La inspectora Molen se sienta al ordenador. Se ha ganado a pulso la reprimenda de Van Sisk. Aunque la filtración a la prensa no era culpa suya, fue ella quien le pidió al comisario que postergase su llamada al AIVD.
En teoría, pocas personas pueden acceder a un expediente protegido por secreto sumarial. En la práctica, la digitalización de los archivos ha permitido a muchos funcionarios acceder a una información que puede venderse discretamente a la prensa.
La redactora jefe de los noticiarios de Nederland 2, nunca revelará la identidad de su fuente. Anneke Kuiper lleva muchos años en ese puesto, lo cual demuestra una voluntad férrea. Cristina no puede obligarla a revelar sus fuentes y duda de que ésta lo haga por iniciativa propia.
En el sumario de los periodistas Bart Mos y Joost de Haas, del diario De Telegraaf, un tribunal de La Haya había dictaminado recientemente que la inviolabilidad del secreto periodístico prevalecía sobre una hipotética razón de seguridad nacional, un motivo que la inspectora ni siquiera puede aducir en el caso de Branislav Kijic.
Después de varios intentos, consigue hablar con Anneke Kuiper. La voz de la periodista suena hastiada, como una cuerda de violín demasiado tensa. Cristina se imagina la profundidad de sus ojeras y su rictus de estrés. Por muchas reprimendas que tenga que soportar del comisario Van Sisk, no cambiaría su trabajo por el de esa mujer.
—Dispongo de poco tiempo, inspectora. Usted dirá.
Directa y al grano, como esperaba.
—Supongo que se imagina el motivo de mi llamada.
—Le agradecería que me lo explicase.
—Me gustaría saber quién les proporcionó la información sobre la muerte de Branislav Kijic. Esa investigación está protegida por secreto sumarial.
—Inspectora, usted hace su trabajo y yo el mío…
—¿Pagaron por obtener esa información?
—Nederland 2 es una cadena de televisión pública. No hacemos esas cosas.
Cristina no está tan segura. Suponiendo que diga la verdad, ¿por qué motivo se había puesto el informador en contacto con ellos? ¿Acaso por sentido cívico?
—La fuente era anónima —añade Anneke Kuiper—. Recibimos un correo electrónico con el nombre de la víctima, unas fotos y la descripción del emplazamiento del lanzamisiles.
—¿Publicaron la noticia basándose en una fuente anónima? —pregunta Cristina con incredulidad.
—Hicimos varias comprobaciones. Uno de nuestros reporteros fue al aparcamiento de Waterlooplein y un empleado confirmó haber visto el lanzamisiles.
El encargado del aparcamiento. Cristina había cometido un error al permitirle acercarse al automóvil de Branislav Kijic.
—Unas horas después de la llegada del correo electrónico recibimos una llamada anónima —prosigue la periodista—. La fuente quería asegurarse de que íbamos a publicar la noticia.
¿Por qué tanto interés en que la noticia llegase al dominio público?
—¿Grabaron ustedes la conversación? —le pregunta Cristina.
—Somos una emisora pública, no el FBI.
Una cadena de televisión como Nederland 2 dispone de importantes medios técnicos. ¿Le está diciendo Anneke Kuiper la verdad?
—Lo único que puedo decirle es que era un hombre. Su voz sonaba distorsionada.
La democratización de la tecnología ha facilitado y, a la vez, complicado el trabajo policial. Quince años atrás, pocas personas disponían de un distorsionador de voz. En la actualidad, uno de esos aparatos, que funcionan con baterías de litio, cuesta un puñado de euros. Y si la llamada fue realizada a través de un ordenador, con voz sobre IP, el informador pudo utilizar uno de los numerosos programas gratuitos disponibles en Internet.
—Tengo una reunión dentro de cinco minutos. ¿Desea formularme alguna pregunta más?
—Por el momento, no. Gracias por su ayuda.