Capítulo 3

El Cairo

Al concluir el sermón del imán, dos hombres se separan del grupo de fieles y caminan entre los pilares de alabastro de la sala de plegarias.

El patio de la mezquita Al-Azhar está desierto a causa del calor, y el sol refleja la sombra de tres minaretes en su mármol blanquecino. Por encima de los muros de la mezquita asciende el rumor del tráfico y una mezcla abigarrada de olores: el humo de millones de automóviles; clavo, pimienta y cardamomo de un bazar cercano; el aire inflamado por la arena del desierto.

Sin detenerse a observar los arcos y rosetones del patio, los dos hombres caminan hacia la entrada de la madrassa, donde residen los estudiantes de la universidad aneja a la mezquita. Uno de ellos viste una galabiya blanca y sandalias de esparto; tiene la piel apergaminada y su nariz recuerda a una voluta de violín. El otro tiene los brazos velludos y la mirada aquilina; viste a la occidental y está completamente calvo, con excepción de un mechón de pelo gris sobre la frente.

Un grupo de turistas atraviesan el patio. Los dos hombres los observan, sin ocultar su desprecio, hasta que el grupo desaparece en el interior de la mezquita.

—El cargamento ha llegado a Ámsterdam —susurra el del mechón gris—, pero la mujer está muy nerviosa. Podría tirarlo todo por la borda.

—¿Qué piensas hacer?

El ruido de una taladradora se eleva sobre el rumor del tráfico.

—Iré a Ámsterdam y me ocuparé de ella —dice finalmente el hombre del mechón gris—. Allahu akbar.

Allahu akbar, «Dios es grande», repite el hombre de la galabiya. A continuación, atraviesa en solitario el patio de la mezquita y, tras franquear la puerta del Barbero, se sumerge en las calles polvorientas del viejo Cairo.