Capítulo 18

Ámsterdam

La inspectora camina entre los escombros del restaurante Paz Celestial. Si la explosión hubiese ocurrido dos minutos antes, sus restos estarían ahora esparcidos por el suelo. Y también los de Boer y Rils, si hubiese hecho caso al comisario.

A veces piensa que su trabajo consiste en recoger la escoria de la sociedad, como un barrendero. Y no está segura de que merezca la pena. Meses atrás, una agente de policía había sido asesinada en Amstelveen al interpelar al conductor de un vehículo. El autor del crimen había sido condenado a doce años de prisión, de los que seguramente cumpliría la mitad. Aunque ella no está a favor de la pena de muerte, no comprende cómo un homicidio puede recibir una pena tan leve. ¿Qué justicia se le hacía a la víctima?

Resulta imposible determinar qué papel juegan los genes, el condicionamiento social y las circunstancias en la conducta de alguien como Branislav Kijic. En la película Ángeles con caras sucias, dos amigos nacidos en un suburbio de Nueva York seguían trayectorias vitales opuestas: mientras James Cagney se convertía en un peligroso criminal, Pat O’Brien se ordenaba sacerdote. ¿Era una cuestión de libre albedrío? ¿Tal vez de azar?

El personal médico introduce en bolsas de plástico los cuerpos del cocinero y de la camarera, fallecidos a consecuencia de la explosión. Ginkgo Tan acaba de ser trasladado al hospital Onze Lieve, donde será operado de urgencia para extraerle un hierro del abdomen. Si sobrevive, tendrá que agradecerlo a encontrarse en los servicios cuando ocurrió la explosión. De su guardaespaldas, el brontosaurio de la coleta, no han encontrado ningún rastro.

Cristina ve entrar en el restaurante al detective Ralf Limburg, de la brigada contra el crimen organizado. Han coincidido en varios cursos de formación policial y en prácticas de tiro. Aunque es unos años más joven que ella, parece muy seguro de sí mismo. Demasiado seguro.

Limburg viste siempre de negro: en esta ocasión, un jersey de cuello de cisne, una americana y un sombrero de fieltro que le confiere el dudoso aspecto de un cuáquero disfrazado de general.

—¿Por qué no nos dijo que venía a hablar con Ginkgo Tan? —pregunta el detective a bocajarro.

—¿Desde cuándo tengo que darles explicaciones?

—La brigada contra el crimen organizado lleva meses investigando a Ginkgo por su relación con el tráfico de armas. Ha echado a perder nuestro trabajo.

La inspectora observa los escombros. Si alguien había echado algo a perder, no había sido precisamente ella.

—¿Cree que ha sido una bomba? —pregunta Cristina.

El detective se encoge de hombros. Su barba parece haber sido pisoteada por una manada de jabalíes.

—Es probable. Los negocios de Ginkgo Tan tienden a generar enemigos. ¿Por qué ha venido a verlo?

—Quería hacerle unas preguntas relacionadas con el asesinato de Branislav Kijic. ¿Le suena ese nombre?

—Kijic era el jefe de operaciones de Ginkgo Tan. Coordinaba sus envíos de armas y se aseguraba de sobornar a las personas adecuadas. Llevaba todo el negocio, con excepción de la parte comercial y financiera.

—¿Tiene pruebas de eso?

—Si las tuviese, habríamos detenido a Ginkgo Tan hace tiempo.

Otra vez ese tono arrogante. Ralf Limburg le recuerda un poco a Glenn Ford en la película Los sobornados, de Fritz Lang. Su personaje, el detective Bannion, opinaba que todas las mujeres podían dividirse en dos tipos: «santas» y «rameras».

—Le propongo un trato —dice Cristina—. Usted me cuenta lo que sabe de Ginkgo Tan y yo le explico todo lo que sé de Branislav Kijic.