ILAVA

—¡Padre András, suba, por favor! —Se oye la voz de János, ronca y excitada, al tiempo que hace sonar con energía la campanilla situada junto a las jambas de la puerta de su buhardilla.

Pronto se oyen pasos apresurados en la escalera de caracol, hecha de nogal, que va a dar a la estancia superior.

—¿Ocurre algo, reverendo Pirgist? —pregunta el joven sacerdote, alarmado, mientras a grandes zancadas va subiendo por la escalera.

János lo aguarda de pie junto a su escritorio, vacilante. No dice nada, pero se le ve muy serio.

—¿Se encuentra mal, padre? —insiste en saber su ayudante.

Él le tranquiliza. Nada le pasa, salvo esa inquietud en su espíritu que no le abandona ni un momento. Así se lo dice, pero omite referirse a lo último que ha escrito, y que hasta entonces, desde la infancia, llevó encerrado en su corazón. El ayudante respira aliviado, pues temía algo peor.

—Está sometiéndose a demasiados esfuerzos, reverendo —le comenta en tono de cariñosa regañina—. Parece un niño y no…

—¿Un viejo achacoso que se dispone a preparar su definitivo viaje al más allá, eso es lo que iba a decir, padre? —inquiere János, que sigue sintiéndose un niño, el mismo niño que durante largas y fatigosas jornadas ha ido llenando cuartillas, y que sólo ahora cree haber crecido. Pero eso, ¿cómo explicárselo a su inexperto ayudante? Éste agacha la vista, azorado.

—No, no era eso, reverendo…

—Da igual —dice Pirgist con una sonrisa en los labios, intentando reconducir el tema—. Verá, desearía pedirle un favor que en realidad son dos, y posiblemente tres…

El joven sacerdote enmarca una mueca risueña y apostilla:

—Complicado lo pone…

—No tanto. Es muy sencillo. Si decide hacerme el primer favor, ése le conducirá al segundo, que es como el reverso de lo mismo, y… del tercero quizá hablemos más tarde.

—Adelante, pues —contesta el sacerdote.

—¿Quisiera usted leer cuanto hasta la fecha he escrito? Sé que entiende a la perfección mi letra, que además procuré hacerla clara en todo instante.

El joven cura entreabre la boca, sorprendido:

—Pero, reverendo… eso me llevará…

—Lo he calculado: dos días, si lee sin demora. En todo este tiempo queda libre de atender a quien venga a visitarnos. Yo me ocuparé de la misa de mañana, de las campanas y, si llega el caso, de la misa de la jornada siguiente. Lo que haga falta. A fin de cuentas —murmura tras meditar un rato—, eso es algo que he estado haciendo a diario durante muchos años. No se me ha olvidado, téngalo en cuenta… De alguna manera me vendrá bien descansar un poco y aclarar las ideas.

El otro acepta su broma de buen grado. Afirma estar encantado con la misión que le encomienda. No es un favor que le hace, sino al revés, un favor que recibe.

Pirgist inclina su cabeza y lanza una sentencia:

—Quizá no piense lo mismo luego de leerlo…

—Sí, pero para eso deberé hacerlo antes de opinar, ¿no cree? —repone sonriendo.

—De acuerdo. Sólo le pido concentración. No me pregunte nada mientras lea, por más que ello le sorprenda. Sólo al final hablaremos. ¿Está conforme?

—Deseando empezar…

—¡Ah! Ni de las comidas quiero que se preocupe. Yo se las traeré puntualmente, igual que usted hace conmigo todos los días. Y conste que esto no debe entenderlo como caridad sino como una especie de apacible egoísmo por la confianza que su persona me inspira y, debo reconocerlo, la avidez que siento por conocer su opinión sincera…

—En cuanto usted salga por esa puerta le aseguro que nada me distraerá. Si detengo mi lectura será sólo cuando el sueño me venza. También yo creo que en una jornada o dos habré concluido…

—Bien, demuéstreme, pues, que es capaz de ello.

—Lo haré.

János Pirgist se retira lentamente. Antes de cerrar la puerta, ve cómo el joven clérigo ya coloca ante sí el montón de cuartillas, procurando que queden perfectamente alineadas por los cuatro lados. En silencio, Pirgist le lanza una bendición.

Van transcurriendo las horas. János atraviesa momentos de suma impotencia y otros en los que se hunde en una lasitud tal que se ve obligado a sentarse en su sillón orejero, junto a la estufa de carbón. Entonces pasa tiempo adormilado. Cumple con lo prometido. Da la misa para una decena escasa de feligreses. Toca las campanas cuando es hora. Sube la comida en la bandeja, que deposita en un extremo del escritorio. Evita mirar directamente al padre András, pero sus ojos se cruzan de improviso. El rostro de ese buen clérigo parece haberse transformado por completo, pero la seriedad de su promesa le da valor para apartar la vista de Pirgist y sumergirse de nuevo en la lectura, incluso estando él ahí presente. Por un momento piensa János con cierta alarma si su joven ayudante no estará cayendo, también él, bajo el influjo de la Condesa. Pero pronto se tranquiliza. «No, a él no puede afectarle como a mí. Es imposible.» Así siguen transcurriendo las horas. En la parroquia de Lupkta-Ratowickze apenas ocurre nunca nada digno de mención, lo que facilita ese pacto entre ambos sacerdotes.

János está amodorrado en el sillón con su libro de oraciones en la mano. Se ve ya el crepúsculo de la segunda jornada en que su ayudante continúa leyendo. Unos ruidos lo despiertan. Intenta ponerse recto en el sillón, pero la voz del joven le dice:

—No se mueva, se lo ruego…

Ha descendido por las escaleras sin que lo oyese, y ahora lo tiene frente a sí. No lleva nada en las manos. Su aspecto no es bueno. Tiene ojeras. Pirgist no se ve con fuerzas para iniciar el diálogo. El joven clérigo acerca una banqueta hacia el sillón y, tras mantener unos momentos la mirada clavada en el suelo, dice:

—No me juzgue impertinente ni frívolo, reverendo, pero… —Tampoco él ahora parece capaz de hablar.

—Duda de si cuanto ha leído es cierto, ¿verdad? —le ayuda Pirgist.

—No dudo, si usted lo ha escrito. Sólo que resulta tan difícil de pensar que algo así…

—Vivimos en un mundo muy peculiar, padre. Lo inverosímil puede asaltarnos allí donde menos lo esperábamos.

—Entonces, ¿es real? ¿Es real todo lo que explica? —Se nota una enorme inquietud en su semblante. Pirgist sonríe y contesta:

—Tan real como que mi nombre es el que es, que fui parido de humana madre y que creo en Dios Todopoderoso.

El joven cura inclina su cabeza. Parece como si acabase de recibir un mazazo.

—Siento si puede haberle… contrariado la lectura, lo siento de veras —se excusa János.

—No es que me haya contrariado —intenta defenderse su ayudante—, es que…

Él le corta:

—Como me dijo Mirta aquella noche, eso poco importa ya…

Se hace el silencio entre ambos. Pirgist cruza los brazos sobre su pecho y pregunta:

—¿Puedo entonces, como convinimos, pedirle el segundo favor? —A lo que el joven asiente moviendo la cara afirmativamente.

»Necesito su opinión sincera al respecto, como le dije. Decidida y absolutamente sincera.

—Cuente con ella, reverendo —manifiesta con una renovada luminosidad en su mirada.

—¿Cree usted que debo proseguir? —La pregunta ha quedado suspendida en el aire. Sólo se oye el crepitar de unos leños en la estufa y, a lo lejos, el mugir de unas vacas.

—¿Que si lo creo?        -casi lanza un grito el joven—. ¡Debe proseguir, le cueste lo que le cueste!

—¿Y si yo le dijera que aún me he reservado un secreto, un último secreto, el más duro de todos ellos, al menos para mí? —La voz de Pirgist se ha quebrado un poco al decirlo. Parece afónico y no lo está.

—¿Puede haber acaso un secreto mayor, reverendo? —escucha la pregunta de su ayudante.

—Lo hay.

—Entonces, motivo de más. Es algo que se debe a sí mismo, o, como usted mismo afirma en algún lugar, a aquellas inocentes víctimas, y ahora no voy a hablar de futuras generaciones que puedan leer su relato…

—No me importa el futuro, padre, no me importa para nada.

—¿Entonces?

—Es que tengo miedo.

Intercambian una significativa mirada. El joven adelanta su mano hasta apoyarla en el brazo de Pirgist. Le dice lentamente:

—Por todos los Santos del Cielo, reverendo, por lo que más sagrado exista en el mundo, no puede dejar la historia así. !No sería justo…!

Pirgist medita unos momentos. Se levanta y dice:

—La concluiré. —Aunque no está preparado para lo que su ayudante le contesta, casi interrumpiéndole:

—Pero si no hace mención de ese secreto, temo, su esfuerzo no habrá valido la pena, pues usted siempre sabrá que la historia está incompleta. Se da cuenta… ¿no es así, reverendo?

—He de reconocer que tiene razón…

—Ánimo, pues —le arenga el joven—, póngase a ello y no vacile. Regrese allí y ajuste cuentas con su pasado… Hágalo por Mirta, por las demás…

—Gracias, padre, me ha sido de enorme ayuda —afirma Pirgist con solemnidad y haciendo carraspear su voz.

Está emocionado y le cuesta disimular.

—Gracias a usted por haber sido valiente —responde su ayudante.

Con pasos lentos, cabizbajo, János asciende de nuevo por la escalera de caracol. Sabe con lo que va a enfrentarse. Le teme, pero a la vez también lo espera con impaciencia. Lleva demasiados años aguardando esa batalla tras la cual, en uno u otro sentido, cualesquiera que éste fuese, podrá decir con orgullo que lo hizo o, al menos, lo intentó.

Ya está sentado de nuevo frente a su escritorio. Acaba de mojar el plumón. Ya se halla dispuesta la limpia cuartilla. Ante él se despliega, amenazante, ese páramo de su pasado donde nunca, desde entonces, se atrevió a entrar. Ya no siente temor. Sólo la atenuada angustia de revivir lo que creía olvidado, sepultado por el paso de los años.

Y vuela, recorre los años hacia atrás, vuela. Se recuerda a sí mismo, siempre como una diminuta sombra que deambulaba por el lavadero principal. Y de ahí iba a los patios del castillo o los campos de los alrededores.

Miraba los penachos humeantes surgidos de las chimeneas del pueblo o de la próxima aldea de Vág-Ujhely, veía a los arrieros con su hatillo y sus cayados, yendo a lejanos apriscos, miraba a la gente como diminutas partículas que se movían en la llanura, entrando y saliendo de cobertizos y cuadras. Los había visto disponiéndose a podar las vides, recogiendo leña para el invierno, haciendo la siega. Siempre vivos y tan cerca del peligro. Se ve recogiendo bellotas y carozos de melocotón, cuando hacía buen tiempo, o paseando por unos entinares y alcornocales cercanos. Se recuerda deambulando por vaguadas pedregosas, oyendo el gorjeo de los pájaros y tirando guijarros por la ladera, que rodaban por el roquedal hasta perderse en silencio, sin emitir el más leve ruido. Se recuerda observando el borrascoso horizonte, y regresando después al castillo antes de que le cogiese la tormenta, pese a que era consciente de que la tormenta estaba allí, entre sus muros. Y recuerda el ajetreo de aquellas jornadas posteriores a la partida de los ilustres invitados. Recuerda la llegada de carretas con nuevas chicas, que regresaban de los sitios a los que precipitadamente fueron destinadas. Intentaba no mirarlas, pero sus ojos se desviaban hacia las carretas.

Ellas, lo que permanece de ellas, ¿dónde estará ahora? No, en estos momentos no debe abandonarle la fe. Si hay justicia estarán en un lugar seguro y lleno de una luz maravillosa. Pero, se pregunta viendo así multiplicada su inquietud, ¿acaso también ellas, en su estado actual, que sin duda es tan incomprensible como grato, están aguardando a ver cómo prosigue con su relato?

Por ellas, sólo por esas vírgenes cuyas vidas fueron destrozadas en secreto y que nunca podrán ser calificadas oficialmente de santas, ni siquiera de mártires, pues la mayoría carecieron de todo para la posteridad, incluso de nombre, y casi todas de rostro, ha de contar su secreto, su último secreto. El único instante en el que, estando vivo aún, sintió que pisaba, que entraba en el umbral de la muerte.

El hecho se produjo, como en anteriores experiencias donde también corrió gran peligro de ser descubierto, por una rara combinación de circunstancias en las que su curiosidad de un lado, el azar de otro y siempre un tercer elemento, le abocaron a una situación límite sin que él se diese apenas cuenta.

Primero, cuando pudo oír aquella conversación entre un enfermo y preocupado Ficzkó y el haiduco al que éste conocía, conversación de la que aún le quedaba algo que contar, fue por estar paseando justo por el lugar que no debía, aunque aquélla no fuese una de las zonas donde de forma repetida y alarmante le habían prohibido estar.

Luego, cuando se encontró a la desdichada Mirta y las otras dos chicas ya parcialmente torturadas y amordazadas en un frío rincón, se debió a su perrillo, que le condujo, huyendo de él mientras jugaban, a pasillos a los que nunca debió acceder.

Después, cuando pudo ver lo que estaba sucediendo en una de las habitaciones del piso superior, su fortuito y horrible descubrimiento fue culpa de que estaba medio dormido y muy asustado por no hallar a su madre en el jergón. La buscó en vano, y con lo que se topó fue con aquella escena llena de súplicas y sangre.

En las dos primeras ocasiones tuvo tiempo de convivir, por espacio de varios minutos, con la sensación acongojante de poder ser descubierto en cualquier momento. La última duró apenas unos segundos, pero había inundado para siempre su retina y su conciencia.

Ahora la culpa la tendrían unas risas. Paradójicamente, tratándose de un lugar como Csejthe, unas risas. Algo que jamás hubiese imaginado.

Creyó no estar haciendo nada malo por irse un poco más allá, tan sólo un poco, del lavadero principal. No había dejado los límites del pasillo que, a medio centenar de metros, daba a una serie de pequeñas estancias que ahora estaban destinadas a cumplir la función de calabozo, pero él no podía saberlo. Creía no haber rebasado la frontera prohibida, y en verdad no lo había hecho. Tampoco era de noche, sino última hora de la tarde. Su madre había bajado al pueblo junto a Kata y otra lavandera a por hogazas de pan, levadura y harina. Subirían al anochecer, le dijeron, y aún no había anochecido. Por qué encaminó sus pasos hacia allí, eso es algo que no sabe. Seguro que por pensar que, aunque no fuera ésa la zona habitual de sus juegos, no entrañaba peligro alguno.

Fue entonces cuando, al cruzar junto a una puerta cerrada, oyó risas. Aquello le llenó de felicidad. ¡Alguien reía en Csejthe! Quizá llevaba años sin oír ese tipo de risas, contagiosas y espontáneas. Pertenecían sin duda a varias chicas. El recuerdo de Mirta le sobresaltó. ¿Era posible que las cosas no fuesen igual de malas para todas las chicas, que a algunas las castigasen y provocasen tormentos horribles y a otras no?

La puerta, como todas las del castillo, poseía una cerradura lo suficientemente amplia como para introducir allí una gruesa llave. Aquel agujero de la cerradura le atrajo como un imán. No había llave. Tranquilizado por las risas, no pudo evitar el gesto: se arrodilló frente a la puerta y acercó su ojo a la cerradura.

Dentro se veía a varias muchachas medio desnudas, que se peinaban y acariciaban entre bromas. Tenían una forma de actuar un poco extraña, como si sus movimientos flotasen. Entonces tampoco podía saber que posiblemente les habían dado algún filtro afrodisíaco o quizá simplemente vino, el potente vino de la región de Eger, para mantenerlas en tal estado. Confiadas, voluptuosas. En realidad estaban en adobo, preparándose, sin tener el menor conocimiento de ello, para su propio sacrificio. Pero a János le agradaba verlas así, pues parecían felices.

Fue entonces cuando ocurrió. Apenas un segundo, pero que se le antojó una eternidad. Como si una llamarada le hubiese traspasado el cuerpo, dejándolo por completo quemado y a la vez intacto.

Una mano se posó en su hombro.

Sin embargo supo desde el primer momento que aquello no era una mano. No una mano humana. No una mano como cualquier otra mano, cuyo contacto habría reconocido de inmediato.

Aquello era una garra. Pese a que se había posado con delicadeza sobre él, era una garra.

Un escalofrío le sacudió por entero, pese a que ni siquiera había tenido fuerzas para girarse.

No podía huir, ya que le tenía sujeto por el hombro, de modo que estaba acorralado. Y seguía sin atreverse a volver el cuello y mirar. No quería hacerlo. No quería ver quién estaba allí, junto a él, aguardando su reacción. Algo le enturbió la visión y los sentidos. Ya no veía a las muchachas, pese a seguir con el ojo pegado a la cerradura. Ya no veía la puerta. Ya no veía nada, sino un pozo que se lo tragaba.

Era Ella.

János lo supo sin necesidad de volverse. Era Ella, y esa certidumbre lo paralizó instantáneamente, como mariposa que se enreda entre los hilos de una tela de araña y ya ha recibido el primer picotazo. Fue al cabo de unos segundos cuando oyó la voz:

A lányok szépek… igaz?

Una cuchillada acababa de traspasarle de lado a lado. «Las chicas son bonitas, ¿verdad?», le había preguntado la voz.

Entonces se giró un poco. Lo suficiente para, aún arrodillado, ver al ser que se hallaba frente a él, inconmensurable, terroríficamente alto, sin apartar en ningún momento la garra de su hombro.

Allí vio una montaña inmensa y negra con la cresta pálida.

Era la Condesa, en efecto. Y le sonreía con una espantosa y torcida mueca.

János notó que sus axilas ardían y que sus sienes estaban a punto de estallar. Numerosas estrellas de fuego cruzaron por sus ojos, sumiéndolo luego en la negrura. Tras cada parpadeo, volvía a verlo todo negro.

Vio, pese a que sólo les iluminaba el cono de luz que salía de una antorcha situada poco más allá, cómo un destello cruzaba su mirada ígnea. Fue entonces la primera vez que se sintió muerto. Ya estaba muerto, literalmente muerto, y cuanto pudiera pasarle a partir de ahora acaecería en la muerte, pues aquella mirada lo había sentenciado. No obstante, ésa habría de ser sólo la primera de las tres veces en las que, en espacio de poco tiempo, habría de sentirse muerto.

Por instinto más que por miedo, y procurando recordar lo que sabía del idioma que usualmente hablaba Erzsébet, el húngaro que desde hacía siglos se había usado en estas tierras, no ese dialecto mezcla de húngaro, alemán y eslovaco que por lo general utilizaban todos, con voz trémula repuso, ya sin dejar de mirarla:

Mit parancsol… Asszony?— «¿En qué puedo servirla, Señora?» Eso fue lo que dijo con voz sumisa y hueca.

La frase, así como su tono, pareció complacerla, pues acentuó su sonrisa, que por momentos perdió el ribete siniestro.

Marha jó! —salió de sus finos labios, que centelleaban en las sombras. «Muy bien», había sido su respuesta. Pero él seguía ahí, arrodillado, con la garra sobre su hombro.

Ella le ordenó mediante un gesto que se pusiese en pie. Le miraba sin decir nada, como si nunca hubiese visto un niño, como si fuera la primera vez que veía a un humano. Casi parecía desconcertada. Tal vez recordase. ¿De qué conocía a ese pequeño intruso, de qué? Porque, era sabido, la Condesa tenía una gran memoria para los rostros y también para los nombres. Igual que para ciertos detalles de la fisonomía que a cualquier otro le habrían pasado desapercibidos, olvidándolos pronto. Era así como de repente una noche podía exigir que se le trajera a tal o cual muchacha, llamándola por su nombre y apellido, que llevaba semanas o meses recluida en un calabozo, y que había sido secuestrada junto a otras muchas, de la que nadie recordaba ya su existencia. Así, «la rubia de tupidas cejas», decía entonces. O: «Una que tiene un pequeño lunar en el mentón.» O: «Esa a la que le falta un diente.» E iban a por ella. Nunca se equivocaba.

Ahora miraba a János, atenta y concentrada, torciendo incluso ligeramente el rostro como hacen los perros cuando no comprenden algo o aguardan cierta reacción de sus amos. Esos ojos de loba recorrían una y otra vez su menudo cuerpo, que si al principio se puso a temblar, ahora ya ni siquiera lo hacía, pues se sintió muerto, definitivamente muerto, y los muertos no tiemblan.

Pirgist se da cuenta sobre la marcha de que en algunas partes de su relato, al hacer hablar a la Condesa, incluso momentos antes, lo ha hecho utilizando el idioma en el que ella solía expresarse, el castizo y suave de la Alta Hungría. Así la recuerda siempre que piensa en ella diciendo algo, aunque su propio relato esté escrito en esa otra mezcla nacida de diversas lenguas. Así debe continuar haciéndolo, pero precisamente ahora, en esta fase de la historia en la que por primera y única vez mantuvo un diálogo más o menos fluido con ella, y por mor de precisar con más exactitud sus recuerdos, decide hacerlo a la manera tradicional, que le supone menos esfuerzo.

Porque lo que sucedió después le pareció producto de una ensoñación. La evidencia de que la llamarada no había pasado en vano por su cuerpo.

—Eres un pequeño muy curioso, ¿lo sabes? —preguntó ella. Por fin empezaba a apartar la mano, aquella mano larga, blanca y huesuda, de su hombro.

—Oí risas, Señora… —balbuceó él sin pestañear.

Erzsébet dirigió un instante la mirada hacia la puerta cerrada.

—¿Y te gustó lo que has visto, pequeño? —preguntó con voz que, aunque pretendía ser dulce, no lo era.

—Son muy bonitas, Señora…

Ella volvió a clavar su mirada en János. La sonrisa desapareció de su rostro, que tenía la textura del mármol. Había que decir algo rápido, no dejarla pensar, pues cada uno de sus pensamientos podía ser más dañino.

—Además… —dijo János, ahora tartamudeando— parecían muy contentas…

—Lo están. Aún lo están… —murmuró ella sin apenas mover los labios, abstraída en algo que acababa de cruzar por su mente como un cometa en el cielo. De repente pareció reaccionar:

—Dime, ¿has visto algo más?

Llegaba el momento de la verdad. Sobre todo no debía dejar de llamarla «Señora» de modo respetuoso. En eso intentó concentrarse para contrarrestar su miedo.

János sintió cómo el temblor renacía en él. Era ahora cuando debía mostrar mayor aplomo y convicción:

—No, Señora… sólo a estas chicas.

Ella le observó con detenimiento. Volvió a apoyar su mano en el hombro de János, lo que produjo en éste un nuevo estremecimiento. No, no debía dar muestras de miedo o estaría irremediablemente perdido.

A ella le excitaba el miedo, volviéndola agresiva.

—Sí… ya sé quién eres… ¡ya lo sé! —oyó que le decía la Condesa, en cuya boca había reaparecido un atisbo de sonrisa. El permaneció mudo. Un sexto sentido le decía que así era necesario obrar. Cualquier paso en falso, cualquier palabra de menos o de más precipitaría su propio fin.

»Nos vimos hace años, en el campo… sí —parecía regocijarse de su buena memoria, y eso tranquilizó algo a János—. Tú eres el hijo de la ayudante de Kata, mi fiel Kata. Me lo dijeron…

El permanecía allí como una estatua, procurando no delatarse con su agitada respiración.

—Sí, Señora… Fue en Varannó.

Ella desvió la mirada hacia el pasillo. Nadie había.

—No me mientas ahora, pequeño, no me mientas porque no me gustan nada las mentiras, ¿sabes? —Él negó con la cabeza, ante lo que Erzsébet siguió-: Mi buena y fiel Kata, ¿qué cuenta?

János esperaba algo así.

—No entiendo lo que dice, Señora —contestó él casi en tono de protesta y sin dar tiempo a que ella terminara su frase.

—¿Cuenta cosas… de mí?

Era el momento crucial. Ahora debía contener el temblor, ahora debía hacer un sobrehumano esfuerzo y mirarla a los ojos, por mucho que eso le costase. Ahora debía hablar como hacen los hombres.

—No, Señora… bueno… —titubeó un instante mientras todo en su cabeza daba vueltas.

—¿Qué? —preguntó ella apretando un poco la garra sobre su hombro.

János pegó el cuerpo a la puerta. La tenía demasiado cerca, y esa cercanía, llenándole de pavor, le impedía pensar.

—A veces… llora. Y reza. Reza mucho. —Había oído su propia contestación, pero fue como si alguien hubiese hablado a través suyo.

—¿Nada más?

—Nada más, Señora.

Ella volvió a sonreír oblicuamente. Suspiró y dijo:

—Mi buena Kata, siempre tan piadosa y eficiente…

—Sí, es muy buena, Señora —repuso János con seguridad, pero no estaba convencido de estar hablando como debía hacerlo. Sentía los latidos del corazón en la frente, en las piernas, en los brazos, en la boca—. Nos quiere mucho… —añadió con un hilillo de voz.

Entonces ocurrió algo que no esperaba, algo que por nada del mundo él hubiera deseado que pasara: la Condesa se inclinó, quedando en posición de cuclillas delante suyo. Sus rostros estaban muy cerca el uno del otro. Casi podía sentir el calor de esa carne quemando la suya. La mano derecha de ella, que casi todo el rato había permanecido sobre su hombro, se deslizó lentamente hasta su pelo. Introdujo allí los dedos, que él notó como culebras moviéndose, pero permaneció estático. Nada más podía hacer.

Después esa mano se deslizó por sus orejas, luego por sus mejillas. Notaba el contacto de las uñas. Dejó de respirar. Ella le miraba a los ojos con los suyos muy abiertos.

En aquellos dos agujeros que tenía delante vio sendas noches. Nada más. Al fondo de esas noches que eran los ojos de Erzsébet, quizá, brillaban dos lunas. Pero seguía mirándola directamente a los ojos porque si se fijaba en la boca empezaría a gritar en demanda de auxilio. Y ése era el fin, lo sabía.

Quizá eran dos noches de plenilunio, aunque todo allí estaba envuelto de negrura. Quizá saliese de esos ojos el ronroneo imperceptible de un búho cuando ya ha divisado a su presa.

La mano, las uñas, recorrieron su cara y descendieron hasta la barbilla. Avanzaron con suavidad hacia el mentón y siguieron descendiendo hasta posarse en la nuez de su garganta. Olisqueó su piel, como extrañada.

Erzsébet había entreabierto ligeramente la boca, como si le costase respirar. Y dijo:

—Eres muy guapo…

Él se encogió de hombros y, cosa increíble, enmarcó una tímida sonrisa.

Entonces fue cuando notó que las uñas de ella empezaban a hacer presión en su garganta. Cada vez más presión. Se le estaban clavando con fuerza allí. Todo se puso de color azul, luego negro y finalmente rojo. Se ahogaba. Y la presión de esas uñas crecía. Esa fue la segunda vez que creyó morir.

János, presa del pánico pero procurando disimularlo, comprendió que si ella efectuaba un poco más de presión, sólo un centímetro o dos más, lo estrangularía. Ya sentía una arcada. Entonces, no supo de dónde, se atrevió a decir en un hipido:

—Me hacéis daño… Señora…

Aquello pareció hacerla reaccionar, pues la presión de sus uñas cedió en el acto. No obstante, seguía teniéndolas sobre su cuello. János, como había visto hacer a algunos ventrílocuos en las fiestas, murmuró:

—Kata dice que sois buena… aunque asegura que tenéis muy mal genio si se os contraría…

—Y tú ¿me has contrariado? —preguntó ella, que acababa de apartar la mano de su cuello.

—No, Señora.

Lo dijo con docilidad, pero aparentando estar muy seguro de sus palabras. Simultáneamente la Condesa había llevado cada una de sus manos a ambos lados de la cabeza de János. Sobre todo, siguió pensando, no debía olvidar llamarla «Señora» cada vez que se dirigiera a ella. Y mirarla siempre a los ojos, aunque se abrasase.

Erzsébet inició un movimiento con las manos. Quizá ya no apoyaba sus uñas en la piel de János, quizá le rozase sólo con las yemas de los dedos, pero él notaba ahí unas tenazas ardiendo.

Deslizó sus manos por las mejillas de János, que a su vez abrió la boca un poco para que ella no notase su incipiente temblor.

Fue una caricia. Sí, lo fue. También la Condesa sabía acariciar. ¿Cómo era eso posible?

También las lobas dan lametones de cariño a sus crías, y las miran con ternura.

Sin embargo, no había ternura en aquella mirada que le llegaba de tan cerca. Seguían centelleando las dos lunas en el fondo de tanta oscuridad. János, que por la posición que mantenía frente a ella no podía moverse en absoluto, se fijó entonces en sus ojos, en aquel negro insondable e inmóvil. Y allí vio pequeñas estrías de otro color. Acaso amarillo o verde. Eran las pupilas, que tenía dilatadas enormemente, las que le conferían a sus ojos aquella negrura sin fin, desoladora. Erzsébet no parpadeaba. János tampoco. La una escrutaba, el otro aguardaba.

Ella, sorprendentemente, no sabía qué hacer con su víctima, pese a que la tenía apresada y sin escapatoria.

Él, a su manera y en silencio, rezaba.

Las palmas de las manos de la Condesa se ciñeron a sus mejillas. Aproximó un poco más su boca entreabierta a la de János, quien de hecho, se dio cuenta de ello, había vuelto a gritar aunque ni el menor sonido saliese de su garganta.

Y se acercó aún más la boca de aquella que seguía siendo bellísima, mucho más de lo que él pudiera creer o hubiese visto cuando pudo observarla a cierta distancia. Incluso las bolsas que se apelmazaban bajo sus ojos eran como dos porciones de crepúsculo. Sentía que esa boca se aproximaba más y más. Pudo notarla rozando casi sus labios. Ahora percibía el aliento de ella, y a cada ráfaga de esa embriagante brisa, János sentía un nuevo estremecimiento. Estuvo a punto de decir algo inconexo, pero si hubiese movido los labios, éstos habrían entrado en contacto con los de ella.

Oyó un precipitado y poderoso latido en su paladar. Los ojos, sin voluntad, se le cerraban poco a poco. Estaba hechizado. Flotaba en una niebla de aroma agridulce. Tragó saliva con dificultad. Un borbotón de miedo en estado puro se fue cuerpo adentro, hacia el estómago.

La cabeza de Erzsébet se ladeó ligeramente, justo para que su nariz no tocase la de János.

Entonces le besó en los labios. Larga, fría, profundamente.

Y él, al notar aquella boca helada, sintió que moría por tercera vez. Ahora sí estaba muerto, y para siempre.

Ella apretó un poco más la boca contra la suya, que seguía impávida. Luego notó los dientes de ella deslizándose por su labio superior. Mordió allí con sumo cuidado. Todo giró alocadamente en la cabeza de János. Estaba rodando en ese vértigo cuando notó los dientes de ella repitiendo la operación, pero esta vez en el labio inferior. Apretó un poco más, como si saborease un delicioso fruto recién cogido del árbol, pero sin hacerle el menor daño.

De repente, y como si algo la hubiese sorprendido, la Condesa apartó el rostro.

Se irguió lentamente, con solemnidad. Sus cuerpos ya no estaban en contacto. János se dijo que, a fin de cuentas, la muerte no eran tan dolorosa.

Ella, con el semblante serio, le recomendó que en lo sucesivo no se moviese de las faldas de su madre.

—Los hombrecitos buenos no pasean por un castillo como éste… —comentó con una siniestra sonrisa en los labios, en esos labios que hace apenas un momento le habían besado con gélida y contenida pasión.

Él movió la cabeza en señal afirmativa. Había comprendido.

Entonces Erzsébet se giró sobre sus talones y empezó a caminar por el pasillo. János seguía paralizado, con la espalda pegada a la puerta. Ya no oía risas de chicas. Había dejado de oírlas desde que notó la garra.

La Condesa había dado unos pasos cuando se volvió de improviso. Le lanzó una penetrante mirada. ¿Volvería a morir por cuarta vez? Si ya estaba muerto, ¿cómo iba a hacerlo de nuevo?, se consoló él. Entonces ella le habló:

—Ya te lo dije en una ocasión, ¿recuerdas?

Él no tenía ni idea de a qué podía referirse. Movió la cara hacia ambos lados, expectante.

—¡Ojalá fueses una niña…!

Él sonrió como pudo, mientras ella le devolvía algo que pudo haber sido una sonrisa de complicidad.

Y se perdió entre las sombras del final del pasillo.

Aún continuó un rato János como estaba, pues una repentina flojera se apoderó de todos sus miembros. Curiosamente no se fue de allí corriendo, como quizá hubiese sido normal, sino que abandonó aquel lugar muy despacio.

Por más que lo intentaba, no podía dejar de pensar: «Estoy muerto, estoy muerto.»

Pero no. Acababa de nacer de nuevo.

Desde entonces se movió con más lentitud por el castillo y sus alrededores. Era como si, a pesar de haber pasado lo que pasó, y de lo cual nunca contaría nada a su madre ni a Kata, pues les causaría un enorme disgusto, supiese en su fuero interno que, no obstante estar ya muerto o de haber accedido a una curiosa e inexplicable forma de muerte en vida, la Condesa nunca le haría daño, no a él. Quizá le recordaba a su hijo Pál, que tendría su misma edad. Diríase que, por a saber qué extraña razón, lo había escogido como testigo, sabedora de que ese niño, el silencioso hijo de una de las lavanderas, había visto, sabía, intuía.

Erzsébet estaba demasiado ocupada esos días para preocuparse de él, quien a fin de cuentas era sólo un niño. Ni siquiera una niña, lo cual sin duda le había salvado la vida.

Fue únicamente varias jornadas más tarde, paseando errático por los campos que rodeaban Csejthe, cuando János, que había alcanzado lo alto de un montículo y estaba medio adormilado sobre la hierba, se sobresaltó de repente. Acababa de recordar lo sucedido con la Condesa, y también recordó lo que le oyese contar a Ficzkó a ese haiduco que parecía no dar crédito a lo que escuchaba. Algo sucedido en el castillo de Erdöd, y que a Ficzkó le traía tan desagradable recuerdo.

Se trataba de una muchacha a la que habían estado torturando durante horas, pero que se debatió hasta sus últimos momentos. La tenían atada con correajes en el suelo, boca arriba. Entonces, según Ficzkó, ocurrió algo inesperado. Erzsébet, que parecía arrebatada de furia, se abalanzó sobre ella con un cuchillo de los más gruesos de que disponían, introduciéndoselo repetidamente en el pecho. Aquello hizo que todos se quedaran desconcertados. Era preferible no intervenir, pues la fiera parecía ensañarse con su víctima ya muerta. La sangre la había salpicado por completo. Eso era lo que no le perdonaba: que se le hubiese muerto antes de tiempo. Clavó el cuchillo, ayudándose con ambas manos, en el pecho de la chica. Lo hizo una y otra vez. Empezó a desgarrarle la carne con frenéticos movimientos. Oyeron cómo crujían sus huesos, costillas y vértebras. Ella seguía forzando. Le abrió un boquete. Entonces introdujo allí una mano. Logró meterla con dificultad, escarbando. Pero la introdujo hasta que su puño quedó cubierto por el pecho de la muchacha.

Entonces extrajo algo de ahí, dando fuertes tirones, mientras la sangre brotaba como si de un surtidor se tratase. ¡Era su corazón! ¡Se lo había arrancado de cuajo! Lo tomó entre sus manos y, para consternación de sus ayudantes, se lo llevó a la boca no sin antes dirigirles a todos una sonrisa de triunfo. Lo besó varias veces. Lo olió, como aquella vez hizo con el rostro de János, y empezó a masticarlo. Estaba comiéndoselo, lo hacía como si lo que degustase fuera un jugoso pomelo o una rodaja de melón.

Ficzkó aseguró haberse mareado hasta sentir náuseas. Tuvo que apartar la vista. De repente la Condesa escupió restos aún palpitantes de aquel corazón. Tenía la cara completamente manchada de rojo, y el espectáculo era difícil de soportar. Hasta Darvulia apartó la mirada. Ella misma había hecho pedazos el protocolo de la tortura al que estaban casi acostumbrados. Aquello era demasiado. Se limpió la cara con su manga y ordenó que echasen el cuerpo a la chimenea, sin más preámbulos.

Era ésa la mujer que le había acariciado. Esa cuya boca sintió en la suya. Por ello János, en aquel montículo, empezó a llorar de forma incontenible. Con él mismo, cuando tuvo sus labios firmemente apretados por los dientes de Erzsébet, había hecho como con el corazón de aquella chica, aunque entonces ella se quedase a medio camino. ¿Por qué, habiendo arrancado tantos labios a mordiscos, con él no hizo lo propio? Eso nunca lo sabría. Era su secreto. Y el de ella.

En una sola ocasión, sin contar ésa, y a lo largo de toda su vida, volvió János a sentir el contacto de los labios de una mujer, y fue cuando los puso sobre su madre muerta y amortajada. Estaban fríos pero, sin embargo, incluso esos labios azulados y sin vida de su madre le parecieron más vivos que los de la Condesa, que tenían un remoto helor.

Durante las dos últimas semanas del año 1610 Erzsébet se hallaba sumida en otros quehaceres mucho más excitantes que eliminar al hijo de la lavandera, que se movía como un gato por donde no debía. Entre las decenas de chicas que había dispersado en varios castillos, sobre todo en el de Ilava, a fin de que ninguno de sus invitados pudiese verlas cuando llegaron, había cuatro hijas de zémans. Ésa y no otra era la sangre que ella necesitaba. Los nombres de aquellas infortunadas ya no eran anónimos e intrascendentes, como los de cientos y cientos de hermosas jóvenes que las precedieron. Se llamaban Vistra Meyénthény, Anna Radamenkz, María Mpickis y Doricza Niláievá.

A las cuatro, y en cuanto llegaron a Csejthe, las torturaron en varias sesiones, preparándolas así para la parte final y culminante del ritual, el momento en que habían de ser pacientemente desangradas para que sus vidas, en forma de sangre, llenaran la bañera que aguardaba en un rincón de los lavaderos.

Pero el destino hizo que otra joven campesina, que subía al castillo desde el pueblo llevando leche, desapareciese un día. Nunca se supo de ella. Aquí entró en liza otro personaje que en su mocedad, por ser del pueblo de Csejthe, ya había oído rumores. Era su novio, quien, alarmado, hizo varios intentos de preguntar en el castillo, pero allí alguien debió de decirle que nada sabían de la citada muchacha. Habiendo oído lo que había oído, no se quedó conforme con la respuesta. La chica llevaba varias semanas yendo y viniendo al castillo con esos cubos de leche o agua que recogía del río. El muchacho, angustiado, decidió ir a Presburgo y ver al Palatino, que por aquella época, según le habían dicho, se encontraba en la villa. Eso fue lo que hizo. Pero a quien se encontró en Presburgo fue a Pál Nádasdy, el pequeño hijo de Erzsébet, acompañado de Megyery. Éste, a escondidas de Pál, oyó el relato del campesino. Y ya no lo dudó. Escribió a Thurzó, el Palatino, pidiéndole encarecidamente que tomara cartas en el asunto, pues la gravedad del mismo superaba con creces cuanto todos ellos habían podido imaginar. Esa demanda coincidió, en el despacho de Thurzó, con otra que le hizo llegar el padre de Doricza Niláievá. Había que actuar, y rápido, porque aquello amenazaba ya con ser una infamia para la nobleza húngara en su totalidad si el caso llegaba a oídos de las cortes de Europa.

En Csejthe, noche tras noche, Erzsébet supervisaba cómo crecía el nivel de su bañera o discutía largas horas con Májorova acerca de la calidad de la sangre de esas nuevas muchachas. Se reanudaron los conjuros y las invocaciones a la Luna, sin pensar en ningún instante que la sangre que acababa de derramar ya no era roja sino, en un sentido simbólico, vagamente azul.

Allí el trajín de sus tres cómplices era mayor que nunca. Dorkó con su serón de alpaca, Jó Ilona con su echarpe de lana y dril del que no se separaba jamás, ambas vestidas con sayas llenas de significativas manchas. Tal era el uniforme que se ponían para ejercer su execrable oficio. Y observando desde un rincón, siempre embozada en su capa, aunque sin la capucha puesta, la bruja de Miawa, belitre, ruin y temerosa, pues ya había comprobado en sus propias carnes la ira de la Condesa. La bruja vestía una hopalanda de grueso terciopelo negro forrada de piel de marta. Y aún más allá, poniendo gran celo en salvar cuantos escollos le salieran al paso, ella, la reina del terror, como un médano sobresaliendo de la charca infecta y pútrida en la que se metió, camino del simbólico y cenagoso buhedal del que ya no podría salir, pues hasta en el propio castillo, y cuando se advertía su presencia, se cerraban postigos, puertas y celosías, y chirriaban discretamente los goznes desvencijados de oscuras estancias. Definitivamente náufraga, sólo contaba ya con una reducida y asustada mesnada de fieras a su pesar, pero fieras al cabo, que habían perdido sus carlancas y cumplían órdenes mecánicamente, hastiadas de sangre y gritos. Ella aún les arengaba en tono procaz y agrio para que llevasen tiento con el líquido rojo que iba de palanganas a cuencos, y de ahí a odres de cuero, pero cuya tibieza habría podido llenar una alberca. Y cada noche el mismo bordoneo de las moscas, excitadas por aquel olor que lo llenaba todo, las mismas chicas chillando como verracos prestos al degüello, pues ya todas parecían tener idéntico rostro y reacciones. Ella, la de humor rancio y corazón hueco, ella, renuente y sorda a cualquier súplica, incluso a las de Doricza, cuyos tirabuzones blondos eran ya mechas grasientas debido a la sudoración y al dolor del sufrimiento, y cuyos hermosos ojos de color índigo se habían llenado de vetas rojas. Erzsébet, en la que todo pensamiento era bulboso, se hallaba ya sujeta al rizoma surgido de la tierra, y ese tubérculo la atenazaba impidiéndole moverse con libertad. Tan enfadada estaba por la resistencia que oponía esa Doricza que decidió torturarla con especial dedicación, evitando que muriera ya en la primera sesión. Luego iría a la chimenea. Ya pasó el tiempo de los furtivos sepelios, siempre lejos de los camposantos llenos de boj y ciprés. Para esa reticente de Doricza, la estoica, no habría sepelio alguno, ni su cuerpo sería alimento de los vermes. La chica se había puesto de color malva y, sujeta por una especie de arnés, seguía haciendo lo que más odiaba Erzsébet: rezaba. Exánime y casi sin aliento, continuaba rezando mientras duró su suplicio, pese a que la Condesa la emprendió primero a arañazos y luego a cuchilladas, que procuraba darle en partes que no fuesen vitales. Se equivocó, porque la muchacha se estaba desangrando.

Pero los aserrados y metálicos dientes del cepo por fin se cerraban sobre la loba.