Capítulo 17

El Cairo, 1992

Abd-el-Aziz pasó varias semanas buscando a Asmaa por los callejones de Imbaba. Cada día cambiaba su ruta de reparto y buscaba en los tendederos de ropa un hiyab como el de la muchacha; se detenía frecuentemente junto al camión del agua y regresaba a las ruinas calcinadas de la iglesia donde la había visto por primera vez.

Tenía miedo de encontrarse con los chicos que habían perseguido a Asmaa, pero el deseo de verla era más fuerte. En aquellos días, las escenas de violencia eran moneda corriente en Imbaba. La semana anterior, había presenciado el apuñalamiento en plena calle de un carnicero cristiano que se había negado a pronunciar la fórmula «Alá es grande» mientras sacrificaba un pollo.

Los emires del sheyj Gaber seguían haciendo sus rondas e intervenían para castigar cualquier conducta que consideraban inmoral, ya fuese el maquillaje de una mujer o una radio con la música del percusionista Hossam Ramzy. La policía evitaba enfrentarse a ellos, pero la situación era de calma tensa, como si ambos bandos estuviesen esperando una orden para atacar.

Abd-el-Aziz se aplicaba más que nunca en su trabajo por temor a que su padre dejara de encomendarle los repartos. Durante sus recorridos por Imbaba, se detenía muchas veces en el vertedero donde había hablado con Asmaa y se sentaba junto al muro derruido.

Un día, escarbando en una montaña de basura, encontró una cometa fabricada con una hoja de periódico y cinta de casete; en otra ocasión, una vieja postal de Alejandría, cuyo mar visitaría algún día con Asmaa. Inshallah.

A fin de encontrarla, Abd-el-Aziz llegó a recurrir a una vidente que leía el futuro en granos de trigo. La mujer vivía en una pequeña casa de adobe con grietas en la fachada, acompañada de un gato que se pasaba la vida subido a una viga del techo.

Los consejos de la vidente estaban muy solicitados, y Abd-el-Aziz tuvo que esperar casi una hora hasta que le llegó el turno. La mujer tenía la boca desdentada y unos surcos profundos en las mejillas, pero su mirada era más afilada que una gumía. Abd-el-Aziz se sentó sobre la alfombra gastada y esperó unas palabras que no llegaron. Cuando estaba a punto de marcharse, la mujer empezó a hablar con una voz ronca que destilaba un acento del norte de Egipto. Le dijo que sólo la muerte lo separaría de la mujer que amaba y que ambos viajarían a Europa. Él se sonrojó tanto que, sin levantar la cabeza, dejó dos libras en el platillo de alpaca y salió a la calle. Pensó que era una embustera, y que su experiencia en leer los rostros humanos le había hecho intuir el motivo de su visita. Sólo años más tarde se daría cuenta de la veracidad de sus predicciones.

Unos meses después de su encuentro con Asmaa, Abd-el-Aziz renunció a buscarla. Si la providencia quería que volviesen a verse, ocurriría sin que lo buscase. Y si el destino no lo disponía, sus esfuerzos equivaldrían a intentar contener con sus brazos el cauce del Nilo.

Por las noches, cuando las bocinas de los coches y los ladridos de los perros se apagaban y su padre roncaba como un oso marrón del Sinaí, el radiocasete de su madre desgranaba lentamente la canción Enta Omri, «Eres mi vida», de la cantante Om Kalsoum. Su voz de contralto se fundía con los acordes del oud y transportaba a quien la escuchaba a un universo de añoranza, amor y pérdida. Su madre, al igual que Om Kalsoum, había vivido de niña en la región de Dakahlia, en el delta del Nilo, y esa música avivaba en ella la nostalgia de lo que pudo ser y no fue.

Mientras sus padres dormían en la única habitación de la casa, Abd-el-Aziz y su medio hermano compartían el cuarto donde la familia cocinaba, rezaba y comía. Sus gustos y los de Ahmed no podían ser más distintos. A su medio hermano le gustaba nadar en las aguas turbias del Nilo y pasear por el barrio de Izbit al-Mufti, donde se encontraba la vieja casa de adobe, ahora en ruinas, en la que había vivido hasta que murió su madre. También le gustaba jugar al fútbol, y su mayor tesoro era una foto firmada por Ashraf Kassem, un defensa del Zamalek.

Todos los viernes, Ahmed iba a una mezquita para escuchar las enseñanzas de un predicador que militaba en Al-Gama’a al-Islamiya. A instancias de éste, intentó convencer a Abd-el-Aziz para que lo acompañase, pero él rechazó su ofrecimiento: prefería ir a la mezquita Al-Azhar, donde podía rezar anónimamente y acercarse después al recinto del Swiss Club, un oasis de calma en medio del caos de Imbaba.

A través de un pequeño agujero en el muro del Swiss Club, Abd-el-Aziz podía ver un fragmento del restaurante situado en el jardín, cuyos ventiladores mantenían la terraza fresca durante el bochorno del verano, y donde un menú con letras doradas proponía platos de nombres imposibles —rosti, gemüsemaissuppe, kalbfleischschnitzel— que él nunca sería capaz de leer, y mucho menos de pagar.

Un viernes por la tarde, al regresar del Swiss Club, sintió una extraña premonición. Le sobrevino con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en una pared para no caer al suelo. Volvió corriendo a casa y vio que estaba llena de gente. Consiguió alcanzar a empujones la habitación de sus padres. Su progenitor estaba tumbado en la cama, envuelto en una túnica blanca, y su esposa sollozaba junto a su cuerpo sin vida.

Abd-el-Aziz abrazó a su madre con fuerza, hasta casi hacerle daño. Nunca se había sentido muy próximo a su padre, pero su muerte le hizo sentir un pánico repentino.

El rostro de Ahmed tenía una expresión nueva. Al principio Abd-el-Aziz pensó que era el dolor por la pérdida, pero después se dio cuenta de que era realmente alivio, redención. Ahmed acababa de librarse de las ligaduras que lo ataban a su medio hermano. Tendría que esperar hasta que su padre fuese enterrado y la madre de Abd-el-Aziz cumpliese los días de luto prescritos por la tradición islámica, pero después sería libre.

Dos meses después del funeral, Ahmed habló con su madrastra y Abd-el-Aziz. Les aseguró que, antes de morir, su padre le había expresado al imán de su mezquita, el vendedor de Coca-Colas de la plaza de Muneera, su voluntad de que su hijo mayor se hiciese cargo de la panadería. No había ningún documento escrito que lo confirmase, pero el predicador estaba dispuesto a jurar sobre el Corán que era la voluntad del finado. Para resarcir a Abd-el-Aziz y su madre, Ahmed les ofreció continuar viviendo en la casa hasta que consiguiesen venderla y repartir el dinero. Mientras eso no sucediera, él se iría a vivir con un hermano de su madre.

Ahmed tampoco podría permitirse pagar el jornal de su medio hermano. Según él, su padre había dejado deudas a las que tendría que hacer frente, y el hijo pequeño de su tío podría hacer el trabajo de Abd-el-Aziz sin cobrar una piastra. Abd-el-Aziz no dijo nada, pues no había nada que decir. Repitió en su interior un versículo del Corán que Ahmed dibujaba en algunos de sus panes: «Alá, no hay más Dios que Tú, Señor del trono supremo».

Una tarde, cuando Ahmed ya se había marchado a casa de sus tíos, la madre de Abd-el-Aziz habló con él. Hacía días que no escuchaba la cinta de Om Kalsoum: tal vez la nostalgia resultaba insoportable cuando ya no quedaba nada por lo que soñar.

Su madre le contó que había hablado con un orfebre que poseía un taller en Muneera y que, como ella, era originario del pueblo de Tamay ez-Zahayra. Acababa de perder a su aprendiz y, aunque no podría pagarle mucho, el jornal de Abd-el-Aziz les permitiría sobrevivir hasta que la providencia dispusiese algo mejor.

El muchacho miró a su madre y reconoció en sus ojos los sueños perdidos, la añoranza de aquel pueblo junto al mar que había abandonado para casarse con un hombre al que nunca quiso. No podía decirle que no. Y, en el fondo, tampoco le importaba.

Se lavó las manos y la cara en una palangana, se alisó el pelo con un peine que había pertenecido a su padre y siguió a su madre por los callejones de Imbaba hasta un lugar en el que nunca se había aventurado.

Su madre se detuvo junto a una casa de adobe y entramado de madera, en cuyo patio crecía un limonero de hojas polvorientas. A juzgar por el intenso olor a sangre, debían de hallarse cerca de un matadero.

Un hombre les abrió la puerta. Abd-el-Aziz reconoció en sus ojos la misma avidez y determinación que en los de Ahmed. Miraba a su madre con codicia, como un halcón que hubiese avistado una presa desde las alturas.

El hombre les enseñó el taller, con una sonrisa que habría de desaparecer cuando su madre los dejase a solas. Abd-el-Aziz observó los baldes, los recipientes llenos de materiales y el torno donde trabajaba el orfebre. Aquel trabajo no era peor que cualquier otro. Hacía menos calor que en la panadería y, aunque el olor era intenso, el aire no estaba cargado de ceniza.

Abd-el-Aziz miró a través de la ventana del taller, en dirección al limonero, y toda la sangre se le agolpó en la cabeza al ver a Asmaa en las escaleras del patio. De repente sintió una gran ligereza en los pies, como si se hubiese elevado un palmo por encima del suelo.

Seis meses después de su primer encuentro, la providencia había dispuesto que volvieran a verse. Por primera vez en su vida, se sintió en deuda con su medio hermano Ahmed: gracias a su avaricia había encontrado a Asmaa.