La inspectora Molen encadena su bicicleta en Valkenburgerstraat y camina hacia la entrada del aparcamiento. Acostumbrada a desplazarse a todos los sitios en bicicleta, le maravilla que haya gente que utilice el coche en el centro de Ámsterdam. Si los automóviles no se volvían menos ruidosos y contaminantes, acabarían por ser expulsados de las ciudades. Aunque eso tardaría en suceder: habían sido necesarias varias décadas para conseguir la prohibición del tabaco en los aviones y los hospitales.
El encargado del aparcamiento de Waterlooplein está sentado en una cabina de cristal y aluminio, como un pez en el interior de un acuario. Tiene alrededor de veinticinco años, lleva un piercing en la oreja derecha y una alianza matrimonial en el dedo anular.
La inspectora le enseña su identificación policial y solicita ver las imágenes de las cámaras de seguridad. El encargado le explica que las cintas están grabando continuamente y que tienen capacidad para almacenar información durante veinticuatro horas: cuando llegan al final, rebobinan automáticamente y vuelven a grabar desde el principio. Han pasado siete horas desde la entrada del automóvil en el aparcamiento: las imágenes que busca tienen que seguir ahí.
El equipo es muy antiguo y tarda varios minutos en rebobinar. Finalmente, la inspectora ve reflejada una imagen de las 10:01. Sólo tiene que esperar hasta las 10:02 y fijarse en los automóviles que hicieron su entrada en el minuto siguiente.
Observa con fijeza el monitor. Las tomas de la cámara captan a cada vehículo en el momento de recoger el tique y permiten distinguir con relativa nitidez a sus ocupantes.
La inspectora espera pacientemente, pero ninguna de las imágenes grabadas entre las 10:02 y las 10:05 muestran al hombre asesinado. Tal vez el tique del aparcamiento pertenecía a otro coche. O la víctima iba sentada en el asiento trasero; quizás encerrada en el maletero. También podía existir un error de sincronización entre el reloj del sistema de seguridad y el del ordenador que emitía los tiques.
Cristina le pide al encargado que rebobine la cinta hasta las 10:00 y se fija con atención en las imágenes. Al llegar a las 10:01, ve al hombre asesinado en Hendrikkade al volante de un Citroën azul. La toma es borrosa, pero no hay duda de que es él.
—¿Cuántos coches caben en este aparcamiento? —le pregunta al encargado.
—Unos doscientos.
—Ayúdeme a encontrar ese Citroën —le pide la inspectora, señalando la imagen congelada en la pantalla.
El encargado la guía entre los vehículos, pero el coche no aparece por ningún lado. ¿Se habría marchado el asesino en el Citroën utilizando un segundo tique? En ese caso, su salida tenía que haber quedado registrada en las cámaras de seguridad.
Cuando están a punto de abandonar la búsqueda, ven el vehículo. Se encuentra estacionado al fondo del aparcamiento, oculto entre una columna y un todoterreno.
Los seguros de las puertas están levantados. La inspectora se pone unos guantes de plástico y comprueba los bajos del Citroën, pero no observa ningún artefacto explosivo adosado a la carrocería.
Acerca la mano al tirador y abre la puerta. Sobre el salpicadero hay un mapa de carreteras y el contrato de alquiler del automóvil, propiedad de la compañía Europcar.
La inspectora Molen rodea el vehículo y abre el maletero. En su interior hay una lona grasienta de color beis y, debajo de ella, un lanzamisiles.