ME encaminé hacia una cabina telefónica y llamé a la oficina. Elsie Brand respondió a mi llamada.
─¡Hola Elsie! ─la saludé─. ¿Qué tal está la atmósfera en la oficina?
─Muy cargada.
─Tengo que meditar sobre algunas cosas. Si el ambiente está tan enrarecido en la oficina, no me quedará otro remedio que refugiarme en el coche.
─Personalmente le recomiendo el coche ─dijo Elsie─. El aire fresco siempre es un consuelo. Todavía queda por responder la pregunta de dónde estuvo ayer por la noche.
─Gracias. Sé buena chica.
Me dirigí al estacionamiento de coches, me senté en el de la agencia y saqué de mi bolsillo la hoja de papel que me había dado Esther Witson y en donde estaban anotados los testigos del accidente.
Observé con curiosidad que faltaban los nombres de la señora Crail, de Rufus Stanberry y de Boskovitche. Habían escrito una media docena de nombres y matrículas de coches. Volví a meter al papel en el bolsillo y estudié la hoja que me había entregado Lidfield.
Sólo constaban los números de las matrículas de los coches, pero en la hoja mecanografiada que me había entregado Glimson aparecían al lado de los números de las matrículas, los nombres de los respectivos propietarios de los coches.
Vi el número de matrícula del coche de Berta Cool. El nombre y la dirección de Berta Cool. La matrícula de un coche propiedad de la señora Ellery Crail, número 1013 del Boulevard Scarabia. La matrícula de un coche «Packard» sedan registrado a nombre de Rufus Stanberry, número 3271 en la Avenida Fulrose; tres o cuatro números de matrículas más que concordaban con los de la lista de Esther Witson, otros que no aparecían en aquella relación y, finalmente, un número de matrícula y el nombre «Georgia Rushe, número 207 West Orleans Avenue».
Doblé el papel, lo metí en mi cartera, me dirigí a una cabina telefónica y llamé a la Crail Venetian Blind Company.
─¿Puedo hablar con la señorita Georgia Rushe? ─pregunté a la telefonista.
─¿Quién la llama? Tiene usted que dar su nombre.
─Dígale usted que Donald Lam quiere hablar con ella.
─Un momento.
Oí establecer una comunicación, el rumor de una voz lejana y de nuevo la voz característica de la telefonista:
─Se ha marchado hoy más temprano que de costumbre a su casa.
Consulté mi reloj de pulsera. Eran las cuatro y cinco.
─Gracias ─dije y colgué.
Llamé al número del teléfono que Georgia Rushe nos había dado en la oficina; pero, en vano, no recibí respuesta.
Regresé donde estaba el coche de la agencia y calenté el motor mientras comprobaba mentalmente los factores de tiempo y de lugar de sucesos que se agolpaban en mi mente.
Luego me dirigí al edificio de la Crail Venetian Blind Company.
Era una construcción grande de tres pisos enclavado en el distrito comercial. El letrero sobre la puerta era viejo y borroso.
Detuve el coche cerca de la entrada. Un gran número de obreros salían en aquel momento del edificio… hombres de edad llevando sus carteras de mano, esbeltas y atractivas muchachas que se movían con la gracia propia de la juventud hablando alegremente en voz alta mientras bajaban las escaleras.
Penetré en el patio. Pero la puerta interior estaba cerrada. Esperé hasta que salió una joven a toda prisa ansiosa de reunirse son sus compañeras que la esperaban en la calle. No me vio y rápidamente sujeté la hoja de la puerta para evitar que se cerrara de nuevo.
Vi un letrero que decía: «Oficinas en el piso superior», y subí las escaleras hasta llegar a un pequeño vestíbulo amueblado con unas pocas sillas y una pequeña mesa sobre la cual se leía otro letrerito: «Información».
Crucé una puerta de cristal y penetré en un largo corredor a ambos lados del cual se veían oficinas y, al final del mismo, una nueva puerta con la inscripción: «Presidente». Allí, en el corredor, no se percibía el menor ruido, salvo los que llegaban casualmente del piso inferior… pasos, el abrir y cerrar de una puerta, rumor de voces. El segundo piso estaba silencioso como la sala de un tribunal de justicia un domingo por la mañana.
Empujé la puerta que llevaba la inscripción «Presidente».
Ellery Crail estaba sentado detrás de su mesa escritorio, con el mentón apoyado sobre su pecho y sus fuertes manos enlazadas.
No oyó abrir la puerta y no levantó por consiguiente la mirada. Aparecía sumido en hondas reflexiones y en su rostro se reflejaban sombríos pensamientos. Casi se hubiese podido decir que estaba hipnotizado, sumido en la rígida inmovilidad de un trance.
Crucé la estancia. No fue hasta que me senté en la silla enfrente de él, al otro lado de la mesa escritorio, que me vio, enarcó las cejas con expresión de disgusto y, luego, al reconocerme, exclamó con súbita indignación:
─¡Usted!
Asentí con un movimiento de cabeza.
─¿Cómo ha entrado aquí?
─Empujando la puerta.
─Las puertas están cerradas a estas horas.
─¿Dónde está Georgia Rushe? ─le pregunté.
─No está aquí. Se marchó temprano hoy. Se fue a su casa.
─Tenemos que hablar con ella. Si usted no sabe la dirección, es 207 West Orleans Avenue, Tengo mi coche en la calle.
Me miró durante un segundo o dos y era como si sus miradas quisieran golpearme con la fuerza de un látigo.
─Bien. ¿Qué sabe usted? ─preguntó.
─Lo suficiente para que no tenga necesidad de decir lo que no desee.
Empujó su silla hacia atrás y se puso en pie.
─Está bien, vamos.
Bajamos por la amplia escalera. El vigilante que entraba en servicio, saludó mecánicamente:
─Buenas noches, señor Crail.
─Buenas noches, Tom ─respondió Crail.
La puerta se cerró detrás de nosotros.
Señalé en dirección al coche de la agencia con mi pulgar y dije:
─Aquí está el coche.
Me senté al volante y Crail tomó asiento a mi lado. Las calles estaban llenas de tráfico a aquella hora, pero exponiéndome a la consiguiente multa, llegué en menos de diez minutos al número 207 de la West Orleans Avenue.
Era una casa de pisos amueblados bastante antigua y la capa de estucado no lograba alegrar la fachada. Unas cuantas parras silvestres crecían frente al edificio. Las estrechas ventanas hablaban claramente de falta de luz y ventilación en aquellas habitaciones.
Bajamos del coche y nos acercamos a la puerta. Crail apretó el botón de un timbre que correspondía a una tarjeta de visita con el nombre de «Georgia Rushe», en letras clásicas inglesas.
Nadie respondió a la llamada.
Llevaba una llave maestra en el bolsillo, pero no quise manejarla en aquellos momentos. Apreté dos o tres timbres al azar y, al cabo de un momento, oímos el zumbido que indicaba que alguien abría la puerta desde su piso gracias al aparato eléctrico.
Empujé la hoja de la puerta de entrada.
El número en el buzón de Georgia Rushe nos reveló que su de apartamento era el 243. Había ascensor, pero no me entretuve en subir en él sino que emprendí rápidamente la ascensión de las escaleras subiendo de dos en dos los peldaños. Crail me siguió respirando afanosamente.
Nadie respondió cuando llamé a la puerta del departamento 243.
Fijé mi mirada en Crail. Su rostro estaba sombrío. Incluso a la luz de la penumbra que reinaba en el corredor, observé que estaba pálido y una profunda arruga se marcaba en las comisuras de sus labios.
No consideré esta vez oportuno el momento para andar por las ramas. Saqué mi llavero del bolsillo y probé una de las llaves.
Tuve suerte al primer intento. Abrimos la puerta. Encendí la luz que iluminó sin demasiada claridad la estancia. Los sillones habían conocido días mejores y el papel de la pared era viejo y descolorido. Se trataba sólo de una habitación bastante grande con dos estrechas ventanas. Una puerta tapaba la cama plegable. La alfombra estaba agujereada en algunos sitios y dos profundas marcas indicaban dónde se posaban los pies de la cama. En el centro de la habitación había una mesa de madera de pino. Sobre la misma se veían unas cuantas revistas.
Un sombrero y un abrigo de mujer estaban tirados sobre una silla. Una puerta a la que había sido clavado un gran espejo daba al cuarto de baño.
En otra silla aparecía una gran maleta llena de vestidos y ropas de mujer.
Crail emitió un profundo suspiro de alivio.
─No se ha marchado todavía ─dijo.
Eché una mirada en torno mío.
─No comprendo cómo no ponen lámparas más potentes en estas casas ─dije y apagué súbitamente las luces.
Instantáneamente la estancia quedó sumida en la penumbra y la luz de la tarde que penetraba por las estrechas ventanas creaba una atmósfera de siniestra irrealidad.
Observé un débil reflejo de luz por debajo de la puerta del cuarto de baño.
─¡Por amor de Dios, vuelva a encender la luz! ─exclamó Crail.
Di la vuelta al interruptor.
─Seguramente habrá salido para ir a buscar algo ─dijo Crail─. Está haciendo sus maletas. Propongo…
─¿Qué?
─Esperar.
─De acuerdo, siéntese ─le dije.
Crail se sentó en una de aquellas sillas de alto respaldo y trató de adoptar una posición cómoda en la misma.
Me acerqué a la mesa junto a la pared y abrí el cajón central.
Encontré allí un pequeño frasco de cristal vacío. La etiqueta decía: «Luminal».
Reflexioné durante unos instantes, consulté mi reloj y, dirigiéndome a Crail, le pregunté:
─¿A qué hora se marchó de la oficina?
─Aproximadamente a las cuatro y diez ─respondió Crail─. Se encontraba indispuesta y yo le dije que se fuese pronto a casa.
─¿Observó usted algo peculiar en su actitud?
─¿En qué sentido?
─De la forma como se despidió de usted.
Fijó su mirada en la mía y asintió gravemente.
─Sí, me llamó la atención cuando se despidió de mí. Había algo de despedida final en sus palabras. Sospecho que ella leyó mis pensamientos.
De nuevo consulté mi reloj. Eran las cinco y cuarto.
Me senté en la silla frente a Crail y saqué un paquete de cigarrillos.
─¿Un cigarrillo? ─pregunté.
Denegó con la cabeza.
Encendí un cigarrillo y Crail permaneció contemplándome. En su frente lucían unas pequeñas gotas de sudor.
─¿Cómo se enteró usted… de que ella quería marcharse?
Fijé mi mirada en el hombre y pregunté:
─¿Cómo sabía usted que su esposa seguía en su coche a Rufus Stanberry?
Evitó mirarme a los ojos durante unos segundos y luego dijo:
─Ella me lo contó.
Esbocé una sonrisa.
Vi cómo el hombre se sonrojaba.
─¿No me cree usted? ─preguntó.
─No.
Su rostro se endureció.
─No estoy acostumbrado a que duden de mis palabras.
─Lo sé ─asentí con simpatía─. ¿Conducía Georgia el coche o era usted el que iba en el coche de ella?
No pudo evitar poner cara de asombro.
Me retrepé contra el respaldo y exhalé unas bocanadas de humo.
─¿Qué es lo que sabe usted del coche de Georgia? ─me preguntó.
─Una de las partes del accidente anotó las matrículas de todos los coches que en aquel momento se encontraban allí.
─Debe tratarse de una confusión.
Sonreí y guarde silencio.
─¡Está bien! ─exclamó Crail─. Era yo quien iba en el coche de Georgia. Ella no está enterada de nada. Quiero decir… no sabe con qué fin le pedí su coche. ¡Maldita sea, Lam!, soy un ser despreciable que me dediqué a seguir a mi mujer. Deseaba saber… sospechaba que se había citado con alguien y me preguntaba… en fin, lo del Edificio Stanberry.
─Estoy enterado ─dije.
Durante un rato guardó silencio.
─Cuando usted tuvo conciencia de que su esposa se hallaba metida en un asunto un tanto feo, decidió usted ayudarla fuese lo que fuese. Cuando se enteró de que Esther Witson había anotado el número de su coche, así como el número de la matrícula relacionado con el accidente, quiso usted inmediatamente arreglar el asunto ofreciendo una indemnización a la parte demandante.
El hombre continuó guardando silencio.
─La vida es un fenómeno peculiar, o mejor dicho, una serie de fenómenos. Muchas veces resulta difícil hacer algo sin herir a alguien.
Vi como sus ojos se fijaban escrutadores en mí, pero yo no aparté la mirada de él y continué hablando en términos abstractos.
─La mayoría de las veces, en los asuntos del corazón, lastimamos los sentimientos de una persona u otra no importa lo que hagamos. En ocasiones herimos a la vez los sentimientos de varias personas. Pero, cuando tratamos de elegir a la persona que no deseamos herir, algunas veces resulta que no nos damos verdadera cuenta de quién es esta persona. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
─No comprendo lo que esto tiene que ver con lo otro ─respondió
─Algunas veces la mujer que realmente nos ama permanece en un segundo término de forma que no nos damos cuenta de cuánto llegamos a herirla. Por otro lado, existen también otras mujeres que se interponen entre la que nos ama y la que no deseamos herir…
─¿De qué diablos está hablando usted? ─preguntó Crail.
─De su esposa ─respondí.
Guardamos profundo silencio durante largo rato.
─¡Dios mío! ─exclamó Crail poniéndose finalmente en pie.
No dije nada.
─Debería abofetearle ─dijo.
─No lo haga ─le dije─. En lugar de ello, eche una mirada al cuarto de baño.
Crail volvió una mirada llena de angustia hacia la puerta que comunicaba con el cuarto de baño. Súbitamente se precipitó hacia la puerta y la abrió de golpe.
Georgia Rushe estaba tendida en la bañera, completamente vestida. Tenía los ojos cerrados. Su rostro estaba ligeramente pálido y tenía la boca un tanto abierta.
Me acerqué al teléfono, llamé a la central de Policía y rogué me pusieran en comunicación con el sargento Frank Sellers de la Brigada Criminal.
─¡Hola, Frank! ─exclamé al cabo de unos instantes─, soy Donald Lam. Manda una ambulancia al número 207 de West Orleans Avenue. El apartamento en cuestión es el número 243. Ha tratado de suicidarse tomando Luminal. No hará de ello más de cuarenta y cinco minutos desde que tomó la dosis, y un lavado de estómago y un estimulante fuerte la curarán por completo.
─¿Cómo se llama? ─preguntó Sellers.
─Georgia Rushe.
─¿Y por qué me llamas a mí?
─Ellery Crail está aquí y podrá contarte una larga historia si le ruegas te la explique.
─Comprendo.
─Y que uno de tus hombres cuide de Frank L. Glimson, de Cosgate & Glimson. Dile a Glimson que Irma Begley, la parte demandante en el caso contra Philip E. Cullingdon, ha confesado su fraude y hecho una declaración que inculpa a Cosgate & Glimson. Vigila sus llamadas telefónicas.
─¿Esta Georgia Rushe hablará? ─pregunté.
─Ella no te interesa. El que te interesa es Crail.
Crail, que en aquel momento salía del cuarto de baño, exclamó:
─¿Qué es esto? ¿Con quién está hablando de mí?
─Rogaba subieran un poco de café caliente ─le dije─. Será mejor que la saquemos de la bañera.
Colgué el auricular.
Crail y yo sacamos a la muchacha de la bañera.
─Póngale toallas de agua fría en la frente y el pecho. Voy a buscar café.
Crail dirigió una mirada hacia la cocina.
─Tal vez pudiéramos preparar un poco de café aquí.
─No podemos perder tiempo. Hay un restaurante aquí mismo ─dije y salí del cuarto dejando en él a Ellery Crail y Georgia Rushe.