Capítulo 20

Cristina prepara un bol de palomitas en el microondas y pone en el reproductor de vídeo El tercer hombre, de Carol Reed. Gerrit había insistido en ver algo del japonés Toshiro Mifune, su actor favorito, pero esa noche ella no tiene ánimos para samuráis y suicidios rituales.

Se siente aliviada tras el encuentro con su padre. Tardará años en perdonarle, si es que algún día llega a hacerlo, pero tiene la impresión de que su vida ha recuperado una apariencia de normalidad.

Apoya los pies sobre Stitch y le acaricia el lomo. El perro se tumba de costado para facilitarle la tarea, contento de que su dueña le preste por fin atención. La dicha del golden retriever es breve: el móvil de Cristina suena en la mesa del salón.

Deja el cuenco de palomitas sobre el sofá y se levanta para contestar. Es un agente de la brigada de homicidios: el tipo de llamada que preferiría no recibir un sábado por la noche. Alguien acaba de informar a la policía de lo que, a juzgar por los gritos en un apartamento vecino, podría ser un asesinato. Boer está de guardia esa noche, pero su teléfono se encuentra fuera de cobertura: precisamente en el momento en que la selección holandesa de fútbol juega un partido amistoso.

Cuando Gerrit sale del baño, con una toalla enrollada en la cintura, ve que Cristina está preparada para salir.

—Acaban de llamarme de la comisaría…

—¿Es grave?

Cristina lo besa en los labios.

—Una pelea en Kennedylaan. Si todo va bien, estaré de vuelta en una hora.

—Iré calentando la cama…

Cristina mira a Stitch, que se encuentra tumbado en la alfombra, con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras.

—No te preocupes por él —dice Gerrit—. Mientras te esperamos, le pondré la Séptima Sinfonía de Beethoven.

El segundo movimiento de esa obra es el preferido de Stitch: cada vez que lo escucha se pone a aullar como un lobo en una noche de plenilunio. Gerrit suele bromear sobre la predilección del golden retriever por la música de Van Beethoven, cuyo abuelo paterno era holandés.

—Mejor pon otra cosa, no se vayan a quejar los vecinos —sugiere Cristina—. Hace tiempo que no escucha la Sonata Kreutzer, y también le gusta mucho.

Cristina guarda el teléfono en el bolsillo y abandona el apartamento. Al llegar al portal, le quita el candado a la bicicleta Omafiets, conecta la dinamo y empieza a pedalear.

Una de las ventajas de vivir en un país llano es que resulta fácil desplazarse en bicicleta. La suya tiene tres marchas, pero sólo las utiliza para ascender algún puente sobre los canales.

La temperatura es inusualmente suave para una noche de primavera y, debido al partido de fútbol, las avenidas están desiertas. A Cristina no le gusta utilizar la bicicleta de noche. Aunque los automovilistas holandeses están acostumbrados a la presencia de ciclistas y saben predecir sus movimientos, de noche es más difícil calcular las distancias. Y hay más borrachos al volante.

Lástima esa llamada de la comisaría. Le habría gustado volver a ver El tercer hombre, que a su juicio tiene el mejor final de la historia del cine: un plano estático de casi dos minutos en el cementerio de Viena, con la cítara de Anton Karas de fondo, durante el cual Alida Valli pasa de largo frente a Joseph Gotten sin dirigirle una mirada, un gesto o una palabra. Afortunadamente, Carol Reed se había peleado con el productor David O. Selznick para que Noel Coward no interpretase el papel de Harry Lime: esa película no habría sido la misma sin el cinismo que Orson Welles le atribuía a su personaje, un traficante de penicilina adulterada en el mercado negro.

El cine había sido la primera pasión de Cristina, antes de descubrir a los hombres. A los trece años se enamoró del cine negro americano, con sus antihéroes, sus mujeres destructivas, su fatalidad y su desesperanza. Aunque había intentado contagiar su entusiasmo a todos sus novios, Gerrit era el único que no asociaba la expresión «serie B» con la liga italiana de fútbol.

Al llegar a Kennedylaan, la inspectora encadena la bicicleta a un árbol y camina hacia el número siete. Aunque no espera complicaciones, le quita el seguro a su Walther antes de devolverla a la cartuchera.

El portal está abierto. Cristina evita el ascensor y sube por las escaleras hasta el tercer piso. Algunos vecinos están asomados a sus puertas y les pide que entren en sus casas. Cuando han obedecido, avanza hacia el apartamento del que provenían los gritos.

La puerta está entornada. Se identifica como policía en voz alta y, pistola en mano, entra en la vivienda. Las paredes están desconchadas y la ausencia de muebles transmite una impresión de desamparo.

Avanza con sigilo por el pasillo hasta la única puerta que hay a la vista y gira el pomo lentamente, como si buscase la combinación de una caja fuerte. En ese momento la puerta se abre y Cristina recibe un fuerte golpe en la sien. Su agresor salta por encima de ella y echa a correr por el pasillo.

Antes de salir al rellano de la escalera, el hombre se da la vuelta y su mirada se cruza con la de Cristina. Tiene el pelo cortado al cepillo y la barba hirsuta; una cicatriz reciente surca su mejilla derecha.

Cristina escucha las pisadas del hombre hasta que llega al portal y sale a la calle. Se levanta con dificultad. La cabeza le da vueltas, pero no parece más que una contusión. Recoge su pistola del suelo y entra en la habitación.

Una mujer yace tendida en un colchón apoyado en el suelo. La inspectora tira con dos dedos de la sábana que la cubre. El cuerpo está cubierto de puñaladas y presenta una larga cicatriz en el costado derecho. Con excepción de un colgante de color lapislázuli en forma de escarabajo, está completamente desnuda. Sus ojos abiertos miran hacia la puerta, como si esperase la llegada de alguien.

Cristina comprueba que la mujer está muerta y, tras asegurarse de que no hay nadie más en el apartamento, llama a Lisa y le pide que envíe a un equipo de la Policía Científica. A continuación, marca el número de Gerrit para pedirle que se acerque a examinar el cadáver.

Un ruido llama entonces su atención. Su mirada se había cruzado con la del hombre unos instantes, los suficientes para poder reconocerlo. ¿Habría regresado el asesino?

Empuña la pistola y sale al rellano de la escalera, pero no ve a nadie. El ruido proviene de la cocina; parece como si alguien estuviese escarbando con una cuchara en el suelo. Tal vez se trate de una rata.

Se acerca al mueble del fregadero y abre la puerta. Una pequeña mano asoma en el cubo de la basura. Al apartar los desperdicios, ve que pertenece a un bebé de pocos meses.

La inspectora coge al niño en brazos. Tiene el cuerpo muy frío y su corazón late débilmente.