SOMLYÓ

La loba, a la espera de acontecimientos, ya no salía de su madriguera. Pero estaba herida.

Y era tan grande el rastro de sangre dejado tras de sí, que casi por inercia se invirtieron los términos del juego, porque aquello se trataba de un juego con la vida y con la muerte: los cazadores, confiados en no perder ese rastro, se acercaban poco a poco a su escondite.

Allí, en el profundo seno de su guarida, Erzsébet, en vez de no perder la calma tomando con habilidad y cautela medidas que hubieran podido depararle un cambio de situación, enloquecía por momentos.

Faltaba bastante para la Navidad y su detestable compromiso, pero aún proyectaba sendos viajes a los castillos de Somlyó, de Ilava y de Bezkó. Sentía una especial predilección por el de Somlyó, que perteneció a sus antepasados, los Ecsed. Aunque finalmente nunca llegaría a realizar tales viajes. Se limitó a trasladar de aquí para allá grupos de chicas, en la mayor parte de los casos para hacerlas regresar casi de inmediato. Ni el peligro le quitaba el hambre. Al contrario, como buena depredadora que era, se lo aumentaba.

Seguía sin comprender que se enfrentaba a personas que no eran como esas chicas campesinas que rodeaban Nytra, y que con tanta facilidad logró capturar cuando bastaba con unas promesas, unas pocas monedas o prendas. Cuando bastaba con su sola presencia.

Ahora los círculos de su rastreo, esos infernales semicírculos trazados con geométrica precisión hacia el este, y que se habían desarrollado armoniosa y macabramente como las ondas sobre la superficie del agua estancada, llevaban ya un tiempo gestándose en sentido inverso. Para ser más exactos, en sentido directamente proporcional a como ella misma había perdido el sentido.

Como esos terrenos de mielga en los que no llega a sembrarse nunca, creándose así un barrizal irrecuperable, todo a su alrededor se echaba a perder.

Sí, ahora todo en su entorno tendía a contraerse igual que sucede con ciertos materiales que entran en contacto con las llamas del fuego. János había comprobado que eso es lo que ocurre con algunas prendas al ser tiradas a las brasas. Se encogen sobre sí mismas hasta desaparecer finalmente en una agonía inmaterial que puede ser silenciosa o crepitante, pero que las destruye en poco tiempo.

Demasiado tarde ya para ir a la posada de la Weihburggasse de Viena, o a la Casa Harmish, donde se la conocía como die Blütgrafin, la Condesa Sangrienta. Demasiado tarde para todo lo que no fuera recogerse en su propia soledad y seguir empecinada en ser consecuente con aquello que siempre fue. Era arriscada, pero no suicida.

Quizá, en esos días de inquietud y espera, llegase a pensar que si como loba que era podían pretender darle caza, caso de que así ocurriese no lo lograrían de ningún modo, pues su estirpe pertenecía a los hijos de la Luna, y con ella, ¿quién iba a atreverse?

Y si los meses anteriores los pasó Erzsébet dedicándose, es posible, a sus lecturas prohibidas entre orgía y orgía siempre sangrientas para hacer honor a su apodo, jamás estrictamente sexuales, ese otoño se dedicó a hablar largas horas con Májorova. Según comentó Kata un tiempo después, aunque no dejó claro si fue ella misma quien llegó a oír fragmentos de esas conversaciones o si se lo oyó decir a Jó Ilona, con quien se sinceraba de tanto en tanto, pues parecía que Ilona vivía todo aquello mucho peor que la aborrecible y feral Dorkó, siempre huraña, la Condesa y Ezra Májorova seguían discutiendo acerca de cómo conseguir muchachas que, siendo hijas de zémans, aceptaran ir a Csejthe en calidad de doncellas de compañía de la famosa Señora. Habría que ir a buscarlas bastante lejos, cosa que por otra parte ya se estaba llevando a cabo desde muchos meses antes.

Pero, además, al parecer, también hablaban de otro tema que le resultaba muy interesante a Erzsébet, como no podía ser menos: las leyendas que sobre vampiros recorrían el país entero, y que habían llegado incluso a ser motivo de acaloradas discusiones en algunas cortes extranjeras.

Ya de niña, cuando sus parientes nacidos en el este la llamaban aún Alžbeta en lugar de Erzsébet, que era la traducción húngara tradicional de su nombre, aunque ella gusta se de firmar con frecuencia Elisabetha, en latín, oyó hablar de tales historias. Para ella eran casi familiares esos vroucolacas de los que escuchó sutiles o directas referencias desde que empezó a razonar. Se comentaba que el término provenía de una deidad de los Balcanes, Varcolac, quien cuando se enfurecía engullía el sol y la luna, provocando los eclipses. De hecho, se trataba de los vrykolakas grecomacedónicos que antaño asolaron, según las leyendas, las tierras de Melenik y Kathaphygi. A su vez, los vrukolakiazci eran los muertos que se convertían en vampiros al ser mordidos por éstos, creando una cadena que era imposible frenar.

A todo ello había que añadir nuevas leyendas que hablaban de vlŭkodlakŭ, hombres-lobo que tenían su parangón en Alemania, desde hacía varios siglos, con los temidos beserks. Bucardo, obispo de Worms, escribió un célebre Decretum en el que ordenaba su empalamiento, clavándoles una estaca en pleno corazón en cuanto fuesen descubiertos. Se decía que los vampiros también eran hijos de Lilith, la diosa tan cara a Erzsébet. Ya Ovidio, Lucano, Petronio o Plauto hicieron puntuales referencias a esa terrible diosa Lilith o a sus herederas, las empusas o lamias, quienes, valiéndose de la lascivia propia de los hombres, acababan por succionarles toda su fuerza vital a través del semen o la sangre.

Más hacia el oeste, los serbocroatas mencionaban con temor a los nekrstenci, los no-bautizados muertos que se convertían en voraces pájaros nocturnos. En Rumania llamaban a las mujeres-vampiro strigoicas, aunque el término «vampiro» como tal se remonta por primera vez en su forma escrita a San Libencio, obispo de Bremen, y data de una fecha aproximada al cambio de milenio. Por su parte, en la zona del norte, hacia Polonia y Rusia, se les llamaba upierz Y, como en el caso de la brujería, muchos empezaban a ser los tratados que al respecto se publicaban, aunque su acceso fuese un tanto restringido. Pirgist sabía de los más comentados, y que bien pudo haber conocido Erzsébet, cosa que se hubiera sabido de especificarse cuáles eran aquellos libros que estaban en su biblioteca. A los vampiros se les citaba en Die Emeis de Johannes Geiler Keisersberg, en Prieras de Silvestre Mazzolini, en la Tipographia Hibernica de Giraldus de Barri, arzobispo de Breeknock, en De nugis de Walter Map, en los tratados sobre vampiros y hombres-lobo que legó el abad Bliscarret, en la Gesta Regun Anglorum de William Malmesbury, pero, sobre todo en los tres textos fundamentales para estudiar dicho tema, que para muchos resultaba fantástico e irreal y para otros no tanto: el Malleus maleficarum, los Comentarius de praecipuis divinationum generibus de Kaspar Peucer, y el De Lycantrophie transformatione, debido a la pluma e ingenio de Jean de Nynauld. Todo ese caldo de cultivo se vio avivado por el ajusticiamiento público de un ciudadano llamado Peter Stubbe, al que se acusó de licántropo, y halló su fin en la localidad de Bedburg, no lejos de Colonia, en el año 1590. Todo ello se inscribía en el marco de escándalo y conmoción popular que provocó la muerte de casi mil mujeres acusadas tanto de brujería como de vampirismo, entre ellas incluso algunas niñas de cuatro y cinco años de edad. Se mataba a porfía, y siempre en nombre de la fe. Realmente Europa estaba convulsionándose, pues si de una parte los miembros más intransigentes de la Iglesia se empeñaban en borrar de la vida todo signo de pagana credulidad entre las gentes, de otro éstas seguían mostrando una innata predilección por hechos propios de la antigüedad y las costumbres más bárbaras. Así, dieron mucho que hablar las peleas entre osos de Berlín, o los combates que entre tigres y leones contra toros tenían lugar en Innsbruck. Las ferias estaban llenas de seres deformes por cuya visión la muchedumbre pagaba haciendo largas colas. También fueron célebres casos como los de una joven llamada Apolonia Schreier, que se mantuvo, dicen, cinco años subsistiendo tan sólo conjugo de determinadas flores, o Eva Vliege, de la que se cuenta permaneció diecisiete años haciendo lo propio. Las supersticiones se hallaban demasiado arraigadas como para extirparlas por la fuerza. Ella misma combinaba sus prácticas más crueles con caprichos de dama, como hacerse traer de la India cúrcumas, amarantos y mirobálanos que, por el duro clima, no llegaban a arraigar en los parterres del jardincillo exterior de Csejthe.

Como se ve, de todo aquello pudo haber tenido noción Erzsébet, a quien sin duda apasionaba el tema de los vampiros. Todavía más, si cabe, que el de la brujería, pues si mucho le había costado dar con una bruja digna de crédito como Anna Darvulia, aún más le costó encontrar a la única que poseía los suficientes méritos para erigirse en su digna sucesora, Ezra Májorova.

En cambio, de los vampiros, y eso lo sabe a la perfección János Pirgist porque a él le sucedió lo mismo cuando era niño y aún ahora las gentes no dejaban de importunarle con tales historias, Erzsébet oyó hablar siempre y con total naturalidad a los Báthory, cortadores de cabezas y empaladores de cuerpos. A ellos poco podía impresionarles el cariz enigmático de esas fábulas, se llamase a los vampiros como se les llamase, y según la región: moroï, opers, varcalaci, vidmes, pricolici o el más implícito diavoloace.

Erzsébet lo único que sabía, y no tendría ninguna duda al oír esas leyendas, era que los vampiros humanos habían dado pruebas de su existencia en episodios de los que quedaba constancia escrita y legal por parte de las autoridades en sitios como Blovu, cerca de Kadam, en Bohemia, y también en Olmutz, villa morava. O en las cercanías de donde ella nació en el cantón húngaro de Oppida Heidonum, junto a Transilvania, o en Amarasti, no lejos de Dolj, en Mehedinti, justo al lado de Vaguilesti, en Kartrzy, más al norte, y ya en plenos Balcanes, en lugares como Kilósova, Medredja o Kisiljevo.

Así llamaron los antiguos escritores latinos a las sirenas, que también eran mujeres-vampiro: Cruenta sirenum ora…, las bocas ensangrentadas de las sirenas, o Deterrimae versipelles…, las pérfidas sagaces que se alimentaban de sangre y eran insaciables. Pero había algo que intrigaba más a Erzsébet que toda esa serie de apariciones que mucha gente decía haber presenciado. La palabra pyr para los eslavos significaba «pájaro». Ella quería volar ni más ni menos que esos animales que, parecidos a los murciélagos pero más grandes que éstos, sí había podido ver con sus propios ojos: los vampiros de verdad.

Siendo niña, y seguramente para darle miedo, uno de sus primos de Transilvania le contó cierta noche a la luz del fuego de la chimenea, mientras los mayores se solazaban tras una fastuosa comida en un salón contiguo, cómo actuaban los vampiros, esa especie de pájaros que eran como ratas o conejos con grandes orejas y alas surcadas de finas membranas. Según su primo, los vampiros aguardaban que sus presas yaciesen profundamente dormidas, prefiriendo animales que por su propia condición se sumían en el letargo invernal, pero incluso lo hacían con otros que no pertenecían a tales especies. Tenían la virtud de saber cuándo estaba produciéndose el momento más profundo del sueño de aquellas presas a las que previamente habían localizado. Así, acechaban desde lo alto de una rama o escondidos en la frondosidad de un árbol. Luego, iniciando un vuelo de delicado trazado, se colocaban muy cerca de esos animales en reposo. Entonces, sin tocarlos nunca, daba comienzo la segunda fase del proceso. Ya estaban posados a su lado, y el animal seguía dormido. Centímetro a centímetro iban aproximando su morro a la víctima, que respiraba tranquila. Eso podía demorarse horas, y ahí residía la clave para pasar desapercibidos. Finalmente, y ésta era la parte más prodigiosa, la que consiguió captar toda la atención de Erzsébet, acercaban aún más su morro a la piel de la víctima. Volvían a ser muchos los minutos de paciente espera, pues el menor movimiento habría despertado al animal. Asomaban sus largos colmillos, más finos que agujas, dejándolos deslizar con absoluta lentitud entre el pelo del animal. La aproximación era entonces milímetro a milímetro. Hasta que se producía el suave, casi imperceptible contacto. Ése era el instante crucial. La quietud debía ser absoluta. Quizá el animal se moviese un poco por instinto, pero si seguía dormido luego de haber entrado en contacto los colmillos del vampiro sobre su carne, continuaba produciéndose el milagro. Con infinita delicadeza iba introduciendo la punta de sus colmillos en esa carne, sorbiendo ávidamente su sangre desde un primer momento, con lo que a los pocos minutos el animal estaba ya incapacitado para reaccionar. Había caído en una grata e incomprensible ensoñación. Algo le picaba ahí, en alguna parte de su cuerpo, pero, débil hasta el extremo de no poder ni moverse, se dejaba hacer. Así hasta que lo vaciaba de sangre. Entonces sí, el vampiro, ahíto de sangre, remontaba el vuelo lanzando victoriosos chirridos.

A la niña Alžbeta no sólo no le dio ningún miedo esa historia, sino que empezó a fantasear a su costa. A ella no le iba a venir un vampiro a morderla mientras dormía. Entre otras cosas porque dormía escasas horas, y siempre en un estado de duermevela. No había vampiro capaz de traspasar los gruesos muros de sus castillos, ni los ventanales que quedaban herméticamente cerrados.

Quizá tardó aún unos pocos años en comprender que el vampiro era ella, pues así lo soñó de niña, deseándolo con toda la energía de su imaginación.

Probablemente el relato de su primo tuvo lugar en el castillo de Somlyó, al que solían acudir los Báthory una vez por año para reunirse todos. Nunca llegó a conocer János el castillo de Somlyó, ni tampoco su madre. Csejthe era su hogar mal que le pesara, y si sólo estuvo en los castillos de Sárvár, Varannó y Pistyán Kata habló del resto.

Pero a él seguía obsesionándole únicamente Csejthe, porque fue allí donde vivió sus mayores momentos de horror. Esos que aún no se ha atrevido a describir en su totalidad, como si una mano invisible se posase sobre la suya, impidiéndole sincerarse. Era el vampiro que vivía instalado en su memoria, que lo paralizaba una y otra vez en el momento en que se creía decidido a contarlo todo.

—¡Oh, Señor, dame valor para hacerlo…! —exclama de pronto para sí cerrando los ojos.

Por un instante llega a temer que su joven ayudante le haya oído. Escucha atentamente. Nada se oye. Es noche cerrada y el padre András dormirá tranquilo. Él no tiene eso en la memoria.

Pirgist se levanta y da un par de vueltas por la habitación. No termina de decidirse. Tampoco sabe cómo contarlo. Pero, a fin de cuentas, si ha llegado hasta aquí, si ha sido capaz de describir lo que ya ha descrito, ¿por qué habría de importarle exprimir un poco más sus propios recuerdos y su conciencia?

Se queda varios minutos de pie frente al gran crucifijo de hierro forjado que cuelga de la pared. No se atreve a mirarlo. Finalmente alza la vista y reza una corta oración. Luego vuelve a sentarse frente a su escritorio, moja el plumón en el tintero y sigue escribiendo un renglón. Y luego otro, y otro más.

Él vio. También él vio. Fue una visión fugaz. Pudo durar apenas unos segundos, el tiempo de atisbar por una puerta que alguien, imprudentemente, había dejado mal cerrada. Juraría que se despertó en mitad de la noche y se sobresaltó al comprobar que su madre no se hallaba a su lado, como era de esperar. Iba medio sonámbulo, olvidando por completo las consignas que hasta la saciedad le habían repetido: que de noche nunca se moviera de allí. Al parecer su madre fue llamada con urgencia por Kata para limpiar algo. El caso es que tuvo miedo. Más miedo de su propio miedo que del de esa soledad del lavadero del que tan a menudo le habían dicho que no se moviese. Y empezó a buscarla. Primero por el lavadero adyacente. Después en otro contiguo a éste. Recorrió un pasillo, subió un piso. No se atrevía a decir: «¿Mamá?», en voz alta, porque seguía siendo mudo una vez abandonado el lavadero principal.

Fue entonces cuando, al doblar por otro pasillo, oyó lo que oyó. Gritos ahogados y sacrílegas imprecaciones. Distinguió, hecha su mirada ya a la penumbra, un resquicio de luz que se colaba desde el canto de aquella puerta mal cerrada. La tenía a escasa distancia, y algo desconocido, quizá el temor de que a su madre estuviese ocurriéndole cualquier cosa mala allí dentro, le abocó a empujar un poco la puerta. Y vio. Y oyó. Color y sonido. Fue esa mezcla lo que provocó su alarido, esófago abajo.

—¡Oh, Dios! ¿Cómo contarlo, cómo? —balbucea ahora entre jadeos.

Vio cuerpos de chicas atados a la pared, y alguien situado frente a ellas que movía sus brazos con un objeto brillante y afilado en la mano. Quizá era un cuchillo. Quizá uno de los grandes y largos alfileres que se utilizaban para zurcir lana y otras prendas gruesas. Y la voz de aquellas chicas. No consiguió ver toda la escena, pero con contemplar un fragmento de ésta ya le bastó:

Rojo, eso es lo que vio. Sangre por todas partes. Y gritos amortiguados por la estopa y los trapos que a aquellas chicas les habían introducido en la boca.

Rojo. Un golpe seco. Rojo. «¿Por qué?», oyó en un lamento que provenía de la parte de la habitación que no lograba abarcar con la vista.

Rojo, rojo.

«¿Qué es esto?», clamó una voz en el interior de esa habitación.

Todo muy rojo, como si la estancia entera se hubiese teñido con el color de las amapolas.

Hasta el olor a humedad que impregnaba el muro en el que ahora se apoyaba le llegó rojo.

Rojo y más rojo. Pieles blancas, y encima rojo. Como la pulpa de una granada reventada. Rojo.

Viscoso, picante. Rojo. Como el color de algunos vestidos que, de lejos, le había visto a la Condesa. Como el de las cofias de ciertas mujeres que pudo ver en el pueblo, en una fiesta reciente. Rojo. Y, de pronto, la voz entrecortada de una chica, suplicando:

—¿Por qué? ¿Qué es esto? —Y luego-: ¡Dios mío!

O tal vez fueron dos veces las que lanzó tal imprecación.

—¡Dios mío, Dios mío!

Era lo que él mismo estaba pensando en esos momentos. Como si aquellas chicas le robaran las palabras.

«¿Por qué?» «¿Qué es esto?» «¡Dios mío!»

Ahí no estaban ni el sol, ni el trigo, ni la miel. Todo era rojo. Muy rojo.

Desde la otra parte de la habitación llegaron insultos y maldiciones. No consiguió oírlos con nitidez, pero sí su piel, que se había erizado como las escamas de algunos reptiles que dormitaran sobre las rocas que rodeaban el castillo, expuestos a la luz solar.

Entonces aún no alcanzó a comprender en toda su plenitud esa perfecta álgebra del dolor, del mayor de los dolores: la ausencia de respuesta a la pregunta: ¿Por qué chicas? ¿Por qué esas chicas, tan blancas, tan llenas de rojo?

De pronto, mareándose, su visión quedó nublada por la febril, vertiginosa yuxtaposición de los diversos tonos de rojo. Allí dentro todos parecían chillar como posesos, las víctimas y los verdugos. Unos a causa del daño, otros para que callasen, pero entre todos formaban una espiral que no dejaba de crecer. Y la hoja, los alfileres, seguían subiendo y bajando a ritmo acompasado. Y en cada movimiento un nuevo espasmo, una brutal contracción.

Vio destellos de color de plata surcando el aire, como si le partiesen el pecho al aire y, junto a él, costillas, pulmones, entrañas. Y luego las voces rotas de las chicas que murmuraban cada vez más débilmente:

—¿Por qué? ¿Qué es esto? —Y después-: ¡Dios mío!

Posiblemente fuera cierto. Eran dos los colores que allí había: el del brillo de la plata y el de la pulpa de la granada u otras frutas con el mismo color. Aunados, confundiéndose entre sí. Las cerezas reventaban, esparciéndose a modo de diminutas estrellas sobre la pálida piel de las chicas.

Y la hoja de plata en su constante movimiento. De arriba abajo. De arriba abajo. La hoja de plata creando nuevas cerezas, nuevas fresas, nuevas ciruelas que estallaban sin hacer ruido. A lo sumo, un característico chasquido al entrar en la carne. Una danza pendular, maquinal, que helaba la madrugada, que incendiaba el frío. ¿Cómo ahuyentar aquella dañina luz?

Y el rojo que crecía en intensidad, hasta casi cegarlo.

La hoja de un largo cuchillo resplandeciente hizo encoger la alborotada alma del pequeño y estupefacto János hasta conseguir anularla. La hoja que movía esa figura envuelta en una capa hasta los pies, haciendo enmudecer del todo su alma, ya resquebrajada en pedazos. La hoja más brillante de cuantas joyas de plata hubiese visto nunca, pero con restos de cerezas, de fresas y de granada en su punta, en su filo, haciendo enmudecer a los muros, a las antorchas del pasillo, al aire.

En aquella confusión mental, arrastrado por la vorágine de imágenes que le impactaban en los ojos como pedradas y que se le introducían en la retina, también a él, como afiladísimos alfileres, el niño sordomudo e invisible, pegado cada vez con más fuerza a la pared, sólo deseaba salir al campo abierto para poder gritarles cuanto acababa de ver a los árboles, a las flores, al cielo. Porque no era ciego. O sí lo era. Qué importaba eso ya.

Pero fuera la noche era cerrada, y en aquellos campos, en aquel lugar, cuando llegase la noche ¿no se esconderían las flores, los árboles, no huiría el mismísimo cielo para no ser testigo de lo que allí pasaba?

Pirgist levanta la cabeza, jadeando ostentosamente. La sacude. Deja la pluma y junta las manos en actitud de oración. ¿Cómo pudo llevar esto dentro, igual que hacemos con un hueso cualquiera de nuestro propio esqueleto, sin compartirlo jamás con nadie?

Y vuelve a preguntarse: ¿cómo tendrá valor y audacia para relatar esa historia, lo que aún resta de la misma, de manera coherente, sin recurrir a vagas alusiones a frutas y colores, cuando en realidad es así como la vivió? En su mente todo sigue siendo un magma reflejando fragmentos sin sentido, y con los cuales ha convivido hasta hoy, desterrándolos al más oscuro y remoto rincón de su memoria.

Y es que aun hoy, si rebusca en ella, hace descubrimientos que le hielan el corazón. Al dejar la puerta realizó un movimiento con la cabeza. Mínimo, pero suficiente para abarcar un nuevo ángulo de visión. Y allí logró ver, colgada de una pared, a una muchacha desnuda. La tenían colgada de uno de esos enormes ganchos de los que penden los animales una vez se les ha matado, para desguazarlos con más comodidad. Probablemente la habían colgado de tal forma que el gancho no le entrase por ninguna parte vital y mantenerla un rato más en su agonía. También vio, sobre una mesa, y esparcidos por el suelo, utensilios diversos. Algo que entonces no reconoció, pero que, grabados en su mente, con el tiempo llegó a saber lo que eran: garlopas, piernas, leznas, cepillos con púas metálicas, berbiquíes y una especie de manubrio donde les romperían o les fragmentarían las extremidades a las chicas. Herramientas utilizadas en carpintería y herrería que allí cumplían su función de tortura. Clavículas, fémures, tibias, húmeros, peronés, omóplatos, todo eso quebraban antes de astillar o cercenar. Y ella, la fiera, columbrándose entre veredas y linderos del pensamiento que la hacían gozar con aquel dolor como si contemplara el hermoso paisaje desde un otero, y otras entrando en acción para dejar claro quién era allí la auténtica orfebre del dolor. Sólo al quedarse sin chicas, sólo cuando cesaban por completo los gritos porque ya de ninguna garganta podía salir grito alguno, se diluía esa urticaria que dominaba su sangre. Asimismo distinguió, en la pared, una suerte de sistema de poleas conectadas mediante cuerdas y correas de cuero, donde mantendrían suspendidas a las muchachas mientras eran supliciadas. Todo eso quedaba iluminado por un candil, y János lo observó en un parpadeo. Allí tenían a sus víctimas, tumefactas unas, yertas otras, convulsionándose las que más resistencia tuvieran o las que hubiesen dejado para el final. Y aquélla era una, una sola de las estancias del horror.

Porque nunca, aunque hubiese dispuesto de un millar de vidas longevas e intensas, llenas de peripecias y sorpresas, sería posible que János comprendiese que cuanto pudo observar aquella noche por espacio de breves segundos, no más de cinco o seis, seguro que no más, pese a fundamentarse en esa mirada fugaz y en escorzo, iba a perseguirlo para el resto de sus días, y que esa noche lo que él hizo no fue solamente mirar. El solitario e instintivo acto de mirar, siquiera por error. No. Él observó, ya que era como las piedras. No miró simplemente. Aunque al observar aquello, lo sabe, vio. Entonces intuyó. Y, al intuir, vio y miró y observó como jamás llegase a imaginar. Porque al imaginar entendió. Quedó impregnado de las cosas. Vio, oyó y olió como deben vernos, oírnos y olernos los insectos. Fue así como aprendió.

Ya estaba marcado para siempre. Como una res. Debería sobrevivir con esos hechos que eran el cordón umbilical que le unía al pasado.

János Pirgist se palpa las manos. Tiene borrosa la visión, luego de tantas horas ensimismado y la emoción que ha tenido que soportar en los momentos anteriores. Ya no es un niño. Por fin ha dejado de ser el niño sordomudo y ciego e invisible que hasta hoy había sido, aunque amparado en el cuerpo de un adulto.

Aquella noche de Csejthe, y tras presenciar el fragmento de una escena que sin duda se repetiría otras noches y con mucha mayor frecuencia de lo que él alcanzara a atisbar, el pequeño János corrió despavorido por los pasillos, bajó al piso inferior, casi dándose de bruces varias veces por los escalones, y de nuevo corrió en dirección a los dormitorios anexos al lavadero. Llegó allí conteniendo a duras penas su grito. Seguía sin haber nadie en el jergón. Una vieja lavandera dormía roncando varios metros más allá, pero ni siquiera a ella se atrevió a despertar para contarle lo que acababa de encharcar sus ojos, de obturar sus oídos, de taponar su nariz, de obnubilar su conciencia. Además, ella debía de saber ya. Ella, como los otros, eran mayores y tenían oídos, ojos, bocas, nariz, recuerdos.

Le consoló la idea de que a su madre no estaba sucediéndole nada malo. Eso quiso creer. Castañeteándole los dientes, y no de frío pues se sentía arder, se introdujo en el jergón cubriéndose entero con la manta. Sacó un brazo y cogió a su perrillo, que dormitaba a los pies del camastro, sobre una estora. Lo metió con él entre la manta. El animal no protestó. Simplemente se acomodó allí, moviendo el rabo y complacido por el calor que el cuerpo de János le daba.

Un fuerte dolor de cabeza fue lo primero que recuerda. Y el rostro de su madre. Ya despuntaba el nuevo día. Ella llegaba con el aspecto demacrado, pero le riñó con suavidad por haber metido al perrillo en el jergón. Le dijo que podía llenarles de pulgas, que nunca más lo hiciera. Estaba pálida como jamás antes la viese. Seguramente, y como hecho excepcional, Kata se había visto obligada a recurrir a ella y otras dos lavanderas para limpiar restos de sangre en cualquier parte del castillo o en ciertas prendas.

János, ya más calmado, se sumió en un profundo sueño. A la mañana siguiente, cuando no habían transcurrido ni cuatro horas desde que llegase su madre, se despertó gimoteando.

Tenía fiebre y soñaba con Mirta.

Curiosamente no había soñado con lo visto esa noche. Incluso se esforzó en pensar que todo fue producto de su imaginación. Pero la fiebre crecía, y tuvieron que ponerle cataplasmas, humedeciéndole con paños mojados varias partes de su cuerpo, que se estremecía a intervalos de cada pocos segundos. Luego le pusieron bizmas y emplastos y le hicieron tomar un amargo y humeante brebaje.

Nada dijo a su madre de lo visto o soñado, porque sabía que con ello iba a darle el mayor disgusto de su vida. Ella misma parecía no ser consciente del fuerte acceso de fiebre que tenía su pequeño, y lo cuidaba, sí, pero ausente y mecánicamente. También ella habría visto algo nuevo y aterrador aquella noche. De hecho, es probable que ambos estuvieran marcados para siempre, como las vacas y bueyes en cuyas patas o lomos se inscribe la señal que identifica a quién pertenecen.

Ella, su cuerpo y alma, como todos allí, pertenecían a la Condesa Erzsébet Báthory, viuda de Nádasdy. Y así iba a ser hasta que se extinguiesen sus vidas. Tenían grabado el estigma del conocimiento.

Pero János no estaba dispuesto a resignarse tan pronto a la evidencia de que el Mal existía por sí mismo, que por sí mismo nacía y se desarrollaba, creando un surco de desolación a su paso. No. Pasaron los años y él siguió investigando y preguntando. Necesitaba aferrarse a algo. Habló con médicos acerca de los antecedentes de la familia Báthory. Mencionó los más que probables casos de epilepsia que se habían dado entre algunos de sus antepasados. También, y cuando realizaba indagaciones en torno a las leyendas sobre vampiros y brujas que circulaban por Hungría y media Europa, supo que existían otras posibilidades para, si no explicar, sí al menos iniciar nuevos caminos de investigación que, era cierto, dejó interrumpidos a causa del desaliento y su recóndito deseo de olvidar todo aquello de una vez. Pero este firme deseo se nivelaba en la balanza de su curiosidad innata con el de saber, con el de obtener respuestas, ya que no aclaraciones, aunque fuesen sólo aproximadas.

Recordó los relatos acerca de Erzsébet mordiendo a algunas criadas hasta arrancarles trozos de carne, algo que con la edad ella parecía haber dejado un tanto de lado.

Recordó las alusiones a sus ojos en blanco, en presuntos éxtasis producto de lo que acabase de tomar en forma de pócimas.

Recordó las indirectas referencias a sus convulsiones, normalmente en mitad de una sesión de tortura, con lo que debían parar el proceso hasta que se recuperase.

Fue así, hablando con algunos eminentes doctores, como se enteró de que existía no sólo la epilepsia, que podía mostrarse bajo diversos estados y con irregulares niveles de intensidad, sino también lo que los médicos conocían como una forma de rabia similar a la que padecían los animales, sobre todo los de un potencial instinto más agresivo, como perros y gatos.

¿Es posible que a Erzsébet le hubiese mordido en alguna ocasión un animal con rabia? ¿Quizá aquel lobo a quien mató ella misma, al que degolló siendo adolescente, el que le produjo una herida que la tuvo postrada varios días? ¿Era eso posible? Lo era, pero eso jamás podría demostrarse, como que sufriese algún grado indeterminado de epilepsia heredada de sus antepasados. János supo de la existencia de casos de epilepsia congénita o rabia asociada a una simple mordedura o rasguño que tenían su foco en determinadas partes del cerebro: el llamado lóbulo temporal, el hipocampo y el núcleo amigdalino. Tales descargas epilépticas o rabiosas producían episodios esporádicos de comportamiento violento con la azarosa frecuencia e inactividad que decidieran generar esas partes afectadas del cerebro.

También averiguó Pirgist otro dato que durante un tiempo fue motivo de sus reflexiones y conjeturas. Entre los métodos terapéuticos ideados contra los casos de rabia en seres humanos estaban la dieta de ajos, cebollas y puerros, o fricciones asimismo de ajos y sal bajo la lengua, raíces de escaramujo o de rosal silvestre, espárragos, vinagre, alcohol destilado de forma que fuese lo más puro posible, láudano hecho de extracto de amapola, azafrán y vino blanco, o zarzaparrilla, o veneno de víbora mezclado con albahaca, pan ácimo, tallos de aladiernas, regoldos machacados al caer del castaño y alcaparras en polvo, mercurio, arsénico, belladona y, lo más importante, transfusiones frecuentes de sangre. También se recomendaba la ingestión de la misma.

¿Había podido ser la loba sanguinaria, en realidad, una perra rabiosa, quizá una desdichada epiléptica? Podía. Pero, aunque de eso se hubiese tratado en una cierta medida, estaba lo otro. Era loba. Siempre lo fue. Y llevaba en sus venas la llamada de la sangre.

Necesitaba matar para ser. 307

Ahí no cabían difusas especulaciones ni aventurados diagnósticos. Nació loba, dragón, serpiente y águila. Una mala mezcla. Eso seguiría siendo hasta el final.

Como las geodas, esas rocas que crean cristales violáceos hacia adentro, así era la perversidad de Erzsébet para nacer en su propio seno, regenerándose sin tregua.

Pero a veces Pirgist se preguntaba si no se mostraría él mismo piadoso con Erzsébet, como lo fue con Mirta y sus familiares. Le parecía excesivamente monstruoso admitir la eventualidad de un Mal gratuito, demasiado monstruoso como para, pese a provenir de un monstruo con forma humana, aceptarlo sin más. No, no se engañaba al respecto. Sus indagaciones siempre tuvieron como objetivo poner más materia donde había absoluta ausencia de materia, un poco de razón y lógica donde nada quedaba de éstas. Nunca intentó justificar, sino comprender, en un amplio sentido del término.

Comprender para aceptar y situar los acontecimientos en el ámbito de las cosas terrenales. Pero era imposible. Un muro que no podía tocarse, aunque estaba, se erguía entre Erzsébet y el resto del mundo. Por eso pronto se resignó János a seguir aprendiendo acerca de enfermedades diversas que por esas fechas estaban empezando a descubrirse. Por eso no lograba evitar una sonrisa de escepticismo cuando le venían con alusiones a vampiros. Eso eran nuevas e insustanciales pamemas en comparación a lo que él había visto.

Sin embargo, también los vampiros envejecen y mueren. La luz de lo vivo abarca a todos por igual, sin distinción de credos, sin determinar a otros según especies, razas o culturas.

La loba, la mujer-vampiro envejecía irremediablemente. De ahí sus últimos y atroces estertores para aferrarse a aquello que únicamente le daba vida y esperanza: la sangre.

De ahí que, como estaba previsto, tocase a quien no debía tocar: las hijas de los zémans, que a su vez conversaban de tanto en tanto con personajes de importancia en el devenir social de su tiempo, siendo algunos de esos zémans, incluso, quienes empezaban a llenar las arcas de parroquias e iglesias en todas partes del país.

Ése fue su gran error, debido a una carencia: buscar no sólo sangre fresca, sino sangre de más calidad. En apenas unos meses, y tras los nulos signos de vida o respuestas que varias de esas chicas parecía se negaban a dar, sus familias se preocuparon. Ellas, que a diferencia de las campesinas sabían leer y escribir, habían prometido que escribirían en cuanto llegasen a Csejthe. Nunca lo hicieron. Y el resquemor fue creciendo.

En ese contexto de murmuraciones y malos augurios llegaron las fechas previas a la Navidad de 1610. En efecto, no sólo iban a acudir a Csejthe los parientes más cercanos de Erzsébet, sino el Palatino Thurzó y el propio rey Matías. Aquello era una insensatez.

Se trataba de la última batalla, y había que jugárselo todo a una carta. Erzsébet sabía que sería necesario enfrentarse a las miradas insidiosas y acusadoras de Megyery el Rojo, tutor de su hijo Pál, la de su cuñada Kata y la del mismo Palatino Thurzó, que antaño, es posible, sintiese amor por ella.

Ella ya no sentía amor hacia nadie. Ni siquiera, es probable, hacia sí misma. Por tal motivo, y como había extraviado el baremo de las cosas, se dispuso a propiciar un definitivo golpe a toda aquella jauría de mastines que, no lo dudaba, iban en su captura, pese a que aún procuraran disimular las formas. O si no ¿a qué podía deberse la insistencia de sus hijos en realizar ese encuentro colectivo en Csejthe? Veía con claridad con qué hábil elocuencia a sus propios hijos, desde las más altas esferas, les habrían inducido a creer que era una espléndida ocasión para acompañar a la viuda de Nádasdy. Y ellos, incautos, al parecer eran los que más habían insistido en que tal encuentro se produjese. Pero Erzsébet había perdido definitivamente la noción de todo. Así que ideó, junto a Májorova, elaborar una pócima que, tanto bajo la apariencia de ponche como en pasteles hechos con fuertes especias autóctonas de la región, entre las que había algunas setas, acabara con la vida de los más importantes de sus invitados, que en realidad no eran sino sus enemigos mortales.

Hasta el último día, combinando ese asunto con la precipitada salida de Csejthe de tres o cuatro decenas de chicas en dirección a otros castillos y los preparativos propios de tan crucial evento, estuvo urdiendo con Májorova conjuros y hechizos en los que se demoraban noches enteras. Noches en las que al menos no siguieron matando. Aquélla se trataba de una Navidad algo anticipada, que debía celebrarse a mediados del mes de diciembre. El jarabe venenoso y los pasteles no logró tenerlos listos Májorova hasta casi la víspera. Y por fin llegó el día.

Erzsébet recibió a sus invitados en persona, grave el aspecto y con una cinta negra en la frente, en señal de luto por su esposo. La otrora joven dama de seno turgente, grácil el talle y cintura de discóbolo, lucía esplendorosa pese a su edad. Conmoción en la comarca causaría la presencia del rey Matías y su numeroso séquito, así como la de tan egregios invitados, que nadie conocía pero que a todos parecían impresionarles. Hubo misa solemne con el pastor Ponikenus, quien subía por vez primera al castillo desde hacía meses, ágapes interminables y bailes que duraron hasta que las noches se confundían con los días. Erzsébet mantuvo la compostura en todo momento aunque en realidad era constantemente observada por muchos pares de ojos. Megyery y Ponikenus aprovecharon para preguntar aquí y allá, dando dinero en algunos casos, amenazando sutil o directamente en otros. Sacaron sus propias conclusiones, que poco después le hicieron llegar al Palatino Thurzó, quien de alguna manera seguía negándose a dar credibilidad a lo que, informe tras informe, le ponían sobre la mesa.

Cuando tuvo lugar la fastuosa cena de despedida, los ayudantes de Erzsébet distribuyeron el ponche y los pasteles entre los invitados. Les sirvieron a todos sin excepción, incluidos el rey y el Palatino. Pero también ahí el destino iba a serle poco propicio a Erzsébet.

De una parte es probable que Májorova, temerosa de producir realmente una gran mortandad entre tan ilustres personas, en el momento de realizar las mezclas definitivas redujese considerablemente su capacidad letal. Pese a que Erzsébet los quería muertos. A todos. Tampoco le parecía descabellado decir que habían sido víctimas de una fuerte y desgraciada intoxicación colectiva. Más de una vez habían sucedido casos así, y pronto se olvidaban. Además ella sabía, lo cual era rigurosamente cierto, que este rey tenía muchos soterrados adversarios entre la nobleza húngara. En el fondo iba a hacerles un favor liquidándolo. En cuanto al Palatino, era un muñeco sin decisión propia. Pondrían a otro en su lugar y listos. Así concibió el panorama su mente enferma, e incluso con su castillo lleno de invitados, embebida por completo en el asunto que la incumbía, en todo punto delirante, ella seguía subiendo esporádicamente a sus aposentos para hacer nuevos y cada vez más crueles conjuros.

Pero si no contó con el supuesto recato de Májorova a la hora de administrar el veneno, tampoco contó con que, tratándose de la cena de despedida, hartos de comida y bebida como estaban, casi nadie bebió y comió lo suficiente. En los casos del rey Matías y del Palatino ni siquiera probaron lo que podía haberles causado sendos problemas de salud, si no la muerte.

Sólo al día siguiente, cuando ya todos los invitados se disponían a partir, empezaron a correr voces por el castillo solicitando la urgente presencia de médicos, pues había algunas personas que padecían vómitos, diarreas y una fuerte fiebre. Se reconoció abiertamente que sin duda se debería a algún alimento en mal estado, del que abusaron sin medida. Era más sencillo que todo eso: ellos sí habían bebido del ponche y comido los pasteles que elaboró la bruja de Miawa. Pero seguían vivos.

Este hecho, y ya a solas con ella, llevó a Erzsébet a amenazar claramente a Májorova:

—¡Me has traicionado, impostora…! —estuvo gritándole un día entero cada vez que la veía.

La otra negaba como buenamente podía, pero por fuerza tuvo que darse cuenta, y más que nunca, de que también su vida pendía de un fino hilo. La salvó, quizá, el súbito arranque de Erzsébet, quien sólo podía aplacar su ansiedad como siempre había hecho, matando. Así, lo que pareció iba a acabar en una venganza personal, en la cabeza trastornada de Erzsébet se convirtió pronto en lo que ella misma creyó un golpe de suerte: nada había pasado, nadie había muerto por intoxicación. Y por tanto nadie investigaría. Las cosas en el castillo aparentaban ser absolutamente normales. Incluso, y de eso se enorgullecía especialmente, nadie había podido ver el menor rastro de chicas en Csejthe. Seguía siendo la afligida viuda de fuerte carácter, algo hosca, sí, que vivía encerrada entre aquellos muros. Preferible de ese modo. En pocas horas, pues, se convirtió en un asunto de total urgencia hacer regresar a las muchachas de los sitios a los que las habían enviado.

Volvía a oír la llamada de la sangre, y eso la cegó. Ni por un instante se le ocurrió imaginar que en Viena, Praga y Presburgo no se hablaba de otra cosa, en ciertos despachos, que de cómo tenderle la red en la que debía caer.