Capítulo I

Ámsterdam, marzo de 2009

La inspectora Cristina Molen observa las palomas que revolotean en la techumbre como espectadores que aguardasen el comienzo de una representación teatral.

Unos regueros de humedad descienden por los pilares metálicos, dejando un rastro de óxido a su paso. El almacén, situado en Hendrikkade, ha proporcionado refugio a vagabundos y drogadictos: en el suelo hay cartones, jeringuillas, bolsas de plástico y colchones agujereados, vestigios de un campamento abandonado pocos días atrás.

La víctima está tumbada sobre su vientre, con la mejilla apoyada en el suelo de cemento. Además del disparo en la nuca, el hombre ha sufrido la amputación del dedo meñique de la mano derecha, a la altura de la segunda falange. Tiene el pelo pajizo, los labios agrietados y unos pómulos de muñeco de cera. Sus ojos de color ceniza absorben la penumbra de la nave como un espejo expuesto demasiado tiempo al sol.

La inspectora Molen levanta la vista hacia las palomas y, a continuación, observa el cadáver. Ésa no era la mejor forma de comenzar la semana; ni de festejar el inicio de la primavera.

Es improbable que el autor del crimen haya sido un mendigo. El muerto, sin duda, no lo era: viste un traje azul marino que conserva las rayas de su último planchado, zapatos acharolados y unos gemelos de oro en forma de cruz de malta en los puños de la camisa sugieren que el motivo del asesinato no ha sido el robo.

La pulcritud de la víctima le hace pensar en George Raft en la película Con faldas y a lo loco. Aunque la muerte haya arrancado al cadáver su aspecto amenazador, la expresión de su rostro esconde una violencia latente; como en su personaje de Spats Colombo, cuando ordenaba a sus matones que abriesen fuego en un garaje de Chicago, bajo la mirada de Jack Lemmon y Tony Curtis, escondidos detrás de un coche con su saxofón y su contrabajo.

Una llamada anónima había informado del emplazamiento de la víctima. El informador podía ser un vagabundo, tal vez un testigo de los hechos. Cristina le pedirá a un agente de la brigada de homicidios que interrogue a los mendigos de la zona, aunque duda, por experiencias anteriores, de que ninguno se avenga a colaborar con la policía.

La Policía Científica ha descubierto varias huellas junto al cadáver, aunque la inspectora intuye que ninguna de ellas la conducirá hasta el asesino. Probablemente se trate de un ajuste de cuentas. Con excepción del dedo amputado, la víctima no muestra señales de violencia. El hecho de que no hubiese forcejeado indicaba que albergaba cierta esperanza de permanecer con vida; o su voluntad de no ser torturado durante más tiempo, una posibilidad que la amputación del dedo volvía verosímil.

El orificio de bala en la nuca está enmarcado por un pequeño cerco negruzco. La ausencia de un orificio de salida sugiere que el proyectil ha quedado incrustado en el cráneo. Tendrá que esperar a la autopsia para conocer el tipo de arma y la munición utilizada.

La existencia de un solo orificio en la nuca, y el hecho de que el muerto esté tumbado boca abajo, explica la escasez de sangre alrededor del cadáver. Es posible que el hombre haya sido asesinado en otro lugar y su dedo amputado post mortem, como una suerte de trofeo. Un cadáver con un corazón muerto sangraba mucho menos que una persona viva.

Si el homicidio había sido cometido en otro lugar, ¿por qué habían transportado el cadáver hasta ese almacén? Habría sido mucho más fácil meterlo en un saco lleno de piedras y lanzarlo al fondo de un canal.

La inspectora se pone unos guantes de látex para examinar la chaqueta de la víctima. En sus bolsillos no hay ninguna documentación. Quizás haya sido sustraída por el asesino, a fin de dificultar su identificación, o robada por la persona que informó a la policía.

En los bolsillos del pantalón hay unas pastillas mentoladas, un pequeño cilindro metálico, plateado y sin ninguna inscripción en su superficie, y el tique de un aparcamiento. La inspectora palpa todos los bolsillos de la víctima, pero no encuentra en ninguno de ellos las llaves de un coche.

Levanta la tapa del cilindro con una uña y lo inclina sobre la palma de la mano. Cuatro piedras traslúcidas del tamaño de ojos de gorrión caen rodando sobre ella. ¿Eran diamantes? Esa eventualidad permitiría excluir el robo como móvil del asesinato y privilegiar la hipótesis de un ajuste de cuentas. Aun así, algo no encajaba. ¿Por qué no se había llevado las gemas el asesino?

La inspectora observa las piedras con gesto reflexivo, como un jardinero que hubiese encontrado una orquídea en un estercolero. A continuación, devuelve las gemas al cilindro y lo cierra cuidadosamente.

El tique encontrado en el bolsillo de la víctima pertenece al aparcamiento de Waterlooplein, situado a poca distancia de Hendrikkade. La impresión electrónica indica que el vehículo hizo su entrada a las 10:02 a. m., unas horas antes, y la ausencia de una segunda impresión sugiere que sigue allí.