REGRESAMOS al dormitorio. La muchacha temblaba de pies a cabeza.
─Siéntese ─dije─. Tenemos que hablar un momento usted y yo.
─No sé nada de esto ─dijo─. Usted es testigo de que no he tenido materialmente tiempo de…
─Atengámonos a los hechos ─la interrumpí─. ¿Qué ha ocurrido?
─Ya se lo he dicho. He entrado aquí y comenzado a desnudarme. Me he dirigido al cuarto de baño, encendido la luz y…
─¿Ha encendido usted la luz del cuarto de baño? —pregunté.
─Sí.
─¿Está usted segura de que la luz no estaba encendida?
─No. He dado la vuelta al interruptor y entonces le he visto y… he dado media vuelta, he cogido lo primero que ha venido a mis manos y he bajado corriendo las escaleras.
─¿Se ha asustado mucho?
─Claro está.
─¿Ignoraba usted que estaba aquí?
─Sí. Yo…
─¡Eche otra mirada! ¡Vamos! ─ordené.
La empujé hacia la puerta del cuarto de baño. Allí se apoyó contra el marco de la misma. El abrigo de pieles se deslizó al suelo. Sólo llevaba puesta ropa interior y medias de seda. Lanzó una aguda exclamación de horror y continuó apoyándose contra el muro de la puerta sin hacer el menor caso del abrigo de pieles a sus pies.
─Fíjese bien ─le dije.
─¿Y qué es lo que tengo que mirar? ¡Un hombre muerto en la bañera!
La solté de la mano y regresamos al dormitorio.
Cuidadosamente cerré la puerta del cuarto de baño detrás de mí.
─¿Dónde está el teléfono?
─Aquí mismo.
─¡Ah, sí! ─comprobé─. ¿Un cigarrillo?
─No. Yo…
Me llevé el cigarrillo a los labios, lo encendí y me recliné contra el respaldo de mi silla.
─El teléfono ─dijo la muchacha─, está aquí mismo en…
Asentí en silencio.
─¿No va usted a llamar a la Policía?
─Todavía no.
─¿Por qué no?
─Estoy esperando.
─¿Qué es lo que espera?
─A usted.
─¿A mí?
─Que invente una historia más plausible.
─¿Qué trata de insinuar?
─La Policía no creerá su historia. Y usted saldrá perjudicada con ello.
Su rostro se sonrojó de ira.
─¿Cómo se atreve a…?
Exhalé una bocanada de humo de mi cigarrillo.
─Si usted no llama a la Policía, ¡la llamaré yo! ─amenazó.
Sobre una mesita había varias revistas. Cogí una de ellas y comencé a volver las páginas fijándome en las fotografías.
─Hágalo ─dije con toda tranquilidad.
El silencio duró unos diez o doce segundos. Luego se acercó al teléfono.
─No estoy bromeando; si usted no llama a la Policía, la llamaré yo.
Continué hojeando impasible la revista.
Cogió el auricular del teléfono, volvió a mirarme y dejó caer el auricular en la horquilla.
─¿Qué hay de malo en mi historia? ─preguntó.
─Dos o tres detalles.
─¡Bah!
─Un detalle en particular que la Policía descubrirá inmediatamente ─dije─. Y otros detalles de los que no se darán cuenta por más que indaguen.
─¿Y qué es lo que descubrirá la Policía?
─Que está usted mintiendo.
─Está bien, si es usted tan inteligente, dígame lo que hay de malo en mi historia ─repitió.
Señalé con la mano el bolso encima de la mesa.
─¿Qué pasa con el bolso?
─Usted guarda sus llaves dentro del bolso, ¿verdad?
─¡Naturalmente!
─¿Cuántas llaves tiene usted?
Me mostró su llavero de piel. Había en el mismo cuatro llaves.
─Ha sacado usted el llavero de su bolso en la calle. Ha cogido la llave de la puerta de su piso. ¿Supongo que es la misma llave que sirve para abrir la puerta de la casa?
La muchacha asintió en silencio.
─Ha guardado la llave en la mano para abrir la puerta de su piso. La ha abierto y ha entrado aquí. ¿Qué ha hecho después?
─Ya le he dicho que me he despojado de mis ropas y que…
─Lo lógico hubiese sido volver a meter el llavero dentro de su bolso.
─Yo… desde luego. Eso es lo que he hecho. ¡Dios mío! Creo que no tengo por qué contarle todos los movimientos que he hecho, ¿verdad? He vuelto a meter el llavero en el bolso y he dejado el bolso encima de la mesa. Luego, he entrado aquí en el dormitorio. He encendido las luces. He ido al cuarto de baño y he abierto la puerta y…
─Continúe desde este momento.
─He dado la vuelta al interruptor de la luz eléctrica, he visto al hombre y he salido corriendo a toda prisa de aquí…
─¿Sabía usted que estaba muerto?
─No, claro que no. Sólo me he preguntado qué podía hacer él en mi piso.
─¿Acaso para solicitar sus favores?
─Sí… o tal vez…
─¿La molestan alguna vez los hombres a causa de su empleo?
─No sea tonto. Cualquier mujer atractiva se expone a ello.
─¿Creen los hombres que es usted una mujer fácil por enseñar las piernas?
─Ésta es la creencia general, ¿verdad? No se les puede censurar por ello.
─¿La han seguido hasta su casa?
─En ocasiones.
─¿Han intentado citarse con usted?
─Desde luego.
─¿Y no se le ha ocurrido pensar que éste podía ser uno de sus pretendientes que aprovechó su ausencia para esperarla en la casa?
─No lo sé. Sólo quería que usted viese lo que yo acababa de ver.
Moví la cabeza.
─Usted sabía que estaba muerto.
─¿Es éste el detalle que dice usted que la Policía no creerá?
─No.
─¿Cuál, pues?
─Su llave y su bolso.
─¿Por qué?
─De acuerdo con su historia, se ha sentido dominada por el pánico. Sólo lleva puesta ropa interior. Ha cogido un abrigo de pieles, se ha envuelto con el mismo y ha bajado corriendo las escaleras para llamarme. Esto no concuerda con los hechos. Si usted realmente ha vuelto a meter el llavero dentro del bolso y ha dejado el bolso encima de la mesa y se ha asustado tanto, no es lógico que se haya entretenido en abrir el bolso, sacar el llavero, volver a depositar el bolso sobre la mesa y bajar corriendo las escaleras. Lo natural era que hubiese usted cogido el bolso y sacado el llavero mientras bajaba las escaleras.
─¿Y eso es todo? ─preguntó con cierto sarcasmo.
─En efecto ─respondí con tranquilidad─. El hecho de que tuviera la llave en sus manos cuando bajó la escalera revela que usted sabía que iba a usarla.
─Desde luego, la necesitaba para volver a abrir la puerta de la calle y la puerta de mi piso. Las dos puertas se cierran de golpe.
─Y usted sabía que la necesitaría ─repetí─. Es por esta causa que usted no la ha vuelto a meter en su bolso y, en cambio, ha dejado esto encima de la mesa. Luego se ha dirigido al dormitorio, ha arrojado las llaves encima de la cama, se ha quitado la blusa y la falda, se ha envuelto en su abrigo de pieles, ha lanzado una mirada al cuarto de baño para estar segura de que el cuerpo del hombre estaba todavía allí y, por fin, ha cogido otra vez las llaves y ha bajado corriendo las escaleras.
─¡Oh, calle! ─exclamó, irritada, y cogió el auricular del teléfono─: Voy a llamar a la Policía.
─Y sobre este almohadón ─continué─, que es muy blando por cierto, se nota todavía el sitio donde ha arrojado las llaves.
─Pero, yo… ─dejó caer el auricular, se puso en pie, se acercó rápidamente a la puerta del dormitorio, miró desde allí dentro del cuarto y entró de nuevo, diciendo─: ¡Qué detective más inteligente es usted! La cama está ahora cubierta por una colcha que tapa por completo la almohada. Incluso si yo hubiese arrojado las llaves encima de la almohada, no haría ninguna huella perceptible, ya que la colcha nos impediría saber lo que había sido.
─Es cierto.
─En este caso…
─Si usted hubiese dicho la verdad y metido las llaves en el bolso, no se hubiese dirigido ahora dominada por el pánico a la puerta para ver si se veía algo desde allí.
Meditó durante unos instantes y se volvió a sentar.
─Esto, por lo que hace referencia a la Policía. Desde mi punto de vista, hay otras cosas que no concuerdan. Ha tenido interés en que viera que sólo llevaba puesta ropa interior debajo del abrigo de pieles para convencerme de que su historia es real. Súbitamente, ha experimentado usted la necesidad de averiguar algo sobre el pasado de Irma Crail, algo que pudiese usar usted en su favor en caso necesario y, cuando ha salido de la casa de Cullingdon, estaba temblando de pies a cabeza. Estaba tan nerviosa que apenas pudo poner el motor en marcha. No cabe la menor duda de que usted ha estado ya en la casa esta tarde, se ha despojado de sus ropas, entrando en el cuarto de baño, visto a Rufus Stanberry en la bañera, se ha cerciorado de que el hombre estaba muerto y se ha sentado en una silla para reflexionar durante unos instantes fumando un cigarrillo (el resto está todavía aquí en el cenicero) y ha vuelto a salir de su casa teniendo buen cuidado en borrar todas las huellas que pudiesen revelar que había estado aquí.
»Luego, se ha dirigido a toda prisa a casa de Cullingdon. Ha descubierto que yo ya había estado allí y esto ha alterado sus planes. Yo la he esperado a la salida y esto todavía la ha desconcertado aún más. Necesitaba usted un testigo que corroborase que usted había descubierto un cadáver en su bañera. A fin de cuentas, yo era un buen testigo. De modo que me ha elegido a mí. Ha bajado usted del coche con la llave en la mano. Ha subido a su piso, dejado el bolso abierto encima de la mesa y el llavero aquí encima de la cama. Se ha quitado la blusa y la falda, se ha puesto el abrigo de pieles, ha echado una mirada por el piso para cerciorarse de que todo estaba igual que lo había dejado y ha bajado para buscarme. Ha creído usted que llamaría inmediatamente a la Policía y que corroboraría que usted sólo ha estado dos o tres minutos en la casa.
─Está bien. ¿Qué desea? ─dijo con voz cansada─. Deme un cigarrillo.
Le ofrecí un cigarrillo.
─La verdad ─dije escuetamente.
─Está bien, ha sucedido tal como usted acaba de decir. No pensé en que las llaves podrían delatarme.
─¿Lo encontró aquí antes de ir a casa de Cullingdon?
─Sí.
─¿Sabía quién era?
─Desde luego.
─¿Comprobó si estaba muerto?
─Sí.
─¿Y luego?
─Sospeché, claro está, que la señora Crail había querido cargarme el muerto. Los dos han estado juntos esta tarde. Y ahora él estaba en mi piso… muerto. No me gustó el asunto. Nadie podía comprobar si yo había estado aquí. Decidí abandonar el piso, averiguar lo que pudiese sobre la señora Crail… y después buscar algún testigo que certificara mi coartada. Luego le encontré a usted, cosa que me irritó al principio, pero más tarde decidí que podía usted ser un buen testigo.
─No le gustará mi próxima pregunta.
─¿Cuál es?
Señalé con la cabeza en dirección al cuarto de baño.
─¿Ha estado aquí en otras ocasiones?
─Sí.
─¿Relaciones amorosas o sociales?
─Ni lo uno ni lo otro.
─¿Qué es lo que deseaba?
─Quería saber si Rimley ganaba mucho dinero con su negocio.
─¿Averiguó algo?
─No, nada.
─Echemos otra mirada al cadáver.
─Pero no debemos tocarlo hasta que…
─No ─dije.
Nos dirigimos nuevamente al cuarto de baño. La muchacha estaba muy tranquila, sin reflejar la menor emoción en su rostro.
Examiné con sumo cuidado el cadáver sin tocarlo. Evidentemente, había sido asesinado, golpeándole muy fuerte en la sien izquierda con un objeto que había dejado una huella oblonga en la fractura del cráneo. Examiné el bolsillo interior derecho de su chaqueta. Sólo contenía un billetero. Lo volvía meter en el bolsillo. El bolsillo interior izquierdo contenía un libro de notas. La primera página decía lo siguiente, escrito con tinta: «Rufus Stanberry, 3271, Fulrose Avenue. En caso de accidente avisar a Archie Stanberry, 963, Maildo Avenue. Mi grupo sanguíneo es 4.» Cerré el librito y lo volví a meter en el bolsillo.
En su muñeca llevaba un valioso reloj de pulsera. Me fijé en la hora. Señalaba las cinco treinta y siete. Consulté mi reloj.
Eran exactamente las seis y treinta y siete minutos.
Me aparté del cuerpo como si fuese el de un leproso.
─¿Qué ocurre? ─me preguntó la muchacha con la mirada fija en mí─. ¿Qué pasa con el reloj?
─Nada ─dije, y la obligue a salir del cuarto─: Nada ─repetí.
─Ahora avisemos a la Policía.