El Cairo, 2008
De no ser por el fuerte dolor en su costado derecho, Asmaa Samir creería que sigue soñando.
Intenta abrir los ojos, pero sus párpados reaccionan con lentitud a causa de los sedantes. Siente una profunda sensación de vacío; sin embargo, a diferencia de lo que acontecía en su sueño, está viva.
El martilleo del tráfico se filtra por la ventana enrejada. Las sombras del amanecer, reflejadas en las paredes sucias del cuarto, aumentan su sensación de zozobra. Junto al camastro hay cubos y fregonas, batas manchadas de sangre y residuos de material médico utilizado recientemente.
Poco a poco recuerda su llegada a la clínica; y la operación que vino después…
La puerta se abre bruscamente y dos hombres entran en el cuarto. La incorporan sobre la cama, sin dirigirle la palabra. Asmaa siente una punzada de dolor, pero cuando intenta protestar sus labios emiten un sonido en el que no consigue reconocer su propia voz. ¿Habrá despertado realmente de su pesadilla?
Sin prestar atención a sus quejas, los hombres la enfundan en su galabiya. Incapaz de forcejear, Asmaa cierra los ojos. Intenta recordar un momento feliz de su infancia para espantar la angustia, pero sólo logra percibir el sudor agrio de los hombres que la mueven como si fuese un fardo.
Cuando acaban de vestirla, los desconocidos la conducen fuera del cuarto. Se detienen en el umbral de la puerta para asegurarse de que nadie los observa, y a continuación la arrastran por un pasillo de linóleo que muestra el desgaste de varias décadas de uso.
Asmaa oye el chirrido de una puerta y siente en el rostro el aire tibio, el picor de la luz del amanecer.
Un taxi espera en el patio. Uno de los hombres la deja caer en el asiento trasero, mientras el otro mete un fajo de billetes entre los pliegues de su galabiya.
El taxi se sumerge con rapidez en el tráfico de El Cairo, como un tiburón que hubiese olfateado un rastro de sangre.
La pesadilla de Asmaa Samir no ha hecho más que comenzar.