Capítulo 27

Al lado de la máquina de café hay un Beschuit met muisjes, una tarta con la que suele anunciarse en Holanda el nacimiento de un niño. A juzgar por las bolitas rosas y blancas que la recubren, algún miembro de la brigada de homicidios acaba de tener una hija.

Rils y Boer charlan animadamente, de espaldas a Cristina. Los dos detectives pasan la mitad del tiempo junto a la máquina de café; la otra mitad, nadie sabe muy bien lo que hacen. Mientras se sirve un café, Cristina no puede evitar escuchar su conversación. Rils está contándole a su colega un chiste sobre un anciano que va a confesarse: cuando el sacerdote le pregunta por sus pecados, el hombre le explica que, durante la Segunda Guerra Mundial, una mujer muy atractiva le pidió que la escondiese de los alemanes, a lo que accedió a cambio de favores sexuales. El cura le dice que aquéllos habían sido tiempos muy duros y que Dios le perdonará si se arrepiente de veras. Entonces, el anciano le pregunta: «Padre, ¿cree que debo decirle que la guerra ha terminado?».

—¿Qué pasa? —inquiere Lisa desde el pasillo, intrigada por las carcajadas de Boer y Rils.

—Nada —responde Cristina.

—Pues tienes una cara como si acabases de ver a Elton John desnudo.

Cristina señala con la barbilla hacia la tarta cubierta de bolas de anís.

—¿Quién la ha traído? —le pregunta a Lisa.

—¿No lo sabes?

—Si lo supiera no te lo preguntaría.

—Pues eres la única en la comisaría…

—¡Lisa!

—El comisario.

Cristina la mira con incredulidad. La mujer de Van Sisk debe de tener la edad de Liz Taylor.

—¿El comisario ha tenido una hija?

—Una nieta. ¿No has reparado en que empieza a comportarse como un ser humano?

A decir verdad, Cristina también ha notado algo extraño en la actitud del comisario. Los psicólogos aseguraban que la condición de abuelo cambiaba a las personas: además de ser una expresión de inmortalidad, los nietos compensaban algunas pérdidas sufridas con los años y permitían una relación poco contaminada por el principio de autoridad. Visto con algo de cinismo, los nietos y los abuelos se entendían porque tenían un enemigo en común: los padres.

—¿Ha dado a luz la hija que se casa la semana que viene? —pregunta Cristina.

—La otra.

—¿No es un poco joven para ser madre?

—Tiene veintiséis años. Igual que yo.

Caminan hacia el despacho de Cristina. Lleva toda la mañana lloviendo y unos gruesos goterones descienden en zigzag por la ventana.

—He estado hablando con el propietario del apartamento donde fue asesinada Asmaa Samir —le informa Lisa—. Todos los asuntos relacionados con el piso de Kennedylaan se los tramita un administrador. Te he concertado una cita con él esta tarde.

—Estupendo.

—Será mejor que yo me quede en la comisaría. Así evitaremos que la brigada de homicidios parezca un circo.

Cristina mira a Lisa con ternura. Es el comisario quien tendría que estar en un circo. La inspectora sólo tiene en cuenta las opiniones de su jefe cuando se refieren a asuntos estrictamente profesionales. Su amiga, sin embargo, arrastra un sentimiento de inferioridad a causa de su poliomielitis y cualquier comentario puede hacerle daño. Además, últimamente se la ve más susceptible de lo habitual, como si estuviese atravesando una mala racha.

—No te tomes al pie de la letra las palabras del comisario. Ya sabes que dice siempre lo primero que se le pasa por la cabeza.

—Aún no te he dado las gracias por pedirle mi ascenso…

—No sirvió de mucho, pero lo seguiremos intentando.

Lisa está a punto de decir algo, pero se queda con la palabra en la boca.

—¿Sigues creyendo que el homicidio de Asmaa Samir fue un crimen pasional? —le pregunta a la inspectora, al cabo de unos segundos.

—No sé qué pensar, la verdad. Según la autopsia, no mantuvo relaciones sexuales antes de su muerte, aunque su vecino dice que, unas horas antes del asesinato, un hombre llamó a su puerta con tanta virulencia que estuvo a punto de tirarla abajo.

—¿El hombre de la cicatriz?

—Éste era calvo. Bueno, tenía un mechón de pelo en la frente.

—Eso explica por qué el hombre de la cicatriz se quedó tanto tiempo en el apartamento.

Cristina mira a su amiga con curiosidad.

—¿De qué forma lo explica?

—Uno de los hombres era el amante de Asmaa Samir. El otro, el padre del bebé.

—Me parece que has leído muchas novelas de Baantjer.

Cristina se sienta al ordenador. No era lógico que el asesino hubiese permanecido en el apartamento después de matarla: los gritos de Asmaa Samir alertarían a los vecinos y era cuestión de tiempo que la policía se acercara a echar un vistazo. Saben demasiado poco de Asmaa Samir. Para empezar, ¿quién era y qué hacía en Ámsterdam? Siguiendo el procedimiento habitual en ese tipo de investigaciones, Cristina se ha puesto en contacto con el Servicio de Cooperación Internacional, el nexo de la Interpol en la policía holandesa. Aunque ese organismo ha transmitido una solicitud de colaboración a la policía egipcia, podrían pasar varias semanas hasta que reciba una respuesta.

—Esta mañana he hablado con la embajada egipcia —dice Lisa—. Sólo pueden darnos información sobre Asmaa Samir si lo autoriza su Ministerio de Asuntos Exteriores. Tendríamos que enviar una solicitud escrita a El Cairo.

—¿Para qué sirve entonces la embajada?

Lisa se encoge de hombros.

—También me he puesto en contacto con nuestro departamento de inmigración. No tienen constancia de un visado emitido a nombre de Asmaa Samir.

Cristina observa el póster promocional de las islas Maldivas que cuelga en una de las paredes de su despacho: una pequeña playa, dos palmeras y un inmenso mar azul. ¿Moriría gente asesinada en aquel paraíso?

—¿Quieres decir que el visado de Asmaa Samir era falso? —pregunta la inspectora.

—Eso parece.

Si Asmaa Samir utilizó un visado falso para entrar en Holanda, debía de tener algo que ocultar. Y alguien la ayudó a falsificarlo.

—Puede que quisiera dar a su hijo en adopción —conjetura Lisa—. Las adopciones ilegales se han multiplicado en los últimos años.

Cristina se frota las sienes. Ha oído demasiadas historias truculentas relacionadas con la adopción: bebés robados en África; niños vendidos por orfanatos en Centroamérica. Si esa pista se confirma, la investigación va a resultar más compleja de lo inicialmente previsto. Tal vez debería aceptar la oferta del comisario respecto a Boer y Rils.

—Al parecer, las adopciones no son posibles en Egipto —afirma Lisa.

—¿Cómo no van a ser posibles?

—En Egipto se aplican leyes diferentes a los musulmanes y a los cristianos. Como la ley islámica prohíbe la adopción, los musulmanes egipcios pueden tomar a un huérfano bajo tutela, pero no pueden darle su apellido ni convertirlo en su heredero.

—¿Y los cristianos?

—Su situación es más compleja. La minoría copta goza de bastantes derechos en comparación con otras comunidades cristianas de Oriente Medio. A diferencia de los musulmanes egipcios, ellos sí pueden adoptar, pero deben enfrentarse a muchos obstáculos prácticos. Hasta hace poco el Gobierno hacía la vista gorda y permitía que los orfanatos cristianos entregasen a los huérfanos en adopción, pero varios extranjeros han sido condenados recientemente a penas de cárcel por adoptar a niños egipcios.

Sabían que Asmaa Samir era musulmana, así que no podía dar a su hijo en adopción en Egipto. Tal vez viajó a Holanda para entregar el bebé a sus nuevos padres.

El comisario Van Sisk aparece en la puerta del despacho. Lleva sus gafas de hipermétrope pinzadas sobre la nariz y su gesto hace pensar en Rocco, el gánster de Cayo Largo, en el momento de duda y desesperación después de que el huracán eche por tierra sus planes de huida.

—Acabo de recibir otra llamada del AIVD —dice el comisario.

—¿Qué quieren esta vez?

—Han asesinado a un ciudadano egipcio en el aeropuerto de Schiphol. Un agente del AIVD te está esperando en la puerta de embarque G7; su nombre es Vermeulen.

Cristina observa el póster de las islas Maldivas.

—¿Quién se hará cargo de la investigación? —le pregunta al comisario.

—Por el momento, tú.

—¿Qué quiere decir «por el momento»?

—Quiere decir que si aparecen más egipcios muertos, o se confirma una conexión terrorista, el AIVD te va a quitar el micrófono del karaoke.

La inspectora Molen toma prestado un vehículo del parque móvil de la policía y se dirige al aeropuerto con rapidez, aunque sin saltarse los semáforos ni hacer uso de la sirena. Unos minutos más no cambiarían la suerte del muerto, y el AIVD podía esperar.

Mientras conduce, piensa en la ablación sufrida por Asmaa Samir. Según lo que había leído en Internet unas horas antes, los tres países africanos donde la mutilación del clítoris está más extendida son Egipto, Sudán y Somalia. Al parecer, un 90% de las mujeres egipcias han sufrido la mutilación de sus órganos sexuales.

Al llegar al aeropuerto, estaciona el coche en el aparcamiento y camina hacia la terminal. Cristina ha tratado en pocas ocasiones con el servicio de inteligencia. Como muchos policías, siente envidia de su legendaria abundancia de recursos, pero supone que se trata sólo de un mito. En la vida real, los miembros del AIVD no están autorizados a llevar armas y su imagen ha quedado muy deteriorada tras el asesinato de Theo Van Gogh.

El aeropuerto de Ámsterdam es una pequeña ciudad dentro de la ciudad. Quinto aeropuerto de Europa en número de pasajeros —después de Londres, París, Frankfurt y Madrid—, Schiphol acoge un centro comercial, unas dependencias del Rijksmuseum, numerosas tiendas y hasta una funeraria. La inspectora tiene la impresión de que hay más policías de lo habitual, pero no podría asegurarlo. A causa de las amenazas de Al-Qaeda, difundidas recientemente a través de un vídeo por Internet, el Ministerio del Interior ha reforzado las medidas de seguridad en todos los puertos y aeropuertos del país.

La inspectora atraviesa el control y se dirige hacia el mostrador de información. El último vuelo cuyos pasajeros habían embarcado por la puerta G7 había sido el MS758 de la compañía Egyptair, con destino a El Cairo.

Los servicios próximos a la puerta G7 han sido acordonados por la policía. Junto a la entrada, un hombre teclea un mensaje en su teléfono móvil. Lleva un traje marrón, sin corbata, y unas gafas de montura plateada. Tiene el pelo castaño sujeto con fijador y su mirada combina dureza y fragilidad, como un niño que hubiese sobrevivido a un bombardeo.

—Soy Cristina Molen. ¿Es usted Vermeulen?

El hombre la mira de arriba abajo. Parece satisfecho con lo que ve.

—Así que usted es la inspectora que visitó la Asociación Al-Mahgoub.

—Veo que está bien informado.

—Estar informado es mi trabajo.

Vermeulen le da una tarjeta en la que sólo figura un número de teléfono; a continuación, la guía hacia los lavabos. En su interior, varias personas rastrean el lugar en busca de indicios. El agente del AIVD le muestra el cadáver, un hombre de unos cuarenta años que ha recibido varias puñaladas. Cristina repara en que es completamente calvo, con excepción de un mechón de pelo gris que cae sobre su frente.

—¿Han conseguido identificarlo? —le pregunta a Vermeulen.

—Su nombre es Abderramán Salah. Tenía un billete para volar a Egipto esta misma tarde. Además de huellas de doscientas personas, hemos encontrado esto en su maletín.

Vermeulen le muestra una bolsa de plástico. En su interior hay un recipiente del tamaño de un reloj de arena infantil que contiene una sustancia cristalina.

—Es Ciclo­tri­metil­entri­nitra­mina, más conocida como RDX —explica el agente del AIVD—. Constituye la base de muchos explosivos industriales y militares. Ahmed Ressam, el terrorista de Al-Qaeda que pretendía volar el aeropuerto de Los Ángeles la noche de fin de año de 1999, incluyó RDX en su cóctel explosivo.

La inspectora observa el cadáver. Abderramán Salah está desmadejado, con la espalda apoyada en un inodoro.

—¿Pretendía hacer explotar el avión de Egyptair?

—No lo creo —responde Vermeulen—. A temperatura ambiente el RDX es muy estable; hace falta ácido esteárico o TNT para hacerlo estallar. Cuando se vuelve realmente peligroso es a temperaturas inferiores a cuatro grados bajo cero.

—¿No es ésa la temperatura en las partes altas de la troposfera?

—En la bodega de un avión nunca baja hasta esos niveles y mucho menos en la zona de pasajeros. Hemos comprobado que Abderramán Salah no facturó su equipaje.

Cristina observa el explosivo a través de la bolsa de plástico. El descubrimiento del RDX justifica la presencia del AIVD en la escena del crimen: la nacionalidad de la víctima constituía sólo un agravante.

—¿Va a ordenar la evacuación del aeropuerto? —pregunta Cristina.

—Por el momento, no. Los miembros de la brigada antiterrorista están rastreando el recinto con discreción.

Cristina vuelve la vista hacia el cadáver. Abderramán Salah tiene el vientre protuberante y varios arañazos en la cara, como si hubiese forcejeado con el asesino.

—La víctima residía en Holanda la mitad de su tiempo —explica Vermeulen—. La otra mitad la pasaba en El Cairo: era docente en la universidad Al-Azhar.

A juzgar por el mechón de pelo gris y la descripción de Joep Maas, es el hombre que había llamado a la puerta de Asmaa Samir unas horas antes de ser asesinada.

—¿Cómo ha dicho que se llama la víctima? —pregunta Cristina.

—Abderramán Salah.

—¿Tiene algún parentesco con Mohammed Salah, el director de la Asociación Al-Mahgoub?

—Eran hermanos.

Los asesinatos de Asmaa Samir y Abderramán Salah están posiblemente relacionados. Ambas víctimas eran de nacionalidad egipcia y habían sido apuñaladas con sadismo. ¿Eran amantes? ¿Terroristas? ¿Miembros de una red de adopción ilegal? No puede descartar que la muerte de Branislav Kijic guarde una relación con ellos. Tal vez Hussein Alaoui, miembro de la Asociación Al-Mahgoub y compañero de Kijic en Veenhuizen, había jugado un papel en esos asesinatos.

Cuando regrese a la comisaría llamará al detective Limburg, de la brigada contra el crimen organizado. Tal vez él pueda decirle quién se dedica a comprar RDX en el mercado negro.