LAS tres manzanas de casas que me separaban de mi buena vivienda, se me antojaron tres millas. Me dirigí al garaje y sonreí al encargado, que se hallaba reparando un coupé.

Contempló los dos billetes que le alargué como si fuesen un insulto en lugar de una propina. Finalmente, movió varios coches de sitio y, señalando con el pulgar hacia el nuestro, contestó:

─Aquí está.

Subí al coche, puse el motor en marcha y abandoné el garaje. Recorrí media docena de manzanas de casas y luego detuve mi coche junto a la acera. Aguardé allí unos cinco minutos, volví a poner el motor en marcha y me entretuve en dar varias vueltas a la manzana.

Nadie me seguía.

Una ligera niebla procedente del océano se había ido cerniendo sobre la ciudad. El aire era frío. La enfermedad se volvería a apoderar de mi cuerpo y mi sangre, debilitada por las fiebres y la vida en los trópicos, me enfriaría y de nuevo volvería a experimentar aquellos fríos estremecimientos que sacudían todo mi cuerpo. Pero estos temores sólo duraron un minuto o dos, e inmediatamente los alejé de mi mente.

Me encaminé al Palacio de Justicia, tuve la suerte de encontrar un buen sitio y dejé allí mi coche.

Esperé durante cosa de media hora, que se me antojó una eternidad. Finalmente, vi aparecer a Billy Prue en el umbral iluminado del portal de entrada, mirar a un lado y otro de la calle, volverse hacia la derecha y comenzar a caminar con paso rápido, como si supiese exactamente dónde quería ir.

Esperé hasta que hubo recorrido aproximadamente una manzana de casas y puse luego el motor de mi choche en marcha.

Vi que miraba en busca de un taxi libre.

Acerqué mi coche a la acera, bajé el cristal de la ventanilla y le pregunte:

─¿Taxi señorita?

─Me miró con expresión dubitativa, luego, al reconocerme, con ojos llenos de enojo.

─Puede usted subir, señorita ─dije─. No le costará ningún dinero.

Se acercó al coche y abrió la portezuela.

─De modo que me ha estado espiando, ¿verdad? Debí habérmelo imaginado.

─No diga niñerías ─dije yo con expresión cansada.

─¿Cómo sabía usted que estaba yo aquí?

─Es una historia muy larga.

─Será mejor que me la cuente.

─Alguien ha metido el arma homicida dentro de mi coche mientras el mismo estuvo parado delante de la casa de Cullingdon.

Vi cómo en su rostro se reflejaba una expresión de sorpresa.

─La Policía me ha estado interrogando. Berta Cool, mi socia, cree que es usted la que me ha metido en este lío.

─¿Y se lo ha dicho a la Policía?

─No sea tonta. Berta no es tan estúpida para hacer una cosa así.

─Pues, ¿qué ha ocurrido?

─Berta Cool estaba angustiada. Mencionó que yo había comprado tres paquetes de cigarrillos, pero Frank Sellers, de la Brigada Criminal, no le hizo el menor caso. Entonces supe que usted estaba aquí.

─No le comprendo.

─Sellers no es tonto. Si no hubiese estado perfectamente informado con respecto a usted, le hubiesen llamado inmediatamente la atención las palabras de Berta y hubiese insistido hasta saber qué era lo que Berta trataba de insinuar. Pero al ver que no hacía el menor caso de lo que había dicho Berta, adiviné inmediatamente dónde estaba usted. Lo único que no sabía es si la iban a dejar en libertad esta noche o la retendrían con ellos. No hubiese podido resistirlo media hora más, pero yo…

Un frío estremecimiento recorrió mi cuerpo. Aminoré la marcha del coche, pero agarrándome fuertemente al volante, evité que ella notara mis escalofríos.

Billy Prue fijó su mirada en mí. Al cabo de un minuto me sentí mejor y volví a apretar el acelerador.

─¿Y por qué me estaba esperando ahora? ─me preguntó Billy Prue.

─Para verla.

─¿Para qué?

─Para cotejar notas.

─¿Sobre qué?

─¿Quién ha podido esconder el arma homicida en mi coche mientras estuvo parado delante de la casa de Cullingdon?

─No lo sé.

─Haga un esfuerzo.

─Le digo la verdad, Donald; no lo sé.

─No tengo interés en que me tomen por un estúpido.

─Le estoy diciendo que no sé nada de todo esto en absoluto.

De nuevo aminoré la marcha del coche.

─Estudiemos los hechos desde el siguiente punto de vista: usted fue a visitar a Cullingdon. Estaba usted asustada. Necesitaba un testigo. Me condujo a su casa e inventó aquella historia para que yo viera el cadáver de Stanberry. Luego, fue usted a ver a Rimley y no la esperé tal como usted había supuesto. Tomé un taxi. Éste me llevó al número 906 de la Avenida Graylord, donde subí a mi coche y regresé a la agencia; allí charlé un rato con mi socia y luego me fui a visitar a Archie Stanberry.

─¿Y bien? ─preguntó, al ver que no continuaba.

─Rimley tuvo tiempo suficiente para meter el arma en el coche antes de que yo regresara allí ─le dije.

─¿Y usted cree que él abandonó su oficina para esconder el arma en su coche…?

─No diga insensateces. Se limitó simplemente a coger el teléfono y decir a alguien: «El coche de Donald Lam está parado delante del número 906 de la Avenida Graylord. Si la Policía descubre el arma en su coche, relacionará inmediatamente los hechos. Acompañaba a Billy Prue cuando ésta descubrió el cadáver y…».

─¡Niñerías! ─me interrumpió.

─Lo sé ─dije yo─; resultaría una explicación demasiado fácil.

─Si supiese usted usar su cerebro, se daría usted cuenta de que esto sería lo último en el mundo que haría Pittman Rimley. Tan pronto usted se viera mezclado en el asunto, volvería a recaer toda la atención de la Policía sobre mi persona. Es por este motivo que me han llevado a la oficina del fiscal para interrogarme a fondo.

Detuve el coche junto a la acera. Era una calle tranquila, libre de tráfico e iluminada sólo por pocas luces. Las pequeñas tiendas estaban todas cerradas.

─¿Es aquí donde piensa dejarme para que continúe a pie? ─me preguntó, un tanto intranquila.

─Tengo que contarle algo antes ─dije.

─Explíquese, pues.

─Estuve en el «Rendez˗vous». Usted me dijo allí que me marchara; pero yo no le hice caso. El maestresala me invitó a pasar a la oficina de Rimley. Rimley me dijo que abandonara el local y no volviese por allí.

─No me cuenta nada nuevo ─dijo la muchacha.

─El reloj de pulsera de Rimley adelantaba una hora. El reloj de la librería adelantaba una hora.

La muchacha permaneció inmóvil. Creo que incluso dejó de respirar.

─¿Le he dicho algo nuevo ahora?

Pero la muchacha guardó silencio.

─Encontramos el cadáver de Rufus Stanberry en la bañera de su casa. El reloj de pulsera atrasaba una hora.

─¿Y qué deduce usted de todo esto? ─preguntó, tratando de dar un tono indiferente a su voz.

─De esto deduzco que Rimley trató de prepararse una coartada ─dije─. Adelantó una hora su reloj de pulsera y el reloj de su oficina. Es muy probable que Stanberry estuviese momentos antes en el lavabo y se lavase allí las manos y se quitase por tal motivo su reloj de pulsera. El encargado del lavabo tenía órdenes de adelantar en una hora el reloj del hombre, ¿verdad?

─¿Adelantar una hora el reloj? ─preguntó la muchacha.

─Eso es lo que acabo de decir.

─Pero también acaba de decir que cuando encontramos el cadáver el reloj atrasaba una hora.

─¿Acaso tengo que poner los puntos sobre las íes?

─Será mejor. Ya que ha sido usted el que ha comenzado…, será preferible también que termine.

─Rimley tenía interés en prepararse una coartada. Stanberry fue a ver a Rimley después de que su reloj fue atrasado en una hora. Rimley aprovechó la ocasión para llamar la atención del hombre sobre la hora que era. Stanberry se asombró de que fuese tan tarde, pero comprobó su tiempo con el reloj de pulsera de Rimley y el reloj sobre la librería.

»Cuando usted descubrió el cadáver de Stanberry, sabía que el reloj de pulsera del hombre adelantaba una hora. No sabía la hora que era, ya que usted no lleva reloj. Estaba al corriente, empero, que el reloj había sido adelantado en una hora y lo retrasó. Pero otra persona, que sabía igualmente que el reloj adelantaba una hora, lo había ya retrasado anteriormente.

La muchacha guardó silencio durante tanto rato, que me volví hacia ella para averiguar si se había desvanecido.

─¿Y bien? ─pregunté.

─No tengo nada que decir… a usted.

─De acuerdo ─dije, y puse el motor en marcha.

─¿Dónde vamos? ─preguntó.

─A casa de Berta Cool.

─¿Y para qué vamos allí?

─El sargento Frank Sellers de la Brigada Criminal está allí en estos momentos.

─¿Y qué es lo que quiere de él?

─Explicarle todo cuanto le acabo de referir a usted. No quiero pasar por más tiempo por un estúpido.

Recorrí media docena de manzanas de casas hasta que finalmente ella sacó la llave del contacto.

─De acuerdo; párese.

─¿Va a hablar?

─Sí.

Detuve el coche junto a la acera y me retrepé contra el respaldo del asiento.

─Empiece.

─Me matarán si saben lo que le voy a decir ─dijo la muchacha.

─En caso contrario, la detendrán por asesinato en primer grado.

Un nuevo estremecimiento recorrió mi cuerpo.

─¿Qué es lo que desea saber? ─dijo con tono resignado.

─Todo.

─No se lo puedo revelar todo, Donald. Sólo puedo explicarle todo cuanto se refiere a mi persona. Le voy a explicar lo suficiente, para que comprenda que confío en usted. Pero no puedo contarle las cosas que se refieren a otras personas.

─O me lo explica todo a mí ahora mismo o se expone a que el sargento Sellers la someta a un interrogatorio de tercer grado. Usted misma.

─Esto no es justo.

─Para mí sí lo es.

─No es justo colocarme ante esta disyuntiva.

─Usted misma ─repetí─. Estoy cansado ya de interceder a su favor. Devuélvame prenda por prenda contándomelo todo ahora mismo.

─Puedo bajar del coche y continuar a pie. No se atreverá a volverme hacer entrar por la fuerza.

─Inténtelo y verá lo que sucede.

Guardó silencio durante unos segundos y luego dijo:

─¿Cómo cree usted que Rufus Stanberry hizo su fortuna?

─Es usted la que está hablando.

─Chantaje.

─Continúe.

─No lo supimos hasta hace poco.

─¿Nosotros?

─Pittman Rimley.

─¿Y qué ocurrió cuando se enteraron de ello?

─Empezamos a movernos.

─¿Cómo hacía los chantajes?

─No de la forma acostumbrada. Era más astuto que el diablo. Sólo se dedicaba a los asuntos que realmente podían proporcionarle mucho dinero.

─¿La señora Crail, por ejemplo?

─Exacto. No le interesaban los asuntos pequeños, pero cuando ella se casó, comenzó a actuar… y no había escape posible cuando él se lanzaba sobre sus víctimas. Le iba a vender el edificio a un precio tres veces superior al que en realidad vale. La mayoría de las veces sus víctimas no le conocían personalmente. Sacaba el dinero a la gente sin que éstos supiesen quién se llevaba los billetes.

─¿Cómo procedía?

─Disponía de una organización… una especie de servicio secreto a sus órdenes. Stanberry era capaz de aguardar durante meses y aún años… hasta estar bien seguro de que el golpe no podía fallar. Entonces la víctima recibía una llamada telefónica.

─¿Y qué le decían?

─Una amenaza y la orden de pagar al contado cierta cantidad a su querido sobrino. Si no respondían a la primera llamada, recibían una o dos cartas anónimas, pero por lo general bastaba con la llamada telefónica. Archie es un individuo sin escrúpulos.

─Los ojos de Archie estaban hinchados y enrojecidos cuando le visité… gracias a haberse introducido una partícula de tabaco en el ojo. Vi el cigarrillo partido por el medio en su dormitorio.

La muchacha guardó silencio.

─Archie tenía la fotografía de usted colgada de la pared ─dije.

─Pero él la ha quitado ya de allí, ¿verdad? ─preguntó rápidamente.

─Sí. Dijo ser una fotografía que había encargado a su fotógrafo…

─Hubiese debido decir que me la sacó a la fuerza ─dijo la muchacha con amargura─. Archie es un pobre diablo. Su tío era astuto… muy astuto…

─¿Y qué tiene que ver Rimley con todo esto? No me diga ahora que Stanberry también sacaba dinero a Rimley…

─En cierto modo, sí; pero de un modo indirecto.

─¿Cómo?

─A los clientes de Rimley, usando el «Rendez˗vous» para recoger material que pudiese usar más tarde; pero tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de ello. El permiso de Rimley caducaba a los noventa días de haberse efectuado la compra venta.

─O sea, que la señora Crail no tenía en el fondo el menor interés en comprar la casa y Rimley no deseaba que Stanberry la vendiese. ¿Se trata de esto?

─Algo parecido.

─Cuénteme el resto.

─Lo único que sé es que Stanberry guardaba en su caja fuerte innumerables documentos comprometedores y nosotros nos hemos apoderado de éstos.

─¿Quién se ha apoderado de los documentos? ─pregunté.

─Yo ─contestó escuetamente.

Me incorporé en el asiento, lleno de estupefacción.

─¿Usted?

─Sí.

─¿Cuándo?

─Esta tarde.

─¿Cómo?

─Está usted en lo cierto con sus suposiciones. Un negro es el encargado de los lavabos en el «Rendez˗vous». Se ocupa de abrir el grifo del agua, alargarle el jabón al cliente, y estar atento con la toalla para entregársela tan pronto quiere uno secarse las manos. Stanberry siempre solía lavarse las manos escrupulosamente. Se quitó el reloj de pulsera y lo alargó al encargado. Rimley instruyó convenientemente al hombre para que adelantara el reloj una hora.

─¿Y luego?

─Tan pronto entró Stanberry en el salón, Rimley lo mandó llamar. Rimley había ya adelantado en una hora tanto su reloj de pulsera como el reloj de encima de la librería.

─Bien, este asunto está claro ─dije─. Ahora cuénteme lo que sucedió en su piso.

─Pero ¿acaso no comprende?

─No.

─El hombre me hacía víctima de sus chantajes.

─¿En qué sentido?

La muchacha estalló en una carcajada.

─Cuando Rimley quiso poner fin a las actividades criminales del hombre, quiso tenderle una trampa se sirvió de mí.

─Explíquese con más claridad.

─Archie Stanberry iba detrás de mí. Hice que Archie tragara el anzuelo y se fuera con el cuento a su tío. El tío cayó en la trampa.

─¿Qué es lo que averiguó de usted?

La muchacha esbozó una sonrisa.

─Que me buscaban por asesinato.

─¿Es cierto?

─¡Claro que no! Dejé unos cuantos recortes de periódicos atrasados y unas cartas comprometedoras que me escribí a mí misma, en el cajón de una mesita en mi piso, donde sabía que Archie los podía encontrar fácilmente. Tal como supuse, encontró los papeles, los leyó y se fue con ellos a ver a su tío.

─¿Y qué hizo el tío?

─Visitarme esta tarde, no sea tonto. ¿No ha comprendido todavía?

─¿Y entonces le golpeó usted con el hacha de mano?

─No diga insensateces. Le di a beber una bebida en la que previamente había disuelto una droga para que permaneciera inconsciente durante una hora y cuarto.

─Comprendo ─dije─. Se citó con él a una hora determinada. Cuando él entró, llamó usted la atención del hombre sobre la hora que era. Cuando perdió el conocimiento, retrasó usted el reloj en una hora para que, cuando recobrara el uso de sus facultades, creyera haber estado inconsciente solamente diez o quince minutos, hacerle creer que había sufrido un ataque de corazón o algo por el estilo.

─Exacto.

─Y, durante esta hora y cuarto, ¿qué es lo que pensaba hacer usted?

─Durante tres cuartos de hora estuve representando el papel de ladrón.

─¿Ha dejado algunas huellas?

─Creo que no.

─¿Cómo procedió?

─Hace aproximadamente un mes, alquilé un departamento en el Edificio Fulrose. Tuve buen cuidado de no ir jamás allí cuando sabía que Stanberry estaba en su casa. Y sólo me quedaban pocos momentos ara que las doncellas creyeran que había dormido allí. Alegué ser periodista.

─Continúe.

─El hombre ingirió la bebida, se mareó y encaminóse al baño. Allí quedó inconsciente y cayó dentro de la bañera. Saqué las llaves de su bolsillo. Sabíamos que el número de su caja fuerte lo tenía anotado en su librito de notas de modo que pareciese un número de teléfono. Rufus Stanberry jamás confiaba nada enteramente a su memoria.

»Me encaminé al Edificio Fulrose, subí a mi piso, luego bajé por las escaleras hasta el suyo, abrí la puerta con su llave, y después de poner la combinación de la caja fuerte, saqué de ella todos los papeles que pudiesen ser comprometedores para alguien. De esta forma queríamos impedir que Rufus Stanberry pudiese continuar sus negocios chantajistas.

─¿Y qué ocurrió luego?

─Ya lo sabe usted. Regresé a mi piso. Estaba muerto.

─¿Qué hizo usted con las llaves?

─Las volví a meter en su bolsillo.

─¿Y luego?

─Telefoneé a Rimley. Me ordenó que fuese inmediatamente a ver a un tal Philip Cullingdon y averiguase del hombre todo lo concerniente a una tal Irma Begley, con la que el hombre había sostenido un pleito por un accidente de automóvil.

─¿Le preguntó usted por qué le interesaba saberlo?

─Sí.

─¿Qué le contestó?

─Que Irma Begley era la señora Crail.

─¿Quién le dijo la cantidad con que fue indemnizada la señora Crail?

─Rimley.

─¿Por teléfono?

─Sí.

─¿Y qué le indicó que hiciera después de todo esto?

─Buscar un testigo, llevarle a mi piso y descubrir allí el cadáver.

─Sí. La lástima fue que usted descubrió el juego.

─¿Por qué este súbito interés por la señora Crail?

─Por el simple hecho de haber estado juntos esta tarde en el «Rendez˗vous». Y cuando Stanberry se marchó en su coche, la señora Crail le siguió en el suyo.

─¿Cómo sabe usted esto?

─Rimley me lo dijo.

─¿Y cómo lo sabía él?

─No lo sé.

─¿Y usted cree que Rimley sospechó que la señora Crail está mezclada en el crimen?

─¡Oh, Donald, yo no sé lo que pensaría Rimley! Es un hombre impenetrable.

─Está bien, volvamos al asesinato. Usted puso fuera de combate a Stanberry haciéndole ingerir una droga con la bebida. ¿Dónde consiguió la droga?

─Rimley me la entregó.

─¿Ha usado ya este procedimiento otras veces?

─No.

─Cuando dejó usted a Stanberry en su piso de usted, ¿qué es lo que hizo usted exactamente? Cerraría la puerta, desde luego.

─No.

─¿Por qué no?

─Recibí instrucciones de no cerrarla.

─¿De quién?

─De Rimley.

─¿Cuál era la intención?

─Me dijo que dejara una nota en la mano de Stanberry, donde la encontraría a no dudar si despertaba antes de tiempo, en la que debía escribir lo siguiente: «Ha sufrido usted un ataque. He bajado a la farmacia en busca de un medicamento». De esta forma justificaba mi ausencia en el caso de que el hombre despertase antes de tiempo. Antes de que yo llegase.

─Pero ¿por qué dejó abierta la puerta de su piso?

─Para que Stanberry supiera que había salido precipitadamente.

─¿De quién fue la idea?

─De Rimley.

─No me gusta.

─¿Por qué no?

─Si su historia es verdadera, se obtiene la impresión como si Rimley la quisiese usar a usted como una víctima propicia a sus fines. Todo está demasiado bien planeado… el escenario perfecto para un crimen. Usted… ¡no! Esperé un minuto…

─¿Qué sucede, Donald?

─Rimley es demasiado astuto para proceder de esta manera. Si hubiese querido escudarse detrás de usted, no hubiese usado el hacha de mano para matar al hombre. Lo hubiese asfixiado con un almohadón, de forma que diese la impresión como si la droga hubiese afectado su corazón. No, no es propio de él matar a un hombre con un hacha. Y esto no concuerda con el plan de Rimley. ¿Encontró todavía la nota en manos de Stanberry cuando regresó a su casa?

─Sí.

─¿Qué hizo con la misma?

─La destruí.

─Bien, hasta aquí todo parece concordar. Bonito plan. A Stanberry jamás se le hubiese ocurrido pensar que su reloj había sido adelantado y retrasado en una hora. Tal vez sospechara que la bebida estaba preparada, pero jamás hubiese creído que hubiese usted dispuesto del tiempo necesario para coger sus llaves y… ¿era imprescindible cogerle las llaves?

─Sí, sus puertas poseen una cerradura especial que no es posible abrir con llave maestra. Y además, las necesitaba para abrir la caja fuerte. Yo…

Se volvió súbitamente hacia mí. Puso su brazo alrededor de mi cuello y apretó su mejilla contra la mía.

Sorprendido, traté de desprenderme del abrazo.

Pero ella se estrechó todavía más contra mí, diciéndome al oído:

─¡Cuidado! Un coche patrulla de la Policía acaba de dar la vuelta a la esquina. Si nos descubren a usted y a mí.

No tuvo necesidad de decir más. La besé.

─No sea tan platónico ─murmuró.

La estreché con más fuerza contra mi cuerpo.

Oí detenerse un coche.

Un reflector me deslumbró. Oí una voz profunda que exclamó:

─¿Qué diablos significa esto?

─Billy se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar.

Uno de los policías me enfocó con su lámpara de mano directamente al rostro.

Se fijó en mis labios manchados de carmín, en mi cabello despeinado y en el cuello de mi camisa torcido a un lado.

─¡Vamos, fuera de aquí! Ésta es una calle comercial. La próxima vez busquen un parador por las afueras.

Puse el motor en marcha y nos alejamos rápidamente.

─¡Dios mío, que susto! ─exclamó Bill Prue.

─Se dio usted inmediata cuenta de ello ─dije.

─¿Es usted siempre tan lento, Donald?

Fui a decir algo, pero de nuevo un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Traté de detener el coche, pero antes de conseguirlo el vehículo dibujó unas eses.

─¿Qué le ocurre? ─preguntó Billy.

─Las fiebres enfriaron mi sangre… y usted la ha vuelto a calentar.

Finalmente, logré detener el coche.

Billy Prue se sentó al volante.

─Escúcheme, tiene que meterse ahora mismo en la cama. ¿Dónde vive usted?

─A mi piso, no ─le dije─; no puede llevarme allí.

─¿Por qué no?

─Puede que Frank Sellers haya ordenado vigilarme ya.

Puso el motor en marcha sin decir palabra.

─¿Dónde vamos? ─pregunté.

─¿No ha oído lo que decía el policía?

─Comprendo…