PHILIP E. Cullingdon era un hombre de mediana edad, de ojos grises, de expresión cansada rostro arrugado. Su mentón era firme. Daba la impresión de ser un hombre amable, algo extraño, difícil de sacar de sus casillas, pero que una vez perdida la paciencia era capaz de todo.
Creí oportuno en aquella ocasión no andarme por las ramas.
─Usted es Philip E. Cullingdon, el demandado en el caso Begley contra Cullingdon, ¿verdad?
El hombre me contempló con sus ojos grises de expresión cansada.
─¿Y por qué le interesa saberlo? ─preguntó.
─Me han encargado del caso en cuestión.
─¿De veras? El juicio fue fallado ya.
─Lo sé. Usted estaba asegurado, ¿verdad?
─Sí.
─¿Sabe la cantidad con que fue indemnizada la parte contraria?
─Sí pero todavía no sé con quién estoy hablando o por qué motivo le interesa saberlo a usted.
Le entregué una tarjeta mía.
─Me llamo Donald Lam ─dije─. Detective privado, de la Agencia de Detectives Cool & Lam, y estamos investigando el caso.
─¿Por cuenta de quién?
─Un cliente.
─¿Con qué finalidad?
─Estoy tratando de averiguar algo con respecto a Irma Begley, la parte demandante del caso.
─¿Qué hay con respecto a esa mujer?
─Desearía conocer la naturaleza y la importancia de la lesión sufrida.
─Los médicos afirman que sufrió una lesión… Los médicos de ambas partes lo certificaron. No obstante, siempre consideré que había algo raro en todo esto.
─¿Qué le llamó la atención?
El hombre movió su cabeza, pero sin responder.
─Al estudiar el archivo he podido comprobar que la denuncia fue presentada once meses después de haber ocurrido el accidente.
─¿Le presentó alguna demanda anteriormente?
─No ─respondió Cullingdon─. La mujer no creyó al principio haber sufrido ninguna lesión, estaba convencida de que no era nada grave. Comenzó a sentir molestias que paulatinamente fueron empeorando. Visitó a un médico que le prescribió un tratamiento rutinario y no le concedió ninguna importancia; finalmente, empeoró, visitó a un especialista que diagnosticó había experimentado una complicación de una lesión que había sufrido… Una lesión en la columna vertebral.
─¿Y achacó esta lesión al accidente?
El hombre asintió con un movimiento de cabeza.
─¿Y fue entonces cuando consultó con un abogado y le demandó a usted?
De nuevo asintió sin pronunciar palabra.
─¿Y su Compañía de Seguros indemnizó a la mujer?
─Así es, en efecto.
─¿A instancias de usted?
─De hecho ─dijo Cullingdon─, fui contrario a que la Compañía de Seguros pagara ninguna cantidad importante.
─¿Por qué no?
─Por estar seguro de que la culpa no era mía.
─¿Por qué?
─Creo que ella era más de censurar que yo mismo. Admito sinceramente que debí dar la señal y que hubiese podido apartarme a un lado, pero, a pesar de todo, ella tenía más parte de culpa que yo. A primera vista, no parecieron haberse producido muchos desperfectos. Destrozamos los faroles y mi coche sufrió un agujero en el radiador. Ella bajó ágilmente de su automóvil y creí que iba a empezar a lanzarme reproches. Pero estalló en una divertida carcajada y dijo: «Vamos, vamos, debe usted prestar atención a las señales de tráfico».
─¿Y usted qué dijo?
─«Vamos, vamos, y usted no debe cruzar una calle a cuarenta millas por hora».
─¿Y luego?
─¡Oh!, apunté su número de licencia y ella el mío, se acercaron unas cuantas personas, luego alguien comenzó a gritar que dejáramos la calzada libre para el tráfico y eso fue todo.
─¿Arregló usted particularmente alguna cuenta con ella?
─Jamás me presentó una factura.
─¿Y usted le presentó alguna factura a ella?
─No. Esperé hasta ver en qué resultaría todo el asunto. Luego, al ver que no sucedía nada… sinceramente, me olvidé del asunto.
─¿Cuánto pagó la Compañía de Seguros?
─No sé si a ellos les interesa que lo revele.
─¿Por qué no?
─Pues… fue una cantidad bastante elevada. Al parecer, sufrió realmente una lesión en la columna vertebral.
─Me gustaría saber la cantidad que le pagaron.
─Llamaré mañana por la mañana a mis agentes de Seguros y les preguntaré si ponen algún reparo a que le revele a usted la cantidad. Si no ponen ninguna objeción, le llamaré a usted por teléfono a su oficina.
─¿Quiénes son sus agentes de seguros?
El hombre sonrió y denegó con la cabeza.
─Creo que le he relatado todo lo que me convenía.
─Es un caso interesante ─dije.
─Lo que a mí me interesa ─dijo Cullingdon─, es saber lo que usted trata de averiguar. ¿Cree usted que hay algo anormal en todo esto?
─Deseche esta idea. Tal vez se trate solamente de que a mi cliente le interese conocer su situación financiera.
─¡Oh, comprendo! ─dijo el hombre─. Bien, le voy a decir una cosa, señor Lam, a no ser que ella gastara el dinero tirándolo por la ventana, no cabe la menor duda de que dispone de una bonita cantidad.
─Agradecido ─le dije─. Llame usted, por favor, mañana a sus agentes y telefonee a nuestra oficina indicando la cantidad… en caso, claro está, de que no pongan objeciones.
─De acuerdo, lo haré.
Nos estrechamos las manos.
Subí al coche de la agencia e iba a poner el motor en marcha, cuando vi que otro coche se detenía detrás del nuestro.
La joven que bajó del automóvil era esbelta, de caderas muy bien formadas y se movía con gracia. Me fijé por dos veces en ella. Entonces fue cuando la reconocí.
Era la muchacha que vendía cigarros y cigarrillos en el «Club» de Rimley.
Encendí un cigarrillo y esperé.
Tuve que aguardar solamente unos cinco minutos.
La muchacha salió nuevamente a la calle, caminando rápidamente, abrió la puerta del coche y subió.
Yo bajé del mío y me despojé del sombrero en señal de saludo.
La muchacha aguardó hasta que yo me hube acercado a la portezuela de su coche.
─No posee usted licencia para dedicarse a estos asuntos ─le dije.
─¿Dedicarme a qué?
─A actuar de detective privado.
La muchacha se sonrojó y dijo:
─Y usted, ¿ha averiguado lo que deseaba?
─A medias.
─¿Qué quiere decir?
─Que no debí darme por satisfecho.
─No le entiendo.
─El Palacio de Justicia está cerrado a estas horas.
─¿Y bien?
─Creí actuar de un modo astuto. He consultado los archivos del Palacio de Justicia, he averiguado allí que Irma Begley demandó a cierta persona por una lesión sufrida en un accidente de automóvil, y he creído ser muy inteligente.
─¿Y no lo es?
─No.
─¿Por qué?
─Porque me he dado por satisfecho.
─No le sigo.
─Tan pronto me he enterado de que ella había sido parte demandante en un caso, me he limitado a anotar el nombre del demandado, los abogados de la parte demandante y me he marchado.
─¿Y qué es lo que debió haber hecho?
─Continuar examinando los archivos.
─¿Quiere usted decir…?
─No cabe la menor duda ─dije, dirigiéndole una sonrisa─. Espero que usted no será menos explícita…
─¿Por qué?
─Podemos cotejar nuestros informes y así me evitará tener que volver mañana al Palacio de Justicia.
─Se cree usted muy astuto, ¿verdad? ─observó la muchacha.
Guardó silencio durante unos instantes y luego dijo:
─Conozco cuatro casos parecidos.
─¿Todos a su nombre?
─Desde luego.
─¿Cuándo sufrió en realidad su lesión en la columna vertebral?
─No lo sé.
─¿Desde cuándo le interesa a usted el asunto?
─Yo… desde hace algún tiempo.
─¿Por qué motivo?
─¿No cree usted que hace demasiadas preguntas?
─¿Quiere usted subir a mi coche? ¿O me quiere usted llevar en el suyo? ¿O me veré obligado a seguirla para averiguar dónde va usted y cuál es su intención?
Reflexionó durante unos instantes y luego dijo:
─Si quiere que vayamos juntos a algún sitio, es mejor que suba al mío.
Tuve buen cuidado en dar la vuelta por delante del coche de forma que ella no pudiese poner el motor en marcha sin atropellarme, abrí la portezuela, me senté a su lado y dije:
─Y ahora conduzca con mucha precaución. Siempre me siento nervioso cuando no estoy sentado yo mismo al volante.
Pareció dudar durante cuestión de segundos, y finalmente aceptó la nueva situación.
─¿Consigue usted siempre lo que persigue? ─preguntó con cierta amargura en el tono de su voz.
─Se sentirá usted más aliviada si digo que sí, ¿no es verdad?
─No me importa en absoluto lo que usted pueda decir ─dijo enojada.
─Esto simplifica las cosas ─observé y guardé silencio.
Al cabo de un rato volvió la muchacha a tomar la palabra.
─Bien, ¿qué es lo que desea y a dónde vamos ahora?
─Usted es la que conduce el coche ─le dije─. Y deseo que responda a todas mis preguntas.
─¿Por ejemplo?
─¿Cuáles son sus horas de trabajo en el «Club»?
─Volvió su rostro asombrado hacia mí. El coche dibujó unas eses. Rápidamente prestó de nuevo toda su atención al volante.
Finalmente dijo:
─Entro a las doce y cuarto. A las doce y media tengo que estar vestida o desvestida, como lo prefiera usted, en el salón, donde trabajo hasta las cuatro; luego vuelvo a las ocho y media y me quedo hasta medianoche.
─¿Conoce usted a la señora de Ellery Crail?
─Desde luego.
─¿Qué quiere decir con ese «desde luego»?
─Frecuenta el «Club».
─¿Conoce usted al hombre que la acompañaba esta tarde?
─Sí.
─Bien, comenzamos a entendernos. ¿Por qué motivo le interesa averiguar algo del pasado de la señora Crail?
─Por simple curiosidad.
─¿Suya o de otra persona?
─Mía.
─¿Siente esta curiosidad por todas las personas?
─No.
─¿Y por qué motivo esta especial curiosidad por la señora Crail?
─Me interesa saber… cómo comenzó su… carrera.
─¿No cree que está rehuyendo mis preguntas?
─¿Qué quiere decir?
─Le he preguntado por qué le interesaba conocer su pasado. Ha dicho usted que por curiosidad. Le he preguntado a cuento de qué esta curiosidad. Ha dicho porque le interesa saber cómo comenzó su carrera, Todo esto viene a decir lo mismo.
─Le estoy contando la verdad.
─No lo dudo. Lo que me interesa a mí es el motivo de su curiosidad.
Fijó durante un rato toda su atención en el volante meditando seguramente hasta qué extremo se podía confiar en mí. Súbitamente me preguntó:
─¿Qué es lo que ha logrado usted sonsacar a Cullingdon?
─El hombre se ha confiado plenamente. Está interesado y llamará a sus agentes para preguntarles si puede decirme la cantidad con que la indemnizaron. Supongo que, después de haber hablado usted con él, sospechará que los hechos se precipitan.
─Así es.
─¿Qué le ha dicho a usted?
─Me ha preguntado dónde vivía, cómo me llamaba y qué era lo que deseaba de él.
─¿Y usted le ha mentido?
─Oh, desde luego, le he dicho que era periodista y que buscaba material para escribir una serie de artículos sobre accidentes de automóvil.
─¿Y él le ha preguntado en qué periódico trabaja usted?
La muchacha se sonrojó.
─Sí.
─¿Y ha llamado a la redacción del periódico?
─¡Qué inteligente es usted!
─¿Lo ha hecho?
─Sí.
─¿Y la ha puesto de patitas en la calle?
La muchacha asintió en silencio.
─Bien, forjemos el hierro mientras está al rojo vivo. Si ustedes no hubiesen ido a verle, apostaría diez contra uno a que me hubiese llamado mañana a la oficina para decirme…
─¿Qué es lo que le interesa saber a usted? ─me preguntó.
─La cantidad con que fue indemnizada.
─Diecisiete mil ochocientos setenta y cinco dólares ─dijo.
Me tocó el turno de quedarme sorprendido.
─¿Qué era lo que le interesaba saber a usted? ─pregunté a mi vez.
─Obtener copias de las radiografías de la lesión.
Medité durante unos instantes.
─Perdóneme ─dije, finalmente.
─¿Qué quiere usted decir?
─Que lo lamento de veras. No debí haber sido tan estúpido. Me acaba usted de revelar lo de los otros casos y no he caído en ello. Creo que mi mente está un poco atrofiada… le falta un poco de práctica.
─¿Qué puede hacer la Compañía de Seguros? ─me preguntó.
─Hacer nuevas averiguaciones por su cuenta.
En su rostro creí adivinar una expresión de triunfo.
─No estaría mal ─dijo, y luego añadió─: Si proceden con la rapidez necesaria, claro está.
─Todavía no me ha revelado el motivo de su curiosidad.
─Está bien ─dijo, irritada─. Se lo diré, a pesar de que creo está usted ya enterado de ello. La señora Crail tiene la intención de comprar el Edificio Stanberry al viejo Rufus Stanberry.
Asentí.
─Bien, use su cerebro.
─¿Quiere usted decir que el permiso de Rimley tiene algo que ver con una posible compra˗venta?
─Así es.
─¿Termina su permiso en el caso de una venta del edificio?
─En un plazo de noventa días.
─Y usted trabaja con Rimley… trata, por consiguiente, de impedir que se consume la venta del edificio.
─En cierto modo, sí.
─¿Y cuáles son sus relaciones con Rimley?
─Rimley no significa nada para mí, excepción hecha, desde el punto de vista comercial. Poseo la concesión para la venta de cigarros, cigarrillos y bombones en su local.
─¿Está usted obligada a atender personalmente el negocio?
─No por razones financieras, si quiere decir esto, pero si se posee un negocio es preferible estar al frente del mismo.
─¿No le importa a usted… trabajar allí?
─¿Por lo del vestido? ¡No sea tonto! Tengo unas piernas bonitas. Si a los hombres les gusta mirarlas, a mí no me importa.
─O sea, que si ella compra el edificio, Rimley tendrá que solicitar un nuevo permiso y en este caso termina también su concesión, ¿verdad?
─Algo por el estilo.
─De forma que a Rimley le interesa averiguar algo sobre el pasado de Irma Crail, le ha confiado a usted lo que ya sabía y la ha instado a remover el asunto, ¿estoy en lo cierto?
Dudó durante unos instantes y luego exclamó:
─No hablemos de Rimley.
─¿Dice usted que Irma Crail ha usado este procedimiento ya en otras ocasiones?
─Sí.
─¿Dónde?
─Una vez aquí, otra en San Francisco, otra en Nevada y otra en Nebraska.
─¿Y siempre con su nombre? ¿Está usted segura de ello?
─Sí.
─¿Y cómo se ha enterado usted de todo esto?
Guardó silencio.
─Está bien, vamos a partir desde este punto. ¿Cómo se llama el individuo al que acaba de visitar?
Enarcó las cejas.
─Convington ─dijo.
Denegué con la cabeza.
─Cullingdon ─corregí,
─Sí, tiene usted razón.
─No parece usted recordarlo muy bien.
─Tengo mala memoria para los nombres.
─En otras palabras, no estaba usted familiarizada con este nombre.
─¿Qué le hace suponer una cosa así?
─En otro caso, lo hubiese recordado perfectamente.
─Tengo mala memoria para los nombres ─repitió.
─Hablando de nombres… ─dije y esperé.
─¿Quiere usted saber mi nombre verdadero o mi nombre profesional?
─Su nombre real ─ escogí.
─No creo le interese.
─¿Su nombre profesional?
─Billy Prue ─respondió.
─Bonito nombre ─observé─; pero no dice nada.
─¿Acaso los nombres dicen algo?
─En ocasiones suenan convincentes.
─¿Y cómo suena el mío?
─Es un nombre profesional… un nombre de batalla.
─En efecto.
─Bien, dejemos de discutir hasta que considere usted conveniente confiarme algo más.
─Cállese un momento. Quiero pensar.
─¿Un cigarrillo? ─le pregunté.
─No fumo cuando estoy sentada al volante ─dijo.
Me retrepé contra el respaldo de mi asiento y encendí un cigarrillo.
Recorrimos unas diez o doce manzanas a paso de tortuga y, finalmente, detuvo el coche.
─Bien, ya hemos conseguido algo ─dije.
─¿El qué?
─Que se haya usted decidido a concretar dónde vamos.
─Hace ya rato que sé… adónde voy yo.
─¿Dónde?
─A mi piso, a cambiarme de vestido.
─¿Y con ello da por terminado nuestro paseo?
─¿Qué pretende? ─me preguntó─. ¿Que le adopte?
Esbocé una sonrisa.
Se volvió hacia mí, abrió la boca como si fuese a decir algo, pero lo pensó mejor y guardó silencio.
Después de cuatro o cinco minutos más de recorrido, detuvo el coche junto a la acera.
─Me alegro de haberle conocido.
─Tendrá que esperar mucho rato.
─No importa.
─¿Y qué es lo que espera?
─Saber por qué siente usted esta curiosidad por la señora Crail.
─Está bien ─dijo, irritada─. ¡Espérese, pues!
Bajó del coche, sacó unas llaves de su bolsillo, abrió la puerta de la casa y entró.
Tuve buen cuidado de no volver la cabeza, pero por el rabillo del ojo observé que se detenía después de dar un par de pasos y permaneció durante un par de minutos en el vestíbulo sumido en la penumbra. Luego, se hundió en las sombras y desapareció.
Tres minutos más tarde se abrió nuevamente la puerta. Vi a la muchacha salir de la casa embutida en un abrigo de pieles muy ceñido a su cuerpo que le llegaba hasta las rodillas y acercarse rápidamente al coche.
Abrí la portezuela y bajé para ayudarla a subir. Unos dedos fríos me cogieron por la muñeca.
─¡Entre! ─dijo con voz apenas perceptible─ ¡Venga usted conmigo! ¡Oh, Dios mío!
Quise dirigirle una pregunta, pero me fijé en la expresión de su rostro, cambié de opinión y la seguí sin decir palabra.
La puerta se había cerrado, pero ella tenía la llave en su mano. Con su mano izquierda sujetaba su abrigo de pieles alrededor de su cuerpo.
Abrió la puerta y cruzamos un oscuro vestíbulo, subimos tres peldaños y luego entramos en un viejo ascensor que nos condujo hasta el cuarto piso.
Me guió por un estrecho corredor y se detuvo delante de una puerta.
Metió la llave en la cerradura y la abrió. Todas las luces estaban encendidas.
Era un piso de tres habitaciones, si se puede calificar una pequeña cocina de habitación. Las ventanas daban a la calle y no cabía la menor duda de que el alquiler era elevado.
Su bolso, los guantes y la chaqueta estaban sobre una mesita en el diminuto vestíbulo. Encima de la mesita se veía un cenicero con un cigarrillo a medio fumar. A través de una puerta abierta divisé un dormitorio y encima del lecho la falda y la blusa que llevaba puestas en el coche.
Siguió la dirección de mi mirada y dijo en voz baja:
─Me estaba cambiando de vestido… preparándome para tomar un baño. He cogido lo primero que he encontrado a mano.
Me fijé de nuevo en el abrigo de pieles.
Se había entreabierto ligeramente y observé entonces que iba desnuda.
─¿Y qué más? ─pregunté.
─Sin decir palabra se acercó a la puerta del cuarto de baño.
─Por favor, ábrala usted ─rogó.
Abrí la puerta y miré dentro del cuarto.
La luz estaba encendida.
El cuerpo del hombre que había acompañado a la señora de Ellery Crail al «Rendez˗vous» aquella tarde estaba tendido en la bañera, las rodillas encogidas, tocándole el mentón, los ojos medio cerrados y la boca abierta.
No cabía la menor duda: Rufus Stanberry estaba muerto.
Pero incluso muerto poseía su rostro una expresión de frío cálculo.
─¿Está… está muerto? ─oí preguntar desde el umbral de la puerta.
─Sí, está muerto ─respondí.