La prisión de Veenhuizen, en las inmediaciones de Groningen, recuerda más a un club de hípica que a una institución penitenciaria. Una parte del complejo cumple funciones de prisión, mientras que el resto de las dependencias alberga un museo.
La reciente llegada de prisioneros belgas ha garantizado la continuidad de Veenhuizen hasta el año 2012. Mientras que en el país vecino las cárceles están colapsadas, hasta el punto de que los jueces se ven obligados a dejar a algunos criminales en libertad, la delincuencia ha declinado en Holanda en la última década: dos mil celdas de detención, de las catorce mil con las que cuentan las cárceles del país, están desocupadas. Ese hecho ha llevado al ministro de Justicia a decretar el cierre de ocho prisiones y alquilar a la vecina Bélgica una parte de la capacidad disponible.
La inspectora aparca el utilitario policial a la entrada de la cárcel. Han pasado dos días desde que apareció el cadáver de Branislav Kijic y todavía no ha hecho progresos en la investigación. Confía en que su visita a Veenhuizen le proporcione algún indicio para aplacar la ansiedad del comisario Van Sisk.
El director de la prisión, un hombre de huesos largos y el rostro del color de una fotografía desvaída, la hace pasar a su despacho en la primera planta.
—Gracias por recibirme —le dice Cristina.
—Usted dirá en qué puedo ayudarla.
Un campo de colza, a espaldas del director, irradia un amarillo de sueño infantil.
—Branislav Kijic, un antiguo recluso de Veenhuizen, ha sido asesinado en Ámsterdam hace dos días. Soy la inspectora responsable del caso y me gustaría conocer las circunstancias que rodearon su fuga de esta prisión.
—Su huida fue uno de los acontecimientos más sonados en Veenhuizen; en parte, porque aquí nunca sucede nada, y también por la forma en que se escapó.
El director tamborilea sobre la mesa con sus dedos huesudos. Cristina tiene la impresión de que van a descoyuntarse y quedar esparcidos por el suelo.
—¿Qué quiere decir?
—La investigación determinó que Kijic escapó con la ayuda de uno de los guardias. No sabemos si lo ayudó por dinero o porque recibió amenazas.
—¿Dónde está ese guardia ahora?
—Coen Schouten apareció muerto unas horas después de la huida de Kijic en un bosque cercano a Veenhuizen.
Aquello no parecía un soborno. Más bien una historia de coacción.
—¿Puedo hablar con algún guardia que hubiese tenido contacto con Schouten y Kijic?
El director descuelga el teléfono y marca un número de dos dígitos. Imparte unas instrucciones breves y cuelga. Poco después entra en el despacho un hombre uniformado, con una cara de ratón asentada sobre un cuerpo de gigante. Es uno de los guardias del bloque B, donde estuvo encarcelado Branislav Kijic.
—¿Conocía usted a Coen Schouten? —le pregunta Cristina.
—Nos veíamos frecuentemente, aunque no puede decirse que fuésemos amigos.
La mirada de la inspectora vuelve a perderse en la vasta extensión de colza, cuyo amarillo resulta casi hipnótico.
—Según tengo entendido, la investigación determinó que Schouten ayudó a Branislav Kijic a escapar de la cárcel. ¿Le sorprendió esa conclusión?
—Coen nunca lo habría ayudado voluntariamente —afirma el guardia—. Kijic tuvo que amenazarlo.
—¿No suelen recibir ustedes amenazas de los reclusos?
—Kijic no era como los otros reclusos.
Cristina observa al guardia. Su cabeza desentona completamente con su cuerpo: parece que hubiese introducido su cara en un panel de madera pintada, como los que se exponían antaño en las ferias.
—Cuénteme cómo era Kijic —le pide Cristina.
—Solitario y reservado. Tenía una mirada vacía, como la de un animal disecado. Los otros presos se mantenían alejados de él… sobre todo a raíz del incidente.
—¿Qué incidente?
El guardia mira al director antes de responder. Éste le da su aprobación con un gesto de la mano.
—Kijic compartía celda con un preso llamado Hussein Alaoui. Una mañana, Alaoui se peleó en el patio con uno de los reclusos más conflictivos de la prisión, un skin head apodado Karate, que cumplía condena por apalear a una anciana en una parada de autobús.
—¿Qué sucedió?
—La pelea entre Hussein Alaoui y Karate tuvo lugar en el patio, pero conseguimos separarlos entre varios guardias.
—¿Eso fue todo?
—A la mañana siguiente, Karate apareció muerto en la ducha. Había sido degollado y le faltaba un dedo.
La afirmación del director de la prisión, según la cual en Veenhuizen no pasaba nunca nada, parecía rayar el sarcasmo.
—¿El dedo meñique? —pregunta Cristina.
—Así es.
Por fin un indicio.
—¿Mató Hussein Alaoui a ese preso?
—No pudo hacerlo porque estaba en la enfermería, recuperándose de una costilla rota durante la pelea con Karate —explica el guardia—. Aunque nadie vio nada, todo el mundo atribuyó el asesinato a Kijic.
—¿Por qué?
El guardia vuelve a intercambiar una mirada con el director.
—En la prisión circulaba un rumor sobre Kijic. Se decía que, durante la guerra civil en Yugoslavia, amputaba el dedo meñique a los muertos para guardarlos como trofeo. Tal vez se tratase sólo de un rumor.
O tal vez no. Lo que parecía seguro era que su asesino estaba al corriente de sus andanzas en Bosnia.
—¿Hussein Alaoui y Kijic eran amigos? —pregunta Cristina.
—Kijic no era un hombre que buscase amigos, aunque creo que Alaoui fue el único preso con el que mantuvo algún tipo de relación durante su estancia en Veenhuizen.
—¿Por qué delito cumplía condena Alaoui?
—Incendió una sinagoga en Roterdam. Una persona sufrió quemaduras graves, pero no hubo muertos.
Una sinagoga, piensa Cristina. La decisión de encerrar en la misma celda a un fanático musulmán y un criminal de guerra serbio parecía tomada por un bromista. O por un cínico. Lo que resultaba aún más curioso era que Alaoui y Kijic hubiesen llegado a entenderse. ¿Había asesinado éste al skin bead para proteger a Alaoui? ¿Qué tipo de alianza existía entre ellos?
—¿Dónde está Alaoui ahora?
—Cumplió su condena y fue liberado. Por lo que sé, regresó a Ámsterdam.