CUANDO salí del ascensor y me encaminé a lo largo del corredor, me sentí inmediatamente prendido por aquel ambiente familiar que me recordó el primer día que recorrí el mismo camino en busca de un empleo.

Por aquel entonces el letrero de la puerta rezaba lo siguiente: «B. Cool, Agencia de Detectives». Ahora se leía: «Cool & Lam». El nombre B. Cool aparecía en uno de los ángulos, el de Donald Lam, en el otro. Producía una sensación confortable ver mi nombre escrito en letras de molde en la puerta. Era como una justificación a mi regreso a aquel lugar.

Empujé la puerta.

Elsie Brand estaba tecleando sobre la máquina de escribir. Se volvió y miró por encima de sus hombros, esbozando automáticamente aquella sonrisa de bienvenida que tenía por objeto serenar a los nerviosos clientes que visitan a un detective privado.

Vi cómo la sonrisa se esfumaba de su rostro. Sus ojos se agrandaron.

─¡Donald!

─¡Hola, Elsie!

─¡Donald! Yo… me alegro de volverle a ver. ¿De dónde viene?

─De los Mares del Sur… y otros lugares.

─¿Cuánto tiempo está de…? ¿Cuándo tiene que regresar allí?

─¡Jamás!

─¿De veras?

─Es lo más probable. Dentro de seis meses tengo que presentarme a una nueva revisión.

─¿Le hirieron, Donald?

─Fiebres… fiebres tropicales. No es nada importante si durante algún tiempo acepto la vida con tranquilidad, vivo en un clima frío y no me excito. ¿Está Berta?

Señalé con la cabeza hacia la puerta de la oficina donde se leían las palabras: «B. Cool, particular».

Elsie asintió con la cabeza.

─¿Qué tal está?

─Como siempre.

─¿Y de peso?

─Por encima de las ciento sesenta y seis libras, pero dura como un roble.

─¿Ganando dinero?

─Al principio solo, luego únicamente trabajos de rutina. Las cosas no han ido muy bien últimamente. Será mejor que usted mismo le pregunte sobre este particular.

─¿Ha estado machacando la máquina de escribir desde que me marché?

La muchacha estalló en una carcajada.

─No, claro que no.

─¿Qué quiere decir?

─Sólo ocho horas al día.

─Creí que había dejado el empleo para ir a trabajar a una fábrica de aviones.

─¿No recibió acaso mis cartas?

─No decían nada con respecto a continuar en el empleo.

─Creí que no era necesario mencionarlo.

─¿Por qué?

Evitó mirarme a los ojos.

─No lo sé. Supongo que es mi contribución a los esfuerzos generales para ganar la guerra.

─¿Fidelidad al empleo?

─Al empleo no ─dijo─. Mejor dicho… ¡Oh!, no lo sé, Donald. Usted luchaba en el campo de batalla… y yo deseaba hacer todo lo que estuviese en mi poder para mantener el negocio a flote.

En aquel instante sonó el teléfono interior de la oficina.

Elsie cogió el auricular, conectó con el aparato de la oficina de Berta Cool y dijo:

─Diga, señora Cool.

Berta estaba tan furiosa que desde donde estaba sentado podía oír perfectamente sus rápidas enojadas palabras.

─¡Elsie, le he dicho mil veces que sólo ha de hablar con los clientes el tiempo necesario para averiguar lo que desean! Yo me encargaré de averiguar lo demás.

─No es ningún cliente, señora Cool.

─¿Quién es pues?

─Un… un amigo.

La voz de Berta subió una octava.

─¡Dios mío! ¿Acaso le pago un sueldo para que se cite con sus amigos aquí en la oficina, o le pago para que de vez en cuando trabaje un poco? ¡Por amor de Dios… un amigo…! Un… Está bien, yo me cuidaré de esto.

El ruido en la oficina de Berta me dio a entender claramente que había dejado caer el auricular dentro de la horquilla. Percibimos dos rápidos pasos, luego vi abrirse la puerta de golpe y aparecer a Berta en el umbral de la misma, sus brillantes y pequeños ojos lucían llenos de ira y mantenía su fuerte mentón tirado hacia delante.

Se acercó al lugar donde yo me encontraba, como un acorazado dispuesto a abordar de mala manera a un submarino.

A medio camino, empero, se detuvo y sus ojos trataron de hacer llegar el mensaje a su enfurecido cerebro.

─¡Diablos, si eres tú! ─exclamó deteniéndose como si sus pies hubiesen quedado clavados súbitamente en el suelo.

Durante unos instantes pareció alegrarse de volverme a ver, pero inmediatamente recobró el dominio sobre sí misma. No quería que nadie fuese testigo de una expansión sentimental. Se volvió rápidamente hacia Elsie y le dijo:

─¿Por qué diablos no me lo ha dicho?

─Lo estaba intentando ─respondió Elsie sumisa─, cuando usted ha colgado, señora Cool. Iba a decírselo…

─¡Hum! ─le interrumpió Berta, y se volvió de nuevo hacia mí─. Me extraña que no mandaras un telegrama.

Me escudé tras el único argumento que sabía podía convencerla.

─Los telegramas cuestan dinero.

Pero mi respuesta no surtió el efecto deseado.

─Sin embargo, hubieses podido mandar un telegrama de turista. Conceden una rebaja especial. Has penetrado aquí como un torbellino y…

Se interrumpió y fijó su mirada en el cristal opaco de la puerta de entrada a la oficina, que daba al corredor.

La cabeza y los hombros de un cuerpo femenino se perfilaban contra el cristal. Era una mujer esbelta, sin duda alguna joven y, sea por una costumbre en ella o por la posición que adoptaba en aquellos momentos, mantenía la cabeza ligeramente inclinada a un lado.

─¡Maldita sea! ─murmuró Berta─. Los clientes siempre llegan cuando me encuentro en el antedespacho. Esto es perder categoría. Da la impresión como si no tuviésemos nada que hacer aquí.

Cogió un montón de papeles de encima del escritorio de Elsie y comenzó a hojearlos como si estuviese enfrascada en su trabajo.

Pero la visitante no entró.

Durante cuestión de segundos, que se nos antojaron una eternidad, la silueta de la mujer pareció apoyarse contra la hoja de la puerta y súbitamente desapareció la sombra a lo largo del corredor.

Berta Cool arrojó los papeles encima de la mesa.

─Siempre lo mismo ─dijo─. Así es como han ido las cosas últimamente. Habrá bajado a la «Transcontinental Detective Agency» para confesarles allí sus inquietudes.

─¡No te sulfures, Berta! ─la tranquilicé─. Quizás estuviese un poco nerviosa y regrese de aquí a unos momentos.

─En fin ─murmuró Berta─. Algo no le gustaría aquí. Estaba dispuesta a entrar y, sin embargo, no ha entrado. Debió tener la impresión de que ésta no es una oficina seria. Elsie, ponte a escribir de nuevo. Donald, entra en mi despacho particular. Recuerda, Elsie, que si vuelve a venir, estará nerviosa. No es de la clase de mujeres que esperan. Tomará asiento durante un minuto y luego pretenderá haberse olvidado algo y se marchará de aquí sin que la volvamos a ver en toda la vida. Lleva un pequeño sombrero inclinado sobre un lado con…

─He visto perfectamente su silueta ─la interrumpió Elsie.

─Está bien. Avísame tan pronto llegue. No permanezcas sin hacer nada. Coge el auricular del teléfono. A fin de cuentas, podría también salir al corredor y abordarla tal como suelen hacerlo en las tiendas cuando se detiene una ante un escaparate. Indecisión. Jamás he sido capaz de comprenderlo. Si tienes intención de hacer alguna cosa, ¿por qué no llevarla a la práctica? ¿A qué detenerse, andarse por las ramas y no saber qué hacer? Donald, ¡entra! Deja que Elsie continúe trabajando.

Elsie Brand me dirigió una sonrisa y sus ojos relucieron alegres, luego comenzó de nuevo a teclear sobre la máquina.

Berta Cool me cogió con su fuerte mano por el brazo y me dijo:

─Vamos, Donald, entra en la oficina y explícate ya de una vez.

Entramos en la oficina particular de Berta Cool. Berta dio la vuelta a la mesa escritorio y se dejó caer en su silla giratoria. Yo me senté sobre el brazo de un mullido y cómodo sillón.

─Has adelgazado, Donald.

─No es culpa mía.

─¿Cuánto pesas ahora?

─Ciento treinta y cinco.

─Has crecido.

─No, no he crecido. Es por la manera como me han enseñado a estar firmes.

Los dos guardamos silencio. Berta tenía un oído pendiente de los ruidos en el antedespacho, pero Elsie Brand continuaba escribiendo a máquina sin interrupción.

─¿Van mal los negocios? ─pregunté.

─¡Terrible! ─gruñó Berta.

─¿Qué es lo que sucede?

─¡Maldito si lo sé…! Antes de conocerte, me ganaba la vida dedicándomela trabajos de poca monta, investigaciones privadas, divorcios, cosas por el estilo. Trabajos de rutina que desechaban las demás agencias. Luego llegaste tú. Más dinero, más excitación, más riesgos y más clientes; pero te alistaste en la Marina y durante algún tiempo todo marchó viento en popa. Luego sucedió algo. Durante este último año no he tenido un solo caso que mereciera la pena.

─¿Y a qué se debe? ¿Ya no viene la gente por aquí?

─No es esto ─explicó Berta─, pero creo que no les causo bastante impresión. No les gusta como yo hago las cosas y no sé actuar como tú lo haces.

─¿Qué tratas de insinuar con eso de que no sabes hacerlo a mi manera?

─Fíjate en el sillón en que estás sentado ─observó─. Es un buen ejemplo.

─¿Qué quieres decir?

─Después de admitirte como socio en la agencia, lo primero que hiciste fue gastar ciento veinticinco dólares en este sillón. Tu teoría era que sólo se puede ganar la confianza de los clientes cuando éstos se encuentran cómodos, a gusto. Invitas al cliente a hundirse en las profundidades de este sillón y obtiene la impresión como si se meciese en un lecho de plumas. Descansa y comienza a hablar.

─¿Y bien?

─Pero esto sólo ocurre cuando tú estás aquí, no cuando los recibo yo.

─Tal vez no haces todo lo necesario para que el cliente se sienta a gusto ─objeté.

Los ojos de Berta relucieron furiosos.

─¿Y qué diablos puedo hacer yo? Pagamos ciento veinticinco dólares para que el sillón cumpliera este requisito. Si crees que soy capaz de gastar ciento veinticinco dólares sólo para que…

Se interrumpió, sin terminar la frase.

Presté atención, pero no oí nada extraordinario. Luego me percaté que Elsie Brand había dejado de escribir.

Instantes más tarde sonó el teléfono interior sobre la mesa del escritorio de Berta Cool.

Berta cogió el auricular y preguntó en voz baja:

─¿Es la mujer que…? ¿Ah, sí…? ¿Cómo se llama…? Está bien, que entre.

Berta colgó el auricular y dijo:

─Baja de la silla. Va a entrar.

─¿Quién?

─Se llama Georgia Rushe. Ella…

Elsie Brand abrió la puerta y anunció como haciendo una gran concesión a la visitante:

─La señora Cool la recibirá inmediatamente.

Georgia Rushe pesaba aproximadamente ciento catorce libras. No era tan joven como se me antojó cuando me fijé en su silueta a través del cristal de la puerta… debía contar alrededor de los treinta y uno o treinta y dos y no llevaba la cabeza inclinada hacia un lado. Aquel error de apreciación se debió sin duda alguna a haberse inclinado para escuchar.

Berta Cool la saludó afectuosamente y con una voz que rebosaba amabilidad invitó:

─Por favor, siéntese, señorita Rushe.

La señorita Rushe me dirigió una mirada de inspección.

Tenía ojos negros, labios llenos, pómulos salientes, un cutis de color oliva suave y un cabello muy negro. Por la forma de mirarme, tuve la impresión como si tuviese la intención de dar media vuelta y salir huyendo.

Berta se apresuró a decir:

─Este caballero es el señor Donald Lam, mi socio.

─¡Oh! ─exclamó la señorita Rushe.

─Siéntese, siéntese en este sillón, señorita Rushe ─la invitó Berta.

La mujer pareció dudar.

Emití un profundo suspiro sin hacer el menor esfuerzo por ocultarlo, saqué un libro de notas de mi bolsillo y dije con estudiada indiferencia:

─Bien, voy a ocuparme en el caso de que estábamos hablando ─y como si de repente se me ocurriese algo, me volví hacia la señorita Rushe y le pregunté─: ¿O desea usted acaso que intervenga en su asunto?

Hice lo posible para que mi voz sonara lo más aburrida y tediosa. Oí carraspear a Berta e intuí que iba a decir algo cuando Georgia Rushe me dirigió una sonrisa y dijo:

─Me gustaría que usted interviniera ─y acercándose al sillón, se acomodó en el mismo.

El rostro de Berta expresó toda su satisfacción.

─Sí, sí señorita Rushe. ¿De qué se trata?

─Quiero que me ayuden ustedes.

─Para esto estamos aquí.

Jugueteó, con su bolso durante un minuto, se cruzó de piernas, bajó cuidadosamente el extremo de su falda y evitó mirar a Berta a los ojos.

Tenía unas piernas bonitas.

─Todo cuanto esté en nuestro poder… ─comenzó Berta.

Escribí unas palabras en una hoja de mi bloc. «No seas tan ansiosa. La gente desea resultados positivos. A nadie le interesan los servicios de una gruesa mujer detective que revienta de amabilidad».

Arranqué la hoja y la deslicé sobre la mesa escritorio de Berta.

Georgia Rushe esperó a que Berta recogiera la nota y la leyera.

Berta enrojeció. Rompió el papel, arrojó los restos dentro de la papelera y me dirigió una mirada cargada de odio.

─Vamos a ver, señorita Rushe ─dije con indiferencia─, ¿qué le sucede?

─No deseo ser censurada ─dijo la señorita.

─Nadie la va a censurar a usted.

─No estoy dispuesta a escuchar ninguna clase de sermones.

─No los escuchará.

Dirigió una mirada llena de aprensión a Berta y continuó:

─Tal vez una mujer no sea tan tolerante como usted.

Berta esbozó una amplia sonrisa.

─¡Oh querida! ─exclamó, y súbitamente, al recordar la nota que le había pasado, mostró una expresión grave y dijo─: Vamos al grano. ¿Qué es lo que le ha traído aquí?

─Para comenzar ─dijo Georgia Rushe con decisión─, el deseo de destrozar un hogar.

─¿Cómo? ─preguntó Berta.

─No quiero escuchar ninguna clase de sermones cuando les explique cuál es mi intención.

─¿Tiene acaso bastante dinero para pagar nuestras facturas? ─preguntó Berta.

─Sí, desde luego; en caso contrario no estaría aquí.

─Continúe, y por mí destroce la felicidad de todos los hogares que desee, querida. ¿Qué quiere que hagamos nosotros por usted? ¿Qué le recomendemos buenos hogares para destrozar la felicidad de los mismos? Estamos enteramente a su disposición…

La señorita Rushe rióse y luego dijo:

─Me alegro que lo acepte de esta forma, señora Cool.

─La felicidad de un hogar no se puede destrozar ─observó Berta─. La felicidad se derrumba por sí misma.

─Hace aproximadamente cuatro años que trabajo para el señor Crail ─explicó Georgia Rushe.

─¿Y quién es ese señor Crail? ─preguntó Berta.

─Ellery Crail, el director de la «Crail Venetian Blind Company».

─He oído hablar de ella.

─Desde comienzos de la guerra hemos recibido muchos pedidos de cartucheras y cosas por el estilo.

─¿Cuánto hace que está casado?

─Ocho meses.

Me retrepé contra el respaldo de mi silla y encendí un cigarrillo.

─Comencé a trabajar en la sección de personal. Por aquella época, Ellery estaba casado. Su mujer murió al cabo de poco tiempo de ocupar yo mi empleo. La muerte de su esposa lo dejó desconsolado, No sé si la amaría mucho, pero la encontró mucho a faltar. Es un hombre a quien le gusta la vida de hogar, una casa muy grande y muy confortable; es un hombre tan leal y tan recto, que no se puede imaginar otra clase de vida.

Dudó durante unos instantes. Luego emitió un profundo suspiro y continuó:

─Paulatinamente fue olvidando su dolor y… en fin, comencé a verle con más frecuencia.

─¿Quiere usted decir que él la invitaba a salir? ─preguntó Berta.

─Fuimos a cenar una o dos veces.

─¿Al teatro?

─Sí.

─¿La visitó en su piso?

─No.

─¿Usted a él?

─No. No es de esta clase de hombres.

─¿Cuándo conoció a su actual mujer?

─Yo estaba agotada por el trabajo ─dijo Georgia Rushe─. Estábamos abrumados de encargos. El señor Crail consideró conveniente que me tomara unas vacaciones sugirió que descansara durante un mes. Cuando regresé, ya estaba casado.

─Alguien le tomó la delantera, ¿eh?

Los ojos de Georgia Rushe brillaron de indignación.

─He sido la víctima de una mujer astuta, calculadora, hipócrita, una mujer sin ninguna clase de escrúpulos.

─¿Cómo ocurrió?

─Sucedió una noche en que el señor Crail regresaba a casa en su automóvil. No ve muy bien de noche y aquel día llovía y las calles estaban resbaladizas. Estoy convencida de que no fue culpa suya a pesar de que él frenó súbitamente. La luz roja posterior no funcionó. Irma afirma, desde luego, que extendió su mano en señal para que se detuviera el coche detrás de ella, pero ella es capaz de jurarlo todo, siempre que sea en su propio beneficio.

─¿De modo que se llama Irma?

─Sí.

─¿Qué sucedió?

─El señor Crail chocó con el coche… no fue nada violento por lo que respecta a los daños que sufrió el vehículo. Cincuenta dólares bastaron para pagar los desperfectos causados.

─¿Lesiones de los ocupantes? ─preguntó Berta.

─Una lesión en la columna vertebral. Ellery saltó de su coche y se dirigió a ver lo que había sucedido. Comenzó a disculparse como si la falta hubiese sido de él, tan pronto como vio que era una mujer la que estaba sentada al volante. Irma Begley se fijó en el rostro viril de Ellery, en sus ojos llenos de simpatía, decidió casarse con él… y no perdió el tiempo.

─¿Un flechazo? ─preguntó Berta.

─Algo por el estilo. Ellery había perdido a su mujer y se encontraba solo. Se había ido acostumbrando a mí mucho más de lo que él sospechaba, pero yo me había ido de vacaciones. Más tarde encontré en la oficina la copia de un telegrama en que me rogaba interrumpiese mis vacaciones y regresara. Pero, por alguna razón desconocida para mí, el telegrama en cuestión jamás fue enviado. En caso contrario hubiese significado un cambio completo en mi vida.

Consulté mi reloj.

La señorita Rushe se apresuró a continuar:

─En fin, Irma Begley estuvo muy amable con él y propuso que el señor Crail cuidara él mismo de mandar reparar el coche para que así no se creyera estafado. Ellery consideró que se trataba de una proposición muy justa y tan magnánima que hizo reparar todo el coche. Luego, se lo devolvió a Irma, y como por aquel entonces Irma comenzara a sentir terribles dolores de cabeza, visitó a un médico, y el médico la miró por la pantalla y descubrió que había sufrido una lesión en la columna vertebral. Irma le confesó a Ellery que no podía mantenerse sin trabajar, y Ellery insistió en pagar las facturas y… nadie sabe cómo sucedió, pero cuando regresé de mis vacaciones él ya estaba casado.

─¿Cuánto hace de esto?

─Seis meses.

─¿Qué ocurrió luego?

─Al principio, mi jefe pareció estar un poco desconcertado por la rapidez con que sucedió todo. Se sentía especialmente embarazado cuando me veía a mí. Me debía una explicación de cómo había sucedido todo y, no obstante, es demasiado caballero para hablar de este asunto.

─¿Qué hizo usted? ─preguntó Berta,

─Yo estaba demasiado enojada y demasiado herida en mi interior para facilitarle aún las cosas. Le comuniqué que quería abandonar mi puesto en cuanto él encontrara quien me pudiese sustituir. No encontró a nadie, y entonces me rogó continuara trabajando con él… y me quedé.

─¿Cuándo decidió interponerse entre los dos?

─A decir verdad, señora Cool, al principio estaba totalmente aniquilada. La vida carecía de interés para mí. No tuve conciencia de estar enamorada de Ellery hasta que… los hechos parecían ser irrevocables.

─Comprendo ─dijo Berta─. Trato de concretar los hechos.

─En fin, señora Cool, no sé si esto es importante, pero quería informarla de ello ya desde un principio para que si luego lo averiguaba usted por su cuenta, no se llamara a engaño.

─¿Está usted decidida a no perder al hombre?

─Estoy decidida a no poner ningún obstáculo si él desea volver a mi lado.

─¿Ha hecho él alguna insinuación en ese sentido?

─Está desconcertado y se siente burlado. Es como si caminara en la oscuridad.

─¿Y comienza a acercarse a usted en busca de un guía?

Georgia Rushe miró fijamente a Berta Cool.

─Seamos sinceros, señora Cool. Creo que se ha dado cuenta de haber cometido un terrible error, y creo que se dio cuenta de ello al poco tiempo de regresar yo.

─Pero es un hombre leal, ¿verdad?

─Sí.

─Sin embargo, ¿cree usted que él es capaz de variar de opinión?

─Es posible.

─Y, en este caso, ¿usted piensa facilitarle en todo para que regrese a su lado?

─Esa pequeña bruja sin escrúpulos me lo robó ─dijo Georgia Rushe con decisión─. Actuó de tal forma y con tal rapidez, que le prendió en sus redes antes de regresar yo.

─Bien, cuéntenos ahora cuál es su propósito ─dijo Berta.

─Estoy dispuesta a robárselo yo a su vez. ¿Conoce usted el edificio Stanberry?

Berta denegó con la cabeza, pero luego recordó:

─Un momento. Está enclavado en la Calle Siete, ¿verdad?

Georgia Rushe asintió.

─Un edificio de cuatro pisos… tiendas en la planta baja, oficinas en el segundo piso; el «Rendez˗vous», el club que regenta Rimley, en el tercero, y la vivienda del propio señor Rimley en el cuarto.

─¿Y qué pasa con este edificio?

─Ella desea que Ellery se lo compre.

─¿Y por qué desea poseer el edificio Stanberry? ─pregunté yo.

─No lo sé, pero creo que tiene algo que ver con el club nocturno.

─¿Acaso el club nocturno hace que el edificio sea una inversión tan maravillosa?

─No lo sé. Pittman Rimley posee cuatro o cinco locales en la ciudad.

─¿Tiene dinero Crail? ─pregunté.

─Creo que sus negocios le rinden bastante ─dijo la mujer, evasiva.

─¿Tiene dinero? ─insistí.

─Sí… bastante.

─¿Y qué desea que hagamos nosotros?

─Quiero que averigüen lo que se esconde detrás de todo esto ─dijo la mujer─. Esta mujer es muy perversa y quiero saber qué, es lo que trama.

─Todo esto le va a costar a usted su dinero ─dijo Berta Cool.

─¿Cuánto?

─Doscientos dólares para empezar.

Georgia Rushe contestó con la misma frialdad:

─¿Y estos doscientos dólares qué derechos me conceden, señora Cool?

Berta pareció dudar.

─Diez días de trabajo ─intervine yo.

─Menos los gastos ─exclamó Berta rápidamente.

─¿Que pueden averiguar en este plazo de tiempo? ─preguntó Georgia Rushe.

─Somos detectives y no clarividentes ─dijo Berta huraña─. ¿Cómo diablos podemos saberlo?

Pareció ser la respuesta indicada. Georgia Rushe abrió el bolso.

─No quiero que nadie se entere de que yo ando detrás de esto ─dijo.

Berta Cool asintió. Sus ojos estaban fijos en el bolso.

Georgia Rushe sacó su talonario.

Berta le alargó amablemente la pluma estilográfica.