BERTA Cool cerró cuidadosamente la puerta.
─¡Maldita sea! ─exclamó─. Tú tienes la culpa de todo esto. ¿Por qué no me avisaste que iba a salir tan mal parada de todo este asunto?
─Lo intenté, pero tú estabas tan segura de que ningún abogado es capaz de sacarte de tus casillas…
Berta cogió un cigarro y lo encendió.
Yo saqué uno de los míos y me acomodé en el mullido sillón.
─¿Cómo diablos puede uno recordarse de todos esos pequeños detalles? No es posible acordarse de lo que una estaba haciendo y de los segundos que se tardó entre una cosa y otra.
─Esther Witson me interesa ─dije yo─. Te estuvo siguiendo durante ocho o diez manzanas de casa. Recuerda…
En aquel instante llamaron tímidamente a la puerta.
─Si es Mysgart, no pierdas el dominio de tus nervios ─le advertí.
Berta me dirigió una mirada desesperada.
─Si es ese maldito abogado ─dijo─, habla… habla tú con él.
Abrí la puerta.
─¿Puedo entrar? ─preguntó Mysgart.
─Entre ─le invité y le señalé el sillón destinado a los clientes.
Mysgart dirigió una sonrisa a Berta Cool.
─Espero no me guardará rencor, señora Cool.
Contesté por Berta:
─En modo alguno. Los negocios son los negocios.
─Gracias, señor Lam. Me alegra que comprenda usted mi posición. Mi cliente es un poco impulsiva… como muchas mujeres.
Berta fijó su mirada en el hombre, pero se limitó a exhalar una bocanada de humo.
─¿Un cigarrillo? ─pregunté a Mysgart.
─Gracias.
Le alargué la caja, el hombre cogió un cigarrillo y lo encendió.
─¿Ha sufrido la señora Lidfield lesiones graves? ─pregunté.
Esbozó una ligera mueca y dijo.
─Usted ya sabe cómo son estas cosas. Si logra que se la indemnice, saltará inmediatamente de la cama. En caso contrario, permanecerá un año entero tumbada en el lecho. Glimson es un individuo astuto. Está especializado en esta clase de asuntos.
─Usted tampoco es manco ─le dije.
Esbozó una sonrisa complacida.
─¡De todos los malditos…! ─comenzó Berta.
─Perdóname. Si eres tú la que quieres hablar, me marcho ─le dije a Berta dando unos pasos hacia la puerta.
─Quédate, Donald.
Dudé unos instantes mirándola con expresión significativa.
─Callaré ─me prometió Berta.
Mysgart se apresuró a decir.
─La señora Cool dijo algo con respecto a estar conformes en llegar a un acuerdo de forma que no tuviese que presentarse como testigo.
─Pero da el caso de que ya ha actuado como testigo ─dije yo.
Mysgart abrió su cartera de mano, extrajo unos papeles, cogió uno y lo estudió detenidamente.
─Creo que será factible llegar a un acuerdo amistoso. Creo que usted es el motivo por el cual Glimson tenía tanta prisa en obtener declaración. Estoy convencido de que es su deseo llegar a un pronto acuerdo.
─Bien, si podemos hacer algo por usted.
Me miró sorprendido.
─¿Quiere usted decir con esto que ya no le interesa llegar a ningún acuerdo?
─No tengo ningún interés.
─¡Pero, señor Lam! No quisiera precisamente, pero me parece que podemos arreglar este asunto sobre una base pecuniaria y de forma amistosa, ya que los hechos demuestran ahora que, según su propio testimonio, la señora Cool actuó con negligencia por su parte. Detuvo su coche en un lugar no permitido, en un momento en que estaba prohibido detenerse allí y dando señales equívocas al mismo tiempo.
─¿Y qué hay con respecto a su cliente? Si realmente Lidfield conducía su coche a alta velocidad, tenía que estar en el cruce antes de que Esther Witson pudiese llegar al mismo. En este caso la culpa recae sobre ella.
─Admito que en este caso hay varios aspectos muy poco claros ─observó Mysgart.
─A Glimson en cambio le parecen muy claros indudablemente.
Mysgart asintió.
─Esperaba encontrar una solución y liquidar este asunto.
─¿Cuánto desea Glimson?
─Oh, no tengo ni la menor idea.
Continuó fumando sin decir palabra.
─Si ustedes contribuyesen también ─dijo Mysgart─, mi cliente estaría dispuesto a contribuir por su parte y entre los dos podríamos dar por acabado este enojoso asunto.
─Está bien ─dije─. Ofrecemos quinientos dólares, ni un penique más.
Me contempló en son de reproche.
─¡Quinientos dólares! ¿Se trata de una broma o de un insulto?
─Tómelo como quiera. Si no le conviene retiro la oferta.
─No, no. No, no ─dijo apresuradamente─. No se precipite, señor Lam. A fin de cuentas, usted y yo somos hombres de negocios y sabemos dominar nuestros nervios. ¿No es cierto?
Mysgart se puso en pie y volvió a meter sus papeles en su cartera de mano.
─No perdamos la serenidad, señor Lam ─dijo─. Usted y yo somos hombres de negocios. Veremos lo que se puede hacer. Glimson y su cliente están esperando juntos al ascensor. Voy a hablar con ellos.
Mysgart salió de la oficina.
─¿Por qué no le has ofrecido mil quinientos dólares? ─me dijo Berta─. Hubiera saltado de alegría.
─Esperemos.
─Todo este maldito asunto me tiene asqueada. ¡Malditos abogados! Los odio. ¡Las preguntas que me ha llegado a dirigir!
Le dirigí una sonrisa tranquilizadora.
─Me gustaría verte sentado en la silla de los testigos y a uno de esos pajarracos dirigirte tantas preguntas como a mí ─dijo Berta.
En aquel momento sonó el teléfono.
Berta cogió el auricular.
─¡Diga! ─pero inmediatamente su voz se tornó suave y melosa─. Oh, sí, señorita Rushe. No, claro que no, no nos hemos olvidado de usted. Un momento y hablará con Donald. Está aquí mismo. Un momento… Sí…
Berta cubrió el auricular con su mano y me dijo:
─Es Georgia Rushe, maldita sea si no me había olvidado de su existencia. ¿Qué nos había encargado…? Ah, sí, el caso de la señora Crail. Habla tú con ella, muchacho. Le diré que estás dictando… piensa mientras alguna excusa…
─Hablaré con ella ─dije.
─Inventa algo mientras tanto. ─Quitó la mano del micrófono y dijo─: Está dictando en estos momentos, señorita Rushe, vendrá inmediatamente. Aquí. ¿Cómo? ¿Qué es lo que dice?
Vi cómo el rostro de Berta se sonrojaba de súbito.
─¡Repítalo, por favor! Hable más despacio ─estuvo escuchando durante aproximadamente treinta segundos y luego dijo─: ¿Está segura de lo que quiere? En fin, si éste es su deseo. Pobre muchacha, está llorando. Escúcheme. Será mejor que hable con Donald. Está aquí ahora. Quiere hablar con usted.
Cogí el auricular que me alargó Berta.
─Diga, señorita Rushe, soy Lam.
Georgia Rushe comenzó a hablar con tal rapidez que me resultó difícil entenderla. Era un fluir continuo de sonidos histéricos.
─Quiero que deje correr el asunto, señor Lam. No se preocupe más de él. No haga nada; déjelo todo tal como está. Lamento haber empezado. Jamás sospeché adónde podría conducir todo esto; en caso contrario, nunca lo hubiese iniciado. Y no se preocupe por los doscientos dólares. Olvídese de todo este asunto. Jamás, bajo ninguna circunstancia, descubra que solicité sus servicios. Y, por favor, deje correr todo el asunto.
─¿Me permite preguntarle cómo es que ha llegado a esta decisión, señorita Rushe?
─No se lo puedo decir. No le puedo contar ni una sola palabra. No tengo tiempo para discutir este asunto. No lo deseo tampoco. Olvídese de todo, por favor.
─Tal vez fuera mejor que viniese usted a esta oficina y nos confirme personalmente…
─No necesita confirmación. Haga lo que le digo. No es necesaria confirmación por escrito. ¿Qué es lo que intentan? Olvídese de este asunto. Guárdense el dinero.
─Pero, señorita Rushe, ahora precisamente que comenzábamos a poseer un material sumamente valioso…
─Esto es precisamente lo que me asusta. Por eso quiero que dejen correr el asunto. No deseo nada, no quiero nada. Yo me marcho de la ciudad. No… quiero permanecer más tiempo aquí. No volverán a verme… jamás.
Oí unos sollozos al otro extremo de la línea telefónica y, súbitamente, sin más palabras, colgaron el auricular.
─¿Qué te parece esto? ─me preguntó Berta.
Dirigí una grave mirada a mi socia.
─Estoy convencida de que ella desea que continuemos trabajando en el caso.
El rostro de Berta se sonrojó.
─¡Maldita sea! ¿Acaso crees que no entiendo el inglés? Sé perfectamente lo que ha dicho. Sólo te he preguntado lo que te parecía a ti. En ocasiones eres…
De nuevo sonó otro tímido golpe en la puerta, que me hizo sonreír.
─Mysgart ─dije.
Berta esbozó una amable sonrisa.
─Sea como sea, ese maldito granuja está ganando dinero para nosotros. ¡Entren!
Mysgart abrió la puerta excusándose. Se sentó en el sillón.
─Señor Lam ─dijo─ creo que si ustedes pueden llegar hasta los mil dólares, podemos dar por terminado este asunto.
Consulté mi reloj y le dirigí una sonrisa.
─Dos minutos demasiado tarde, desgraciadamente.
─¿Qué quiere usted decir?
─Quiero decir que la señora Cool y yo acabamos de recibir una mala noticia. Un caso sumamente importante en el que estábamos trabajando, ha sido cancelado.
Mysgart se pasó la mano por el mentón.
─En tales circunstancias, veo incluso dificultades en poder contribuir con quinientos dólares para llegar a un acuerdo. Temo que tendremos que dejar que el caso siga su curso.
─¡Oh, pero usted no puede hacer esto! ¡No puede usted hacer tal cosa! ¡Casi he llegado ya a un acuerdo!
─¿Sobre la base de los mil dólares? ─le pregunté.
─Espere un minuto ─dijo y se puso en pie de un salto─. Un minuto no más. ¡No se marchen! Vuelvo enseguida.
Salió volando de la oficina.
Berta me miró y dijo:
─Sea lo que sea lo que haya dicho la señorita Rushe por el teléfono, no afecta para nada lo que desea hagamos por él el señor Crail.
─Estamos tratando con abogados…
De nuevo sonó el tímido golpe de Mysgart en la puerta, pero esta vez no esperó a que le invitáramos a entrar, sino que entreabrió la puerta lo justo para dejar pasar su cuerpo y la volvió a cerrar de nuevo. En sus labios lucía una sonrisa, pero sus ojos brillaban astutos.
─De acuerdo. Lo he resuelto. Todo está arreglado. Mis felicitaciones a ustedes dos. Se han librado ustedes de una situación muy comprometida. Quinientos dólares. He confirmado a la parte demandante que se les pagaría en efectivo.
─La señora Cool desea una renuncia por escrito firmada por el señor Lidfield, la señora Lidfield y la señorita Esther Witson ─dije.
─De acuerdo. Me he tomado la libertad de rogarle a su secretaria escribiera a máquina la renuncia de la señorita Esther Witson y el señor Glimson tiene en su poder las renuncias firmadas por la señora y el señor Lidfield.
─¿De dónde ha sacado la firma de la señora Lidfield? ─preguntó Berta.
─Glimson la traía consigo; la cantidad, claro, estaba en blanco.
Berta empujó una o dos pulgadas la silla hacia atrás.
─¿Insinúa usted acaso que ese maldito granuja vino aquí con el sólo objeto de hacerme víctima de un chantaje? ¿Quiere usted decir que ya desde un principio tenía en su poder la renuncia?
Mysgart levantó su diestra en actitud defensiva.
─Un momento, señora Cool, sólo un momento. Serénese, por favor. No se exciten, se lo ruego. Se trata de algo legal, algo que se usa para evitar inútiles dilaciones y complicaciones, señora Cool.
─Extiende un talón a nombre de John Carver Mysgart, abogado de Esther Witson ─le dije a Berta─, y Cosgate & Glimson, abogados del señor y la señor Lidfield, por quinientos dólares.
─¿Qué diablos estás diciendo? ─me preguntó Berta─. Extenderé un talón a nombre de los Lidfield y de Esther Witson y lo entregaré cuando reciba las renuncias.
─No seas tonta, Berta ─le dije─. Estamos tratando con abogados especializados en accidentes de automóviles…
─¿Qué diablos tratas de insinuar? ─preguntó Berta.
─Es un acto de cortesía profesional extender el talón a nombre de los abogados y no de sus clientes.
─¿Y qué me protege a mí?
─La renuncia del cliente ─intervino Mysgart dirigiéndome una sonrisa de agradecimiento─. Le entregarán una renuncia firmada convenientemente y muy amplia, señora Cool, renunciando a toda exigencia contra usted, sea de la clase, naturaleza o descripción que sea, desde los primeros días de nuestro mundo hasta la fecha.
─¿Desde los primeros días de nuestro mundo? ─preguntó Berta.
─Una forma legal, señora Cool.
─Es usted demasiado bueno conmigo ─dijo Berta con sarcasmo─. Bastaría con poner cincuenta años ─añadió.
─La frase «desde los primeros días de nuestro mundo» es una garantía legal. Al parecer, el señor Lam está familiarizado con tales procederes y estoy seguro de que él le explicará la conveniencia de esta protección.
─¡Tonterías! ─exclamó Berta disgustada─. ¿Tengo que escribir todo esto en un talón?
─Elsie lo puede llenar a máquina ─dije─. Dame un talón, que yo le dictaré.
─No lo entregues hasta recibir las renuncias ─dijo Berta.
Mysgart volvió a carraspear.
─El Banco está en esta misma casa ─le dije a Mysgart─. Ya no son horas de oficina, pero podemos entrar por la puerta interior y nos entregarán la cantidad en efectivo tratándose de un caso así. Usted y Glimson pueden bajar al Banco conmigo. Cuando el cajero les entregue el dinero, me entregarán ustedes las renuncias y…
Mysgart emitió un suspiro de alivio.
─¡Usted y yo somos hombres de negocios, señor Lam! ─dijo entusiasmado─. ¡Magnífico!
Berta abrió el cajón de su mesa escritorio, sacó el talonario del Banco y me entregó uno para que lo llenase.
─Donald ─me dijo─, si me aprecias en algo, saca a estos malditos abogados de mi oficina.
Mysgart se volvió para pronunciar algunas palabras conciliadoras.
Pero yo le cogí del brazo y lo conduje amablemente fuera de la oficina.
Elsie Brand llenó el talón.
─Un momento ─le dije a Mysgart─. Berta firmará el talón y luego bajaremos juntos al Banco. Pero hay un par de cosas que deseamos obtener en relación con este acuerdo.
─¿De qué se trata?
─Esther Witson anotó los nombres y las matrículas de los coches de todos los testigos posibles en el momento de ocurrir el accidente y supongo que el señor Lidfield actuaría en el mismo sentido por su cuenta. Mi socia es un poco recelosa. Desea poseer todos los datos que posean ambas partes, los nombres de los testigos y los números de sus coches.
─¡Oh, sí! ─dijo Mysgart asintiendo inmediatamente─, comprendo perfectamente. Ella confunde mi actitud profesional con mis relaciones personales. Le entregará los datos, Lam, todos los datos.
Entré en la oficina de Berta para que firmara el talón.
Me miró con recelo y dijo:
─No comprendo un solo comino de todo esto ─vaciló, pero cogió la pluma y firmó el talón.
Salí de la oficina cerrando suavemente la puerta detrás de mí.
El pequeño grupo estaba reunido junto al ascensor. Lidfield me tendió tímidamente su mano.
─No se había presentado todavía la ocasión de saludarle, señor Lam. Estoy contento de haber resuelto esto. Un caso sumamente enojoso.
─Deseo un pronto restablecimiento de su esposa ─dije yo.
Una expresión de tristeza se reflejó en su rostro.
─Gracias. ¡Pobre muchacha!
Bajamos al Banco.
─Un momento ─dije─. Me han prometido ustedes una relación completa de los testigos.
Mysgart dirigió una sonrisa a Esther Witson y me dijo:
─Copie estos nombres o… tome toda la página ─y arrancó la hoja del librito de notas y me la entregó.
─¿Están anotados todos aquí? ─pregunté.
─Todos ─respondió.
Glimson se volvió a Lidfield.
─Deme la lista de sus testigos.
─Me limité simplemente a anotar las matrículas de los coches que se encontraban cerca del lugar del accidente ─dijo.
─Supongo que, cuando su cliente le entregó los números de las matrículas, investigaría usted inmediatamente quiénes son sus propietarios, ¿verdad? ─pregunté, dirigiéndome a Glimson.
Glimson asintió de mala gana, abrió su cartera de mano y me alargó una hoja de papel escrita a mano sin decir palabra.
El cajero les entregó el dinero y rápidamente se dirigieron juntos a la puerta de la salida del Banco.