EL piso amueblado que, gracias a un poco de suerte y de persuasión, logré alquilar, se hallaba a tres manzanas de casas en el edificio en donde vivía Berta Cool. Era una vivienda sumamente confortable, con garaje, un vestíbulo muy bonito y el alquiler no era demasiado elevado.

Detuve el coche junto a la acera, entré en el vestíbulo y, dirigiéndome al conserje, dije:

─Trescientos cuarenta y uno.

El hombre me dirigió una mirada escrutadora.

─¿Es usted nuevo aquí? ─me preguntó.

Asentí.

─Hoy mismo he firmado el contrato.

─Ah, sí, el señor Lam, ¿no es cierto?

─Sí.

─Ha llegado la llave y una hoja de papel doblada.

El mensaje decía lo siguiente: «Llama inmediatamente a Berta Cool».

─Una joven ha estado llamándole cada diez o quince minutos ─me informó el conserje─. Pero no ha querido dejar ni su nombre ni su número de teléfono. Dijo que volvería a llamar.

─¿Una joven? ─pregunté.

El conserje esbozó una sonrisa.

─La voz de la joven es bonita y atractiva.

Metí el mensaje de Berta en mi bolsillo y subí a mi apartamento.

Al entrar oí repiquetear el timbre del teléfono. Cerré la puerta, entré en el cuarto de baño, me lavé las manos y el rostro y esperé hasta que el teléfono terminó de sonar. Luego me acerqué al teléfono, cogí el auricular y le dije a la telefonista:

─No me vuelva a poner ninguna otra comunicación esta noche.

─He informado a la joven que ha llamado que usted no contestaba ─me dijo la telefonista─. Pareció disgustarse mucho y me dijo que se trataba de un asunto de suma importancia.

─¿Una joven? ─pregunté.

La telefonista asintió.

Cambié de parecer y le dije:

─Está bien, si vuelve a llamar, póngame en comunicación con ella.

No tuve necesidad de arreglar muchas cosas. Algo sumamente útil que le enseñan a uno en la Marina de guerra es reducir sus pertenencias a un mínimo.

En el momento en que sacaba mis pijamas de la maleta volvió a sonar el teléfono.

Respondí a la llamada.

─¡Por fin te encuentro! ─oí decir a Berta─. ¿Qué ocurre contigo? ¿Acaso te consideras ya tan importante que no crees necesario llamar a tu jefe cuando te manda un aviso?

─Socio ─corregí yo.

─Está bien, socio. ¿Por qué diablos no me has llamado?

─Estaba ocupado.

─Pues prepárate. ¡Vaya lío en que nos has metido! ¡Ven inmediatamente!

─¿Dónde?

─A mi casa.

─Ya nos veremos mañana por la mañana.

─¡Tienes que venir ahora mismo! ─insistió Berta─. Frank Sellers está aquí. Y lo único que te salva de no ir a la cárcel ahora mismo es que Frank Sellers es amigo mío. No sé por qué diablos me tomo tantas molestias por ti. Debería dejar que te las arregles como puedas. Tal vez te sirviera de lección.

─¡No me fastidies!

─Será mejor que vengas a mi casa.

─Di a Sellers que se ponga al teléfono ─dije.

─Quiere hablar contigo ─le oí decir a Berta.

─Escúchame, Frank; estoy agotado. No tengo el menor deseo de pasarme horas y horas discutiendo con Berta por algún detalle sin importancia. Dime de lo que se trata.

─Sabes perfectamente de lo que se trata ─me dijo Sellers─. Y no te hagas el inocente conmigo o te romperé el escuezo. Estoy haciendo todo lo posible para que Berta no se vea mezclada en todo esto y, maldita sea, lo conseguiré.

─¿De qué estás hablando?

─Estás perfectamente enterado. De todos los lugares ocultos donde poder esconder el arma homicida…

─¿Qué arma homicida?

─El hacha de mano.

─¿Y qué tiene que ver conmigo? ─pregunté.

─No me hagas reír. Sabes perfectamente dónde la escondiste.

─No te comprendo…

─No te hagas el tonto ─dijo Sellers─. Estás metido hasta el cuello en este asunto, y lo único que te puede salvar es confesarlo todo. Confía en mí y desembucha; en caso contrario, corréis el peligro de perder vuestras licencias. ¿Cuánto vas a tardar en llegar aquí?

─Cinco minutos exactamente ─dije, y colgué el auricular.

La vivienda de Berta estaba en el quinto piso. Mis rodillas se doblaban casi cuando salí del ascensor. Súbitamente me di cuenta de que no podía más. Me pareció tener que recorrer una milla hasta alcanzar la puerta del apartamento de Berta. Apreté el botón del timbre.

Berta me abrió la puerta.

Miré por encima de los hombros de Berta y vi a Frank Sellers sentado en una silla en mangas de camisa, con los pies apoyados en otra silla delante de él y con un vaso en su mano.

─Entra ─me ordenó Berta─. No te quedes aquí mirándome como si fuese un fantasma.

Entré en el piso.

─Te has arriesgado muchas veces en tu vida ─me dijo Berta, que iba ataviada con un batín de estar por casa─, pero esta vez te has excedido. Creo que todo es culpa de aquellas piernas bonitas.

─¿Qué piernas? ─preguntó Frank Sellers.

─Cuando Donald ve a una mujer atractiva con piernas bonitas, pierde todos los sentidos en absoluto ─observó Berta.

─Eso lo explica todo ─comentó Sellers, huraño.

─Esto no explica nada ─dije yo irritado─. No le hagas caso, Frank.

Sellers trató de sonreír. Pero sólo logró esbozar una mueca.

─Lo lamento de veras, Donald, pero esta vez no hay solución posible. Lo único que puedo hacer es no mezclar a Berta en este asunto, pero contigo no hay solución. Y las cosas se presentan mal para ti.

─Escucha primero lo que tiene que decirte ─exclamó Berta dirigiéndose a Sellers─. Déjale que se explique.

Sellers abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y guardó silencio.

─Estás más pálido que la muerte, muchacho ─me dijo Berta súbitamente, toda suavidad. No permitas que éste te anonade de esta forma.

Denegué con la cabeza.

─No es tan grave como parece al principio. Tú mismo me has dicho que no tienes que ver nada con este asunto. ¿Has… cenado ya?

Su pregunta me cogió por sorpresa. Traté de recordar lo que había hecho hasta aquel momento.

─No. Ahora que lo recuerdo, todavía no he cenado.

─Eso es muy propio de ti, regresas medio enfermo del frente, aquejado de fiebres tropicales y sin ninguna defensa en tu cuerpo y, habiéndote ordenado los médicos evitar toda clase de emociones… ─Berta nos dirigió una mirada a los dos, y luego añadió─: Y ahora voy a tener que prepararle algo para comer.

─Hay un local cerca de aquí que todavía está abierto ─le dije─. Quiero saber primero lo que me tiene que decir la Ley y luego iré allí a tomar un bocadillo.

─¡Déjate de tonterías! ─exclamó Berta y se encaminó a la cocina.

─¿Dónde encontraste el hacha de mano, Donald? ─me preguntó Frank Sellers.

─¡Cállate! ─le ordenó Berta desde el umbral de la puerta mirando a su socio por encima de sus hombros─. No atormentes al muchacho mientras tenga el estómago vacío. Coge un vaso de whisky y ven aquí a la cocina, Donald.

Llené un vaso de whisky y entré en la cocina. Sellers nos siguió.

Berta preparó unos huevos y jamón, calentó el café, y todo con una celeridad que parecía impropia de ella.

Frank Sellers tomó asiento sobre un taburete y colocó su vaso encima de la mesa enfrente de él. Sacó un nuevo cigarro de su bolsillo.

─¿Dónde encontraste el hacha de mano, Donald? ─repitió.

─¿Qué hacha de mano?

─Han encontrado un hacha en el coche de la agencia ─me explicó Berta─. Pero sólo la hoja, sin el mango.

Sellers fijó su mirada en mí.

Denegué con la cabeza y dije:

─No sé nada de todo esto, Frank.

─Explícale cómo la encontraste, Frank ─dijo Berta─. Estoy segura que el muchacho dice la verdad.

─La Policía no es tan estúpida como para creerle ─dijo Sellers.

─Lo sé.

─En fin ─dijo Sellers─. Fuimos a ver a Archie Stanberry. Estaba todavía muy abatido por la noticia, pero se había enterado del asesinato ya antes de llegar nosotros allí…

─¿Cómo lo sabes? ─le pregunté.

─Por el modo de actuar del muchacho ─dijo Sellers─. Cuando nos recibió, estaba sonriente y nos preguntó en qué podía servirnos. Le dirigimos unas cuantas preguntas y en todo momento estuvo rebosando amabilidad y poniendo un rostro inocente en extremo. Luego se lo dijimos y quedó anonadado… pero estaba representando una comedia. No nos pudo engañar. Cometió el error en el que cae mucha gente en tales situaciones, exageró la nota. Es algo que no se puede demostrar delante de un tribunal, pero que es tal como te digo.

Asentí con la cabeza.

─Bien ─continuó Sellers─, pretendimos creer al muchacho, le dirigimos unas cuantas preguntas más, luego nos marchamos e interceptamos su línea telefónica para saber con quién se comunicaba.

De nuevo asentí con la cabeza.

─Entonces te presentaste tú. Entraste en la casa. Los agentes que había dejado apostados delante de la casa para vigilar los posibles movimientos del joven Stanberry, se acercaron a vuestro coche para estar seguros del número de la matrícula y de la patente. No te reconocieron, como tampoco reconocieron el coche. Recuerda que has estado ausente durante algún tiempo de la ciudad.

De nuevo asentí en silencio.

─Pues bien ─continuó Sellers─, en el maletero de la parte posterior del coche encontraron una pequeña hacha de mano. La examinaron inmediatamente y vieron que ofrecía huellas de sangre.

El aroma del café se mezcló con el del jamón frito.

─¿Cómo se encontraba el hacha en tu coche, Donald? ─preguntó Sellers.

─¿Es el arma con que fue cometido el crimen? ─pregunté yo a mi vez.

Sellers asintió.

─¡Maldito sea si lo sé! ─exclamé.

─Piénsalo bien, muchacho ─dijo Sellers.

─Dice la verdad ─intervino Berta.

─¿Y tú cómo lo sabes? ─le preguntó Sellers con ironía.

─Por el sencillo motivo de que si estuviese mintiendo su voz sonaría más convincente. El hecho de que se limite simplemente a decir «no lo sé», es señal de que es estúpido o inocente y él no es ningún tonto.

Sellers volvió a fijar su mirada en mí.

─Está bien ─dije con voz cansada─. Comencemos por el principio. Cogí el coche de la agencia. Fui al Palacio de Justicia para examinar ciertos datos. Estuve igualmente en el Registro Municipal. Luego en el «Rendez˗vous». Me echaron de allí y regresé a la oficina. Luego visité a un testigo y dejé estacionado el coche allí…

─¿Quién es este testigo? ─preguntó Sellers.

─Una persona que no tiene nada que ver con el crimen.

─Estás hundido hasta el cuello en este asunto, Donald.

─Está bien. El testigo en cuestión vive en la Avenida Graylord.

─¿Qué número?

─No me sacarás de aquí.

Movió su cabeza y dijo:

─Mataron a la víctima con el hacha, Donald. En estos momentos me estoy interponiendo entre tu persona y el fiscal del distrito.

─Philip E. Cullingdon, número 906 de la Avenida Graylord ─dije.

─¿Qué tiene que ver con esto?

─Se trata de otro caso.

─¿A qué hora le visitaste?

─No lo sé.

─¿Cuánto tiempo estuviste allí?

─No lo recuerdo, Frank ─dije moviendo la cabeza─. Supongo que el tiempo suficiente para que pudieran meter el hacha en mi coche.

─Cullingdon, ¿eh? ─preguntó Sellers.

Asentí con la cabeza.

Sellers se puso en pie dando un golpe contra la mesa que hizo tambalear los vasos.

Berta le dirigió una mirada irritada y dijo:

─¡Maldita sea, Frank Sellers! Si viertes un poco de este whisky, te hundiré el cerebro. Lo reservo exclusivamente para los clientes.

Pero el hombre no hizo el menor caso de las palabras de Berta y, sin dirigirle una sola mirada, se acercó donde estaba el teléfono. Le oí ojear en la guía telefónica y, al cabo de unos segundos, marcar un número y sostener una conversación en voz baja.

─¡En buen lío te has metido! ─observó Berta.

No respondí.

El whisky me calentó el estómago y experimenté la misma sensación que si se hubiese esfumado de mi cuerpo toda mi vitalidad.

─Pobre muchacho, ¿te encuentras mal? ─preguntó Berta, toda simpatía.

─Me encuentro perfectamente.

─¿Quieres otro trago?

─No, gracias.

─Comer es lo que necesitas ─dijo Berta─. Comer y descansar.

Sellers colgó el auricular, marcó otro número y volvió a hablar. Después de colgar nuevamente el auricular, se acercó a nosotros. Volvió a llenar su vaso de whisky. Me contempló inquisitivamente, abrió la boca para decir algo, la volvió a cerrar y dio un nuevo golpe contra la mesa al sentarse.

Berta le dirigió una mirada irritada por su tosquedad, pero esta vez no dijo nada.

Momentos más tarde, Berta me sirvió la cena, huevos con jamón, tostadas con mantequilla y una taza humeante de café. La comida me supo a gloria. Era la primera vez que sentía realmente apetito desde hacía meses.

Berta me miraba mientras comía. Sellers parecía ensimismado contemplando el contenido de su vaso.

─En fin ─murmuró Berta─. ¡Qué reunión más divertida!

Los dos hombres guardamos silencio.

─¿Has dado con él? ─preguntó Berta dirigiéndose a Sellers.

El policía asintió con la cabeza.

─¿Y bien? ─volvió a preguntar Berta.

Sellers movió la cabeza sin decir nada.

─Está bien, como tú quieras ─exclamó Berta, irritada.

Berta tomó asiento en una silla y Sellers alargó su mano y cubrió con la suya la mano de la mujer.

─Eres una buena muchacha ─dijo Sellers.

Berta le miró extrañada.

─Cullingdon no ha dicho nada. Demasiadas personas han intentado hacerle hablar, empleando toda clase de argumentos. Y lo que es más, ni tan sólo se ha puesto al aparato. Estaba ya en la cama. Cansado, agotado.

─¿Y bien? ─preguntó Berta.

Sellers movió su cabeza sin decir nada.

Tomé otro sorbo de café y, volviéndome hacia Berta, le dije:

─No te preocupes. Ha avisado al coche patrulla y ha dado instrucciones a los agentes. Está esperando el informe.

Berta dirigió una mirada a Sellers.

─Un muchacho inteligente ─dijo.

─Ya te dije que sabía cómo usar el cerebro ─observó Berta.

─Volvamos a tu historia ─me dijo Sellers─. Dejaste el coche parado en la calle. No sabes cuánto tiempo. ¿Viste a algún conocido por allí?

─Es posible, pero nadie es capaz de meter el hacha en mi coche.

─Quiero saber los datos, los nombres y los lugares. Yo sacaré las conclusiones.

─No se trata de nombres.

─¿De cuántos?

─Uno.

─Quiero saberlo.

─No te lo diré… todavía.

─Estás hasta el cuello…

─No tanto ─le respondí.

─Yo creo que sí.

Continué comiendo.

Berta me dirigió una mirada como si quisiera horadarme.

─Si no se lo dices tú, se lo diré yo ─me amenazó.

─¡Cállate! ─ordené.

─Se lo voy a revelar todo ─le dijo.

Sellers la miró extrañado.

─Claro que estoy enterada de todo. Después de haber gastado parte de los fondos de la sociedad para comprar tres paquetes de cigarrillos y poner esta cara cada vez que el sargento le dirige una pregunta, no me cabe la menor duda de todo lo que ha sucedido. En cierto modo, no te lo puedo reprochar. Has estado tanto tiempo por los Mares del Sur, que es lógico te hayas llenado la cabeza de historias románticas. Y la primera mujer que encuentras a tu regreso y a la que hace un par de años no hubieses prestado la menor atención, se convierte para ti en el ideal de la femineidad.

El sargento Sellers fijó una mirada llena de admiración en Berta.

Empujé la taza de café hacia ella y le dije:

─Por favor, dame un poco más.

Berta volvió a llenar la taza.

En aquel momento sonó el teléfono.

Sellers no esperó a que Berta se pusiera al mismo.

Al cabo de unos minutos, volvió a entrar el sargento en la cocina. Tenía las cejas enarcadas y parecía estar tan ausente que se olvidó de apurar su vaso y lo volvió a llenar.

─Bien, ¿qué hay de nuevo? ─preguntó Berta.

─Los muchachos del coche patrulla han visitado al individuo en cuestión. Afirma que Donald fue a verle y que le dirigió unas cuantas preguntas respecto a un accidente de automóvil. Dios mío, creí que te volvías a burlar de mí.

─¿Yo? ─pregunté.

─Sí, al decirme que no tenía que ver con este caso. Hubiese apostado ocho pagas contra un solo centavo. Pero el hombre ha dicho que fuiste a informarte respecto a un accidente de automóvil que ocurrió hace bastante tiempo. Ha dicho también que más tarde le visitó una muchacha alegando ser periodista y le preguntó respecto al mismo accidente. Pero él llamó al periódico que decía representar la muchacha y al descubrir que lo que había dicho no era cierto, la mandó a paseo.

Berta fijó sus ojos en los míos.

─La muchacha siguió a Lam hasta allí ─continuó Sellers─, Donald no es ningún estúpido. Sabía que ella le seguía. Esperó hasta que ella volviese a salir. Cullingdon dice que miró por la ventana para tratar de averiguar el número del coche de la muchacha. La vio subir en su coche y, en aquel momento, Donald bajó del suyo y saludó a la joven quitándose el sombrero.

Cullingdon dice que Donald dio la vuelta por delante del coche de la muchacha teniendo buen cuidado de apoyar la mano sobre el radiador para impedir que la muchacha pudiese poner el motor en marcha y esperar. Cullingdon afirma que Donald es un muchacho astuto.

─Lo es ─asintió Berta.

─Cullingdon ha dicho que bajó a la calle para cerciorarse del número del coche de Donald. Donald le había dicho la verdad. Le había dado su nombre verdadero y explicado el motivo de su visita.

Tomé un sorbo de café sin decir nada.

─El coche estuvo estacionado durante algún tiempo en la calle, dice Cullingdon. Miró varias veces desde su ventana para comprobar si todavía estaba allí. Por fin, comprobó que se lo habían llevado. No vio llegar a Donald y subir al coche. Si Donald nos pudiese explicar cuando…

Saqué mi cartera, la abrí y le entregué el tiquete del taxista.

─Es del taxi que me llevó hasta allí ─le dije a Sellers.

─¿Dónde tomaste el taxi? ─me preguntó el sargento.

─En la calle Siete ─dije indiferente─. No sé exactamente dónde.

Sellers emitió un profundo suspiro y accedió:

─Bien, creo que esto te justifica en parte. Alguien metió el hacha dentro de tu coche mientras estuvo detenido delante de la casa de Cullingdon. Pero ¿quién puede haber sido?

─Averiguar esto corresponde a la Policía ─dije yo─. Me marcho a casa.

─Tu amigo Cullingdon aprecia el hecho de que le dijeras la verdad, Donald. Y casualmente, desde el punto de vista del Departamento de Policía, esto te favorece en alto grado. Cullingdon me ha rogado te dijera que la cantidad con que fue indemnizada la parte contraria es de diecisiete mil ochocientos setenta y cinco dólares y que los abogados recibirán una tercera parte o la mitad acaso…

─Muy amable de su parte ─dije.

Sellers enarcó las cejas.

─Lo extraño de todo esto es que estuvieses investigando otro caso. No acabo de comprenderlo.

─Somos una agencia muy importante ─intervino Berta─. Llevamos muchos asuntos al mismo tiempo.

Sellers la miró preocupado, pero no dijo nada.

─Bien ─dije yo─, me voy a dormir. Estoy agotado.

─¡Pobre muchacho!; se te nota en la cara ─dijo Berta.

Sellers Berta me acompañaron hasta la puerta.

─En el fondo me extrañaba todo esto ─dijo Sellers─. No te considero tan estúpido como para haber encontrado el arma homicida y haberla escondido en tu propio coche.

─¿Han encontrado huellas dactilares en el mango? ─preguntó Berta con tono indiferente.

─Sólo las huellas de los policías que la encontraron ─dijo Sellers─. No cabe la menor duda de que el asesino tuvo buen cuidado en borrar todas las huellas antes de meter el hacha en vuestro coche.

─¿Y cómo se sabe que es el arma homicida? ─preguntó Berta,

─Huellas de sangre y unos cuantos cabellos. No cabe la menor duda, es el arma homicida.

─Gracias por la cena ─dije a Berta.

Berta asumió un tono maternal.

─¡Bien venido, muchacho! Ahora ve a dormir y descansa y no permitas que nada altere tu sueño. A fin de cuentas, no estamos mezclados en este crimen y nadie nos meterá en este asunto. Y el trabajo que hemos hecho hoy, bien vale los doscientos dólares de anticipo que hemos recibido.

─Buenas noches ─me despedí.

─Buenas noches ─dijeron Sellers y Berta al mismo tiempo.

Las voces de los dos personajes sonaron amables.