ESTHER Witson entró en la oficina contoneando sus caderas y esbozando una amplia sonrisa. Un par de pasos detrás de ella la seguía un hombre de unos sesenta años que nos contempló amigablemente a través de unas gafas con montura de concha. Tenía los ojos azul verdosos y todo su ser revelaba dinamismo. Daba la impresión de ser un hombre que ha leído muchos libros donde se enseña cómo influir sobre los semejantes y que recordaba perfectamente todo lo que había leído. Lucía un pequeño bigote que se asemejaba a un cepillo. Sus gruesos dedos sujetaban el asa de una cartera de mano.
─Mi abogado, el señor Mysgart, John Carver Mysgart. Desde hace años cuida de mis intereses legales ─explicó Esther Witson.
Mysgart se inclinó ceremoniosamente ante Berta Cool.
─La señora Cool ─continuó Esther Witson las presentaciones─, y el señor Lam.
Mysgart nos estrechó las manos. Dijo alegrarse mucho de conocernos.
─Siéntense, por favor ─les invitó Berta.
─Me han enviado una citación ─dijo Esther Witson─. He venido acompañada de mi abogado para que les explique el aspecto legal de la situación.
Se volvió hacia Mysgart.
El abogado carraspeó. Instantáneamente, desapareció la expresión amigable de su rostro, tan pronto comenzó a hablar en un tono de grave solemnidad:
─Lamento profundamente que la profesión legal se vea mancillada por una firma como Cosgate & Glimson.
─¿Picapleitos? ─preguntó Berta.
─No es ésta la palabra exacta ─corrigió Mysgart─. Son astutos, agresivos, capaces y escrupulosos en cuanto concierne a observar el exacto contenido de la Ley. Pero esto es todo. Sí, señora Cool, esto es todo. Compréndame, se trata simplemente de una afirmación confidencial por mi parte…; sinceramente, sólo por tratarse de ustedes.
─Ha tenido que tratar varios asuntos con ellos ─observó Esther Witson.
Mysgart abrió la cartera de mano.
─Tomemos, por ejemplo, este recriminable intento de influir en su testimonio, señora Cool. Es legal en el sentido de que no existe ninguna ley en contra, pero se trata de algo que repugna a nuestra ética profesional. Se ha dado cuenta de lo que pretenden de usted, ¿no es cierto?
─Me han demandado ─respondió Berta Cool.
─Exacto. La han demandado a usted a fin de molestarla, de causarle quebraderos de cabeza, de asustarla, con el propósito de lograr que usted se sienta animada a congraciarse con ellos.
─No pueden asustarme ─dijo Berta.
Esther Witson intervino con evidente satisfacción.
─Esto mismo es lo que le he dicho al señor Mysgart.
Mysgart se inclinó ante Berta.
─Me alegra oírle pronunciar estas palabras, señora Cool. Mi intención es que el tiro les salga por la culata. Tiene usted derecho a un previo aviso de cinco días antes de que puedan tomarle declaración, pero estos abogados, claro está, se han abstenido de informarla de ello. No obstante, hemos estudiado una perfecta defensa contra el proceder de ellos, señora Cool. Mi cliente no es solamente inocente, sino generosa, humana, una mujer que comprende perfectamente las molestias que le ha acarreado a usted todo este desgraciado asunto.
»Señora Cool, mi cliente, la señorita Esther Witson, ha expuesto sus deseos de que la defensa legal de usted corra de su cuenta. En otras palabras, he sido instruido por mi cliente en el sentido de que proceda a actuar como abogado suyo sin que esto signifique ningún desembolso para usted ni de un centavo, señora Cool. Mi cliente correrá con todos los gastos.
El rostro de Berta se iluminó.
─¿Quiere decir con esto que no tendré necesidad de solicitar los servicios de ningún otro abogado?
─No, el señor Mysgart la representará. Él se cuidará de todo ─dijo Esther Witson.
─¿Y no tendré que pagar un solo centavo?
─Ni un solo centavo ─repitió Mysgart.
Berta emitió un suspiro de alivio y encendió un cigarrillo.
Guardaron unos momentos de silencio mientras Berta encendía el cigarrillo. Comprendí que Berta buscaba las palabras adecuadas para exponer su plan, pero súbitamente, exultó:
─¿Qué tal un arreglo pecuniario del caso?
─¡Un arreglo pecuniario! ─exclamó Mysgart pronunciando las palabras como si le costara esfuerzo comprenderlas─. Mi querida señora Cool, ni pensar en esto… en absoluto.
Berta exhaló unas cuantas bocanadas y me miró como solicitando ayuda por mi parte.
Me limité, no obstante, a guardar silencio.
─Como ustedes ya saben ─añadió Berta─, los pleitos cuestan dinero. Y se me ha ocurrido que, precisamente para evitar todas las complicaciones que trae consigo un litigio… en fin, podría intentarse ofrecer una indemnización al abogado de la parte demandante y dar por terminado de forma amistosa este enojoso asunto.
─¡Oh, no lo intente! ¡Por amor de Dios, no haga usted una cosa así, señora Cool! Admitirá con ello su culpabilidad. Sería un desastre inconcebible.
─Soy una mujer con mucho trabajo ─dijo Berta─. No puedo permitirme…
─¡Oh, pero si no va a tener que desembolsar ni un centavo! ─la interrumpió Esther Witson─. El señor Mysgart la representará en los Tribunales de un modo completamente gratuito.
─Comprendo ─asintió Berta Cool─. Pero ¿y mi tiempo? He creído que quizá… si me ofrecieran mil o dos mil dólares de la parte demandante…
Mysgart y su cliente intercambiaron una mirada de asombro.
─¿Quiere decir que piensa ofrecer esta cantidad de su propio bolsillo?
─¿Por qué no?
─Pero ¿con qué finalidad? ─preguntó Mysgart─. Comprenda una cosa, señora Cool, y es que la única razón por la cual la han convertido a usted en parte de la acción, es con el solo fin de conseguir su declaración. Es un ardid muy astuto. La colocarán a usted frente a la disyuntiva de hacer su declaración en el sentido que a ellos les interesa y, en este caso, anular toda demanda contra usted o amenazarla con un litigio largo y costoso. No cabe la menor duda de que es un intento para influir en un testigo.
Berta se volvió hacia Mysgart, guardó silencio durante unos instantes como buscando palabras, y finalmente, se volvió hacia mí y exclamó:
─¡Maldita sea! Di algo.
Mysgart enarcó sus cejas y me contempló con curiosidad.
─¿Quieres que diga lo que pienso? ─pregunté a Berta.
─Sí.
─Diles la verdad. Diles que la señorita Witson te seguía con su coche; que detuviste tu coche, pues querías girar a la izquierda; que le diste la señal para que te adelantara; que ella se detuvo para insultarte y que ésta es la única razón por la cual no vio venir el coche de Lidfield.
Se hizo un profundo silencio.
Esther Witson fue la primera en volver a tomar la palabra.
─Bien, si ésta es la actitud que usted piensa adoptar, sé perfectamente entonces a qué atenerme.
─Vamos, vamos, señoras ─intervino Mysgart─. Permítanme…
─¡Cállese! ─le ordenó Esther Witson─. La verdad es que esa ballena conducía por el centro de la calzada. Primero, estaba a la izquierda. Luego, se situó en el tramo derecho, directamente delante de mí. Luego dio…
─¿Quién es una ballena? ─gritó Berta.
─¡Usted!
─Señoras, señoras. ─se interpuso Mysgart.
─¡Dios mío! ─gritó Berta─. Ninguna mujerzuela con dentadura de caballo me llama a mí ballena. Soy gruesa… pero soy dura. ¡Fuera de aquí!
─Y como era difícil saber lo que iba a hacer ─continuó Esther Witson─, me encontré en el cruce y…
─Mi querida señorita ─dijo Mysgart, que se había puesto en pie entre Berta y Esther Witson─, mi querida señorita, no debe usted hacer tales afirmaciones.
─¡No me importa! ─gritó Esther Witson─. Toda la culpa fue de ella y, por lo que respecta a mí, ella es la única responsable del accidente.
─Tenía usted tantos deseos de insultarme que casi se torció el cuello para sacarlo por la ventanilla. No miraba usted por donde iba. Lo único que vi fue esa dentadura de caballo…
─¡No diga nada contra mis dientes, inmundo barril…!
Mysgart abrió la puerta.
─Por favor, señorita Witson, se lo ruego.
─¡Ya no me interesa como testigo! ─gritó Esther Witson por encima de sus hombros─. ¡Odio las personas estúpidas!
─Cierre la boca si puede ─le respondió Berta─. Repugna ver esa dentadura en un ser humano, es sólo propia de los animales.
Cerraron la puerta de golpe.
Berta, con el rostro congestionado, me lanzó una mirada cargada de odio.
─¡Maldita sea! ─exclamó─. Tú y nadie más que tú tiene la culpa de todo esto. ¡Ah, cómo te odio!
─Tu cigarrillo está quemando el tablero de la mesa ─me limité a decir.
Berta cogió el cigarrillo y lo aplastó contra el cenicero.
─Más pronto o más tarde, se averiguará. Es preferible así ─dije─. No se puede jugar con la verdad. Comprende una cosa: Esther Witson tiene dinero. Si eres tú la que resuelves el asunto, Mysgart no le podrá presentar sus honorarios. Si tú te pones del lado de ellos, Mysgart estará en condiciones de justificar unos emolumentos de tres mil dólares por lo menos. Di la verdad y Mysgart se encargará de llegar a un acuerdo. Bien, tengo algo que hacer todavía. Volveré a las tres. Mejor será que medites sobre lo que vas a decir.
Salí de la oficina. Berta estaba demasiado ensimismada en sus pensamientos para decir nada.