La carnicería de Mustafá Alaoui ocupa un local pequeño y oscuro a unos pasos de la mezquita Al-Qumrah.
La inspectora Molen evita una mancha de sangre, diluida a calderazos sobre la acera, y entra en el establecimiento. Varias piezas de carne cuelgan de ganchos suspendidos del techo; sobre el mostrador de mármol descansa la cabeza de un cordero con las cuencas de los ojos vacías.
Entre los veinte y los veinticinco años Cristina había sido estrictamente vegetariana, aunque acabó relajando su postura por consideraciones prácticas. Ahora se conforma con evitar comer carne siempre que puede.
La cabeza del cordero le hace pensar en los diversos métodos para obtener carne halal. Algunas comunidades islámicas consideran aceptable cualquier carne, siempre que no sea de cerdo. Otras, más estrictas, exigen el cumplimiento de dos requisitos: pronunciar el nombre de Alá durante el sacrificio y purificar la carne, lo cual se consigue cortando con un cuchillo la vena yugular y la arteria carótida del animal, sin seccionar la espina dorsal. Con independencia del método utilizado, la legislación holandesa obliga a anestesiar a los animales antes de sacrificarlos.
Mustafá Alaoui está inclinado sobre un ternero despellejado y desgaja con un cuchillo pedazos de carne que alinea después sobre el mostrador de mármol.
—¿Es usted el padre de Hussein Alaoui?
El hombre asiente con la cabeza.
—Soy la inspectora Molen, de la policía de Ámsterdam.
—¿Qué ha hecho Hussein esta vez? —pregunta el hombre en un holandés rudimentario.
Cristina es incapaz de apartar la vista de la cabeza del cordero. Tiene la impresión de que la mira con sus cuencas vacías.
—Sólo quiero hablar con él. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—Hace mucho tiempo que no veo a mi hijo.
El carnicero deja el cuchillo sobre el mostrador y se limpia las manos en el delantal.
—Hussein no es un mal chico. La culpa de todo la tiene esa asociación.
—¿A cuál se refiere?
Mustafá Alaoui vuelve a empuñar el cuchillo.
—A la Asociación Al-Mahgoub. Al principio me sentí orgulloso del interés de Hussein por el islam. ¿Qué padre musulmán no lo estaría? Pero cuando se dejó crecer la barba y empezó a vestir como un imán empecé a preocuparme. Hablé con él, pero no me hizo caso.
—¿Sabe si Hussein todavía frecuenta esa asociación?
—No sé nada de él desde que salió de la cárcel.
Cristina le da las gracias y sale a la calle. Se sube a la bicicleta y, mientras pedalea, marca el número de Lisa.
—¿Dónde estás? —le pregunta la secretaria del comisario Van Sisk.
—En Zeeburg, aunque tengo la impresión de hallarme en una ciudad de Oriente Medio.
—Si encuentras a un sultán forrado de pasta, dale mi número. No me importa que ya tenga cinco esposas.
Cristina observa de refilón a dos hombres, vestidos con una djellabah, que conversan en la acera.
—No creo que haya muchos sultanes por aquí… Necesito que me hagas un favor.
—Estaba a punto de salir a comer. ¿Tiene que ser ahora?
—Me vendría muy bien. Quiero visitar una asociación islámica en Zeeburg y necesito información sobre ella.
Lisa se quita la chaqueta y vuelve a sentarse delante del ordenador.
—¿Cómo se llama esa asociación?
—Al-Mahgoub. Uno de sus miembros, Hussein Alaoui, hizo buenas migas con Branislav Kijic en la cárcel. Éste se dedicaba al tráfico de armas y Alaoui a destruir sinagogas: es posible que su relación estuviese asentada sobre un interés mutuo.
Lisa escribe unas palabras en una nota adhesiva y mira el reloj.
—Te llamo dentro de veinte minutos con lo que encuentre.
Cristina le da las gracias y continúa pedaleando en busca de un lugar para comer. Es improbable que encuentre en esa zona un Febo, la cadena de comida rápida que vende croquetas y suflés de queso a través de máquinas automáticas. Tampoco verá muchos bloemenwinkel, las floristerías que abundan en el resto de Ámsterdam.
Esa parte de Zeeburg recuerda realmente a una ciudad de Oriente Medio: el holandés es la lengua minoritaria, los géneros en las tiendas proceden de Marruecos y algunas mujeres se ocultan detrás de un burka. Lo único que parece holandés es el clima.
Desde 1998, la Ley sobre la integración de los nuevos inmigrantes obliga a éstos a asistir a cursos de lengua y cultura holandesa. Los ciudadanos de países de la Unión Europea y los trabajadores que ganan más de cuarenta y cinco mil euros al año están exentos de ese requisito. Para acabar de contentar a las asociaciones musulmanas, el Ministerio de Inmigración ha producido un vídeo, de obligatoria adquisición para los inmigrantes, en donde se explican los principales rasgos de la cultura holandesa y en el que aparece una mujer haciendo topless.
La inspectora Molen entra en un restaurante shawarma y se acomoda en una de las mesas. Los clientes, todos hombres, la miran con una mezcla de lascivia y curiosidad. Pide un kap-salon —kebab con queso fundido— y deja el móvil encima de la mesa.
Cuando acaba de comer, la pantalla del teléfono empieza a parpadear con el número de Lisa. Cristina deja su plato en la barra, junto con unas monedas, y sale a la calle para responder a la llamada.
—He encontrado un informe del AIVD con referencias a la Asociación Al-Mahgoub —dice Lisa—. Según ellos, se trata de un foco de radicalismo salafista.
Como muchos holandeses, Cristina se había familiarizado con el salafismo en el otoño de 2004, tras el asesinato de Theo Van Gogh a manos de un miembro del grupo radical Hofstad, una organización salafista defensora de la yihad, la «guerra santa». El objetivo de los salafistas es instaurar un califato regido por la ley islámica y, para conseguirlo, están dispuestos a utilizar todos los medios a su alcance.
—¿A qué se dedica la Asociación Al-Mahgoub exactamente? —pregunta Cristina.
—Según sus dirigentes, su misión es establecer un puente entre las dos culturas y ayudar a los inmigrantes musulmanes a integrarse y aprender holandés.
—¿Y según el AIVD?
—Es un núcleo de radicalismo islámico. Fíjate lo generosos que somos en este país: a pesar de estar catalogada como organización radical, la Asociación Al-Mahgoub ha recibido la consideración de interés público, lo que les permite recibir subvenciones públicas, y a sus benefactores desgravar las contribuciones realizadas.
—Si el AIVD sabe que es un foco de radicalismo islámico, ¿por qué no cierran la asociación?
—Para tener controlados a sus miembros.
A Cristina le vienen a la mente las enseñanzas de Vito Corleone a su hijo: «Mantén cerca a tus amigos, y todavía más cerca a tus enemigos».
—Según el AIVD, en el área metropolitana de Ámsterdam hay mil jóvenes musulmanes susceptibles de radicalización —prosigue Lisa—. Expulsarlos de las mezquitas y asociaciones islámicas los haría desaparecer de la pantalla del radar. Por eso prefieren dejarlos en el hormiguero y vigilarlos.
Los agentes del AIVD debían de ver frecuentemente la película El padrino. O tal vez leían a Maquiavelo en sus horas libres.
—Algunos expertos dudan de que sea productivo prestarles tanta atención a esos jóvenes —añade Lisa—. Dicen que la vigilancia del AIVD representa un motivo de orgullo para ellos y contribuye a su radicalización.
Cristina suspira. Al hablar de integración y radicalismo dentro de la comunidad musulmana en Holanda es difícil distinguir la causa del efecto; el problema, de la solución.
—¿Has encontrado algo sobre Hussein Alaoui?
—He estado leyendo su ficha policial. De padres marroquíes, nació en Ámsterdam y tiene veinticinco años. Cumplió una condena de un año en Veenhuizen por incendiar una sinagoga. Fue puesto en libertad hace tres meses.
Cristina se agacha para quitarle el candado a la bicicleta. En las semanas que habían pasado desde su liberación, Alaoui había podido restablecer contacto con Branislav Kijic, su excompañero de celda.
—¿Sabes si Alaoui simpatiza con el salafismo? —le pregunta a Lisa.
—Durante su juicio por el incendio de la sinagoga hizo un alegato en defensa de Al Zarqawi y Bin Laden, y justificó las acciones violentas para defender Palestina, Irak y Afganistán contra la invasión extranjera. Blanco y en tetrabrick…
—Vamos, que no creo que ganase la votación de «novio ideal» de la revista Cosmopolitan.
—Pues no sé qué decirte. Seguro que una barba de chivo hace cosquillas en el sitio que tú y yo sabemos.
Cristina ríe con ganas. Se recoge el pelo y lo deja caer otra vez sobre los hombros.
—¿Qué más has encontrado sobre la Asociación Al-Mahgoub?
—Su director es un tal Mohammed Salah. Suele participar en esos bodrios televisivos donde se debate sobre la integración de los musulmanes y los invitados acaban casi a bofetadas. Cultiva una imagen de ciudadano respetable, aunque un antiguo dirigente del partido Leefbaar Nederland lo ha acusado de tener conexiones con organizaciones terroristas en Egipto. Si quieres sonsacarle algo, será mejor que te pongas un burka.
Cristina sonríe durante una fracción de segundo, pero su rostro se ensombrece al pensar en los millones de mujeres para quienes llevar un burka no es una elección.