El Cairo, 1992.
En las semanas siguientes, Abd-el-Aziz vio a Asmaa todos los miércoles, aprovechando las visitas de su padre al mercado Misr Touloun.
Su ritual era siempre el mismo. Cuando su patrón salía, Abd-el-Aziz se dedicaba a holgazanear durante un rato en el taller; después subía a la vivienda y conversaba con Asmaa durante una hora, antes de volver al taller y esperar el regreso del orfebre.
Al igual que Abd-el-Aziz, Asmaa esperaba las tardes del miércoles como una crecida del Nilo. Había dejado de ir a la escuela a los dieciséis años y, desde entonces, su vida era sumamente tediosa. Sabía que su padre estaba buscando un marido para ella. Como casi todas las muchachas egipcias de su edad, soñaba con casarse vestida con una túnica con bordados e incrustaciones doradas, encorvada por el peso de sus abalorios. En su boda, todo el mundo reiría y le desearía suerte. Su futuro marido tendría la mirada limpia y unos brazos musculosos. Intercambiarían anillos de plata y se jurarían amor eterno. Después de la boda, Asmaa iría a vivir a casa de él y esperaría todas las tardes su regreso del trabajo. Tendrían hijos y nietos y, si Alá le otorgaba salud, vería crecer a sus bisnietos. Su marido decidiría lo que era mejor para ella, permitiéndole disfrutar de una infancia perpetua, sin más preocupación que cuidar de su casa y de sus hijos. Inshallah.
Durante aquellas visitas, Abd-el-Aziz nunca llegó a besar a la muchacha. Deseaba hacerlo, pero temía que ese intento provocara su expulsión definitiva del paraíso. El brillo en los ojos de Asmaa le hacía pensar que sentía lo mismo por él, pero no se atrevió a probarlo. Abd-el-Aziz se conformaba con sus conversaciones. Sabía que, como aprendiz de su padre, no podía aspirar a más. Sin embargo, deseaba a Asmaa más que nada en el mundo. Habría aceptado destruir Imbaba a cambio de poseerla.
La muchacha había renunciado a su sueño de ser profesora, como su madre antes de casarse. Cuando ésta murió en el parto, muchos dijeron que el matrimonio entre un musulmán y una cristiana había atraído la desgracia. El clan de los Samir, que se había opuesto a la boda, acogió nuevamente en su seno al orfebre tras la muerte de su esposa, pero éste sabía que la única forma de borrar aquel baldón era encontrar un buen marido para su hija.
En uno de sus encuentros, Abd-el-Aziz le regaló a Asmaa la postal de Alejandría que había encontrado en el vertedero, y le prometió que algún día la llevaría a visitar el mar. Cuando ella le preguntó cuál era su sueño, él no tuvo necesidad de reflexionar: su ambición era poseer una panadería propia y casarse con ella. Al oír sus palabras, Asmaa se sonrojó hasta las orejas y cambió de tema de conversación.
Aunque Abd-el-Aziz se moría de impaciencia esperando las tardes del miércoles, se sentía culpable por el tiempo que pasaba con Asmaa. Los imanes aseguraban que las mujeres eran impuras y que no se podía rezar después de tener contacto con ellas. Él, a pesar de que nunca la había tocado, cuando volvía a casa se lavaba las manos hasta que llegaban a dolerle. Lo peor eran los pensamientos, que no podían lavarse con agua y jabón. Abd-el-Aziz pasaba los días y las noches rememorando el olor de su piel, soñando con su futura noche de bodas.
Un miércoles del mes de octubre, el orfebre regresó del mercado antes de lo que tenía por costumbre. Habitualmente, atravesaba el taller y subía por las escaleras del patio, siguiendo el mismo recorrido que Abd-el-Aziz. En esa ocasión, sin embargo, entró por la puerta que daba a la calle.
Al oír sus pisadas en los escalones, Asmaa miró a Abd-el-Aziz con pavor. Éste corrió hacia la puerta que daba a las escaleras del patio y la cerró tras de sí justo antes de que el padre de Asmaa entrara en la habitación. Oculto tras el cristal, vio que el orfebre le entregaba a su hija un objeto envuelto en papel amarillo.
Abd-el-Aziz bajó las escaleras hacia el taller sin hacer ruido. Había tenido suerte, pero sabía que era cuestión de tiempo que el orfebre descubriese sus encuentros. Lo único que le preocupaba en ese momento, sin embargo, era cuándo volvería a ver a Asmaa.
Estaba lejos de imaginar que aquel paquete amarillo iba a cambiar su suerte.