Capítulo 24

La inspectora Molen se deja caer en la silla de su despacho. Los médicos le han dado el alta esa misma mañana, después de pasar dos noches en el hospital. Amin Samir tendrá que permanecer internado unos días más. A petición de Cristina, el comisario Van Sisk ha asignado a un agente para custodiarlo: si su madre había muerto por proteger al niño, no podían descartar que el asesino intentase secuestrarlo o hacerle daño de nuevo.

Durante su estancia en el hospital, la inspectora ha tenido mucho tiempo para pensar. Haber salvado al bebé dos veces, en pocas horas, no puede ser una coincidencia. Aunque no se considera una persona religiosa, no cree en las casualidades. De la misma forma que el cuerpo humano es una consecuencia de la armonía entre nuestras células, el universo lo es de la interacción de partículas que escapan a nuestra percepción sensorial. Para Cristina no hay casualidades, sino causalidades. Cada acto tiene una consecuencia en el ecosistema del universo; cada persona, un destino. Lo que no sabe es por qué se ha cruzado Amin Samir en el suyo.

—¿No deberías estar en casa? —le pregunta Lisa, desde la puerta.

—Me han dado el alta esta mañana.

Es una verdad a medias: los médicos le han permitido abandonar el hospital a condición de que guarde unos días de reposo. Pero ¿quién iba a ocuparse de sus casos en su ausencia? ¿Boer y Rils?

—La verdad es que no tienes muy buen aspecto —dice Lisa, mientras se acomoda en una silla.

—La cama del hospital no era muy confortable… Tú, sin embargo, estás radiante. ¿Tiene pantalones el motivo?

Lisa extrae el teléfono móvil del bolsillo y le muestra la fotografía de un hombre con entradas en las sienes y aspecto de boxeador.

—Su nombre es Frans. Lo conocí hace un par de días.

—No está nada mal.

—Por si acaso, yo lo vi primero.

Cristina se lleva las manos a la cintura.

—¿Cuándo te he robado yo a un novio?

—Es que a mi puerta no llaman muchos forenses parecidos a Brad Pitt.

—Qué manía tienes con Brad Pitt… ¿A qué se dedica el tal Frans?

—Es guardaespaldas.

—¿Casado?

—Divorciado, pero dice que no se acostumbra a vivir solo. El sábado me llevó a Keukenhof.

La inspectora cambia de sitio su bloc de notas. Había visitado ese parque, «el jardín más grande de Europa», cinco años atrás. A pesar de sus millones de flores, lo único que recuerda de aquella visita es el paso vacilante de su madre, que falleció pocos meses después. Desde entonces, el Alzheimer de su padre había iniciado una marcha galopante.

—Creía que los tulipanes alcanzaban su esplendor a mediados de abril —dice Cristina, con la intención de apartar el recuerdo de su madre.

—Lo sé, pero no queríamos esperar dos semanas. Tengo buenas vibraciones con Frans… y no son las vibraciones en las que estás pensando.

Cristina ríe con ganas. El principal riesgo de su trabajo no es recibir una bala durante una persecución, sino dejarse llevar por la desesperanza que, tarde o temprano, se adueña de quienes tienen que enfrentarse a diario con situaciones de violencia. Además de ser su amiga y una colaboradora eficiente, el buen humor de Lisa representa un antídoto contra el pesimismo. Y eso que últimamente está algo apagada, como si hubiese perdido parte de su chispa habitual.

—Llevo un par de días dándole vueltas a la presencia de Asmaa Samir en Ámsterdam —cambia de tema la inspectora.

—¿Y?

—No me parece normal que viniese a Holanda con un bebé de tres meses, especialmente en esta época del año. Tenía que estar huyendo de algo… o de alguien.

—Tal vez el padre del niño sea holandés. Eso explicaría su viaje a Ámsterdam.

Cristina todavía no ha hecho el retrato robot del hombre de la cicatriz, el principal sospechoso del asesinato de Asmaa Samir. Debería hacer su reconstrucción facial antes de que se le olvide su cara.

—Te he enviado un correo electrónico con las fotos que hemos encontrado en la cámara que la víctima llevaba en el bolso —le informa Lisa.

—¿Hay algo interesante?

—Es mejor que lo veas tú misma.

La inspectora abre su correo. Tiene muchos mensajes sin leer, algunos de hace dos semanas. Los borra todos, exceptuando los del comisario y los de Lisa. El más reciente de ésta incluye diez imágenes. En la primera aparece la fachada sobria y la torre octogonal del Palacio Real, en la plaza del Dam, donde reside la reina de Holanda con algunos miembros de su familia. Todas las fotografías son del Palacio Real, pero en la última aparece Asmaa Samir retratada delante del edificio. A juzgar por el encuadre defectuoso, parece haber sido hecha por ella misma.

—¿No te resulta extraño que no haya ninguna foto del bebé?

Lisa tiene razón. Es inusual que una madre tome diez instantáneas de un edificio y ninguna de su hijo de tres meses. Además, en la única en la que aparece ella, tiene un aire taciturno. Nadie diría que se trata de alguien que está disfrutando de unas vacaciones en el extranjero.

La inspectora se acerca a la ventana y observa que los árboles han empezado a florecer. La nacionalidad de la víctima y el contenido de las fotos le obligan a considerar la eventualidad de un atentado contra el Palacio Real. ¿Había venido Asmaa Samir a Holanda por ese motivo?

Regresa a su mesa y contempla la fotografía en la que aparece la mujer. No habría sido la primera musulmana que participaba en un atentado suicida, pero duda que una mujer que acababa de tener un niño aceptase colaborar en algo así.

—No lleva el colgante en el cuello —observa Cristina, señalando la pantalla del ordenador.

—¿Qué colgante?

—Cuando descubrí el cadáver, tenía puesto un colgante con un escarabajo azul; era lo único que llevaba encima. En esta fotografía no lo lleva puesto.

Pero eso no significaba nada. Tal vez el asesino era un fetichista y le había colgado al cuello esa joya después de matarla. Cristina no tiene tiempo de reflexionar sobre ello: su teléfono suena encima de la mesa.

—Ven a mi despacho ahora mismo —le pide el comisario—. Y tráete a Lisa; sé que está contigo, como siempre.

Su jefe cuelga, sin explicarle por qué desea verla. Cristina apaga la pantalla del ordenador y le pide a Lisa que la acompañe al despacho del comisario.

Van Sisk está hundido en su silla, con un ejemplar del diario sensacionalista De Telegraaf entre las manos. Les hace un gesto para que entren y deja caer el periódico sobre la mesa.

—La muerte de Asmaa Samir aparece en la página dos —explica el comisario—. Según De Telegraaf, se trata de un asesinato ritual.

—¿De dónde han sacado eso? —le pregunta Cristina.

—La víctima era egipcia.

—Pero fue apuñalada, no degollada.

—Da igual. Estos periodistas no tienen ni la menor idea de lo que escriben. Desde el asesinato de Theo Van Gogh, todo lo que huele a árabe genera psicosis y ayuda a vender más periódicos.

Cristina recuerda perfectamente el día en que fue asesinado Theo Van Gogh, una mañana de otoño de 2004. La muerte del cineasta tuvo lugar en la intersección de las calles Linnaeus y Tweede Oosterpark, cuando se dirigía a su trabajo en bicicleta. El salafista Mohammed Bouyeri le disparó ocho veces y, tras degollarlo, le clavó en el pecho una nota con postulados ideológicos de una organización radical islámica.

Aquel asesinato conmocionó los cimientos de la sociedad holandesa y llevó a muchos de sus habitantes, Cristina entre ellos, a plantearse la necesidad de redefinir el concepto de multiculturalismo. A lo largo de su historia, los holandeses habían perfeccionado el arte de la gezelligheid, una forma de convivencia que proporcionaba estabilidad y confianza, pero que fomentaba un comportamiento destinado a evitar los conflictos. Cuando no les gustaba lo que veían, los holandeses solían desviar la mirada. La muerte de Theo Van Gogh les había obligado a mirar, a reconocer la amenaza que representaban para sus libertades el fundamentalismo islámico y la falta de integración de algunos inmigrantes.

—Si no fue un asesinato ritual, ¿por qué apuñalaron a la víctima trece veces? —pregunta Van Sisk.

—Por el momento, me inclino por un crimen pasional.

—Eso les he dicho a los del AIVD.

Cristina resopla. A ese paso, va a acabar encontrándose al AIVD hasta en la sopa.

—¿Has llamado al servicio de inteligencia? —le pregunta a su jefe.

—Me llamaron ellos. Supongo que también leen De Telegraaf en sus ratos libres. Quieren estar al corriente de la investigación.

Cristina sabe lo que eso significa. Si las pesquisas no dan resultados con la velocidad deseada, el AIVD tomará las riendas de la investigación. El servicio de inteligencia había sido fuertemente criticado por su incompetencia a la hora de neutralizar las actividades del grupo radical Hofstad, responsable de la muerte de Theo Van Gogh. La preocupación del AIVD por el descubrimiento del lanzamisiles en el coche de Branislav Kijic estaba justificada, pero ¿qué les interesaba del asesinato de Asmaa Samir, aparte del hecho de que fuese egipcia?

—Míralo por el lado positivo —dice el comisario—. Si necesitas ayuda, el AIVD estará encantado de proporcionártela. Ningún juez les rechaza una solicitud de escucha telefónica y tienen acceso a los fondos reservados del Ministerio del Interior. Igual hasta te pagan unas vacaciones en Tailandia.

Unas vacaciones al sol no estarían mal, aunque, de poder elegir, Cristina preferiría ir a las islas Maldivas.

—Hemos encontrado varias fotos en la cámara de Asmaa Samir —le dice a su jefe—. Todas las imágenes son del Palacio Real.

—¿Hizo turismo antes de que la mataran?

—Asmaa Samir aparece en una de las diez instantáneas, pero no hemos encontrado ninguna fotografía de su bebé.

Van Sisk gira sus gafas en el aire, como si fuesen un molinillo.

—¿Podría haber formado parte de una célula islamista?

—Me temo que debemos considerar esa posibilidad.

—Tendré que informar al DKDB —dice el comisario con resignación.

La inspectora se frota la nuca. El DKDB, Dienst Koninklijke en Diplomatieke Beveiliging, es el servicio de la policía holandesa responsable de la protección de la familia real, políticos y otras personalidades relevantes. La investigación amenazaba con convertirse en una bola de nieve.

El comisario deja sus gafas encima de la mesa.

—Por cierto, me han dicho que te has escapado del hospital esta mañana.

—Te han informado mal; me han dado el alta.

—No se preocupe, comisario —interviene Lisa—. La inspectora tiene un médico en casa.

Cristina mira a su amiga de reojo. No le gusta hablar en público de su relación con un forense del NFI. Y menos delante de su jefe.

—¿Puedes llevar al mismo tiempo este caso y el de Branislav Kijic? —le pregunta el comisario.

—Por supuesto.

Van Sisk ladea la cabeza. No parece tan convencido como ella.

—Soy la única persona que ha visto al presunto asesino de Asmaa Samir —argumenta Cristina.

—Es cierto, pero podrías pasarle el caso de Branislav Kijic a Boer o Rils.

Sólo de pensarlo, a Cristina se le revuelve el estómago. Poner en manos de esos detectives un caso de homicidio equivalía a archivarlo, a no ser que el asesino sufriese un ataque de contrición y decidiese entregarse. Boer y Rils pertenecen a la vieja escuela, y el trabajo policial ha cambiado mucho desde que abandonaron la Academia de Policía. Una parte fundamental de las investigaciones se realiza ahora por ordenador, buceando en archivos y en Internet.

—No creo que sea buena idea separar los dos casos —dice Cristina—. Podrían estar relacionados.

—¿De qué forma?

—Es posible que haya una conexión islamista entre ellos.

Van Sisk se apoya en el respaldo de su silla, que emite un ruido como el de un delfín llamando a su manada.

—Resulta que el AIVD va a tener razón en algo —ironiza el comisario.

—Mientras no sepamos más, es mejor que la misma persona se ocupe de los dos casos.

—¿Dónde ves tú una relación islamista entre el asesinato de Kijic y el de Asmaa Samir?

—Hussein Alaoui, el compañero de celda de Branislav Kijic en Veenhuizen, pudo ser el comprador del lanzamisiles que encontramos en el aparcamiento de Waterlooplein.

—¿No decías que el asesinato de Asmaa Samir fue un crimen pasional? ¿Tenemos que buscar a un islamista enamorado?

—Por el momento, el móvil del crimen es una conjetura —responde Cristina, sin alterarse—. Asmaa Samir era egipcia y la Asociación Al-Mahgoub, a la que pertenecía Hussein Alaoui, posee vínculos con Egipto.

—¿Qué tipo de vínculos?

—Presuntas conexiones con organizaciones terroristas.

—¿Es todo lo que tienes para poder justificar una conexión entre los dos asesinatos? —pregunta Van Sisk con escepticismo.

—Necesito tiempo para demostrarlo.

—Está bien, pero quiero resultados pronto. ¿Qué hay del retrato robot del asesino de Asmaa Samir?

—Iba a hacerlo cuando me has llamado. Te recuerdo que acabo de escaparme del hospital.

—Hazlo antes de que se te olvide su cara. Eres la única persona que puede reconocerlo.

Cristina no está tan segura. Han transcurrido dos días desde su encuentro en Kennedylaan y lo único que recuerda con nitidez es la cicatriz en la mejilla del hombre. Va a necesitar la ayuda de Lisa para resolver ese galimatías.

—Llevar dos casos al mismo tiempo me supondrá mucho trabajo —dice la inspectora—. Me gustaría disponer de Lisa a tiempo completo.

—Lisa es mi secretaria.

—Y la mejor investigadora de la brigada. Puedes poner a Boer y Rils a hacer fotocopias.

El comisario la mira a los ojos, para poner a prueba su determinación. Cristina es la única persona en la brigada de homicidios capaz de sostenerle la mirada.

—Puedes disponer de Lisa durante su tiempo libre, como hasta ahora.

—No será suficiente. Necesito que la asignes oficialmente al caso.

—No podemos tener a una secretaria interrogando a sospechosos —replica el comisario, expulsando un raudal de saliva—. La brigada de homicidios no es un circo.

Lisa fulmina a Van Sisk con la mirada, pero no hace ningún comentario.

—Si quieres, puedo poner a Boer y Rils a tu disposición —ofrece el comisario.

—Sabes de sobra que no me valen.

Van Sisk alza sus ciento veinte kilos de la silla.

—Utiliza a Lisa el tiempo que necesites, pero ella seguirá siendo mi secretaria… Y mantenme informado sobre la investigación, por si vuelven a llamarme tus «amigos» del AIVD.