BEZKÓ

A guisa de heraldo llegaba un hombre por los campos. Aparecía por un peñasco próximo, desde la cima del cual se divisaba en toda su extensión la llanura que rodeaba Csejthe.

Era un espía que la propia Condesa había destinado a ese lugar, para que la avisase si alguien se aproximaba. Sin resuello llegaba ese campesino que, en efecto, recortando por atajos y tras haber preguntado en una aldea, supo que se acercaba alguien importante en dirección a Csejthe. Además, a esas personas las acompañaba una guardia fuertemente armada. Erzsébet ya no se fiaba ni de sus haiducos, de ahí que encargase tal tarea de observación a un labriego que conocía la zona como nadie. Pero ella no sabía realmente lo que estaba pasando en el exterior. El campesino se demoró varias horas en el pueblo de Csejthe, donde en principio, alguien zanquivano y astuto, quien parecía arrastrar a través de sus largas piernas el temple de su paciencia, le detuvo con la excusa de ofrecerle un refrigerio. Tan hábil maniobra fue obra del pastor Ponikenus. Éste, a su vez, recibió días antes una misiva secreta informándole de que tuviera los ojos bien abiertos, pues por fin se preparaba una acción contra su enemiga. Dándole conversación y usando cuantos subterfugios se le ocurrieron, consiguió retener Ponikenus por espacio de un par de horas a aquel asustado labriego que aún debía subir la empinada cuesta que iba al castillo y dar cuenta de lo visto a su Señora.

En Presburgo, en los días previos, Megyery y Thurzó habían estado deliberando qué decisión tomar al respecto. Se informó al rey Matías, quien ordenó que de inmediato se procediese a la detención preventiva de Erzsébet en espera de aclarar los hechos que se le imputaban. Las presiones del novio de esa muchacha que desapareciese sin dejar rastro, así como las del padre de Doricza, habían surtido efecto. De una vez por todas los cazadores decidían movilizarse. Para el rey, si era cierto lo que se contaba de la Dama de Csejthe, en cuyo castillo acababa de estar, su abominable conducta era un oprobio para toda la nobleza, y tal situación había que erradicarla de inmediato y usando, si era necesario, los métodos más expeditivos. Aun así Thurzó, el Palatino, estuvo dudando cuarenta y ocho horas. No se acababa de decidir a asestar el golpe definitivo a alguien a quien no sólo temía, sino con quien guardaba lazos de parentesco. Megyery le forzó, arguyéndole que era su cargo y su dignidad los que también estaban en juego, aparte de a saber cuántas vidas más. Mientras, a la declaración del padre de Doricza, el zéman Niláievá, se unieron las de otros zémans de las comarcas de Kyjov, Nytra y Uherské. La situación era insostenible. Es probable que Thurzó, consciente o inconscientemente, quisiese dar tiempo a Erzsébet para que ésta huyese a la lejana Transilvania, donde sin duda hallaría protección en cualquiera de sus parientes. Pero eso podía degenerar en una contienda de funestas consecuencias. Así que finalmente se decidió a actuar. También él necesitaba ver para cerciorarse de que eran ciertas las atrocidades que se le imputaban a Erzsébet, pues seguía sin convencerse plenamente de ellas.

Por su parte, el aturdido espía de la Condesa, que estaba embargado por el miedo, pactó con Ponikenus, cuando éste le filtró veladas amenazas si no lo hacía, que nada diría de esa demora de varias horas. Sencillamente, iría al castillo, informaría de lo visto, ante lo cual Erzsébet habría de tomar alguna medida, y luego se marcharía de allí lo antes posible. Así se lo aconsejó Ponikenus, quien contaba impaciente el tiempo que faltaba para que apareciesen en el pueblo los personajes que estaban a punto de llegar.

Pero Erzsébet seguía muy ocupada con sus maleficios, reponiéndose de la agotadora noche anterior, en la que había vuelto a llenar de sangre su bañera. Aún quedaban en ella restos de la furia que le causó que se le hubieran escapado vivos sus ilustres invitados de las semanas anteriores. Eso lo pagarían, entre otras chicas, las cuatro hijas de los zémans. Especialmente ellas. La noche previa las cuatro habían sido torturadas, reservándose a Doricza para el final, pues era la que más le gustaba. Ésta tuvo que contemplar el suplicio de sus compañeras.

Las paredes y el suelo estaban llenos de sangre, y se dice que aquella noche ni siquiera cayó en la cuenta de desvestirse, por lo que se dedicó a torturarla ataviada con uno de sus más lujosos vestidos. Sus mangas de lino volvían a verse empapadas de sangre. Fue así como, ya de madrugada, le llegó el turno a Doricza. Incluso cuando Erzsébet, para empezar, le propinó un centenar de azotes, no perdió su compostura y siguió orando. Tras éstos llegaron las incisiones con una cuchilla. Le arrancó las uñas de las manos y de los pies. Finalmente, mientras se sentaba en su sillón ya cansada, ordenó a Dorkó que le cortase las venas de los brazos, pero poco a poco. Había llegado el momento de aprovechar su sangre. Así se hizo al tiempo que Doricza caía desplomada.

No se sabe si aún aquella noche Erzsébet obtuvo su preciado baño. Había un gran revuelo por las dependencias superiores del castillo. Fue a la mañana siguiente, cuando ya había salido el sol desde hacía varias horas, el instante en que irrumpieron a las puertas del castillo los personajes llegados de Presburgo. Los haiducos dudaron si dejarles entrar, pues la Condesa dio órdenes estrictas en ese sentido. Pero la orden real que veían con sus propios ojos, así como lo aborrecible que a todos les resultaba la Señora del castillo, hicieron que les franquearan la entrada sin oponer la menor resistencia.

Erzsébet, que había oído el alboroto, mandó precipitadamente que se escondieran los cuerpos de las chicas. En parte lo habían hecho la madrugada anterior, pero por negligencia o debido al agotamiento sus secuaces no cumplieron el mandato a rajatabla. Ni se había hecho desaparecer a las chicas ni se habían borrado las numerosas manchas de sangre que por doquier se veían. No dio tiempo.

Thurzó, Ponikenus y bastantes hombres armados entraron abruptamente en los salones del castillo, donde pronto se organizó una liorna considerable, con carreras y gritos. Exigieron ver a la Condesa, quien seguía recluida en sus aposentos del piso superior, donde se retiró alegando que se sentía enferma. Así lo adujeron unos criados. Pero no era enferma, sino loca de furia como Erzsébet se hallaba. Posiblemente en esos minutos de recelo e incertidumbre maldijo la demora de su espía. De saber que Thurzó en persona acudía a por ella, y con una orden de registro de todas las dependencias de Csejthe, habría huido a grupas de Visar en dirección al alejado castillo de Bezkó, de donde sin duda se trasladaría a Transilvania. Una vez allí, podrían defenderla sus primos Gabor o Segismundo Báthory de todos esos intrusos que se habían empeñado en amargarle la existencia.

Mientras ella, que no se decidía a bajar y dar la cara, recitaba ininterrumpidamente conjuros contra sus enemigos. Éstos, ayudados por antorchas, empezaron a recorrer el castillo por su cuenta. Iban buscando pruebas. Y las encontraron. Así estaba escrito que debía ser. Por desgracia, pero también por suerte, las encontraron.

Había restos de sangre por todos lados. En pucheros y baldes. En la bañera de los lavaderos, en el escalfador. Sangre seca y sangre aún fresca. Sangre hasta en techumbres no muy altas y en paredes. Sangre encontrarían al poco en el baldaquino de su lecho y en los caireles de sus sábanas, que eran grecas orladas de rojo. Sangre junto a un agujero que, abierto en las piedras, iba a dar a un acantilado por el que se deshacían de muchos cuerpos, sangre en las chimeneas, sangre por varios pasadizos. Sangre, sangre, sangre. Pero allí no había ninguna chica.

Siguieron buscando, ahora con renovado ahínco, pues sólo les restaba hallar la prueba definitiva del delito. Y finalmente, en un apartado calabozo en el que apenas cabía una persona de pie, dieron con lo que buscaban. Horrorizados, vieron los cuerpos de dos muchachas totalmente desolladas. Una sobre otra. Por escasas horas no habían tenido tiempo de quemarlas o procurarles un entierro improvisado en algún lugar del campo en el que difícilmente habrían sido encontradas nunca.

Thurzó lanzó una expresión de espanto. Se sentía mareado. Por allí había también todo tipo de instrumentos de tortura y cabellos arrancados. Incluso vísceras llegaron a ver. Abrieron otra puerta haciendo saltar su cerradura a golpes de hacha. Dentro estaban dos muchachas a las que habían arrancado parcialmente la piel. Una jadeaba de forma lastimosa. Parecía agonizante. Thurzó se inclinó ante ella y le preguntó:

—¿Os ha hecho esto la Condesa…?

La chica afirmó con un movimiento de su cabeza justo antes de expirar. Era suficiente. A un lado yacía la que otrora fue una alta y guapa muchacha rubia. Estaba en carne viva. Era lo que quedaba de Doricza. Dicen quienes la vieron en tal estado que ni su propia madre hubiera podido reconocerla.

Erzsébet, como si intuyese el peligro, tenía preparada desde varios días antes una calesa presta para partir hacia Bezkó. Allí estaban depositados varios instrumentos destinados a la tortura. Aunque ella habría huido a caballo para evitar riesgos, no olvidó ese detalle, que de nuevo horrorizó a Thurzó y sus acompañantes al descubrirlo. Por unas horas de indecisión no pudo escapar. Por su afán de sumergirse de nuevo en la locura de la sangre. Y ello a pesar de que dispuso de varios días desde que, es probable, alguien pudo haberla informado de que en Presburgo se estaba decidiendo su suerte.

Se detuvo sin más premura a quienes todos señalaban como culpables, Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, que se dejaron apresar dócilmente, como si eso les aliviase del peso que sin duda debían soportar sus conciencias. También a Kata, lo que llenó de pesar y alarma al resto de lavanderas.

Entonces, y luego de muchos requerimientos, apareció ella delante del Palatino, soberbia y dispuesta a protestar por lo que consideraba un atropello a los de su casta. Thurzó la increpó: «Erzsébet, veo que tenían razón, eres como una alimaña. Estás viviendo tus últimos meses. No mereces respirar el aire de esta tierra, ni ver la luz de Dios. Tampoco eres ya digna de pertenecer a la sociedad humana. Vas a desaparecer de este mundo y no volverás jamás a él. Las tinieblas te rodearán y podrás arrepentirte de tu vida bestial. Señora de Csejthe, te condeno a prisión perpetua en tu propio castillo.» Acto seguido, y dirigiéndose a sus cómplices, les dijo: «A vosotros os juzgará el tribunal.» Hizo encerrar a Erzsébet en su aposento, fuertemente custodiada. Ésta no dejó de protestar ruidosamente en ningún momento.

Junto a Thurzó, estupefactos por cuanto terminaban de ver, se hallaban como testigos dos yernos de la Condesa, el noble Miklós Zrinyi y György Homonna. A éstos Thurzó les dijo que gustoso, y con sus propias manos, habría dado muerte allí mismo a la dama, pero que en beneficio del honor de los Nádasdy, que ya no de los Báthory, todo se llevaría a cabo ateniéndose de modo escrupuloso a la legalidad, pero en el mayor de los secretos. En un principio Thurzó pensaba encerrarla a perpetuidad en un convento situado en Varannó, casi junto al propio castillo que la Condesa tenía en dicha localidad, pero luego de lo visto no pudo obrar de otra manera.

Megyery y un mandatario del rey, que también se hallaban presentes, dijeron que esa decisión no satisfaría a Matías, pues la sentencia de recluirla en Csejthe no estaba a la altura de las atrocidades cometidas. Además, habían encontrado el cuadernillo de notas en el que ella misma especificaba, con nombres y minuciosas descripciones físicas, a muchas de sus víctimas. Había que juzgar públicamente a Erzsébet y ejecutarla como merecía.

Sus tres cómplices fueron conducidos bajo fuerte escolta a Bicsé. Las siguientes horas serían de gran ajetreo. Todavía se pudo rescatar a varias chicas con vida que, desnudas y hechas una piña, se amontonaban en los calabozos.

A la mañana siguiente Ponikenus, quizá dejándose llevar por la piedad, decidió subir a la habitación en la que estaba encerrada Erzsébet. A él sí se le permitió la entrada, pues creyeron que iba a confesarla, y de hecho es probable que ésa y no otra fuese su intención. Pretendía obtener el arrepentimiento de ésta, pero lo que se encontró fue, como la llamara Thurzó, una verdadera alimaña. Aunque se había hecho acompañar de un fornido soldado, poco faltó para que la Condesa, nada más verle, se abalanzase sobre él con intención de arañarle el rostro. Estaba allí, envuelta en pieles y con todas las joyas y alhajas que pensaba llevarse en su huida. Una vez la redujeron, gritó:

—¡Así que has sido tú, bastardo. Mira en qué situación me has puesto!

Todo ello lo decía en húngaro antiguo, idioma que Ponikenus no conocía bien, pero se lo hacía traducir. El pastor le dijo que era el momento de pensar no en venganzas sino en su alma. Ante esto, Erzsébet, lanzando una sonora carcajada, exclamó:

—¿Qué te crees? ¡Ya están los míos preparados al otro lado del Tiszá para pasarlo todo a sangre y fuego, y sin duda mi primo Segismundo vendrá a salvarme desde Transilvania…!

Ponikenus, sin perder la calma pero ciertamente asustado, la exhortó:

—¡Callad ya. Cristo ha muerto por vos…! —Frase ante la que ella repuso, jactanciosa y mirándole al bies:

—¡Menuda revelación… hasta los labriegos se saben esa historia!

Entonces el pastor ya no pudo contenerse:

—Has mancillado el Evangelio, criatura mal nacida… Lo manchaste con sangre…

—De vuestro Evangelio lo aprendí, malditos. Lo decía San Mateo: «Bebed todos de mi sangre, que será sello del Nuevo Testamento, la cual derramarán muchos… » —Se calló un instante, y luego siguió-: Yo me he limitado a cumplirlo.

No había terminado esta última frase cuando soltó una siniestra risotada. El pastor, frente a ella, a duras penas lograba contener su indignación y el pavor que esa mujer le inspiraba.

—Eres sacrílega y malvada… —empezó a increparla Ponikenus, pero ella le cortó:

—De vosotros lo aprendí. ¿O no está Cristo supuestamente en los inocentes? Fue a vuestro Cristo a quien se lo leí —dijo con mirada iluminada—. Sólo a él: «Quien bebe mi sangre y come mi carne, tendrá vida eterna…»

Y luego, retorciendo sus labios con inquina, añadió:

—Yo lo hice.

Como viese que era inútil todo intento de aplacarla, más bien al contrario, cada vez se la veía más violenta, Ponikenus optó por irse de allí.

Habría sido en esas horas previas, mientras ella discutía con el Palatino abajo, cuando Ponikenus pudo ver algunos de los numerosos libros que la Condesa tenía. Y de ellos dejó registro, aunque se perdiese esa información.

La suerte de Erzsébet estaba decidida, pese a que aún no supieran qué hacer exactamente con ella, pues aquel asunto planteaba un serio problema de estado. De momento se ultimaban en Bicsé los preparativos para juzgar a sus cómplices. El primero se inició en la villa de Bicsé el día 2 de enero del año 1611, y duraría hasta el 7 de ese mismo mes. Allí no estuvo Erzsébet, que seguía recluida en su castillo aguardando la decisión definitiva sobre su futuro. El alcaide de Bicsé era Gaspar Bajary, quien fue ayudado por el escribano Gaspar Hardosh. De la redacción del acta se encargó Daniel Erdög. En cuanto al juez real llegado desde Presburgo, era Teodosio Sirmiensis y, aunque la Iglesia no supervisó el proceso, sí tuvo un representante en el tribunal, el pastor de Bicsé, Gaspar Nágy. La causa tuvo carácter de proceso criminal. Hubo veinte jueces y, en la primera sesión, trece testigos.

Simultáneamente tenían lugar las enconadas deliberaciones para decidir el destino de Erzsébet, que era lo que más preocupaba a todos. El rey Matías era partidario de juzgarla y ejecutarla públicamente, como escarmiento por sus crímenes. Pero Thurzó, sin duda avisado del malestar que aquella situación estaba provocando entre ciertos sectores de la nobleza, que quizá no daban crédito a lo sucedido, o no plenamente, pues a fin de cuentas se trataba de una de los suyos, fue modificando su opinión al respecto. Miklós Zrinyi y Pál Nádasdy, yerno e hijo de Erzsébet, escribieron al rey suplicándole que no la ejecutase. A ello se sumó la entrevista que György Homonna, su otro yerno, tuvo con el soberano. Todos le pedían clemencia e invocaban el buen nombre del linaje de los Nádasdy, pues ya pocos se habrían atrevido a hacerlo en el de los Báthory, pese a que uno de sus primos, y ahí residía otro de los problemas con implicaciones políticas, seguía siendo rey de la vecina Polonia. El asunto era delicado. En una carta a Matías, el Palatino Thurzó, luego de exponerle con detalle los múltiples problemas que podrían derivarse para la Corona si Erzsébet era juzgada y ejecutada, con lo que de ignominioso tenía ello, y como el rey seguía queriendo ajusticiarla, volvía a pedirle comprensión.

«A Vos, Majestad, os toca elegir entre la espada del verdugo y la prisión perpetua para Erzsébet Báthory. Pero nuestro consejo es que no la ejecutéis, pues en verdad nadie tiene que ganar con ello.» De hecho se trataba de una advertencia, tan elíptica como sutil, al propio rey Matías, quien finalmente se inclinó ante los argumentos de su inteligente y probo Palatino. Se evitaría así un conflicto con Polonia y con Transilvania, aparte de cierto malestar entre la aristocracia.

Sorprendentemente, los bienes de la Condesa parecían estar en orden. En septiembre del año 1610 había redactado su testamento, como si de algún modo pudiera prever su inminente final. En ese testamento dejó todo a su aún jovencísimo hijo Pál, que acababa de obtener el título de Gran Oficial del Condado de Eisenburg, habiéndose prometido a Judith Forgách, que pertenecía a una de las familias más ilustres de Hungría.

Aquellos turbulentos días János, junto a su madre y el resto de personal del castillo, fueron trasladados a casas de Csejthe, donde debían permanecer hasta que concluyese el juicio contra los cómplices de la Condesa. Seguía teniéndoles consternados lo sucedido, que no por obvio dejaba de ser doloroso: el hecho de que entre los detenidos y juzgados se hallara Katalyn Benieczy, la lavandera. Era demasiado lo que ésta había visto. El propio János recuerda que su madre, así como otras lavanderas, insistieron en dar su testimonio para ayudar a Kata.

Y allí, en el improvisado tribunal de Bicsé, volvió a desgranarse el relato del horror. Los primeros testigos aún hablaban indecisos, a veces tartamudeando, como si temieran el castigo de la Condesa. Así fueron pasando sucesivamente György Kubanovic, Jan Valkó, András Uhrovic, Thomás Zima, que fue obligado a enterrar a varias muchachas en Csejthe y también en Polodié y Kerezstúr. Luego siguieron Ladislav Antalovic, Martín Krackó, András Butova y Jan Chrapmann. Curiosamente eran hombres los que testimoniaban. Hombres que, aun a sabiendas de cuanto estaba sucediendo, no hicieron nada por impedirlo. La única mujer que dio su testimonio en aquella primera sesión fue una tal Suza, sirvienta que había trabajado en el castillo de Sárvár, pero a la que la Condesa no se atrevió a tocar porque sabía que era protegida del alcaide de esa localidad, el ciudadano Bichierdy. Fue la misma Suza quien relató que Erzsébet había anotado escrupulosamente en una lista los datos de sus víctimas, y éstas ascendían al aturdidor número de seiscientas diez. A las que habría que añadir aquellas otras de las que posiblemente se olvidó, o de otras que asesinase antes de iniciar su cadena imposible de crímenes, o sea, las mártires inmoladas en secreto mientras aún vivía su marido, Ferenc Nádasdy. Suza calculaba que podrían ser un centenar más. Sara Barinysi, viuda de Peter Martín, confirmó estas cifras, pues también trabajó varios años al servicio de la Condesa. Entre ambas calculaban haber visto a treinta chicas muertas, por lo menos. Pero ninguna de ellas dos dijo nada. No hasta ese momento.

Tanto Suza como Sara, mujeres de cierta edad, fueron quienes hablaron a favor de Kata, la lavandera. Dijeron que tenía buen corazón, y que cuando le era posible daba alimento y abrigo a las prisioneras. Incluso, según parece, llegó a salvar a alguna a la que los torturadores dieron por muerta antes de tiempo. En el colmo de la perfidia, Kata fue obligada a pegar a varias de esas muchachas, pero queda constancia de que ella lo hacía contra su voluntad, y frecuentemente en estado de ebriedad. Todo ello, ayudarlas cuando podía, lo llevó a cabo con grandes riesgos para su persona. De hecho seguía viva de milagro.

Fue entonces cuando le tocó el turno de hablar a Vargha Balintné, la madre de János, así como a otras lavanderas de Csejthe. Todas, sin excepción, testimoniaron a favor de Kata, a quien en principio el tribunal pensaba condenar a la pena máxima.

Una mañana la madre de János llegó llorando, pero lo hacía con los nervios rotos y de alegría porque Kata había sido absuelta de aquello que injustamente se le imputaba. Al menos se hacía justicia en esto, y János lloró junto a su madre, congratulándose por la felicidad de ésta y la del resto de lavanderas, que eran como su familia.

El testimonio que más conmovió al auditorio fue el de Anna, viuda de Stefan Gönczy, quien perdió a su hija cuando ésta contaba apenas diez años. Había sido llevada al castillo de Csejthe y nunca más supo de ella. Erzsébet no sólo quería sangre fresca, primero, y pura después. También quería sangre joven, de niñas casi púberes, si era necesario. Tras dos jornadas de testimonios, les tocó hablar a los imputados.

Después de aquel cúmulo de abrumadoras acusaciones, poco podían hacer los inculpados sino dar muestras de aflicción por cuanto, dirían, se vieron obligados a llevar a término muchas veces tras haber bebido abundantemente, cosa que propiciaba la Condesa para así obtener mejor sus fines. Ujvari Johanes, llamado Ficzkó, Jó Ilona, que entró en Csejthe en calidad de nodriza, y Dorottya Szentes, llamada Dorkó, comparecieron compungidos y dispuestos a contar cuanto se les pidiese. Fue aquélla una jornada de renovado espanto, pues los testimonios de estos tres seres confirmaban las peores sospechas que por toda la región habían corrido durante años, sólo que las aumentaban hasta lo inverosímil, de puro atroz.

Según Ficzkó, él solía quemar y sujetar a las muchachas, aunque también dio muerte a un número de ellas que no podía recordar con exactitud. ¿Para qué?, se preguntaban todos en la sala. Dijo que en la tarea de cortar venas y hacer incisiones con tijeras, cizallas y todo tipo de cuchillas, solían ocuparse las otras dos acusadas, Jó Ilona y Dorkó.

Éstas, por su parte, en el monótono recuento de los hechos aportaron datos sobre cómo se torturaba o asesinaba a algunas muchachas, no sólo en Csejthe, sino también en los castillos de Sárvár, Lezticzé, Bezkó, Kerezstúr, hasta en Bicsé, lugar en el que se celebraba la vista, y en las propias Presburgo o Viena. Jó Ilona fue quien mencionó a varias hijas de zémans de Vechay, Vranov, Chegber y Ecsed.

Cuando acabó aquella lastimosa rutina de los interrogatorios, los jueces se levantaron para deliberar por espacio de una hora. Finalizado el plazo, volvieron a la sala con su veredicto. Era éste:

«Considerando que las confesiones y los testimonios han demostrado la culpabilidad de Erzsébet Báthory, a saber, que ha cometido crímenes horribles contra la sangre femenina y considerando que sus cómplices eran Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, y que estos crímenes requieren castigo, hemos decidido que a Jó Ilona y, a continuación, a Dorottya Szentes, les arranque los dedos el verdugo con sus tenazas, porque con esos dedos han cometido crímenes entre el sexo femenino. Finalmente, se las arrojará vivas al fuego.

»En lo que a Ficzkó se refiere, su culpabilidad debe contemplarse habida cuenta su edad. Como no ha participado en todos esos crímenes, hemos decidido una pena más moderada. Se le condena a muerte, pero será decapitado antes de arrojar su cuerpo al fuego. Esta sentencia se ejecutará inmediatamente.»

La multitud congregada allí profirió un murmullo a causa de la impresión.

Lloviznaba aquella mañana en la plaza principal de Bicsé. La comitiva con los reos cruzó el corto trayecto hasta el lugar de las ejecuciones. Algunas personas, pues el pueblo suele dar muestras de piedad en momentos así, rezaban o lloraban, como pasó con Gilles de Rais. Otros, sin embargo, observaban la escena con mirada de odio hacia tan abominables seres. Los más, por el contrario, parecían sumidos en la incredulidad, pues nunca habían asistido a una ejecución.

Fue entonces, cuando los haiducos se dispusieron a situar a los condenados en disposición de que el verdugo cumpliese su deber, el momento más dramático. Jó Ilona prorrumpió en gritos, suplicando perdón y cargando todas las culpas en la persona de su Señora.

Dos robustos haiducos la sujetaron mientras el verdugo, utilizando unas tenazas, empezaba a cortarle los dedos de la mano. Al ir a cortarle el cuarto dedo cayó desvanecida. Se esperó unos momentos para que reaccionase, y luego se siguió con la condena. Uno tras otro, entre alaridos de dolor, fueron cortándole los dedos, hasta diez. Y así, arrastrándola con los muñones ensangrentados, fue conducida a la hoguera. Su cuerpo sería presa de horribles convulsiones mientras perecía quemado. La gente había enmudecido, pero ya nadie desviaba la mirada.

Por su parte, Dorkó se desmayó al ver que ataban a Jó Ilona al poste donde debería sucumbir a las llamas. Mientras le cortaban los dedos lanzó alaridos de dolor y también ella se desmayó. Con Dorkó fueron más rápido, pues entre la multitud había muchos niños a los que era preferible ahorrar en lo posible el triste espectáculo. Se le cortaron los dedos incluso cuando estaba sin sentido. Y desmayada se la arrastró al poste del que minutos antes fue retirado el cadáver quemado de Jó Ilona. Algunos creyeron que Dorkó había muerto ya, pero un repentino y horroroso grito les hizo comprender que aún vivía cuando la alcanzó el fuego.

Ficzkó, con su cuerpo tiritando y su encorvada espina dorsal a ras de suelo, pudo contemplar desde un lado de la plaza la ejecución de las dos mujeres. Estaba pálido, pero nada decía. En un momento, y en cuanto se retiró el cadáver de Dorkó del poste de la hoguera, se le llevó hasta el tajo donde le aguardaba el verdugo. Éste empuñaba en su mano una espada especial para la ejecución llamada palós. Ficzkó miró al cielo y, según parece, intentó decir algo, llorando. De nada le valían ya ni su cifosis ni sus bufonadas. Le obligaron a poner la cabeza en el tajo. Un segundo después la espada caía con fuerza y precisión sobre su cuello. La cabeza rodó unos metros más allá de donde se hallaba el verdugo. Quedó mirando al cielo con los ojos entornados y, aseguran algunos, sus labios aún se movían cuando ya tenía el cuerpo cercenado.

Entonces arreció la lluvia y la multitud, impresionada, corrió a buscar refugio en sus casas. Durante muchos años seguirían hablando de aquellas ejecuciones que les fue posible presenciar, así como de los crímenes de la odiosa Señora que los instigó.

Esos ajusticiamientos no los quisieron presenciar ni Vargha, la madre de János, ni el resto de lavanderas, quienes habían sido trasladadas de nuevo al pueblo de Csejthe para que aportasen, en la medida de lo posible, más informaciones que ayudaran a averiguar nombres de nuevas víctimas, pues de diversas partes llegaban quejas referidas a desapariciones de muchachas. En realidad nunca se sabría con certeza el número de éstas que mataron Erzsébet y sus cómplices, lo cual sumió a muchas familias en el desconsuelo, pues preferían saberlas muertas que inexistentes para siempre, con lo que un dolorosísimo resquicio de incertidumbre las acompañaría ya durante el resto de sus vidas.

Fueron esas semanas que siguieron a las ejecuciones cuando se jugó el destino de Erzsébet. Pero en el pueblo de Csejthe todos pensaban en la dicha que por fin vendría a sus días, libres ya del azote de la Señora que durante casi dos décadas les atemorizó. Poco sabían esas gentes que pronto iba a llegar una orden real por la que el pueblo debía quedar desierto en un plazo muy breve de tiempo. Como si estuviera apestado. El justo para cargar sus pertenencias e irse. Ocupados en su propia supervivencia los aldeanos de Csejthe apenas miraron hacia arriba, hacia el castillo, que se veía desde cualquier rincón del lugar al que uno quisiera ir. Intentaban no mirar hacia arriba.

El propio János no recuerda, por más que lo intenta, haber levantado la vista en dirección al castillo. Como si de ese modo quisiera olvidar que ese sitio había existido alguna vez. Era cierto, la supervivencia no pasaba sólo por recoger a toda prisa los pocos y humildes enseres y amontonarlos sobre carros a los que acompañaban unas decenas de animales, sino fundamentalmente en no elevar la vista hacia el castillo dedicándole una última mirada, siquiera la de despedida.

No miró atrás su madre cuando se iban en dirección a la próxima aldea de Vág-Ujhely, ni Kata, ni nadie que hubiese estado en el castillo. De Kata sólo llegó a saber que se fue a su aldea de Găvănesti, a orillas del Buzzü, en Valaquia, y que se volvió demente, dejándose morir a los pocos años de consunción.

Él entiende, pero de eso sólo es capaz ahora, que aquella caravana de personas no pudieran volver la vista atrás porque tal acción les hubiese mortificado todavía más, creando en ellos nuevas pesadillas.

Finalmente llegó la esperada sentencia desde Presburgo. Se condenaba a Erzsébet Báthory a quedar emparedada en su aposento, hasta que acabase su vida. De esa forma se cuidaban las autoridades de no incurrir en los riesgos que implicaría su ejecución, que en ningún caso sería válida si antes no se celebraba un juicio. Y eso precisamente era lo que querían evitar.

Ella oyó imperturbable la sentencia. Como antes había sabido de la muerte de sus tres servidores sin que se le moviese ni un músculo de la cara. No dijo ni una palabra. Ni siquiera cuando se le explicó que el castillo quedaría ya por siempre desierto, colocando cuatro banderas negras y cuatro cadalsos en cada uno de sus extremos, señal de que ningún ser humano podía acercarse allí a mucha distancia. Lo mismo sucedería con el pueblo de Csejthe, que había sido desalojado. Por toda la comarca se colocaron pasquines anunciándolo. Únicamente dejarían un hueco horizontal situado a la altura del suelo por el que cada cierto tiempo se le introduciría pan y agua para que pudiese sobrevivir, administrando ese alimento como ella creyera conveniente. Además, se taponarían igualmente las puertas que conectaban su aposento con otras estancias. Salvo esa pequeña ranura pues, ningún contacto tendría con el exterior, excepción hecha de otro mínimo agujero que fue abierto a tal efecto, a saber, en lo alto del techo, para que pudiese entrar el aire y ver, siquiera débilmente, la luz del día.

Todo esto lo oyó sin pestañear. Seguía hundida en sus pensamientos, en su orgullo herido y sus sueños echados a perder.

Se le dio acopio de leña, pero eso se traducía en unos cuantos troncos que apenas podrían durarle lo que restaba de ese invierno. Luego, ya nada tendría para calentarse. Nada que no fuesen sus pieles, de las que fue obligada a escoger unas pocas. También le dejaban velas y cirios para alumbrarse, aunque esa luz se le acabaría en breve. Dos, tres meses a lo sumo. Poco pareció importarle, pues su indignación seguía siendo mucho mayor que la angustia lógica que debía de producirle el marco al que iban a quedar reducidos sus movimientos, precisamente a ella, que desde niña sintió aversión por los espacios cerrados, creciendo esa claustrofobia con la edad. Su aposento disponía de un retrete que no tenía salida al exterior, por lo que las deposiciones debían ser vaciadas a diario por el lacayo que en el castillo cumplía la función de casiller. Como es obvio, en apenas unas jornadas aquel aposento empezaría a llenarse de materias fecales. Era muy grande, pero aun así debió contar con ello, y no era una grata perspectiva para quien había dispuesto de tanto poder y lujo a su alcance.

No sintió atrición, siquiera leve, ni el menor síntoma de pesadumbre por todo lo hecho, y del mismo modo por su cabeza ya extraviada no debió de pasar la posibilidad de palinodia o retractación pública alguna. Ella, que provenía de una familia en la que la crueldad era cosa común, y en la que siempre hubo violaciones y estupro, ¿iba a dar señales de flaqueza en tal momento? ¿Cómo ella, que había buscado con avidez de arúspice en las entrañas de sus inocentes víctimas, desollándolas vivas y lentamente, iba ahora a sentir pena por haberlas destruido, cómo, si eran suyas? Sus sentimientos poseían ya la somnolencia pura del hielo, aunque tantas y tantas veces, en presencia de esas jóvenes desnudas y suplicantes, hubieran quedado deshechos por el relámpago, a menudo incluso para sorpresa suya, quien con frecuencia ni siquiera quería matarlas tan pronto, dejando un surco de magma abrasador por donde pasase. Entonces, en su entorno, era la muerte.

János aún iba a tardar bastantes años en encontrar que algo falló en aquel proceso por los crímenes de la Condesa, y en el que, según todos los indicios, se había aplicado correctamente la Ley, excepción hecha con la propia Erzsébet, quien, debiendo haber sido ejecutada, tuvo que soportar una curiosa condena. En realidad desde muy joven él se dio cuenta de esa evidencia, pero era tal la repulsa que le producía pensar en ello que ahuyentaba sus pensamientos al respecto.

Y es que no sólo fueron Erzsébet y sus más directos cómplices quienes propiciaron aquellas setecientas muertes de inocentes, no. Había muchas más personas implicadas. Y con estas personas la justicia nunca se decidió a intervenir, a buen seguro que por apagar del todo los rescoldos del escándalo. El Palatino Thurzó sabía, aunque no pudiera imaginar la magnitud de los hechos. Y Megyery el Rojo también sabía. Y el pastor Ponikenus, e incluso los yernos y plausiblemente las hijas de Erzsébet, sabían, pero, como tantos y tantos, volvieron la vista hacia otro lado. Reaccionaron tarde.

Ficzkó, Dorkó y Jó Ilona, junto a la propia Condesa, cometieron los crímenes, sí, pero no los propiciaron. Pues ¿quién sino otra compleja red de personas les suministraron centenares de muchachas? En las actas de los interrogatorios, que Pirgist pudo leer tiempo después en los archivos del castillo de Ezstergom, y también en varios archivos de Budapest, figuraban los nombres, y lo hacían de forma detallada, de toda una red no sólo de mujeres, sino también de hombres que, fuese por miedo, dinero, prendas o menudencias en forma de joyas, ayudaron a Erzsébet durante década y media para confeccionar un incontable número de víctimas.

Dezco Benedick, barbián donde los hubiere, que ejerció de mayordomo de la Señora, Stefan Vaghy, Baltasar Poki, Daniel Vás y Jezorlavy Istok sabían, como también sabían un tal Sido, un tal Kosma, un tal Silvachy o un tal Horvar, quien llegó a manifestar que tenía serios problemas para dar con chicas altas, como le gustaban a Erzsébet, pues por la región sólo las había bajitas. Las altas cayeron ya en las fases iniciales de la rapiña.

En cuanto a la lista de mujeres que ajustaron chicas con los ayudantes de la Condesa, ésta era aún más numerosa y sorprendente.

La vieja Kardoska sabía, y Szalny, y Barnó, y Kodrinova, y Stavo y Öetvos, y Seleva, y Liptai, y Kocsi, y Koechi, que reclutó muchas por la zona de Domolk, y la odiosa Bassovny. Todas ellas sabían. Eran ellas y no otras quienes suministraban la carne para el matadero. La justicia nada hizo contra ellas. Había que tapar el escándalo, conseguir que se dejase de hablar de todo aquello cuanto antes. Ellas fueron sus mesnadas para la depredación sistemática.

La aristócrata que aparecía vestida con una capa y una capucha durante las primeras torturas y asesinatos, ¿quién era? Nunca se investigó. Como tampoco sobre otra mujer cubierta asimismo con una capucha y disfrazada de muchacho que participó en algunas orgías y cuya silueta muchos pudieron ver al entrar o salir de los castillos.

Decenas y decenas de personas sabían, supieron todo el tiempo, mas ninguna acción se llevó a cabo contra ellas. Pero algo llamó la atención de János cuando pasaron unos años, pues hasta entonces no pudo pensar con claridad en aquellos acontecimientos: entre los detenidos y juzgados no estaba Ezra Májorova. Sin duda la misma mañana, o quizá en la madrugada previa a la detención de la Condesa, huyó discretamente, aprovechando la confusión reinante. Jamás volvió a saberse de ella.

Se les había escapado la bruja de Miawa, y eso no era un buen presagio. Quizá decidieron ir a buscarla por los bosques, pero todos temían a Dios, sí, aunque, lo confesasen o no, también temían al que acecha en su oscuro reverso.

Que tanto crimen hubiese quedado impune, ¿no era acaso una muestra de la más absoluta ausencia de justicia? ¿Y siendo ésta, al parecer, tan difícil de administrar por los hombres, no dejaba un hueco descorazonador donde debiera haber, al menos, justicia divina? Pensó entonces János Pirgist en que si San Agustín no tenía razón cuando habló de la actitud del Creador ante el Bien y el Mal, tal vez sí la tuviese, siquiera en parte, el filósofo Epicuro, quien escribió: «O Dios quiere abolir el Mal y no puede, o bien puede, pero no quiere o no puede y no quiere. Si quiere pero no puede, es impotente. Si puede pero no quiere, es malvado. Pero si Dios puede y quiere abolir el Mal, entonces ¿por qué hay Mal en el mundo?», palabras estas que en otra época le hubiesen parecido sacrílegas a János, aunque fuesen planteadas tan sólo a modo de hipótesis, pero que desde entonces, cuando se produjeron los acontecimientos, habían cobrado evidente sentido.

Que nada pudiese hacerse nunca contra la bruja de Miawa pues, no sólo era un nefasto presagio, sino prueba de una realidad de insoportable vigencia: el Mal existe y con frecuencia campa libremente, sorteando todo a su paso sin que las personas hagan nada por apartarlo de ese ámbito de impunidad en el que desde el principio de los siglos vive cómodamente instalado. Pirgist, en sus averiguaciones que se demoraron décadas, recurrió sobre todo, en lo referente a los vampiros y las brujas, a varios sacerdotes como él que habían consagrado parte de sus vidas a estudiar con la mayor objetividad posible tan escabrosos temas. Si para conocer algo más acerca de los vampiros fue ayudado por Milosz Farbodas, polaco, y Zbigniew Lubcwosky, serbio, en lo referente a la brujería tuvo largas discusiones con Theodor Hausmann, quien le mencionase lo de la biblioteca de Erzsébet, y el valaco Segismundo Lipperich. Tanto uno como otro, y cuando Pirgist les habló de la inexplicable desaparición de Ezra Májorova, se encogieron de hombros diciendo en un tono que podía parecer de broma: «Es lo que pasa con las brujas de verdad: desaparecen.»

Incluso con Erzsébet, que a su manera también era bruja aunque recurriese a otras de su clase para perfeccionar el arte maléfico que ya poseía, ocurrió algo similar: desapareció en vida, pues en vida se privó a los mortales de su contemplación.

Con ella se equivocaron todos. Se equivocó la vida, poniéndola en este mundo cuando y donde no debía. Porque eso, lo que hizo, con toda probabilidad no hubiera podido suceder en ningún otro país de Europa, pero Hungría vivía mucho más allá de la Edad Media. Se equivocó el pastor Ponikenus al desear la regeneración de su alma, pues para él parecía imposible aceptar que ese ser careciera de alma. Se equivocó el Palatino Thurzó al vaticinarle pocos meses de vida y conminarla al arrepentimiento. Pese a todo lo que había visto y cuanto sabía, aún seguía siendo incapaz de pensar a quién se enfrentaba.

Extraviada en sus ensoñaciones, y a buen seguro que deleitándose en sus iniquidades, que embrutecieron toda una época y que fueron deshonra del humano género, la expoliadora de vidas, aquella cuya maldad poseyó ribetes de perfección aritmética, veía cómo la emparedaban lentamente sin dar la menor muestra de temor, sin elevar una queja. Más soberbia que nunca, envilecida por su pasado, aguardaba desafiante a su porvenir. Ella, la que no nació entre flores de lis sino envuelta en pieles de oso y mamó de las ubres de la violencia que se desplegaba voraginosa a su alrededor. Ella, la plaga, ella, el azote. Ella, la cabeza de la hidra que ulceró vidas y acontecimientos. Ella, pupila discente aventajada de la propia bruja de Miawa, seguía libre y viva en su encierro.

Piedra tras piedra, iba quedándose aislada. ¿Pensaría en aquellos instantes en que nunca amó? ¿O quizá amase un poco a cierta chica llamada Ilona Harczi, que poseía una hermosa voz y los ojos de color esmeralda? ¿Por qué tuvo que descuartizarla con sus propias manos en el palacete de Viena, por qué? ¿Acaso amó, siendo aún adolescente, al apuesto y bizarro Ferenc Nádasdy? Pero no. Era inútil engañarse ya. Tenía once años y su futuro marido diecisiete. Al poco se fue a guerrear, dejándola sola, como siempre. ¿Acaso amó a sus hijos, a quienes procuraba ver sólo de tanto en tanto, pues se sentía incómoda en su presencia, y de quienes se libró en cuanto le fue posible? La había emocionado mucho más la contemplación de los rebaños de tantas jóvenes asustadas, suplicando todas, gimiendo y arrastrándose a sus pies. La emocionó más la lectura del Opúsculo de los secretos de la Luna, que hace entrar la locura por grietas que existen en la conciencia de los hombres, incitándolos a la crueldad. Se emocionó mucho más recreándose entre las líneas del Conjuro de las nueve hierbas.

No echó nunca de menos los festines fastuosos en los que una tosca horda de supuestos nobles escupían en los platos, comían con los dedos, se hurgaban en las narices, abofeteaban a sus esposas por cualquier nimiedad o se sonaban con los manteles. No echó en falta los bailes galantes en los que nadie se manifestaba de modo abierto, sino que todo era un simple juego de cortejo y seducción que a ninguna parte llevaba, si no era a precipitados matrimonios. Los paseos en trineo, en cambio, sí los había echado en falta, sobre todo en los últimos años. Pero incluso entonces ya no podía embestir a traición a otros trineos, como cuando era niña y, por serlo, se le permitían ese tipo de cosas.

Allí quedaba ella, que ahora sólo podía ver la cabeza de los albañiles. Ella jadeando tenuemente en la oscuridad, perdida en sus fantasías de niña sanguinaria y mujer de hierro. Soñando, sí, con la sangre y con la luna que ya nunca más podría ver. Nunca más la amapola y la perla. Nunca más. De sangre creía haberse hartado, al menos por momentos, pero no de luna. A partir de ahora, aunque no la viese, ¿podría hablarle confesándole sus cuitas? ¿Qué rayo de luna lograría filtrarse por ese diminuto agujero que le dejaban en el techo, orificio minúsculo que unos menestrales, utilizando arganas y grúas, abrieron en lo alto de su aposento?

Cuando lloviera, ¿entrarían por ahí gotas de agua? De ser así, ella se pondría justo debajo para mojar su rostro con el único elemento que le llegara del exterior. Pero si no era así, si por aquel resquicio nada se filtraba, no se rendiría. No ella. Aunque abandonada de todos, sola en las entrañas de su propia soledad, sabría ser fiel a su estirpe, pese a que bien podría imaginar que sus hijos, y los hijos de éstos, y los hijos de los hijos de éstos, se harían llamar en lo sucesivo Nádasdy, nunca más Báthory, apellido ahora vergonzante, decían, porque sus enemigos así lo habían querido, pero antaño gloria de Hungría.

Tenía toda su vida pasada para hacer recuento de la misma, mas no para arrepentirse. Eso nunca.

Recordaría cuando disfrutaba haciendo sufrir a los animales que capturaba, y cómo poco a poco fue haciéndolo con personas, que era mucho más excitante. Ese bullir en sus venas la reconfortaría, pues ella, a la que en su día llamaron la Castellana de Nytra por sus atavíos que recordaban la moda de aquel lejano reino, estaba más allá de atavíos, de reinos y lejanías. Aunque eso no lo reflejara aquel cuadro que con su esbelta figura pintó un artista de Flandes, cuyo nombre ya no recordaba, y que ahora habrían quitado de las paredes del castillo. En el cuadro eran fieles el talle y la postura de sobria resignación al posar para el artista. Fieles su ceñido corpiño y sus anchas mangas de lino, fiel la inmensa gola y el vestido granate, fiel la cofia de ese mismo color y a la húngara, que tanto le gustaba, fiel su ancha frente y su mirada triste, que en realidad era ausente. Sin embargo, a Erzsébet nunca le gustó demasiado ese cuadro, que todos tildaban de magnífico, pues a su egregia apariencia se ajustaba. Así se lo decía Ferenc.

Ahí, en aquella pintura que ya rezumaba el color de la sangre cuando se coagula, sus dedos parecían en exceso gordos y desproporcionados, cuando en realidad sus manos eran tan bellas. Tampoco el cuadro consiguió retratar su pensamiento. Eso le pertenecía únicamente a ella, y nadie podría robárselo.

Porque ella seguía teniendo sus posesiones pese a esas paredes de piedra que levantaban entre su persona física y el mundo. Por ella, a diferencia de lo que sucedió con Gilles de Rais, nadie entonaría un De profundis, ni el Dies Irae, ni siquiera el Réquiem. Llevaba las más abismales profundidades en su memoria, llevaba los días de ira en la conciencia, llevaba un réquiem en la sangre, y esto, ¿quién podría quitárselo?

En todo ello piensa János Pirgist al escribir. Él pretendió reconstruir la monstruosidad incomprensible, darle forma, por nauseabunda que ésta fuese, para entenderla siquiera sesgadamente, desde un punto de vista que le ayudase a él y a quienes leyeran su testimonio. Aunque era consciente de que moriría sin saber si lo logró o no.

Se había enfrentado al Mal para acabar descubriendo que éste, cuando late en estado perfectamente embrionario, carece de discurso y de lógica.

Los albañiles, usando piedras y mortero, comenzaron a tapiar la habitación en la que Erzsébet seguía sentada con aire solemne en un gran sillón de cuero. Aún les observaba altiva. Tenía que hacerlo.

Quedaban ya las últimas piedras por poner. La miraron por última vez aquellos hombres rústicos y atemorizados, al parecer mucho más que ella misma.

—¡Pudríos, vosotros y vuestra descendencia! —les gritó Erzsébet con una fuerza tal que se oyó por todo el castillo.

Luego empezó a recitar algo en dialecto tôt, que ellos no entendían. Seguramente les hablaba de plantas, de animales, de intrincadas conjunciones de las estrellas en la bóveda celeste, que ya nunca más podría ver. Eso pensaron. Pero en realidad declamaba:

Éjzsaka bál jövök, hol-ba medjek tovabb… —«Vengo de la noche y hacia la Luna voy…»

Todavía unas piedras más, y el ruido de sus herramientas sellando por completo la estancia. Y la oscuridad.

Sobre su corazón, sujeta a la pechera por una fíbula, llevaba un broche de oro con la letra inicial del escudo de su familia.

La última mirada de uno de los albañiles, al que le costaba colocar esa definitiva piedra que encajaba en las otras, le mostró a una mujer vestida de negro con su capa granate, apoyados sobre la mesa del escritorio sus brazos que acababan en unas amplias mangas de fino lino blanco. Llevaba el cabello recogido en un moño y, sobre la frente, un gran rubí que ya apenas se veía. Parecía aguardar la visita de alguien.

Cerca de ella estaba su espejo negro en forma de ocho, que no reflejaba ninguna imagen que no fuese la de las sombras.

Colocaron la última ristra de mortero y, por piedad, uno de los albañiles le dijo, agachándose y poniendo el rostro cerca de la ranura que estaba a nivel del suelo, por la que apenas cabía una mano, que dentro de una semana o dos, él no podía saberlo con certeza, le llevarían comida y bebida.

Pero como respuesta sólo obtuvo silencio. Se irían de allí con la mayor prisa posible, casi a la carrera. Nadie quedaba en el castillo. Tampoco en el pueblo.

Ellos no lo sabían, pero la dejaban como quizá siempre quiso estar. Sola. Con sus fantasmas.

Y allí se quedó ella, en espera de la noche y aullando, aunque no emitiese ningún sonido.

Expectante con las nuevas formas que veía por primera vez en su vida y que, cómo no, ya intentaba dominar.

Aguardando en la densa y fría penumbra de su tumba.