Capítulo 11

El Cairo, 1992

Años después, Abd-el-Aziz recordaría aquel día azul y luminoso del invierno de 1992 como el más feliz y, a la vez, el más triste de su existencia.

Acababa de cumplir diecisiete años y, desde que tenía memoria, ayudaba a su padre en la panadería. Nunca había ido a la escuela, pero ¿de qué le había valido a su primo Faruq aprender a leer? Ahora trabajaba para un vendedor de cebollas en el mercado de Khan Misr Touloun y dormía muchas noches a la intemperie, sobre una esterilla de esparto.

Abd-el-Aziz no sabía leer, pero era capaz de contar mejor que muchos adultos, recordaba de memoria cada uno de los pedidos y sabía distinguir, por su olor, los excrementos de una mula de los de un camello. ¿Para qué necesitaba ir a la escuela?

Todas las mañanas, cuando el pan salía del horno, su padre lo enviaba a repartir los pedidos por las calles de Imbaba. Abd-el-Aziz conocía el distrito de Muneera Al-Gharbiya, al oeste de El Cairo, como la palma de su mano. En aquel laberinto de callejuelas estrechas y sin asfaltar, antaño tierras agrícolas en las que se celebraba el mercado de camellos más grande de África, vivían cerca de trescientas mil personas, en su mayoría inmigrantes del norte de Egipto.

Cuando paseaba por los callejones de Imbaba sus ojos se lijaban en todo, como la vieja cámara Polaroid que había encontrado en un vertedero y que le ofreció, inesperadamente, una última instantánea de su rostro. Había colgado aquella fotografía junto a su jergón, al lado de un póster descolorido del cantante Farid al-Atrash y una lámpara de Ramadán pisoteada que había recogido del suelo durante una visita al barrio de Al-Hussein después de Iftar, la comida servida al finalizar el ayuno.

Abd-el-Aziz no había ido a la escuela, pero sabía a qué se dedicaban muchos habitantes de Imbaba, a qué hora entraban y salían de sus casas, cuántos animales poseían y si preferían el pan blando, seco o muy seco.

El pan era algo más que un alimento en Egipto. La palabra aish significaba en árabe «pan», pero también «vida». El aish baladi, el pan que cocía su padre, era redondo, tenía el diámetro de la palma de una mano y el espesor de un dedo.

La harina era controlada estrictamente por el Gobierno, que les proporcionaba diez sacos diarios, una cantidad con la que podían cocer varios miles de panes. Lo que hacía que el aish baladi de su padre fuese el mejor de Imbaba era el añadido de una capa de salvado a la tradicional base de harina de trigo. El pan preferido de Abd-el-Aziz, sin embargo, era el de higos y dátiles que se tomaba en Suhoor, la comida realizada antes del amanecer durante el mes de Ramadán. Merecía la pena esperar todo un año para saborearlo.

Como el precio del pan era fijado por el Gobierno y el líquido inflamable que alimentaba los hornos no dejaba de encarecerse, muchos panaderos se habían visto obligados a utilizar fueloil mezclado con aceite usado, que adquirían ilegalmente en las gasolineras. El problema del mazoot era que daba dolor de cabeza, sin mencionar los efectos que debía de producir en el pan, expuesto a los humos de su combustión.

Además de Abd-el-Aziz, en la panadería trabajaba también su medio hermano Ahmed, dos años mayor que él. Ahmed era hijo de la primera mujer de su padre, fallecida a consecuencia de la tuberculosis en el invierno de 1973.

A la edad de seis años, Ahmed había perdido dos dedos de la mano derecha a consecuencia del mordisco de un cerdo, pero eso no le impedía dibujar sobre los panes, con una varita de mimbre, palmeras tan reales como las del paraíso del Profeta o versículos que copiaba con gran maestría del Corán, aunque tampoco sabía leer.

Las dotes artísticas de Ahmed y su mayor edad habían relegado a Abd-el-Aziz a las tareas que nadie quería: barrer la panadería, llevar los pedidos y soportar los gritos de su padre, acompañados alguna vez de un golpe con la pala de la que se servía para mover los panes dentro del horno.

La panadería se encontraba en un callejón estrecho, en una de las zonas más pobres de Imbaba. El aire estaba cargado de ceniza y efluvios de combustible, algo que haría sangrar las fosas nasales de alguien no acostumbrado a respirarlo. Hasta allí no llegaban los ruidos de las herraduras de los caballos, ni las conversaciones de los hombres que fumaban en los cafés, ni el sonido del regateo de las mujeres en los bazares.

Como muchas de las casas de Imbaba, la panadería había sido construida en adobe y pintada de verde, el color del islam. Abd-el-Aziz, Ahmed y sus padres vivían en dos habitaciones anexas a la panadería, cuyos muros estaban revestidos de un color naranja desvaído por el paso del tiempo.

La mayoría de los edificios del barrio parecían a punto de desmoronarse. Aunque algunos tenían electricidad, ninguno de sus vecinos disponía de teléfono o agua corriente. El padre de Abd-el-Aziz había instalado, como muchos otros, una cañería para conducir los excrementos hasta la calle, lo que había convertido la entrada de la panadería en un pozo de inmundicias.

En medio de tanta miseria, el islam era lo único que conseguía alimentar las esperanzas. A través del ventanuco de la panadería se filtraba la voz del muecín llamando a la oración. Cuando no podían abandonar el trabajo para ir a la mezquita, Abd-el-Aziz, Ahmed y su padre rezaban en la panadería, inclinados sobre una alfombra y mirando hacia La Meca.

En Imbaba había dos clases de mezquitas: las Masjid Hukoomi, controladas por el Gobierno, y las Masjid Ahli, instituciones privadas que se contaban por centenares. Todos los viernes, después de cocer la primera hornada de pan, el padre de Abd-el-Aziz iba a rezar a una mezquita improvisada en casa de un sheyj que, el resto de la semana, vendía sándwiches y latas de Coca-Cola en la plaza de Muneera.

Además de limpiar y fregar los suelos, entre las tareas de Abd-el-Aziz figuraba la de ablandar el pan del día anterior, que se vendía después a mitad de precio o se regalaba a los numerosos mendigos que visitaban la panadería. Mientras su padre movía con una pala los panes dentro del horno para que recibiesen la cantidad exacta de calor, Abd-el-Aziz humedecía los panes resecos del día anterior bajo el grifo y los pasaba sobre una llama. Y así durante horas.

Las jornadas de trabajo eran largas y tediosas, acompañadas por un calor de fragua y el ruido de un viejo ventilador cuyas aspas ni siquiera conseguían ahuyentar a las moscas. Por eso Abd-el-Aziz esperaba con ansia el momento de llevar los pedidos y perderse en el laberinto de Imbaba, como un personaje de Las mil y una noches. Igual que el hombre de El Cairo, que había repartido sus riquezas entre los pobres, Abd-el-Aziz tendría también un sueño que lo llevaría a visitar un país lejano y a descubrir un tesoro. Inshallah, Dios mediante.

Aquella mañana de enero de 1992 hacía frío, a pesar del sol que hacía desperezarse a los perros en los callejones polvorientos. Llevaba varios días sin llover y en el cielo se había formado una gruesa nube de contaminación, resultado del tráfico y de la basura quemada en las calles.

Imbaba era para Abd-el-Aziz un lugar conocido y, al mismo tiempo, una fuente de sorpresas. Todo le llamaba la atención: los rebuznos de las mulas golpeadas hasta la extenuación por sus propietarios; los desperdicios de diversas formas y colores; los gritos de los niños que jugaban con latas y botellas de plástico.

Abd-el-Aziz fue dejando el pan en las casas, sin apresurarse. Sabía que, si regresaba demasiado pronto, su padre lo obligaría a limpiar las cenizas del horno, una tarea que habitualmente le correspondía hacer a Ahmed. En cualquier conflicto entre ellos dos, su padre siempre le daba la razón a su medio hermano: si Ahmed tropezaba con una escoba, la culpa era de Abd-el-Aziz por haberla dejado donde no debía; si una hornada de pan se quemaba, él era culpable por distraerlo.

Durante mucho tiempo, creyó que su padre prefería a su medio hermano por alguna falta que él había cometido. Con los años comprendió que el verdadero motivo de su predilección era que había querido a la madre de Ahmed más que a la suya, y que secretamente maldecía la tuberculosis que había permitido, indirectamente, la llegada de Abd-el-Aziz al mundo.

Al pasar junto a un vertedero en Muneera Al-Gharabiya, Abd-el-Aziz oyó la campana del agua, que anunciaba la llegada del camión cisterna. Instantes después la calle se llenó de mujeres de todas las edades, cargadas con cubos y botellas de plástico.

Los ladridos de un perro le hicieron acelerar el paso. Imbaba estaba lleno de animales callejeros, siempre hambrientos, y mucha gente moría cada año por la mordedura de perros rabiosos.

Fue entonces cuando percibió el olor a humo. Al principio fue un aroma lejano, pero el aire se llenó pronto de ceniza. Siguió su rastro hasta el final de la calle y vio que una iglesia estaba ardiendo. A su alrededor se había formado un corro de personas, y varios seguidores de Al-Gama’a al-Islamiya mantenían apartados a aquellos que intentaban, con los escasos medios a su alcance, apagar el fuego.

Durante los últimos años, los seguidores del sheyj Gaber habían tomado el control de las calles de Imbaba y obligado a sus habitantes a respetar la sharia, la ley islámica. No era la primera vez que una iglesia copta ardía en el barrio. Los actos de violencia contra los cristianos, que tradicionalmente habían vivido en paz con la población musulmana, habían aumentado en los últimos meses. Además de quemar las iglesias de los cristianos, los seguidores del sheyj Gaber también se dedicaban a saquear sus comercios.

Al principio, los habitantes de Imbaba habían mostrado simpatía por esos hombres devotos que deseaban aplicar las enseñanzas del Profeta. ¿Qué mal podía haber en ello? Sin embargo, los emires fueron cada vez más lejos y se granjearon enemistades entre la población. Faruq, el primo de Abd-el-Aziz, le había contado que en una boda a la que había asistido recientemente, los seguidores del sheyj Gaber habían expulsado a palos a una bailarina contratada para ejecutar la danza del vientre.

Abd-el-Aziz se acercó al grupo de espectadores y observó las llamas que se elevaban hacia el cielo. El techo se había derrumbado y pronto lo harían los muros. A su lado, una muchacha contemplaba las llamas con fascinación. Protegía con sus piernas un recipiente metálico y tenía los hombros cubiertos por un hiyab.

A unos pasos de ella había dos chicos que también la miraban, pero sus ojos expresaban desprecio. Hablaban en voz baja y uno de ellos la acusaba de comer cerdo. Tal vez la muchacha lo oyó, porque se volvió bruscamente y recogió su recipiente metálico para marcharse.

Desde su posición, Abd-el-Aziz la observó durante unos instantes. Estaba a punto de continuar el reparto del pan, cuando se percató de que los dos muchachos la seguían. Dudó unos segundos. Si no continuaba con su tarea, volvería tarde a la panadería y su padre le daría una paliza. Un instinto, del que se arrepentiría después, le impulsó a ir tras ellos.

Sin volver la vista atrás, la joven enfiló un callejón en dirección al mercado. Sus perseguidores se acercaban cada vez más a ella, sin reparar en la presencia de Abd-el-Aziz a sus espaldas. Al dejar atrás el bazar, se separaron. Mientras uno de ellos seguía a la muchacha, el otro dio la vuelta alrededor del mercado, con la intención de cerrarle el paso junto al vertedero.

Abd-el-Aziz no sabía qué hacer. Ellos eran dos y más corpulentos que él. Decidió tomar una calle lateral y ocultarse en el basurero, detrás de un muro. Instantes después los vio llegar por direcciones opuestas. En ese momento, la muchacha se dio cuenta de que algo no iba bien. Miró a los lados y, al ver que no había otra salida, aceleró el paso hacia el vertedero.

De niño, Abd-el-Aziz siempre salía perdiendo en las peleas del barrio, y Ahmed le hacía llorar sin necesidad de pegarle. Oculto en el vertedero, sintió miedo, pero también una sensación nueva: el deseo de proteger a la muchacha desconocida.

Cogió dos piedras del suelo y se ocultó detrás del muro. Al otro lado, los perseguidores estrechaban el cerco. Cuando llegaron al lado de la muchacha empezaron a insultarla. El recipiente metálico cayó al suelo, vertiendo su contenido sobre la tierra reseca.

En ese momento, Abd-el-Aziz no era consciente del peligro. Tal vez fue el miedo, o el valor que infunde sobreponerse a él. Se subió al muro y lanzó una piedra contra el más corpulento de los jóvenes, al que alcanzó en plena frente. Después alzó la otra piedra en la mano, con la intención de arrojársela al segundo atacante. La muchacha lo miraba asustada, sin saber si catalogarlo como un salvador o una amenaza.

El compañero del chico herido ayudó a éste a levantarse y se marcharon sin volver la vista atrás. Cuando doblaron la calle, Abd-el-Aziz saltó del muro y se plantó delante de la muchacha, cuyas aletas de la nariz se hinchaban y deshinchaban a consecuencia del miedo. Sin mirar a su salvador, la chica cogió el recipiente metálico del suelo y se dio la vuelta para marcharse.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Abd-el-Aziz.

—Asmaa.

Ninguna caricia volvería a estremecerlo tan profundamente como la sonrisa que Asmaa Samir le regaló aquella mañana de invierno. Todo lo bueno y lo malo que acontecería después en su vida sería la consecuencia de ese momento.