La inspectora Molen se frota los ojos cansados. Ha visto varias veces la cinta del aparcamiento en el televisor de su despacho y no le cabe duda de que el hombre iba solo en el Citroën. ¿Quién era y por qué lo habían matado?
Se levanta para ir a buscar un café. Mientras camina por el pasillo, echa un vistazo a la calle a través del ventanal. La comisaría de Lijnbaansgracht coordina el área centro de la policía de Ámsterdam-Amstelland. Con un efectivo de 5800 policías, en un área metropolitana de 900 000 habitantes, su fuerza es la mayor de los 25 departamentos policiales en los que está distribuido el país.
Cuando regresa a su despacho, marca el número de Gerrit Bleeker en el Instituto Nacional Forense de La Haya. Desde hace un año mantiene con él una relación intermitente. A pesar de que Gerrit vive a cincuenta kilómetros de Ámsterdam, y de las largas jornadas de trabajo de ambos, suelen pasar juntos los sábados y domingos, así como algunas noches entre semana.
Unos meses atrás, Gerrit le había propuesto, para sorpresa de Cristina, vivir juntos en Ámsterdam: aunque ella respondió que necesitaba tiempo para pensarlo, cada vez que él retoma esa conversación Cristina cambia sistemáticamente de tema. De todos los hombres que ha conocido, Gerrit es el que la hace sentir más libre. Por eso no quiere acelerar las cosas; ni echarlas a perder.
Ha pasado los últimos quince años luchando contra los prejuicios de sus colegas en la brigada de homicidios, mostrándose más fuerte de lo que realmente es. Ahora el tiempo le pasa factura. Acaba de cumplir cuarenta años y, si no se da prisa, nunca llegará a ser madre. Aunque esa cuestión empieza a hostigarla, no está segura de querer pasar el resto de su vida al lado de Gerrit. Ni de estar dispuesta a sacrificar su libertad por un hijo.
Yost, el novio que más tiempo le había durado —once largos meses—, la acusaba de tener miedo al compromiso. Después de cortar con él, Cristina consultó a un psicólogo, quien le recomendó que clarificase lo que buscaba en su relación con los hombres: un consejo que habría podido darle su golden retriever y por el que tuvo que pagar cien euros.
—¿Has acabado la autopsia que te pedí? —pregunta Cristina al oír la voz de Gerrit.
—Yo también te he echado de menos.
Cristina oye un ruido en la línea, como el de un utensilio metálico al caer al suelo. ¿Qué está haciendo Gerrit?
—Me prometiste que tendrías la autopsia esta tarde.
—Aún me quedan unas horas.
—Tengo al comisario pisándome los talones. ¿No puedes avanzarme algo que me ayude a identificar a la víctima?
—De momento sólo he practicado un reconocimiento ocular. El cadáver está lleno de antiguas cicatrices y fracturas; parece el cuerpo de un viejo soldado.
Los viejos soldados no vendían su piel con facilidad. El asesino tenía que estar bien entrenado; o conocía a la víctima.
—Yo, en tu lugar, hablaría con la Interpol —le sugiere Gerrit.
—¿Crees que era extranjero?
—Me apostaría mi Mercedes Pagoda a que sí.
Gerrit posee un Mercedes 250SL descapotable del año 1967, y es más territorial con él que Stitch, el golden retriever de Cristina, con su alfombra. Ella no comprende cómo puede estar tan apegado a un automóvil que tiene la tapicería gastada, la dirección muy dura y que hace un montón de ruido. A ella nunca le han entusiasmado los coches: ni siquiera tiene uno. Para Cristina son simples herramientas, medios de transporte que representan una inversión ruinosa. Para desplazarse por Ámsterdam, la bicicleta resulta mucho más práctica y saludable.
—¿Por qué opinas que es extranjero?
—Tiene en la boca varios empastes de amalgama.
—¿Y?
—Muy pocos dentistas holandeses utilizan ese material, debido al alto riesgo de envenenamiento. El relleno de amalgama se hace mezclando mercurio líquido con una aleación de estaño, cobre y plata. Para que te hagas una idea, tres empastes de amalgama contienen un gramo de mercurio, una cantidad que provocaría la muerte de una persona por inyección directa. Su única ventaja es que se disuelve lentamente.
Cristina se pasa la lengua por los dientes. No recuerda cuándo fue la última vez que se hizo un empaste.
—¿En qué países usan todavía empastes de amalgama? —le pregunta a Gerrit.
—En Estados Unidos y Alemania, por ejemplo.
—¿Qué más puedes decirme del cadáver?
—De momento, nada más. Tendrás que esperar a que acabe la autopsia.
La inspectora coge un bloc de notas y anota en él las palabras «amalgama», «extranjero» y «soldado». No era mucho, pero sí un comienzo.
—¿Te llamo en un par de horas? —propone Cristina.
—Estaré ocupado. Será mejor que hablemos esta noche en tu casa.
—¿Estás seguro? Te toca pasear a Stitch.
Gerrit se frota la nariz. Tiene alergia a los perros y, cada vez que saca a pasear al golden retriever de Cristina, se pasa después una hora estornudando.
—¿Por qué no lo sacas tú y yo hago la cena? —propone Gerrit.
—Depende de qué cocines…
—¿Qué te parece un Stamppot?
Cristina dibuja varios círculos en su bloc de notas, alrededor de la palabra «soldado».
—Mi madre preparaba Stamppot muchas noches —le dice a Gerrit—. Consiguió que acabase odiando el repollo, y hasta las salchichas.
—Entonces haré otra cosa.
Gerrit tiene más paciencia que Ghandi y san Jerónimo juntos. Cristina se pregunta si ese atributo es innato o el resultado de veinte años de matrimonio con su exmujer.
—¿Nos vemos en tu casa a las ocho? —pregunta Gerrit.
—Está bien, pero no vengas sin los resultados de la autopsia.
Después de colgar, Cristina ve entrar en su despacho a la secretaria del comisario Van Sisk. Aunque Lisa es bastante más joven que ella, se han hecho buenas amigas. A diferencia de otros inspectores de la brigada de homicidios, Cristina no tiene asignado oficialmente un ayudante: por eso el comisario permite que Lisa trabaje para ella en sus ratos libres. Y no tan libres.
Aunque Lisa posee una gran intuición e instinto investigador, la parálisis de su brazo derecho, consecuencia de una poliomielitis infantil, le impide realizar su ambición de llegar a ser inspectora algún día. Había sido vacunada contra el virus de la polio, como todos los niños holandeses de su generación, pero tuvo la mala suerte de encontrarse entre el grupo de personas incapaces de desarrollar los anticuerpos necesarios para combatir el virus. La enfermedad había reducido la movilidad de uno de sus brazos y del lado derecho de su cara. A pesar de su habitual desparpajo, Lisa nunca bromea sobre su minusvalía.
—¿Estabas hablando con Gerrit Pitt?
—No lo llames así —protesta Cristina—. No se parece en nada a Brad Pitt.
Lisa deja caer una carpeta sobre la mesa.
—¿Qué tal va su alergia a los perros?
—Mejora poco a poco.
—No pareces muy entusiasmada.
La inspectora Molen observa a su amiga. Tiene el pelo oscuro y un rostro de apariencia frágil, un rasgo acentuado por la parálisis del lado derecho de su cara. Le recuerda un poco a Marlene Dietrich en El ángel azul, la primera gran película sonora alemana. Igual que el personaje de Lola Lola, que arrastraba al abismo al respetable profesor Unrat, Lisa da la impresión de esconder un promontorio rocoso tras su envoltorio quebradizo.
—Gerrit y yo hemos llegado al momento fatídico del doble o nada —dice Cristina—. Y no estoy segura de querer comprometerme más.
—¿Y quién habla de comprometerse? Lo que tienes que hacer es divertirte.
Cristina nunca ha sido como Lisa, ni siquiera a los veinte años. Ésta suele cambiar de novio como de cepillo de dientes y vive sin preocuparse por el futuro, como los animales de la sabana en temporada de lluvias.
Cristina, en cambio, es incapaz de dejarse llevar, de disfrutar de las cosas sin pensar en las consecuencias. Su padre, internado en una residencia desde que se manifestaron en él los estragos del Alzheimer, tiene buena parte de la culpa. Una vez, a los ocho años, Cristina se había caído de la bicicleta: cuando regresó a casa, llorando y con la rodilla ensangrentada, su padre la miró y, sin decir nada, se marchó a otra habitación. En vez de consolarla, como ella deseaba, la hizo sentirse culpable.
Hace seis meses que no visita a su padre. Desde que descubrió el secreto que éste había ocultado durante varias décadas. En esos meses ha pasado muchas veces por delante de la residencia, sin encontrar las fuerzas para entrar. Aunque su padre merece ese castigo, es ella quien lo está sufriendo. Antes de su enfado, Cristina iba a visitarlo todos los sábados. Si hacía buen tiempo lo acompañaba a la iglesia, donde él se sentaba a rezar con los ojos cerrados, como si quisiera apartar una sombra o exorcizar un recuerdo. Después lo llevaba a una pastelería cercana a comer oliebollen, sus dulces favoritos. Aunque esos buñuelos se tomaban sólo en la noche de fin de año, resultaba fácil convencer a un enfermo de Alzheimer de que cada sábado era Nochevieja.
La relación de Cristina con su padre ha condicionado su comportamiento posterior con los hombres. Incapaz de entregarse completamente, todas sus relaciones han sido superficiales. Desde que conoce a Gerrit, sin embargo, cree que la amistad con un hombre es posible. A diferencia de otras mujeres, ella no necesita la aprobación ajena para sobrevivir y no está dispuesta a convertirse en el felpudo de nadie.
A veces preferiría ser débil, destruir la máscara que oculta su identidad. Gerrit es el hombre que más empeño ha puesto en vislumbrar el pozo que se esconde detrás de su fachada, pero el muro que la rodea es demasiado alto. Necesitará tiempo y mucha paciencia para franquearlo.
—Creía que estabas enamorada de Gerrit —afirma Lisa.
¿Qué quiere decir, a los cuarenta años, estar enamorada? Cristina no escribe el nombre de Gerrit en su cuaderno de tapas azules, no se sobresalta al oír su voz ni se estremece cuando los dedos de él rozan los suyos. Aunque tal vez esas cosas sólo pasan a los quince años. Es difícil descubrir el amor en la edad adulta, cuando se tiene que luchar con el colesterol, las facturas y los impuestos.
Se ha preguntado muchas veces si querría tener un hijo de Gerrit, pero ni siquiera está segura de querer un hijo. Por un lado lo desea, pero le abruman las consideraciones prácticas: el parto, los horarios de trabajo, las enfermedades, las guarderías. Su cuerpo empieza a declinar, lenta pero inexorablemente, y rodearse de más responsabilidades no le parece la mejor solución a sus problemas. Un embarazo se compagina difícilmente con los requerimientos de su trabajo y no tiene ganas de pasarse nueve meses ordenando los cajones de su despacho.
—Gerrit vive en La Haya y yo en Ámsterdam —responde Cristina finalmente—. ¿Sabes cómo está la autopista por las mañanas?
—Lo único que sé es que algunas de mis amigas darían un ovario por despertarse cada mañana junto a Gerrit.
—Es que entre tus amigas hay cada una…
Ríen de buena gana. A la inspectora le viene a la mente una frase de James Dean: «Sueña como si fueses a vivir siempre; vive como si fueras a morir hoy». Dean tenía que saber de lo que hablaba, pues había muerto en un accidente de tráfico a los veinticuatro años.
—¿No me vas a explicar qué hay en esa carpeta? —pregunta Cristina.
—Ya hemos conseguido identificar al muerto de Hendrikkade.
—¿Y me lo dices ahora?
—Su nombre era Branislav Kijic y tenía cuarenta y cinco años —explica Lisa—. Nació en Bosnia, en el seno de una familia de etnia serbia… o de raza serbia, como se diga en los Balcanes.
—¿Tenía antecedentes penales?
—A su lado, Jack el Destripador parece Peter Pan. Las contribuciones de Branislav Kijic a la humanidad incluyen atraco a mano armada, extorsión, blanqueo de dinero y asesinato.
Cristina estira el brazo para coger su taza de café, pero vuelve a dejarla sobre la mesa al comprobar que su contenido se ha enfriado.
—¿Qué hacía en la calle alguien como él?
—Se escapó de la prisión de Veenhuizen hace unos meses —responde Lisa—. Fue condenado a dieciséis años de cárcel por asesinar a un ciudadano chino.
—¿Por qué lo mató?
—No está claro. La víctima trabajaba en un restaurante cerca del Dam, propiedad de otro chino llamado Ginkgo Tan.
La mención de ese nombre hace pensar a Cristina en su padre. Cuando le diagnosticaron el Alzheimer, un médico le recomendó que tomase un extracto de hojas de ginkgo. Desgraciadamente, aquellas cápsulas no habían conseguido detener el avance de la enfermedad.
—Antes de ir a la cárcel, ¿a qué se dedicaba Branislav Kijic?
—Era jefe de seguridad en una empresa llamada Maritime Logistics. He empezado a indagar sobre sus actividades, pero voy a necesitar unos días para llegar al fondo: su estructura legal es bastante compleja y hay varios testaferros de por medio.
Cristina mira a Lisa, cuyo brazo derecho se balancea como una marioneta. Es una lástima que la poliomielitis le impida ser inspectora. Ningún detective de la brigada de homicidios tiene su capacidad para unir pistas inconexas y penetrar en la mente de los criminales.
—¿Cómo se escapó de la prisión de Veenhuizen?
—Parece ser que lo ayudaron desde dentro.
—¿Quién?
—No figura en el expediente.
Cristina se acerca a la ventana para sacarse una pestaña del ojo. Veenhuizen está a dos horas en coche de Ámsterdam, a poca distancia de Groningen. No sería mala idea pasarse por allí.
—En su expediente hay algo más —añade Lisa—. Entre 1992 y 1993, durante la guerra de Bosnia, luchó en el bando serbio contra el ejército de los musulmanes bosnios. Diez años después, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia instruyó un sumario contra él por crímenes contra la humanidad.
—¿De qué se le acusaba?
—De participar en la tortura y el asesinato de varios civiles en Omarska, una localidad minera situada al norte de Bosnia. Después del genocidio de miles de bosnios y croatas en el corredor de Prijedor, las tropas serbias establecieron un campo de concentración en Omarska, donde perecieron cientos de prisioneros bosnios y croatas a consecuencia de la desnutrición y los malos tratos.
—¿Fue Kijic condenado por el Tribunal Penal Internacional?
—La causa fue sobreseída por falta de pruebas.
Lo cual no quería decir que fuese inocente. Cristina hojea el expediente: la foto data de varios años atrás, pero se le puede reconocer en ella. Es fácil imaginarlo vinculado al tráfico ilegal de armas; y a cosas peores.
Tal vez su asesino pretendía vengarse de los crímenes que había cometido durante la guerra de Bosnia. Tal vez Kijic se había enfrentado a una mafia china, o se había pasado de listo en alguna operación de compraventa de armas. Lo que resultaba inverosímil es que se hubiese dejado matar sin oponer resistencia: era un militar veterano, curtido en muchas batallas. Tenía que conocer a su asesino.
En el televisor del despacho ha quedado congelada la imagen de Branislav Kijic al volante de su Citroën. Sus contornos son borrosos, como un cuadro puntillista observado desde demasiado cerca.
La inspectora Molen deja el expediente sobre la mesa. No sabe quién mató a ese hombre ni por qué, pero de una cosa está segura: el mundo será un lugar mejor sin él.