El águila ya no podía volar, pues le habían cortado las alas. La loba ya no podía morder, pues le habían arrancado los dientes.
La serpiente ya no podía reptar, pues le habían aplastado el cuerpo.
El dragón ya no podía aterrorizar con su flamígera mirada, pues le habían privado de la vista.
El escudo de los Báthory estaba deshecho.
Se quedaba sola, y aun así, más sola y más loca que nunca, seguiría siendo una Báthory. Era justo ahora cuando debía demostrarles a todos hasta qué punto lo era.
Debía tomar ejemplo de su primo András, aquel bravo András cuya cabeza estuvo en un glaciar de Transilvania, cortada por sus enemigos pero, dicen, con los ojos muy abiertos, llenos de cólera, desafiante. En él debía mirarse, en el espejo de sus ojos, ya que no en ese otro Segismundo tan cobarde que nunca iría a salvarla de su reclusión.
Ya jamás la claridad del día. No había lumbre, ni velas. Sólo oscuridad y silencio. Pero siempre, al menos, esa grata compañía que nunca le faltó, el sonido de los milanos y el viento.
¿Dónde estaban sus estuches con material para conjuros, dónde? ¿Dónde los dientecillos de gamuza, que salta entre los riscos y tiene la piel amarilla y pálida? ¿Dónde los bulbos de tulipanes silvestres? ¿Dónde aquellos corazones de madréporas que se hacía traer desde las lejanas Sarichioi y Badadag, junto al lago Razelm y el mar Muerto?
Por fin ahora estaba ya en el mar Muerto, y quizá viese allí a su diosa predilecta.
El frío era insoportable, más insoportable aún que el hambre o la sed. Cien veces más insoportable que su soledad.
Deambulando de un lado a otro de la estancia, no moviéndose más allá que a unos pocos pasos de donde estaba, iban consumiéndose sus días, que se parecían tanto a las noches. Porque por el orificio del techo apenas le llegaba luz. Incluso en eso se hizo fuerte: ya le había perdido el miedo a la total oscuridad. Sólo escuchaba el sordo rumor de las pieles al arrastrarse. Pero sintió que pasaba un poco aquel frío que parecía dispuesto a matarla y contra el que de nada valían todas las pieles, pues lo sentía en los huesos. Pronto oyó nuevos ruidos, que fueron su única compañía. Serían ratas que se habían colado allí a saber por dónde. Al fin las ratas. No le importaban. A más de una tuvo que apartar de sendas patadas. En su absoluto y oscuro silencio hasta llegó a escuchar el sonido neutro de la carcoma devorando la madera del dosel de su lecho, al que apenas conseguía llegar a tientas, ya sin candelabros que guiasen sus pasos. Oyó a la lepisma devorando el cuero de su sillón y a los ácaros royendo cuanto había en la habitación. Oyó a los murciélagos que, uno tras otro, acabaron colándose por la ranura del techo y haciendo de la estancia su habitáculo.
Era tanta la paz que allí tenía, cuando ella nunca quiso paz, que se consolaba pensando que afuera todo seguiría igual: el autillo acosando a la oropéndola, la lechuza, su amiga, helando al jerbo antes de acabar con él. Disecándolo en vida, como ella estaba.
Caían gotas de lluvia en los días de tormenta, pero tan pocas que parecían evaporarse antes de golpear en su rostro, antes de poderlas recoger entre sus manos, arrugadas por el frío y la mugre. Hasta eso se le negaba.
Es posible que una mañana, ya pasado lo más virulento del frío, llegase una golondrina a la ranura del techo. Es posible, sí, que durante breves momentos los ojillos de esa golondrina, desconcertados por el súbito cambio de luz, de la claridad total a la negrura absoluta, se movieran inquietos. Entonces es posible que fijaran su atención en aquella figura que la aguardaba allá abajo, que le hablaba. Indecisa, el ave permaneció ahí unos instantes. Pero no le gustó lo que vio.
Y huyó también la golondrina. Hasta esto se le negaba. Allí seguía ella, en sus heces.
Porque pisaba éstas allí doquiera se moviese. Despedían un hedor enorme, pero incluso a eso se acostumbró. Llevaba el resentimiento cubriéndole el cuerpo como una loriga, como si fuesen escamas, pero apenas alcanzaba a verse las manos. ¿Cuál sería el modo de ver lo que quedaba de su enjuto y sucio cuerpo, cuál?
Pero Erzsébet era anfibia y por eso, pese a ser atacada por herpes y pústulas a causa de la suciedad, pese a las liendres y la sarna, supo desenvolverse en el líquido amniótico de aquella hedionda penumbra.
—En vagyok vér savanyú…
«Yo soy la sangre amarga…», recitaba a modo de anáfora una voz cavernosa en la oscuridad.
Así durante horas, días, semanas, meses. Y de nuevo oraba:
—Ejszaka nélkül rége, éjszaka baratnó…
«Noche sin fin, noche amiga…», y seguía recitando para un inexistente auditorio, pues nada respondían las ratas, ni los murciélagos, ni los invisibles insectos.
Prohibido tenían dirigirle la palabra quienes una vez cada quince días, según pudo calcular por los cambios de luz que veía en la ranura del techo, le depositaban el pan y el agua.
Nada les dijo nunca. Iba a ser Báthory hasta el final y ya ni siquiera le amedrentaba la oscuridad. Se había hecho a ésta. Era su imperio. Tampoco la acosaba la claustrofobia, porque seguía haciendo volar su imaginación, que era la misma de otrora, cuando fue la niña Alžbeta y muchos la miraban con ojos de deseo o miedo.
Aun en la inmundicia, era la luciérnaga que siempre soñó. Se equivocaría con ella Thurzó, el Palatino, sí, augurándole pocos meses de vida en aquellas condiciones. Ella, la última superviviente de su linaje, no iba a rendirse fácilmente. Y, para sorpresa de todos, la alimaña sobreviviría en su clausura de Csejthe. Así lo indicaba que desaparecieran puntualmente las raciones de pan que se le dejaban en el hueco del suelo.
Una Báthory no debía rendirse. No ahora.
¿Podían acaso ser animales, que cogían ávidos la comida? No. Se oyeron pasos que iban a recogerla. ¡Seguía viva! Pero el mundo continuaba acosándola. Una vez por año recibía la visita de alguien que debía de ser un clérigo llegado quizá desde Presburgo. Le leía algo en latín, preguntándole luego si se arrepentía de sus pecados. A lo que ella, escueta, respondía:
—Enyém föld… enyém szenély…
«Eran mis tierras, eran mis gentes.»
Más horrorizado que impresionado, aquel hombre que acudía a hablarle de pecado y perdón, se iba de allí con una nueva derrota. Entonces Erzsébet, para darse fuerzas, volvía a pensar en la cabeza decapitada de su primo András, en el glaciar. Estaría orgulloso de ella.
Y si ahora la llamaba la Luna, donde por fin hallaría a András, ¿resolvería el misterio de las anfisbenas, los cinocéfalos y los conjuros? Lo deseaba con todas sus energías.
Se equivocó Thurzó en sus previsiones. Se equivocó el mundo. Erzsébet sobrevivió aquel invierno, y luego otro, y después aún otro, y todavía otro más. Nadie lo entendía.
Al final de todos y cada uno de esos inviernos, de nuevo la voz del clérigo solicitando su arrepentimiento, y de nuevo la seca frase: «Eran mis tierras, eran mis gentes.»
¿Por qué Dios o el Diablo no se la llevaban de una vez? ¿Por qué?, se preguntaban todos.
¿Dónde estaría ahora su clámide de seda, que usaba para dormir? ¿Dónde las alhajas? ¿Dónde la hornacina en que guardaba sus potes con ungüentos? Porque estaban ahí, muy cerca, pero era imposible ver. ¿Seguirían ahí los zócalos de jaspe con olambrillas floreadas? ¿Y la cornucopia que heredase de su madre?
Preferible no ver su propia imagen reverberando a la luz de imposibles bujías en espejo alguno. Mejor la oscuridad. Así aguantó la loba herida tres años y medio. Le faltaron pocos meses para cumplir cuatro desde su emparedamiento. Así hasta que, es posible, ella misma se hartó del juego. Ese agotamiento no era tanto físico como anímico. Sencillamente, comprendió al fin que su ciclo se había cumplido. Sólo en una cosa se equivocó también ella: no era inmortal. Lo presentía.
Y de ese modo se desprendió de la placenta que aún la unía a su infame existencia. Cuando quiso.
Para sorpresa de todos, a comienzos de un mes de agosto, con voz firme pidió retocar su testamento. Junto a la ración de comida le pasaron papel de pergamino y pluma. Ya había aprendido a ver en la oscuridad, pues nadie se explicaba cómo, con total ausencia de claridad, fue capaz de redactar con letra bonita y precisa un testamento que otorgaba parte de sus bienes a su hija Katherine y a su marido, György Homonna, aunque especificaba que éste debía cumplirse si seguían procurándole comida y si restituían parte de esos bienes y posesiones a su hijo Pál en el futuro.
Seguramente, y mientras lo redactaba, la traicionó el impulso por seguir viva. De ahí que aludiera al alimento. Pero fue sólo un instante. Lo que acababa de escribir en aquellas líneas demostrando una lucidez completa en sus razonamientos, pues incluso mencionaba su castillo de Kerezstúr ubicándolo en la zona exacta en que se hallaba, en Abaujra, era síntoma de que había intuido su final.
Karpelich András y Egry Imre fueron testigos de la licitud de ese testamento, escrito a comienzos de verano del año 1614, en Csejthe.
Todavía otra vez fueron a depositar comida y agua. Ocurrió a mitad de agosto de ese año. Se oyó una tos pero, como siempre, ni una palabra. Nada. Aún vivía.
Una semana más tardó Erzsébet en sentirse definitivamente dispuesta para su viaje, por fin, a ese más allá que tanto anhelaba. Ya les había demostrado, y con creces, que era una Báthory, y que éstos jamás ceden.
Ya nunca más el croar de las ranas, ni el galope sobre Visar por tupidas florestas, ni el sol bruñendo las copas de los árboles, ni las cabrilleantes aguas del Vág, ni soñar con náyades, ninfas y hénides. Ya nunca más oscuridad.
Ya nunca más nada. ¡Por fin veía la luz!
Así se mantuvo durante aquellas largas horas del final.
Ella, hija del Trueno y de la Noche.
Ella, amante de la Luna.
Ella, madre del Grito y hermana del Miedo.
Ella, soberana de la Oscuridad.
Ella, emperatriz de las Sombras y diosa de la Sangre.
Ella, guía del Abismo y de los sueños Carcelera.
Ella, sonámbula del Horror.
Ella, sacerdotisa del Martirio y de la Pureza verdugo.
Ella, maldición de las Bienaventuradas y de las almas limpias Llaga.
Ella, de la iniquidad Pontífice.
Ella, de la vida Sepulcro.
Ella, de la muerte Señora.
Ella, la Muerte.
Así expiró Erzsébet Báthory, viuda de Nádasdy. Suavemente y sin ruido. Quién sabe si en algún momento, entre sus letanías y conjuros, rogó:
—Kell nekera segitseg… —«Necesito ayuda.» Si la necesitó, no la pediría. Y si lo hizo, sólo lo oirían los milanos y el viento.
Tal vez aquella golondrina.
El día 21 de agosto del año 1614 fue depositada su ración de pan y agua. Horas después, y como solía ser costumbre, miraron si había cogido la comida. Allí estaba, intacta. La llamaron por su nombre. No contestó. Tras deliberar unos momentos, se decidió abrir una pequeña brecha en el muro que la tenía apartada del mundo.
Oyeron el revuelo de los murciélagos y una vaharada pestilente hizo que tuviesen que taparse la boca. Allí estaba, sentada en su sillón, envuelta en pieles. Sin respirar. Por fin se había ido a los bosques, con la bruja de Miawa y el espíritu de Darvulia.
Lilith llegaba a su nadir, cuando más alejada está de lo humano.
Dos testigos dieron fe de su fallecimiento por causas naturales. El primero fue el secretario del Palatino Thurzó, György Zadovsky:
«A 21 de agosto de 1614.
»Erzsébet Báthory, esposa del Magnificente Señor Conde Ferenc Nádasdy, viuda, tras cuatro años de detención en un calabozo de su castillo de Csejthe, condenada a prisión perpetua, ha comparecido ante el juez Supremo. Ha muerto al anochecer, abandonada de todos.»
Pero ella seguía engañándolos incluso después de muerta. No fue en uno de los calabozos donde expiró, sino en sus aposentos, como la Señora que era. Y estaba por ver que fuese a comparecer ante el juez Supremo. Eso nunca lo sabría nadie.
El otro testigo de su óbito fue el letrado Itsván Krapinai, quien escribió:
«Erzsébet Báthory, esposa del alto Señor Ferenc Nádasdy, magistrado del Rey y Caballero Mayor, de estado viuda, infame y homicida, ha muerto en prisión en Csejthe. Muerta repentinamente, sin cruz ni luz, el 21 de agosto de 1614, por la noche.»
Volvía a mentirles. Csejthe no era su prisión, sino su paraíso, y nunca lograron arrebatarla de allí. Tampoco necesitaba cruz alguna, todo lo contrario. Fue un privilegio que no la pusieran frente a ella. En cuanto a la luz, ¿quién podría negarle que había accedido a esa luz de la luna que por fin la llamaba, quién?
Afuera soplaba una repentina ventisca. Su cuerpo fue sepultado en un lugar secreto de los campos que rodeaban el castillo, como ella hizo con tantas. Estaban acabando de enterrarla y de pronto descargó un fuerte aguacero, impropio de aquella época. Igual que cuando nació.
De ella no quedaría, pues, rastro alguno. Sólo su recuerdo.
János Pirgist coloca el plumón de ánsar junto al tintero. Da por finalizado su trabajo. Fatigado, se levanta para ir a mirar por la ventana de la buhardilla. El invierno, y también el invierno de su vida, concluye tras el largo esfuerzo.
En esos momentos piensa en cierta frase de un escritor francés al que Erzsébet nunca pudo leer, pues murió justo cuando él nacía: «Hay héroes del mal lo mismo que del bien.» Nada podía definir más acertadamente a aquella a quien dedicase tantas jornadas de escritura.
También pensó que justo el año en que la Condesa moría, varios médicos lograban extraer una criatura del interior de su madre abriéndole el vientre. A esa operación la llamaron «cesárea». La vida, pues, continuaba.
Pero una vez más se vuelve a hacer la pregunta de si no habrá sido en balde su pormenorizada especulación en torno a la génesis y esencia del mal, ya que en cuanto a sus efectos, sí cree haberlos explicado de manera fidedigna. El mal, ¿es ausencia de bien, simplemente eso? No. El mal, ese mal con el que János ha estado debatiéndose desde que era un niño e intentó evitarlo para sobrevivir, y luego, cuando fue joven y pretendió apartarlo de su memoria, y aún después, al decidirse por fin a escribir su historia, ese mal es algo superior a cualquier concepto que sobre el mismo puedan tener las personas. Se podrá perseguir y castigar, pero difícilmente se entenderá nunca. Porque ese mal es de carácter óseo y, a la vez, inexplicable. Como la tristeza o la alegría, como el odio o el amor, no se puede tocar ni ver, pese a que está. De ahí el temor al fracaso de no haber salido airoso tras su titánico esfuerzo de redacción. Ese mal sólo cabría definirlo como la tendencia oscura que lleva a algunos a sentirse ya no felices, sino realizados, con el dolor de otros que ningún daño les han hecho. Y hacerlo no como escarmiento, no para obtener más poder o riquezas, no por libidinosas inclinaciones o por motivos de venganza, no por creencias ideológicas o religiosas, sino por el propio placer de la contemplación de la desgracia ajena. Todo ello, ¿es posible explicarlo con palabras, se puede juzgar bajo el prisma de cualquier criterio moral? No. Por eso duda, sabiendo que tal incertidumbre habrá de acompañarlo de por vida.
Pero ha de reaccionar. Sin demora llama Pirgist a su ayudante en la parroquia, y le dice que ya ha acabado su relato.
—¿Está satisfecho con el resultado, reverendo? —pregunta con interés el joven.
—Estoy en paz conmigo mismo por haberlo escrito —responde él de forma evasiva.
Su interlocutor no parece contento con esa explicación. De modo que sigue insistiendo:
—Pero ¿lo ha contado… todo?
—Todo cuanto se podía contar… —contesta él, abstraído en lo que se ve a través de la ventana.
Constatando que su superior da muestras de un evidente cansancio, y que no parece en exceso dispuesto al diálogo, el joven clérigo agacha la vista y se dispone a retirarse. Cuando está ya en la puerta, oye la voz de Pirgist:
—Aguarde un instante, no se vaya aún…
—Sí, padre…
Pirgist se vuelve hacia él. Lo mira largamente y dice:
—¿Recuerda que, al dejarle el manuscrito días atrás, le hablé de un tercer favor, un tercer y último favor…?
—Lo recuerdo, claro que sí, y por supuesto estoy dispuesto a cumplirlo. —Tras vacilar unos momentos prosigue-: Aunque mentiría si no le dijese que ardo en deseos de saber cómo termina su historia. ¿Me dejará leer ese final, padre?
—Me parece justo —murmura János.
Ambos callan. Al fin el joven se decide a preguntar:
—¿Y el favor…?
El venerable hombre que tiene frente a sí parece no entender a qué se refiere cuando poco antes le comentó algo al respecto. Un gesto de su cara le hace notar que ya ha caído en la cuenta.
—Me gustaría pedirle algo importante. Algo muy importante para mí. Quizá más importante que haber escrito esa historia…
—Cuanto más importante sea, con más entusiasmo lo haré yo —responde el joven.
De nuevo se queda callado. Es como si le costara pronunciar las palabras que inevitablemente termina diciendo:
—Quiero ir allí.
El joven padre András parpadea sorprendido. No lo esperaba. Con cierta turbación dice:
—¿Allí es… allí, a ese sitio?
—A Csejthe —responde en tono rotundo Pirgist.
El joven titubea varios segundos, no porque dude de que en verdad desea hacerle ese favor, sino porque nunca hubiese creído que su superior pudiera pedírselo, y mucho menos desearlo.
—Debo enfrentarme a ello —dice Pirgist—. Ha sido más de medio siglo demorando ese momento, pero ya es inútil eludirlo.
—Perdone que me atreva a preguntárselo, padre, pero ¿qué espera hallar en ese lugar, que sólo le trae malos recuerdos?
János se siente preparado para responder a tan directa cuestión:
—Cerrar la historia, cerrarla de una vez.
—Pero ¿acaso no acaba de decirme que ya concluyó su relato? ¿Qué otra cosa quiere, pues?
Pirgist se sienta en su sillón. Frente al escritorio. Sin dejar de mirar a su ayudante, responde:
—Cerrar mi propia historia. Poder irme en paz de esta vida.
—¿Tanto desea regresar ahí?
—Nunca dejé de desearlo, nunca. Pero nunca me atreví a hacerlo.
El joven cura insiste:
—No obstante, y por lo que alcanzo a imaginar, del castillo poca cosa quedará…
—Pero sigue estando allí.
El otro no se da por vencido, pues en su fuero interno piensa que ese reencuentro con lugares de siniestra memoria en poco puede favorecer la salud de su superior. .
—¿No considera… perjudicial… enfrentarse a todos esos recuerdos, padre?
—Lo considero inevitable.
—Entonces, bien, ¿cuándo dispongo la partida?
—Mañana mismo. Nada ocurrirá aquí de urgencia que nos retenga por unos días. Yo mismo redactaré una carta a la archidiócesis explicando que durante unas jornadas no habrá misa diaria en la parroquia, esté tranquilo.
—De acuerdo. De inmediato cogeré lo necesario para el viaje. ¿Cuánto cree que nos llevará?
—Tres días de ida y tres de regreso. Calculemos una semana. Conozco sitios donde podremos pernoctar.
—Perfecto, padre. Si le parece, mañana salimos de madrugada…
Pirgist asiente con gravedad. Lleva demasiado tiempo queriendo hacer esto como para echarse atrás ahora. Invierten lo que queda de aquella jornada en preparar las pertinentes vituallas, coger ropa de abrigo y alquilarle dos burros a un campesino, que dispone de varios de estos animales en una cuadra contigua a la parroquia.
Aquella noche cenan un caldo de nastuerzos y cogollos de col. También algo de tocino. Pero lo hacen sin intercambiar palabra alguna, pues éstas sobran.
A la mañana siguiente, cuando aún no ha despuntado el sol, se ponen en camino. Deben ir hacia el norte, sin dejar el curso del Morava. Subirán hasta Malacky y luego girarán en dirección a Trnava. Una vez allí habrán de continuar por la ruta que lleva a Pistyán. Finalmente torcerán hacia el Vág, de tumultuosas aguas.
—No se me ha olvidado el puente desde el que, una vez superado, divisaremos las llanuras colindantes a Csejthe —afirma Pirgist.
Se ponen en camino pues, a lomos de sus jamelgos. Durante el viaje, en el que por fortuna no les cae ninguna nevada pese a que tienen que soportar los rigores del frío reinante, apenas se cruzan las frases de rigor. Es como si evitaran aludir a aquello que les aguarda en su destino.
Conforme van aproximándose a éste, el joven ayudante de Pirgist muestra un semblante preocupado. Algo le inquieta, y con toda certeza teme lo que pueda resultar de todo esto con su superior. János, por su parte y no sin sorpresa, se nota hundido en una extraña serenidad. Por momentos se siente hasta feliz. Está regresando a su infancia, y también ese período le trae recuerdos gratos, sobre todo cuando terminó la pesadilla.
A media mañana del tercer día de viaje ya han cruzado el Vág, y aún avanzan otro tramo, entre campiñas y trigales, hasta llegar a un otero desde cuya cima, si el tiempo les ayuda, podrán observar las llanuras que rodean Csejthe. Trepan por una senda llena de pedruscos, pero la niebla impide ver a lo lejos.
—En un día despejado incluso podría divisarse el castillo —afirma János con un suspiro.
Algo se ha encogido en su estómago. Su acompañante parece notarlo, pero nada dice. Vuelven al camino principal. Así transcurren hasta cuatro horas más. Dejan atrás campos en barbecho, parcialmente cubiertos por las recientes nieves. Ascienden un montículo y, al bajar por el otro lado, Pirgist detiene su mula.
—Mire… —silabea con emoción en la voz.
En la lejanía aparece como una sombra recortada sobre el cielo grisáceo la silueta del castillo. El joven cura da la sensación de haber enmudecido de repente.
—Venga, que ya falta poco… —le anima János.
Se sienten muy cansados, pero no es el momento de detenerse.
Al cabo de un rato divisan unas chabolas. Allí hay gente. Eso extraña a Pirgist, que siempre imaginó esta zona, en su recuerdo, totalmente desierta. Momentos después llegan a lo que fue el pueblo de Csejthe. En efecto, unas pocas familias han vuelto a llevar la vida allí. Varias gallinas y una oveja contemplan su paso, atentas sin duda a los animales que los transportan.
Su ayudante, quien en la noche previa a la partida acabó de leer el manuscrito de János, no puede evitar sentirse profundamente impresionado. Él, sin embargo, aún no ha tenido tiempo de reaccionar. De hecho, cabalga sin levantar en ningún momento la vista hacia el castillo, cuyo perfil, pese a que parece medio destruido, ya es distinguible.
Entonces, por vez primera, se atreve a mirar directamente el castillo, lo que queda de éste. Su corazón se contrae. Debe abrir la boca y respirar hondo para tranquilizarse, pues su serenidad se ha desvanecido del todo. Su propio aliento le impide ver con claridad esa mole que paulatinamente va estando más y más cerca.
Dejan a sus espaldas la aldea. Un par de mujeres, con sus retoños en brazos, les han mirado con actitud de sorpresa al ver el camino que se disponen a tomar. Empiezan a ascender por una empinada cuesta, pero de nuevo Pirgist opta por no mirar hacia arriba. Ha de posponer ese momento para cuando ya no sea posible dar marcha atrás y arrepentirse.
Si ella no se arrepintió nunca, tampoco él va a hacerlo ahora.
Junto a una fuente, cuyas aguas manan cristalinas por encima de las rocas, János le pide algo a su ayudante:
—Es preferible que me aguarde aquí. Subiré yo solo…
El joven cura muestra signos de alarma y, al mismo tiempo, de un alivio que apenas consigue disimular. Nada le tranquiliza en ese paisaje ni en esa situación. Pirgist se da cuenta y procura ponérselo fácil:
—Sí, esto es una cuestión a dirimir entre ellos y yo. No puede haber testigos.
—¿Ellos? —pregunta con ademán de perplejidad el joven.
—Mis recuerdos —sentencia János.
Inicia el tramo final de la subida, ya a pie y con andar cansino, procurando no resbalar con algunas de las piedras que se apelmazan en el lindero. La nieve dificulta aún más su marcha, ligeramente inclinado el cuerpo, jadeando pero sin decidirse todavía a mirar aquello que le aguarda, con las fauces abiertas, a unos pocos pasos de distancia. A su izquierda ve unos matorrales de celindas, a su derecha se acumula la broza y la bardoma. Todo es desolador.
Cruza lo que un día fue el puente levadizo. Los fosos que lo circundan están anegados de barro, que una capa enharinada oculta parcialmente. Hay ortigas y maleza por todas partes.
Es entonces, justo después de pasar bajo el portón central, cuando levanta los ojos y mira.
Allí está, igual que siempre. Amenazante, como de otro mundo. Deshabitado. En estado de ruina casi total. Distingue pájaros trazando círculos sobre las almenas. Los muros están ennegrecidos por el paso del tiempo. Se ven llenos de hierbajos y musgo. Él camina, ahora sí, observándolo todo con detenimiento, como si con cada mirada intentase recuperar un fragmento de su infancia, que se quedó entre esos muros mucho más destruidos de lo que creyó en un principio. No hay techos, pero aún distingue lo que fue el patio y sus pórticos en herradura. Evita mirar en dirección a los lavaderos. Sabe a dónde se dirige, aunque aún no encuentra la senda. Sigue trepando por caminos llenos de piedras, que antaño fueron pasadizos que iban a dar a los calabozos. Busca algo. Sabe lo que busca, aunque aún no se atreva a reconocerlo abiertamente. Por fin, tras encaramarse en varios puntos y subir por muros deshechos, llega a un lugar concreto y se detiene. Mira hacia lo alto.
Siente que el corazón golpea con fuerza en su pecho. Ahí lo tiene.
Aquello, ahora lleno de hierba, fue el aposento en el que la Condesa pasó sus últimos años. No hay techo ni apenas paredes. Los ojos se le humedecen, y no se debe al intenso frío que lo envuelve.
Intenta rezar una oración, pero las palabras no fluyen ni a su boca ni a su mente. Incluso ve un árbol, que ha crecido espontáneamente en un flanco de lo que en su día fue la guarida de Erzsébet. Se trata de un árbol menudo y lleno de espinas.
Es tanta la emoción que le embarga que pierde el sentido del tiempo. De repente recuerda que su ayudante estará esperándole abajo, junto a la fuente situada a escasa distancia de la entrada al castillo. Decide irse. El estado ruinoso en que se encuentran todas las dependencias de lo que décadas atrás fue uno de los hrads más formidables de Hungría consigue que de nuevo se emocione.
Resignado, se da media vuelta, disponiéndose a bajar. Ha de llevar cuidado, pues el descenso, con ese suelo resbaladizo, es mucho más peligroso que la subida.
No ha dado más que unos pasos cuando se detiene en seco.
Un sudor frío recorre su frente. Pero está paralizado. Algo le ha paralizado en un instante, cogiéndole desprevenido.
Sabe que no está solo.
Lo sabe, y comienza a temblar mientras va diciéndose para sus adentros: «No es posible, no es posible…»
Se gira lentamente sobre sus talones. El cayado en el que se apoya cae de su mano, pero la hierba amortigua todo sonido. Busca desesperadamente con la mirada. Cada tramo de los muros, cada piedra. Sabe que ahí hay algo, aunque aún no lo detecta.
Entonces lo ve. Debe hacer presión con los puños cerrados para contener su agitación. De nuevo el miedo. Aquel miedo de cuando era niño. No puede ser, no puede.
Pero ahí está. Un pájaro negro, demasiado pequeño para ser un cuervo, demasiado grande para ser un milano. Negro, negro como la noche del recuerdo. Está inmóvil, apostado entre las ramas de ese árbol que creció en donde estuvo la habitación de ella.
János abre la boca incrédulo:
—¿Eres… eres tú, no es así? —balbucea notando que su propio aliento se congela en cuanto sale al exterior.
»Sigues siendo tú… —murmura en un gemido.
No queda rastro de ningún otro pájaro en el cielo. Éstos huyeron ante la presencia del hombre. Pero ese pájaro no. A János le tiemblan los labios. Se agacha con lentitud. Rebusca algo entre la nieve. Coge una gruesa piedra y, tras tomar impulso, respirando con dificultad, la lanza en dirección al árbol. La piedra impacta entre sus ramas.
Pero el pájaro sigue donde estaba. No ha hecho el menor movimiento de abandonar su escondrijo, lo cual habría sido previsible.
—¡Oh, Cielo… Oh, Santo Cielo, protégeme, por lo que más quieras…!
Le ha salido un sollozo que corta el aire. Pero no hay nadie más que pueda presenciar la escena. Sólo el pájaro y él. Se agacha y coge otra piedra. La lanza con rabia hacia el árbol. Ahora ha impactado aún más cerca del animal.
Es inaudito que continúe inmóvil, mirándolo. O no lo es.
—¡Bicho inmundo, aléjate ya… Déjanos! —exclama János con la voz quebrada—. ¡Vete de una vez, criatura infame… acude al infierno, que es de donde provienes…!
Pero el animal sigue imperturbable. Una tercera piedra, que cae algo lejos de su cuerpo, pese a que logra mover más aún las ramas del árbol, parece ser tragada por la nada.
Pirgist, dándose nerviosos manotazos en el pecho, consigue coger su crucifijo de plata, que lleva bajo la capa. Se lo muestra al pájaro con violencia.
—¡Acaba ya con esto, maldito…!
Su brazo tiembla tanto que a duras penas le es posible mantenerlo erguido.
Entonces el pájaro mueve un poco sus plumas. Emite un espantoso graznido sin dejar de observar a Pirgist en todo momento. Ni los gritos ni las piedras le han asustado lo más mínimo.
—¡Eres tú, abominable criatura! —vuelve a sollozar Pirgist, que ahora se desploma quedando postrado de rodillas sobre la nieve. —¡Déjanos ya!
El crucifijo pende otra vez de su pecho, balanceándose al ritmo alterado de éste.
El pájaro se mueve y Pirgist encoge su cuerpo, pues cree que va a atacarle. Pero no. Levanta vuelo agitando sus alas. Se eleva lentamente por el aire y aún emite otro graznido, que en los oídos de Pirgist resuena como el eco de una risa. Sí, sabe que se ha reído.
En estado de sumo desconcierto dobla la cabeza sobre el tronco, presa de la mayor turbación. Vuelve a decirse que no es posible cuanto acaba de ocurrirle y, sin embargo, así ha sido. Se palpa con desesperación en las manos, en los hombros, en el pecho, para saber si él mismo es real. Y sí, allí está su cuerpo. Estremecido. Latiendo.
Cuando por fin se recupera un poco, decide bajar por el camino que siguió para llegar hasta ahí. Las lágrimas corren por sus mejillas y las sienes aún le palpitan. Seca esas lágrimas con un extremo de la capa. Su joven ayudante no debe verle así.
Abajo las chabolas del pueblo brillan como pavesas. János piensa en el duro destino de esos parias que dependen de aquello que siembran.
Luego, tras bajar de forma en exceso precipitada, lo que provoca que resbale en un par de ocasiones, distingue al padre András, quien desobedeciendo sus órdenes se ha acercado un poco.
Éste le dice en voz alta que creyó oír gritos, como si alguien estuviese peleándose. Temió por él, afirma compungido y solícito. De ahí que no pudiera contenerse más.
—¿Quién ha gritado ahí arriba? —le pregunta por segunda vez con síntomas de temor en el rostro.
János le responde, aunque procurando no mirarle a la cara:
—Habrá sido su imaginación. O el viento…
El otro mira alrededor, no muy convencido de lo que Pirgist asegura.
Le señala un pequeño libro de oraciones que lleva en su mano enmitonada.
—De poco iba a servirle eso en este sitio… —dice Pirgist, aunque de inmediato lamenta haberlo dicho.
Tampoco el otro parece que vaya a preguntar más. Están bajando por la cuesta que lleva al pueblo, y ninguno de los dos piensa volverse para mirar el castillo siquiera por última vez, allí donde pesadillas y sueños, al igual que ganado buscando calor en los apriscos durante la helada, se reúnen en conciliábulo junto a las horas inmortales.
Tras caminar unos pasos, su acompañante le sorprende con un nuevo comentario:
—¿Ha sacado algo en claro de esta experiencia, reverendo?
Él medita unos breves momentos. Aún se halla profundamente afectado por cuanto acaba de sucederle arriba, en el castillo. Pero al fin dice, como si hubiese necesitado toda una vida de intensa reflexión para llegar a esas conclusiones:
—Que debemos recordar olvidando.
—No le comprendo… —se excusa el joven.
—Creo habérselo expuesto claramente —afirma János, aunque sobre la marcha entiende el desconcierto de su ayudante. Éste dice:
—Si nos esmeramos en preservar el pasado, como usted sostiene, incluso para advertir a los demás, a quienes vendrán después de nosotros a fin de que no cometan idénticos errores, ¿cómo olvidar?
Pirgist decide sincerarse:
—En el ejercicio de recordar hacia adentro, y luego transmitir tales conocimientos a algunos elegidos, se encuentra la clave para, preservándolo, aprender el olvido.
—Sin embargo… —empieza a decir el joven, que sigue sin estar convencido.
—No dije olvidar, mi estimado padre András, dije aprender el olvido. Piénselo…
Así descienden un tramo más, y de repente el joven sacerdote hace un gesto de frío. Finalmente habla, aunque con el rostro hundido entre los hombros y con las solapas levantadas de su capa.
—Es éste un clima muy duro, padre.
Pirgist lo mira un instante de soslayo. Le dice:
—Sin embargo, yo, que me crié por estos lares, puedo intuir que ya huele el deshielo.
—Si usted lo afirma —contesta el joven, dubitativo.
—Lo hago —sigue János sin dejar de caminar—, la Misericordia Divina consigue que la Naturaleza nunca cese en sus movimientos.
—Pues yo lo veo todo muy quieto, reverendo —intenta bromear su ayudante.
—Créalo. En apenas nada el paisaje hará que los ciruelos y los almendros luzcan en flor.
—Parece mentira.
—Así es el prodigio de la vida —contesta János.
—Laus Deo, padre…
—Laus Deo.
Él calla y camina, cabizbajo.
Es entonces cuando observa algo que queda en un recodo de la senda por la que avanzan.
Como si dudase entre caer con suavidad sobre la hierba o convertirse en efímero diamante, una gota de rocío tiembla en el filo de la hoja de un acebo silvestre, nacido espontánea, milagrosamente entre las rocas. Pirgist mira hacia lo alto con alarma. El punto oscuro y alado se aleja, cielo arriba, hasta perderse en un confín del horizonte.
Su silueta se recorta entre dos picos de la cadena montañosa cercana, que recuerda a enormes colmillos surgidos de la propia tierra. Durante breves momentos esa figura queda como suspendida, estática y al amparo de invisibles corrientes de aire.
Ulula el eco del viento en un murmullo creciente, sólo roto por algo que suena como un último y cóncavo graznido que logra tapar el súbito estruendo de un trueno. Tal vez un rayo impacte en el punto alado y oscuro que ahora se pierde entre las nubes. Él reza porque así sea. Lo hace sin voz, con el pensamiento aterido.
El firmamento asemeja una inmensa sábana de color mercurio, y la luna, que ya nace, una diadema coronando su mortaja.
Empieza a nevar tenuemente. En pocos minutos lo aún verde, lo todavía marrón y lo negro se tiñen de blanco. Es el instante en que se dan cita los espectros, pero hay que ignorarlos o pensar que se trata tan sólo de arteros juegos de la luz, que muere un nuevo día para renacer mañana.
Cerca está la hora de las canciones mientras se recoge la cosecha, y del Ángelus a la hora del crepúsculo.
Falta poco para la época del petirrojo y las calandrias, de las margaritas y del tomillo. Entonces, una vez más, el esplendor va a derramarse doquiera abarque la mirada del hombre.
En esa etérea lejanía cristaliza la noche.
Se hace el silencio en los campos.
Los Cárpatos duermen.
Pronto llegará la primavera.