Capítulo 21

El Cairo, 1992

Abd-el-Aziz empezó a trabajar en la orfebrería de Hamid Samir al día siguiente.

Si la disciplina de su padre le había parecido severa, la de su nuevo patrón lo era mucho más. Sus jornadas comenzaban al alba y concluían bien entrada la noche. Pasaba en el taller doce horas al día y sólo podía salir para hacer sus necesidades en el excusado del patio. El contacto con los ácidos le provocaba dolor de cabeza y sentía punzadas en la rodilla cada vez que usaba el torno. Cuando regresaba a casa estaba tan cansado que apenas tenía fuerzas para tumbarse a dormir.

Un par de veces vio a Asmaa tendiendo la ropa, pero no pudo hablar con ella. El orfebre no cesaba de vigilarlo y le había prohibido que se acercara a la casa, si no quería perder su empleo y el magro sueldo que lo acompañaba.

Hamid Samir copiaba joyas del Antiguo Egipto, que un pariente suyo vendía después en el mercado de Khan Misr Touloun, junto a la mezquita Ibn Touloun. Su especialidad eran los amuletos, collares, diademas y pulseras con imitaciones de oro y lapislázuli. También fabricaba «cuchillos mágicos», unos amuletos en forma de media luna que se ofrecían antiguamente a los niños por su nacimiento, así como los escarabajos que se veían en todas las tiendas de Egipto. Cada noche, Hamid Samir metía las joyas labradas durante el día en una bolsa de tela y las guardaba en la casa.

Además de operar el torno, la tarea de Abd-el-Aziz consistía en preparar los materiales y alinearlos sobre la mesa del orfebre para que éste pudiese trabajar sin levantarse. A veces le encargaba que hiciese un recado o llevara algún pedido, pero la mayoría de sus clientes y proveedores iban a visitarlo al taller.

Un miércoles, dos semanas después de la llegada de Abd-el-Aziz, el orfebre se preparó para ir al mercado de Khan Misr Touloun, a fin de llevarle a su primo el nuevo género y cobrar por la anterior remesa de joyas.

Abd-el-Aziz leyó la indecisión en el rostro de su patrón: no quería dejarlo solo en el taller, pero la alternativa de enviar a su aprendiz con su preciada mercancía parecía atraerle aún menos. Finalmente, Hamid Samir le ordenó que no saliese durante su ausencia y se marchó.

Media hora después, el orfebre regresó al taller alegando que había olvidado unas diademas, y se mostró satisfecho al ver a su aprendiz barriendo el suelo.

Cuando volvió a marcharse, Abd-el-Aziz dejó la escoba detrás de la puerta y salió al patio. Su corazón latía como el de un viajero que hubiese descubierto un oasis entre las dunas. Miró a través de las ramas del limonero y, al ver que nadie lo observaba desde la calle, ascendió lentamente los escalones que conducían a la casa.

Esperó delante de la puerta, pensando en qué iba a decirle a Asmaa. Habían pasado varios meses desde su encuentro y tal vez no se acordase de él. Permaneció inmóvil durante un buen rato, sin decidirse a llamar. De repente, el tirador de la puerta giró y Asmaa apareció en el umbral. Llevaba un balde de ropa apoyado en la cadera y, a diferencia de las otras veces que la había visto, tenía el pelo suelto.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella, con miedo en la voz.

—Tu padre ha ido al mercado…

La muchacha dejó el balde en el suelo, se asomó al exterior y tiró del brazo de él para hacerlo entrar.

—Si mi padre te descubre, te echará del taller.

Abd-el-Aziz se quedó mirándola un buen rato, sin moverse.

—¿Eres cristiana? —le espetó finalmente.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Los chicos que te perseguían dijeron que comías cerdo.

—Mi madre era cristiana, pero yo no lo soy. Iba a convertirse al islam, pero no le dio tiempo. Murió al darme a luz.

—Que Alá la tenga en su gloria.

Abd-el-Aziz miró alrededor. En la pared colgaban varios retratos y un reloj de péndulo, que latía con un tictac nervioso: casi tan rápido como su corazón.

—Gracias por tu ayuda en el vertedero.

El muchacho se quedó contemplando su pelo azabache, del mismo color que el estanque de sus ojos.

—Te protegeré siempre —se oyó decir a sí mismo. Para su sorpresa, Asmaa no lo echó a patadas, sino que le sonrió, enseñando unos dientes separados y muy blancos.

—Si no te vas ahora, mi padre te descubrirá.

—¿Cuándo volveré a verte?

La muchacha no respondió. Abd-el-Aziz abrió la puerta y bajó las escaleras sin oír los ruidos de la calle, como si estuviese en el interior de una campana. Al llegar al taller continuó barriendo el suelo. Tenía ganas de saltar, de bailar, de gritar el nombre de Asmaa. La protegería siempre.

En ese momento poco se imaginaba que un día faltaría a esa promesa, y que Asmaa moriría a consecuencia de ello.