Ámsterdam
La inspectora Molen encadena la bicicleta junto a un edificio de apartamentos en Zeeburg, la última dirección conocida de Hussein Alaoui en Ámsterdam.
Los puestos de falafel, los minaretes y el mestizaje cultural de Zeeburg representan una muestra del Ámsterdam multirracial. Y de la dificultad de integrar en una sociedad democrática a personas provenientes de entornos rurales y autoritarios.
Desde hace unos meses, una mujer de origen marroquí afiliada al Partido Socialdemócrata ocupa la alcaldía del distrito de Zeeburg. La cuarta parte de la población de Ámsterdam es extranjera y otra cuarta parte tiene sus raíces en Surinam, Marruecos o Turquía. Algunos sociólogos aseguran que en el año 2030 los ciudadanos de origen marroquí representarán un doce por ciento de la población de Ámsterdam. Muchos holandeses se muestran inquietos ante la expansión del islam dentro de sus fronteras, pero también ante el populismo de algunos políticos de extrema derecha, cuyos seguidores, que han aumentado tras el asesinato de Pim Fortuyn en 2002, propugnan la deportación de los musulmanes que apoyen la implantación de la sharia, la ley islámica.
Tras varios días de lluvia ha salido por fin el sol. La primavera de Ámsterdam tiene grandes altibajos: ofrece días espléndidos, junto a otros en los que la humedad te cala hasta los huesos y el cielo es tan plomizo que podría inducir al suicidio.
Cristina sube las escaleras hasta llegar al apartamento de Hussein Alaoui. No hay timbre, así que llama con el puño. Repite el gesto unos segundos después y pega la oreja a la puerta, pero no oye ruidos en el interior.
Una sensación extraña le hace darse la vuelta. Alguien la observa por la mirilla del apartamento de enfrente. Camina hacia la puerta del vecino curioso y pulsa el timbre. Momentos después le abre una mujer con el pelo teñido de color rojo, ojos de hámster y la piel lechosa, de una palidez enfermiza.
—Soy la inspectora Molen, de la policía de Ámsterdam. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Hussein Alaoui?
—Hace días que no viene por aquí.
El tono seguro de la mujer demuestra que sabe de qué habla.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Hace una semana. ¿Ha hecho algo malo?
—Sólo quiero hablar con él.
La mujer señala con la mano la puerta de Alaoui.
—Suele dejar la llave debajo del felpudo, para que sus amigos entren cuando él no está… Me quedaría más tranquila si echara usted un vistazo.
Cristina no dispone de una orden de registro, pero duda de que la mujer informe a Alaoui de su visita. Coge la llave de debajo del felpudo y abre la puerta. Al entrar en el apartamento percibe una vaharada de humanidad que demuestra que sus habitaciones no han sido ventiladas desde hace tiempo. Avanza por el pasillo, entre desperdicios y hojas de periódico. Las persianas bajadas dibujan pequeños rectángulos de luz sobre la mesa del salón. Un ejército de moscas revolotea sobre un plato con restos de comida.
En la mesilla de noche del dormitorio hay un libro. Para sorpresa de Cristina, no se trata de un ejemplar del Corán, sino de una novela escrita en holandés titulada Las Margaritas Negras. Su autor es Milan Avramovic, un escritor desconocido para ella.
Vuelve a echar un vistazo al salón y abandona el apartamento. A juzgar por las inmundicias, Alaoui no ha estado allí desde hace al menos una semana. La inspectora devuelve la llave a su lugar y se acerca a la vecina, que finge limpiar un jarrón en el recibidor de su apartamento.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a Hussein Alaoui?
—Su padre regenta una carnicería junto a la mezquita. Digo yo que él sabrá dónde está su hijo.