Capítulo 15

Al volver a la comisaría, Cristina se encuentra a Lisa junto a la fotocopiadora. Está grapando un informe para la reunión semanal de Van Sisk con el comisario jefe.

—¿Encontraste a Alaoui en la asociación?

—Nadie lo ha visto en los últimos días. Es como si se lo hubiese tragado la tierra.

Le echa una ojeada al informe de Van Sisk: contiene cifras y más cifras, números, estadísticas. Aunque el comisario recibe un sueldo superior al suyo, no le cambiaría el puesto.

—Tengo información sobre Maritime Logistics, la empresa donde trabajaba Branislav Kijic —le dice Lisa—. Cuando quieras, hablamos de ello.

—Antes voy a buscar un café. ¿Te apetece uno?

—Será mejor que no tome más. Llevo cinco desde esta mañana.

La inspectora le pide que la espere en su despacho. Cuando regresa, unos minutos después, ve a Lisa apoyada en la mesa. La inspectora la observa mientras bebe un sorbo de café. Cuando se conocieron, tres años atrás, le costaba mirarla con naturalidad: o se fijaba demasiado en su brazo impedido, o evitaba hacerlo. El tiempo y algo de voluntad han conseguido normalizar las cosas.

—Menos mal que es viernes —dice Lisa—. Esta semana ha sido una locura.

Cristina piensa lo mismo. Desde que apareció el cadáver de Branislav Kijic, el lunes por la mañana, no ha gozado de un minuto de respiro.

—¿Cómo es que no tienes una foto de Gerrit y Stitch sobre tu mesa? Hasta Van Sisk tiene un retrato de su familia.

—Intenté hacerles una, pero Gerrit no paraba de estornudar.

Lisa se separa de la mesa y se sienta en una silla. Cruza las piernas con un gesto característico suyo, inclinando la de apoyo en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—¿Qué has descubierto sobre Maritime Logistics? —le pregunta Cristina.

—No ha sido fácil tirar de los hilos. Pertenece a un holding con sede en Jersey, participado por una sociedad de las islas Caimán. Aunque no puedo probarlo, creo que en el fondo de la cadena está Ginkgo Tan, el dueño del restaurante donde trabajaba el chino al que asesinó Branislav Kijic.

Cristina acaba su café y deja la taza junto al teclado del ordenador. Los dos hombres asesinados eran empleados de Ginkgo Tan. Es un hilo del que tirar, aunque probablemente no conduzca a ninguna parte.

—¿Qué sabemos de Ginkgo Tan? —pregunta la inspectora.

—La brigada contra el crimen organizado lleva varios años investigándolo. ¿Por dónde quieres que empiece?

—Por el principio.

Lisa cambia la pierna de apoyo y vuelve a cruzar las piernas.

—Ginkgo Tan llegó a Ámsterdam hace veinticinco años, procedente de un pueblo en las montañas de Guangxi. Debió de cansarse de los campos de arroz, los búfalos y la gente sonriente.

Esa descripción hace pensar a Cristina más en Vietnam que en China, pero no dice nada: sabe que Lisa odia que la interrumpan.

—Como la mayoría de los inmigrantes chinos, Ginkgo Tan se endeudó hasta las cejas para pagar su pasaje a Europa. Durante sus primeros años en Holanda trabajó en un taller de veinte metros cuadrados junto a otras diez personas, durmiendo sobre cajas de cartón y confeccionando, en turnos de dieciséis horas, cuerdas, cadenas y látigos que se vendían en diferentes sex shops de Holanda. El expediente de Ginkgo no aclara si su trabajo incluía probar los utensilios sadomasoquistas o sólo se limitaba a fabricarlos, aunque considerando que eran once en un espacio tan pequeño, me inclino por lo primero.

Cristina sonríe y le hace un gesto para que continúe.

—Gracias a la organización que le pagó el pasaje a Europa, Ginkgo Tan consiguió emplearse en un restaurante chino en Amstelveen, donde trabajó como camarero, hasta que la súbita muerte por envenenamiento del cocinero, en circunstancias sospechosas, le permitió ocupar su puesto. Unos años después, poseía un restaurante propio, una lavandería y un hotel en el Red Light District que alquilaba las habitaciones por horas. Menos el restaurante, que todavía posee, vendió los otros negocios.

—¿A qué se dedica ahora?

Lisa lanza a su amiga una mirada acusadora, como si se hubiese comido todas las pepitas de chocolate de su paquete de galletas. Cristina sabe que es su forma de darse importancia, de retener su atención el mayor tiempo posible.

—¿Por dónde iba?

—Habías llegado al momento en que Ginkgo vendió su casa de citas.

—Ah, sí… En 1999, Ginkgo compró una empresa holandesa dedicada a la fabricación de motores para aviones militares. Unos días antes de que se cerrase la transacción, el Ministerio de Defensa retiró la calificación de «empresa estratégica», lo que posibilitaba que fuera comprada por un ciudadano extracomunitario. Tres años después de su adquisición, Ginkgo Tan la vendió por el doble de lo que había pagado.

—¿Qué hizo con el dinero?

—En vez de dedicarse a disfrutarlo, como habría hecho yo, compró varias empresas de fabricación de armamento en Europa del Este. Debido a que las sociedades acababan de ser privatizadas, recibió subvenciones de los antiguos países comunistas y de las autoridades europeas con cargo a fondos de ayuda al desarrollo.

—Entre unas cosas y otras, ha debido de amasar una fortuna.

Lisa descruza las piernas y vuelve a cruzarlas. Cristina podía imaginársela en un cabaret de mala muerte, con un sombrero de copa y sentada en un barril, interpretando la canción Enamorándome otra vez, que catapultó a Marlene Dietrich a la fama y le valió su pasaje a Hollywood.

—No disponemos de datos exactos sobre la situación patrimonial de Ginkgo, porque tiene su dinero invertido en paraísos fiscales —explica Lisa—. Sabemos que posee una villa a orillas del río Amstel, propiedades en las islas Caimán y que pasa varias semanas al año navegando en su yate Formosa, de treinta metros de eslora, acompañado de putas de lujo.

—¿Por qué lo tiene en su punto de mira la brigada contra el crimen organizado?

—Al parecer, es un eslabón en la cadena de tráfico de armas financiada con diamantes de sangre africanos. Por el momento no han podido probar nada: ese tipo es más escurridizo que una pared de hielo.

Cristina aparta el teclado del ordenador y apoya los codos encima de la mesa.

—En los últimos años, Ginkgo ha sido objeto de dos intentos de asesinato —apostilla Lisa—. Desde entonces va a todas partes en un BMW 760Li blindado y acompañado de un guardaespaldas.

—¿Quién intentó matarlo? —pregunta Cristina.

—Según la brigada contra el crimen organizado, la tríada que facilitó su ascenso. Al parecer, intentó desvincularse de ellos… ¿Te acuerdas de Coen Schouten, el guardia que ayudó a Kijic a escapar de la prisión?

Claro que se acuerda. Y también de los campos de colza de Veenhuizen, y del preso que había cometido la imprudencia de enfrentarse a Hussein Alaoui, el protegido de Kijic.

—¿Qué pasa con ese guardia?

—He estado investigando sus cuentas bancarias. Unos días antes de morir, Schouten realizó nueve ingresos en su cuenta en ABN Amro: cada uno de ellos por valor de 4900 euros.

Era un despilfarro tener a Lisa de secretaria del comisario. Podría hacer el trabajo de inspectora mejor que ella misma.

—Kijic trabajaba para Maritime Logistics —concluye Lisa—, y no me sorprendería que Ginkgo Tan hubiese sobornado al guardia de Veenhuizen para que lo ayudase a escapar.

Cristina se acerca a la ventana, escanea los tejados de Marnixstraat y detiene sus ojos sobre el del número 148, donde se encuentra la comisaría del distrito de Raampoort.

—Si el guardia cumplió su parte del trato, ¿por qué lo mataron?

—Quizá pidió más dinero…

—Conociendo los antecedentes de Kijic, ¿tú lo harías?

—Supongo que no. Tal vez acordaron que Kijic le daría unos cuantos golpes para hacer creer a la policía que había sido coaccionado. Puede que se divirtiera zurrándole y no paró hasta matarlo.

Cristina reflexiona sobre la explicación de Lisa. Su hipótesis deja unas cuantas cosas sin explicar. ¿Por qué había asesinado Kijic al empleado chino de Ginkgo? Y, sobre todo, ¿qué papel había jugado Hussein Alaoui en la muerte de su «amigo» Kijic?

La aparición de Van Sisk interrumpe sus pensamientos. La seriedad del rostro del comisario demuestra que no acaba de tocarle la lotería: parece que hubiese recibido otra llamada del AIVD.

—¿Podemos hablar?

Sin esperar respuesta, se sienta frente a Cristina. Lisa le guiña un ojo a su amiga y sale del despacho sin decir nada.

—¿Cómo llevas el caso de Kijic? —le pregunta el comisario.

Cristina tiene alguna información inconexa y muchos interrogantes: demasiadas preguntas y pocas respuestas.

—Voy progresando, aunque lentamente.

—¿Vas a realizar alguna detención?

—Por el momento, no. Antes tengo que atar unos cuantos cabos sueltos. ¿Querías verme por ese motivo?

El comisario parece incómodo, como si algo le preocupase.

—Quería preguntarte algo…

—Adelante —lo anima ella, intrigada.

—Me gustaría saber si tienes planes para el sábado 18 de abril, dentro de tres semanas.

Cristina lo escruta, temiendo una encerrona. Dos meses atrás, el comisario le había confiado las funciones de guía turístico para una comitiva de la Interpol moldava. Tal vez haya decidido delegar en ella otro asunto de similar interés.

—No tengo aquí mi agenda. ¿Por qué me lo preguntas?

—Mi hija se casa ese día en Oude Kerk. Me gustaría que vinieses a la boda.

La proposición la toma por sorpresa. Su relación con el comisario nunca ha sido muy estrecha: más bien al contrario.

—¿Cuántos años tiene tu hija? —pregunta ella, tratando de ganar tiempo.

—Los suficientes para sentar la cabeza, después de todas las tonterías que ha hecho. No me gusta el novio que ha elegido, pero con lo que hay por ahí…

En esto último está de acuerdo con el comisario. Por algo la relación más duradera de Cristina ha sido con un golden retriever.

—No conozco a tu hija de nada. ¿No le molestará que vaya a su boda?

—Si le molesta da igual —replica él, recuperando sus bríos habituales—. El que paga el convite soy yo.

—Visto así…

—Le diré a mi mujer que te envíe una invitación. ¿Vendrás con Bleeker?

—No lo sé.

—Pensaba que vosotros dos…

Eso sí que es una novedad: Van Sisk interesándose por su vida privada. ¿Está tomando alguna medicación?

—No sé si Gerrit tiene planes para ese sábado. ¿Puedo darte una respuesta dentro de un par de días?

El comisario se levanta de la silla, aliviado.

—Sí, pero no tardes. Con todos los preparativos, mi mujer está más histérica de lo habitual.