Capítulo 29

Ámsterdam

Al regresar del aeropuerto de Schiphol la inspectora se detiene en Sarphatipark, donde tiene su oficina el administrador del apartamento en el que había sido asesinada Asmaa Samir.

La planta baja del edificio está ocupada por una Smart Shop, una herboristería donde se venden plantas para mejorar la memoria, facilitar la relajación o producir efectos narcóticos, afrodisiacos o alucinógenos. Dentro de esta última categoría, las setas psilocybin —más conocidas como magic mushrooms— han sido prohibidas a causa de los incidentes protagonizados por turistas extranjeros después de su consumo. En comparación con otros países, Holanda mantiene una actitud permisiva con las drogas. La inspectora opina que cualquier adicción —el alcohol, el tabaco, las drogas o los juegos de azar— es peligrosa, pero también que la prohibición sólo consigue marginar el problema y aumentar la criminalidad. A la hora de combatir las adicciones, la educación y la prevención son los únicos instrumentos efectivos.

La inspectora Molen sube al primer piso y llama al timbre de la agencia. El administrador es un hombre pequeño, con el cuerpo en forma de campana y un bigote mal recortado. Parece nervioso, como un payaso que remplazase provisionalmente a un domador, y Cristina percibe su mal disimulado esfuerzo para no mirarla a los ojos.

Al comienzo de su carrera policial, su atractivo físico solía poner en dificultades a muchos interrogados. Además de varios kilos y unas cuantas arrugas, la inspectora ha desarrollado en esos quince años una pose inspirada en el inmovilismo soviético de Greta Garbo en Ninotschka, lo que tiende a enfriar las ganas de cualquier hombre de probar suerte. No es fácil ser mujer en una profesión dominada por hombres, en la que prima la masculinidad. Cuando las mujeres empezaron a trabajar como policías, en el siglo XIX, se les asignaban labores «sociales», como proteger a las reclusas y tratar asuntos relacionados con niños. No fue hasta 1970 que las mujeres empezaron a desempeñar tareas similares a los hombres en el seno de la policía. En opinión de Cristina, las mujeres están más capacitadas para afrontar situaciones de violencia y son menos proclives a utilizar la fuerza para solucionar conflictos.

Cuando empezó a trabajar en la brigada de homicidios, tuvo que enfrentarse a hombres que cuestionaban su estabilidad emocional o alegaban que su atractivo físico era incompatible con la persecución de criminales. Eso había sido al principio. En pocos años, Cristina consiguió labrarse una reputación de persona solitaria e independiente, poseedora de una lengua afilada y capaz de resolver los casos enquistados, aquellos con los que nadie se atrevía. Había tenido que emplearse a fondo y utilizar todas sus reservas de voluntad, pero consiguió imponerse.

La inspectora le muestra al administrador la foto de Asmaa Samir ante el Palacio Real de Ámsterdam.

—¿Conoce a esta mujer?

El hombre niega con la cabeza.

—¿No fue quien alquiló el apartamento de Kennedylaan?

El administrador abre las puertas de un armario situado a su espalda y extrae una carpeta.

—El contrato de alquiler lo firmó un hombre llamado… Medhat Al-Masri.

Cristina echa un vistazo al documento. Junto al contrato hay una fotocopia de un pasaporte egipcio. Otro egipcio. La foto es tan oscura que hasta la madre del interesado tendría dificultades para reconocerlo.

—¿Recuerda qué aspecto tenía ese hombre? —pregunta ella.

—Han pasado varias semanas desde la firma del contrato y sólo nos vimos unos minutos.

—Haga memoria.

El hombre mira al techo y se atusa el bigote. Le recuerda un poco a Charles Chaplin en Luces de la ciudad, en el momento en que el vagabundo observa con aire de entendido en la materia la estatua de una mujer desnuda en un escaparate, y está a punto de caerse en una trampilla abierta a sus espaldas.

—Lo siento —dice el administrador, encogiéndose de hombros—. Lo único que recuerdo es que pagó seis meses de alquiler por adelantado.

—¿Es eso habitual?

—Es la única forma para muchos extranjeros de alquilar un piso, especialmente si son árabes. No me malinterprete: es un requisito que imponen los propietarios.

Cristina sabe que es una práctica extendida en muchos países. Aunque ningún arrendador lo reconocería públicamente, cuando el interesado habla incorrectamente holandés o lo hace con un acento determinado, la respuesta que recibe es que el piso ya está alquilado.

—¿En qué importe se fijó el alquiler? —le pregunta al administrador.

—Mil euros mensuales.

A juzgar por la ropa y los objetos encontrados en el piso de Kennedylaan, Asmaa Samir no nadaba en la abundancia. Seis mil euros, por anticipado, suponían un desembolso considerable. ¿Cuánto tiempo pretendía quedarse en Ámsterdam? Kennedylaan no es una zona en la que se concentren muchos inmigrantes. Éstos tienden a establecerse en barrios donde los alquileres son baratos: algunos son guetos en los que se habla poco holandés, las tasas de criminalidad alcanzan niveles estadounidenses y las drogas duras circulan con impunidad entre la juventud. Aunque el modelo social holandés aspira a la cohesión, mediante un sistema impositivo que fomenta la igualdad, una profunda sima separa las intenciones de la realidad.

Cristina le muestra al administrador el retrato robot del hombre de la cicatriz, pero tampoco lo reconoce. Después prueba con la foto de Abderramán Salah, el hombre apuñalado en el aeropuerto de Schiphol.

—Es él.

—¿Quién?

—Medhat Al-Masri —confirma el administrador—. El hombre que firmó el contrato de alquiler.

—¿Está seguro?

—Completamente.

Abderramán Salah, docente en la Universidad Al-Azhar y hermano del director de la Asociación Al-Mahgoub, había alquilado un apartamento en Ámsterdam con un nombre falso. Tal vez había tenido una aventura con Asmaa Samir en El Cairo y la dejó embarazada. Cuando el bebé nació, decidió traerlos a Holanda y alquiló el apartamento en Kennedylaan utilizando un pasaporte falso, para que su mujer legítima no se enterara. O tal vez Salah dirigía una red de adopción ilegal, motivo por el cual consiguió un visado falso para Asmaa Samir y alquiló el apartamento. Los maridos infieles no solían disponer de pasaportes falsos. A no ser que se dedicaran a actividades ilícitas, como cometer atentados terroristas.

La inspectora Molen le da las gracias al administrador y sale a la calle. Una vez en el coche, llama al detective Limburg para referirle el descubrimiento del cadáver de Abderramán Salah. Ralf Limburg se encuentra en un lugar con un fuerte ruido de fondo y le pide a Cristina que espere unos segundos. La inspectora oye su respiración, mientras camina hacia un sitio más tranquilo.

—Ahora puedo hablar.

—¿Qué sabe del explosivo RDX?

El silencio de Limburg le confirma que ha tocado una tecla sensible.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Acabamos de descubrir el cadáver de un ciudadano egipcio en el aeropuerto de Schiphol. En su equipaje había RDX.

—¿Qué cantidad?

—Unos gramos. No sé por qué, pero tengo la impresión de que no es el primer descubrimiento de RDX del que ha oído hablar en los últimos meses.

Otro silencio revelador en la línea.

—En el restaurante Paz Celestial quedamos en que compartiríamos información —insiste Cristina—. ¿Por qué no me cuenta lo que sabe?

—Esta información no ha salido a la luz pública. Tiene que prometerme que será discreta.

—Siempre lo soy.

Limburg carraspea para aclararse la voz.

—Hace seis meses, el AIVD recibió un soplo sobre una operación de compraventa de armas. Según esa información, diez kilos de RDX iban a cambiar de manos en el puerto de Roterdam. Ginkgo Tan era el responsable de la operación y los compradores serían dos ciudadanos marroquíes.

—¿Qué sucedió?

—La noche de la transacción establecimos un dispositivo policial en el puerto de Roterdam. Los hombres de Ginkgo Tan llegaron primero; después lo hicieron los dos marroquíes. Cuando intercambiaron los explosivos los rodeamos y nos incautamos de la mercancía, pero los marroquíes consiguieron escapar en un todoterreno. Llevaban pasamontañas y no pudimos identificarlos.

Cristina recuerda su conversación con Lisa. La familia de Hussein Alaoui, el compañero de celda de Branislav Kijic, era originaria de Marruecos.

—¿Detuvieron a los hombres de Ginkgo Tan?

—Sí, pero durante el interrogatorio se atribuyeron toda la responsabilidad de la operación. Prefirieron tragarse siete años de prisión antes que delatar a su jefe.

—¿Por qué no me lo contó cuando hablamos el otro día? —le reprocha Cristina.

—El ministro del Interior deseaba mantener la operación en secreto. No quería que la opinión pública se enterara de que la policía había dejado escapar a dos marroquíes que pretendían canjear diamantes por RDX.

—¿Diamantes?

—Al huir, los marroquíes dejaron caer varios diamantes. Suponemos que pretendían comprar con ellos los explosivos.

Cristina se acaricia el pelo. ¿Tenían esos diamantes alguna relación con los encontrados en el bolsillo de Branislav Kijic?

—¿Quién le dio el soplo al AIVD? —le pregunta al detective.

—Una fuente anónima. Ya sabe cómo trabajan los servicios secretos: aunque supieran el nombre del informador, nunca nos lo comunicarían.

Ginkgo Tan había perdido dos de sus colaboradores y diez kilos de RDX en Roterdam, sin recibir ni un solo diamante. Tal vez consideraba responsable de la filtración a su empleado chino y dio orden a Kijic para que lo matara. Eso explicaría por qué había sobornado a un guardia de Veenhuizen para facilitar la posterior huida de Kijic. Lo que no aclaraba era quién había puesto la bomba en el restaurante Paz Celestial.