LOS dos policías del coche patrulla que llegaron inmediatamente para hacerse cargo de la situación hasta que llegaran los agentes de la brigada criminal nos dirigieron sólo unas cuantas preguntas protocolarias. Cuando llegaron los criminalistas tuvimos que explicar toda la historia. Nada digno de remarcar sucedió durante la hora siguiente. Luego, finalmente, se presentó el sargento Frank Sellers, con su sombrero tirado hacia atrás y un cigarro colgado de una de las comisuras de su boca.

─¡Hola, Donald! ─me saludó─. Me alegro de que estés de vuelta.

Nos estrechamos las manos. Le presenté a la muchacha.

Tomaron nuestras declaraciones en taquigrafía. Sellers evidentemente había sido ya puesto al corriente, pues rápidamente se familiarizó con tal situación.

─Mala suerte, Donald ─me dijo─. Acabas de llegar y lo primero que te encuentras es con un asesinato. ¿Trabajando en un nuevo caso? ─Se volvió hacia Billy Prue y, sin esperar mi respuesta, volvió a preguntarme─: ¿Estabas aquí por asuntos de negocios o por razones sociales?

─Sinceramente, un poco de ambas cosas. Pero no es para comunicarlo a la Prensa, y tampoco a Berta.

─Según tengo entendido, detuvo usted su coche junto a la acera y subió para cambiarse de ropa ─preguntó a la muchacha con amabilidad.

─Así es ─respondió ésta en voz baja.

─¿Ibais a cenar los dos juntos?

Asentí en silencio.

─Ella no te conocía aún bastante para invitarte a entrar en su piso ─dijo Sellers─, y tampoco deseaba hacerte esperar demasiado en el coche, de modo que tenía prisa, ¿verdad?

─Empecé a desvestirme casi antes de abrir la puerta ─dijo Billy Prue con una risita nerviosa─. Me encaminé al cuarto de baño… y descubrí…

─¿Qué hizo usted con sus llaves cuando entró? ─preguntó Sellers con tono indiferente.

─Las metí en mi bolso ─dijo la muchacha─, y lo dejé encima de la mesa.

Aguantó impasible la mirada que el policía fijó en ella.

─Y cuando volvió a salir, ¿sacó las llaves del bolso?

─No. Cogí el bolso y salí corriendo del piso. Luego, cuando volví a subir con Donald, saqué las llaves del bolso y abrí la puerta.

El sargento Sellers emitió un profundo suspiro.

─Bien, muchachos, creo que esto es todo. Más tarde tendremos que volverles a dirigir varias preguntas. Ahora os podéis marchar a cenar.

─Gracias ─dije.

─¿Qué tal está Berta estos días?

─La misma de siempre ─respondí.

─Hace tiempo que no la he visto. Bien, ahora que estás de regreso, nos veremos con mayor frecuencia.

Su sonrisa tenía un significado malicioso.

─¿Ha terminado ya… la Policía aquí? ─preguntó Billy Prue.

─Todavía no ─contestó Sellers─. No se preocupe, lo encontrará todo en orden a su regreso. Tiene usted sus llaves, ¿verdad?

─Sí.

─Está bien. Vayan a cenar y diviértanse mucho.

El sargento Sellers nos siguió con la mirada mientras nos alejábamos por el corredor hacia el ascensor.

─¡Bien! ─exclamó Billy Prue mientras entrábamos en el ascensor y emitía un suspiro de alivio─. Esto es todo por el momento.

─No hable ─le advertí.

El ascensor nos condujo a la planta baja. Un policía uniformado se cruzó con nosotros en el vestíbulo. Otro policía uniformado estaba de guardia en la puerta. El coche de Billy Prue estaba donde lo habíamos dejado. El volante estaba cubierto de polvos blancos, así como también los pomos de las portezuelas donde la Policía había buscado huellas dactilares.

Sin pronunciar palabra, abrí la portezuela del coche. La muchacha ocupó ágilmente su puesto. Me senté a su lado y cerré la portezuela de golpe.

─Los dos estamos metidos en el mismo lío ─dijo la muchacha─. Si delata alguna cosa, será en su propio perjuicio.

─¿Y bien?

─Voy a tener la extrema cortesía de llevarle allí donde dejó su coche… eso es, si es usted bueno. En caso contrario, le dejaré plantado en medio de la calle.

─Una actitud poco humana por su parte, después de haberla salvado de las garras de la Policía, ¿verdad?

─Eso, por ser usted un entrometido ─saltó.

Me recliné contra el respaldo del asiento, saqué un paquete de cigarrillos del bolsillo y extraje uno.

─¿Un cigarrillo? ─le ofrecí.

─No, cuando estoy sentada al volante no fumo.

Encendí un cigarrillo y mientras fumaba estudié su perfil.

Sus ojos pestañearon rápidamente dos o tres veces. Luego, vi como unas lágrimas resbalaban por su mejilla.

─¿Qué le ocurre? ─pregunté.

Apretó el acelerador del coche abandonando toda clase de precauciones.

─Nada.

Continué fumando.

Dimos vuelta a una esquina. Vi que nos dirigíamos hacia el Edificio Stanberry y, al parecer, a club de Rimley.

─¿Ha cambiado de idea y no me lleva donde tengo el coche?

─Sí.

─¿Por qué está llorando?

Detuvo el coche junto a la acera, abrió su bolso, sacó de él un pañuelo de batista y se secó las lágrimas.

─Usted me ha ofendido ─dijo.

─¿Por qué?

─Deseaba saber cuál sería su reacción.

─¿Y bien?

─Me ha decepcionado. Usted ha dado por supuesto que yo soy de la clase de personas capaz de jugarle una mala pasada así, ¿verdad?

─Eso es lo que dice usted.

Se secó las lágrimas.

─Antes morir que hacer esto a un amigo.

Continué guardando silencio.

Me dirigió una mirada llena de ira. Luego cerró su bolso, se acomodó de nuevo en su asiento y puso nuevamente el motor en marcha con ademán decidido.

Nos detuvimos frente al Edificio Stanberry.

─Pittman Rimley no me tiene mucha simpatía.

─No es necesario que entre. Tengo que informarle de todo. Puede usted esperar aquí.

─¿Y luego?

─Le conduciré allí donde ha dejado su coche.

─¿Le dirá a Rimley que yo estaba con usted cuando avisó a la Policía?

─Sí. No me queda otro remedio.

─Esperaré aquí si no tarda mucho. En caso contrario, tomaré un taxi. Será mejor que se lleve la llave de contacto.

Me miró de reojo y sacó la llave.

─Algún día ─me advirtió─ le obligaré a abandonar esa «pose» de seguridad en sí mismo.

Esperé hasta que hubo entrado en el edificio, luego salté del coche y detuve un taxi. Di la dirección de Cullingdon al chófer, enfrente de cuya casa había dejado el coche, pagué la carrera y me dirigí a toda prisa a la oficina.

La oficina estaba a oscuras cuando llegué.

Llamé a la vivienda de Berta. Pero no recibí respuesta. Me senté en la oscuridad para reflexionar.

Al cabo de unos minutos oí unos pasos en el corredor. Oí introducir una llave en la cerradura y Berta Cool abrió la puerta de golpe.

─¿Dónde diablos has estado metido? ─me preguntó.

─En varios sitios.

Me dirigió una mirada inquisitiva.

─¿Has cenado ya? ─le pregunté.

─Sí.

─Yo todavía no.

Berta se acomodó en una silla.

─Cuando es la hora de comer, como ─me dijo Berta─. Necesito alimentar mi cuerpo para que rinda lo que yo exijo de él.

Saqué el último cigarrillo del paquete y arrojé éste a la papelera.

─Pues bien, nos hallamos metidos en un caso de asesinato.

─¡Asesinato!

─Asentí con la cabeza.

─¿Quién ha sido asesinado? ─preguntó Berta.

─Rufus Stanberry.

─¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué?

─En casa de la muchacha que vende cigarrillos en el «Rendez˗vous». Su nombre profesional es el de Billy Prue. Y con respecto al procedimiento que empleó el asesino, no puede ser más primitivo, le golpeó con un objeto contundente en la sien.

─¿Y qué sospechas tú?

─Que el hombre sabía demasiadas cosas, o…

─¿O qué? ─insistió Berta al observar que callaba─. Continúa.

─O ─seguí─ tal vez sabía demasiado poco.

Berta me dirigió una mirada inquisitiva.

─En resumen ─aclaró─, no has dicho nada concreto.

Presté toda mi atención al cigarrillo que estaba fumando.

Al cabo de unos instantes dijo Berta:

─Has vuelto a meter a la agencia en un asunto maldito.

─Yo no he metido a la agencia en un asunto ─repliqué.

─A lo mejor lo crees así, pero no puedes negar que lío has hecho. Si yo me hubiese cuidado del caso, hubiese resultado ser un asunto de poca importancia, rutinario, sin averiguar nada que hubiese podido ser de provecho para nuestra cliente y…

─No creas ─dije─. Tan pronto hubieses comenzado las pesquisas, hubieses descubierto algo muy interesante relacionado con la señora Crail.

─¿Qué?

─Es una delincuente profesional.

─¿Cómo lo sabes?

─He consultado el archivo de un caso Begley contra Cullingdon. Tengo entendido que en San Francisco ocurrió un caso parecido y otro en Nevada.

─¿Estafas o lesiones?

─No, las estafas son demasiado arriesgadas. Es cierto que sufrió una lesión, posiblemente en su primer accidente de automóvil, descubrió que era un sistema fácil para ganar dinero y decidió que era más sencillo que trabajar para vivir. Esperó a que se le presentara la oportunidad para sufrir un accidente hecho como a propósito para ella, que no le produjese lesiones graves. Bastaba con alegar ante la Compañía de Seguros que no había sido nada, que no deseaba ninguna indemnización… Luego, al cabo de unos meses, era cuestión de visitar a un médico, lamentarse de ciertos síntomas, recordar que había sufrido un accidente de automóvil que ella casi había olvidado ya. El médico la mandaría a un abogado y así comenzaría la historia. Y los médicos certificarían que había sufrido una lesión en la columna vertebral.

─¿Y no podrían descubrir el engaño?

─No. Los rayos X certificarían la lesión. Es una mujer atractiva. Sabe cómo comportarse delante de un jurado. Las Compañías de Seguros se verán obligadas a pagarle una indemnización. Cosgate & Glimson llevaron su último caso.

─¿Y por qué no continuó empleando este sistema?

─Es demasiado arriesgado. Lo había llevado a la práctica ya varias veces. Las Compañías de Seguros suelen intercambiarse sus informes sobre estos casos. Y cuando sufrió el accidente con Crail… descubrió pronto que el hombre era un buen partido y no perdió el tiempo.

─Bien ─dijo Berta─, el trabajo realizado vale los doscientos dólares que hemos recibido de anticipo. Es cuestión ahora de obtener todos los detalles concernientes a los demás casos e informar sobre los mismos a la señorita Georgia Rushe para que ella se las arregle como quiera con la señora Crail. Y nada más… ¿supongo no estarás complicado en esto del asesinato, Donald?

─No.

─Comienzo a sospechar lo contrario.

─¿Y qué es lo que te hace suponer una cosa así?

─La forma como lo has negado. ¿Está envuelta una muchacha en el asunto?

─Directamente no. Encontraron el cadáver en su vivienda.

─Has dicho que es la muchacha que vende cigarrillos en el «Rendez˗vous», ¿no es cierto?

─Sí.

─¿La misma que te vendió los tres paquetes de cigarrillos?

─Sí.

─¡Hum! ─súbitamente clavó su mirada en la mía─. ¿Piernas?

─Naturalmente. Mucho.

─¡Hum! ─murmuró Berta, y al cabo de unos instantes, añadió─: Escúchame, Donald Lam, no te metas en esto y…

En aquel momento llamaron a la puerta de la oficina.

─Di que la oficina ya está cerrada ─le dije a Berta.

─No seas estúpido. Tal vez es un cliente con dinero.

─Veo su silueta a través del cristal. Es una mujer.

─Tal vez sea una mujer con dinero.

Berta se puso en pie, cruzó la estancia y abrió la puerta.

Una joven dirigió una sonrisa a Berta desde el umbral.

Llevaba un valioso abrigo de pieles con un gran cuello que enmarcaba su rostro. No cabía la menor duda, era la clase de mujer que puede permitirse el lujo de patrocinar una investigación.

Berta Cool se suavizó como un pedazo de hielo al sol.

─¡Entre, por favor! Entre ─rogó amablemente─. La agencia ya está cerrada, pero como usted se ha tomado la molestia de venir aquí, estamos por completo a sus órdenes.

─¿Me permite preguntar por su nombre? ─preguntó nuestra visitante.

Vi como Berta Cool enarcaba las cejas como si ya hubiese visto a la joven con anterioridad o trataba de reconocerla.

─Me llamo Berta Cool ─dijo Berta─. Soy uno de los socios de esta agencia y este caballero es el señor Donald Lam, el otro socio. Señorita… señorita…

─Witson ─dijo la joven─. Señorita Esther Witson.

─¡Oh, sí! ─dijo Berta.

─Desearía hablar un momento con usted, señora Cool, respecto…

─Puede usted hablar aquí mismo. El señor Lam y yo estamos a su servicio. Todo cuanto podamos hacer por usted…

La señorita Witson fijó sus azules ojos en mí. Sus labios se entreabrieron ligeramente para sonreír.

En aquel instante Berta la reconoció.

─¡Maldita sea! ─exclamó─. Es usted la mujer que conducía el automóvil.

─Creí que me había usted reconocido ya, señora Cool. Me ha costado mucho trabajo dar con usted. Recuerde que me dijo que se llamaba Boskovitche ─dijo la señorita Witson, y tiró la cabeza hacia atrás y nos mostró su dentadura de caballo.

Berta me miró con la expresión de una persona cazada en la trampa.

─¿Existen acaso dudas sobre la responsabilidad a quien incumbe el accidente, señorita Witson? ─pregunté.

─Una forma muy suave de expresarse ─repitió la señorita Witson.

─¿Qué quiere usted decir? ─preguntó Berta.

─El otro coche lo conducía el señor Rolland B. Lidfield. Iba acompañado de su esposa.

─Pero ninguno de los coches sufrió desperfectos.

─No se trata de los coches ─explicó la señorita Witson─. Se trata de la señora Lidfield. Alega haber sufrido un choque nervioso muy fuerte y se ha puesto en manos de su médico, en tanto que su marido y los abogados…

─¡Abogados! ─exclamó Berta─. ¡Tan pronto!

─Unos abogados especializados en esta clase de casos… Cosgate & Glimson. El médico se los recomendó.

Dirigí una mirada a Berta para saber si se había fijado en el nombre.

Pero no.

─Cosgate ¿cuál es el otro nombre? ─pregunté.

─Cosgate & Glimson.

Dirigí una nueva mirada a Berta, guiñándole un ojo.

─¡Hum! ─murmuró ésta.

─Desearía que usted me ayudara, señora Cool.

─¿En qué sentido?

─Explicando lo que sucedió.

─¡Otro accidente de automóvil! ─dijo Berta, mirándome con expresión desesperada.

─Usted sabe que yo conducía muy lentamente, que seguí su coche durante dos o tres manzanas; que usted conducía a paso de tortuga y yo la pasé…

─No lo recuerdo ─dijo Berta.

─Y usted trató de escapar del asunto dando un nombre falso ─exclamó la señorita Witson con expresión de triunfo─; pero no le sirvió de nada, señora Cool, ya que anoté el número de su coche. Y sospecho que lo hice sencillamente porque vi al señor Lidfield tomar el número de los demás coches que estaban allí cerca. De modo que la llamarán como testigo, y tendrá que ponerse de un bando u otro. Trate de recordar quién tiene la culpa.

─No tengo por qué recordar nada.

─¿Hay otros testigos del accidente? ─pregunté.

─¡Oh, sí!

─¿Quiénes son?

─Muchos. Un tal señor Stanberry, una señora Crail, dos o tres más.

─Será muy interesante saber lo que alegará la señora Crail cuando la citen ─observé.

Berta adelantó su mentón.

─Lo único que puedo decir es que el coche que giró hacia la izquierda iba a gran velocidad. Vio que el coche de Stanberry giraba igualmente hacia la izquierda, y consideró posible cortar la curva muy cerrada y adelantarse al coche de Stanberry.

La señorita Witson asintió y dijo:

─Yo era la primera en el cruce. Estaba a su derecha y él venía por mi izquierda… de forma que tenía que dejarme el paso libre.

Berta asintió.

─Y ─continuó la señorita Witson con aire de triunfo─, yo no choque con él. Fue él quien chocó con mi coche.

Berta se apaciguó súbitamente.

─¿Acaso no está usted asegurada? ─preguntó bruscamente.

La señorita Witson soltó una carcajada.

─Así lo creía, pero resulta que no. Un ligero descuido. En fin, muy agradecida, señora Cool, y puede usted estar segura… Bien, no creo necesario que le diga nada más, pero…

─De acuerdo, querida. Yo no me preocuparía por ello en su lugar. El hombre conducía a toda velocidad en el cruce.

Esther Witson estrechó impulsivamente la mano de Berta.

─Me alegro tanto de que esté usted de acuerdo conmigo, señora Cool, y no tiene usted por qué preocuparse cuando la citen como testigo. Claro está, no puedo hacerle ninguna promesa, ya que parecería como si la estuviese sobornando a usted para que declarase en mi favor. Pero me doy cuenta de que es usted una mujer de negocios, y que si esto implica una pérdida de tiempo para usted… ─sonrió amablemente─. Siempre trato de ser justa en mis negocios ─añadió.

Sonrió significativamente y nos abandonó después de desearnos las buenas noches.

Berta aspiró profundamente el aire templado de la habitación.

─Este perfume ─dijo─, cuesta cincuenta dólares la onza. ¿Y te has fijado en su abrigo de pieles? Donald, querido, uno de los principales deberes de la agencia de detectives es establecer contacto con la alta sociedad.

─Creo recordar que esta tarde me has dicho que se trataba de una mujerzuela con dentadura de caballo…

─Ahora tenía un aspecto diferente ─observó Berta con dignidad.