaje, con el pelo oculto por un hiyab, la mujer parece un ser desprovisto de sexualidad.

—Soy la inspectora Cristina Molen. Mis condolencias por la muerte de su marido.

—¿Qué quiere?

Cristina siente unos ojos fijos en su nuca. Al darse la vuelta, ve que el hermano de Abderramán Salah, el director de la Asociación Al-Mahgoub, la observa. Ella le sostiene la mirada, hasta que el otro gira finalmente la cabeza.

—Me gustaría hablar con usted.

—¿No podemos hacerlo en otro momento? —le pregunta la viuda.

—Sólo será un instante.

Las manos de la mujer están agrietadas. Aunque debe de tener los mismos años que Cristina, su cara parece la de alguien mucho mayor. La inspectora le muestra una fotografía de Asmaa Samir.

—¿Conoce a esta mujer?

La viuda de Abderramán Salah niega con la cabeza.

—Su nombre era Asmaa Samir y fue asesinada hace unos días. Me consta que su esposo la conocía.

—Mi marido nunca hablaba conmigo sobre otras mujeres —replica la viuda, con voz cortante.

—¿Se llevaba usted bien con su marido?

—Estaba obligada a respetarlo. Abderramán quería lo mejor para mí.

La inspectora intuye que, detrás de su fachada sumisa, la viuda es una mujer con agallas. ¿Tal vez las suficientes para contratar a un asesino?

—Si quiere saber más cosas de mi marido, hable con el AIVD. Ellos lo conocían mejor que yo.

La inspectora Molen está a punto de preguntarle por qué, pero no es el momento ni el lugar para proseguir con el interrogatorio. Le da las gracias y se encamina hacia la puerta del cementerio. ¿Qué había querido decir la viuda de Abderramán Salah con su comentario? Extrae de su cartera la tarjeta de Vermeulen y marca el número de teléfono impreso en ella. El agente del AIVD responde después del primer tono.

—Soy Cristina Molen. ¿Cómo se enteró el AIVD, antes que la policía, del asesinato de Abderramán Salah?

La línea se queda muerta unos segundos.

—¿Conoce el café Hoppe, en la calle Spui? —le pregunta Vermeulen.

—Claro.

—Nos vemos allí en una hora.