POLODIÉ

La Condesa leía.

En sus horas muertas, en esos períodos de lisis que precedían a la fiebre destructora, mientras aguardaba el momento de administrar de nuevo el dolor, arbitraria, enloquecidamente, leía.

O, por lo menos, tenía libros en su poder. Ciertos libros. Kata pudo verla así en alguna ocasión, y tan enfrascada parecía estar la Señora en sus lecturas, que ni movió un músculo para ordenarle algo, lo cual era su costumbre.

János Pirgist eleva unos segundos la vista del papel, dejándola vagar inquieta por el escritorio. Luego, instintivamente, contrae los dedos de su mano izquierda, cerrando el puño: por fin lo ha escrito. Ese era uno de sus secretos. No el mayor, pero sí uno de ellos, y para él de suma importancia. Aunque, en la práctica, todos estos años de arduas pesquisas no le hayan servido de mucho al respecto. Porque, como en su momento se verá, cuanto había en el castillo de Csejthe desapareció como por arte de magia. De magia negra. No podía ser de otro modo.

Los bienes que allí hubiese, en teoría, fueron repartidos entre los herederos de Erzsébet, y tenía cuatro hijos. Algunas de sus pertenencias, claro es, se esparcieron como los vilanos en el campo al soplarlos. Y más de cincuenta años después de los sucesos resultaba imposible averiguar qué se había hecho de cierto tipo de pertenencias como, por ejemplo, aquellos libros.

Porque se trataba, de eso no le cabe duda alguna, de libros relativos a la magia. Libros de brujería.

János logró saberlo gracias a cierto clérigo que en su día se relacionó con el pastor Ponikenus, quien, tras haber sido obligado a abandonar Csejthe por mandato real junto a las dos centenas escasas de habitantes que aún quedaban en el pueblo, así se lo dio a conocer. Posiblemente fue destinado a la parroquia de Kolárovo, y de ahí a Presburgo, donde falleció. Fue ahí donde tomó como auxiliar a un joven sacerdote llamado Theodor Hausmann, nacido en Baviera, a quien a su vez János logró localizar, siendo aquél un hombre de bastante edad, en la villa de Mürzzuschlag, localidad situada en un valle alpino, entre los montes Wechsel y Schnecberg, al sur de Viena.

Hausmann fue quien le explicó que el pastor Ponikenus tuvo oportunidad, durante una jornada, de entrar en los aposentos en los que Erzsébet pasaba la mayor parte del tiempo, cuando no se dedicaba por entero a su ocupación favorita. Y allí vio libros, esos libros. Gruesos, impecablemente encuadernados y con señales claras de haber sido leídos. Párrafos marcados, renglones subrayados. Parecían, dijo Ponikenus, libros de estudio.

¿Se dedicaría a ello Erzsébet? Es muy probable. Pero Ponikenus, excepto uno, no mencionó de qué libros en concreto se trataba. Simplemente lo dejó escrito en sus notas, que Hausmann había conservado durante muchos años hasta que en un pequeño incendio producido en la sacristía en la que se hallaba ese legajo de notas, se perdieron para siempre. Pero Hausmann insistió en que allí no se explicitaba de qué libros se trataba. Además, con el paso del siglo los tiempos habían ido cambiando, y desde la época de la muerte de la Condesa las autoridades eclesiásticas endurecieron considerablemente los castigos a quienes tuvieran esa suerte de materiales prohibidos.

El único libro del que sí quedaba constancia era uno en dos tomos, conteniendo las obras completas de Aristóteles: Operum Aristotelis. Librorum qui non Extans Fragmenta quaedam. Estaba impreso a doble columna de texto, en griego y latín, en Aurealiae Allobrogum, la actual Ginebra, por el impresor Petrum de la Roviere. El año de su impresión, 1606. ¿Qué pudo hacer Erzsébet leyendo al estagirita, si es que realmente lo leyó? ¿Quizá buscaba algo relativo al alma? Imposible saberlo. Pero el libro estaba allí.

Eran malos tiempos para la brujería y, por consiguiente, para quienes creyesen en encanterios y hechizos. Incluso en las bárbaras tierras de Hungría.

Eran malos tiempos para quienes creían en demonios y maleficios, y quienes pensaban en los demonios como entes formados por una consecución de vapores condensados. En realidad, desde hacía ya varios siglos en Europa se perseguía a los practicantes de tales ritos. Sectas como la de Bogomiles, que tenían su principal asentamiento en Bulgaria, junto al mar Negro, y a los que atacó duramente el bizantino Miguel Psellos, o los Euchetes, que vivían en Tracia y Macedonia, pero que provenían de la antiquísima Mesopotamia, tuvieron que huir precipitadamente a Bohemia, juntándose con los stadingios alemanes. También los albigenses y los cátaros fueron perseguidos, refugiándose en la región del Languedoc, sobre todo en la ciudad de Toulouse. Allí serían diezmados, o al menos lo fueron sus cabecillas. Pero consta que nunca pudo acabarse con ellos del todo.

En efecto, no podían ser peores los tiempos para la brujería. La bula papal Sumis desideratus affectibus, de Inocencio VIII, era una diatriba frontal contra esos ritos. A ello se unían los tratados De Lamiiis et Pythonicis mulieribus de Ulrich Molitor, el Policratius de Jean de Salisbury, obispo de Reims, o el Fornicarius, de Johannes Nieder. No, no era el tiempo ideal para especular sobre el reino de las sombras, el Sheol de los hebreos, ni sobre los diferentes nombres con que éstos designaban a Satán: Samäel, Belial, Semiazas o Satomaïl. Ni para invocar a las noticulas, que devoraban niños y vírgenes en aquelarres, o al dios etrusco Tehulcha, todos ellos descendientes de su amada Lilith.

El recuento de textos que por aquella época, finales del siglo XVI e inicios del XVII, circulaban por toda Europa, era extenso y, en su totalidad, condenatorios de las prácticas satánicas. El tema se remontaba ya al propio Séneca, quien en sus Hyppolytus sugería que los niños pueden ser, y de hecho son, sumamente perversos, pues en ellos se da la esencial inocencia para que el Mal arraigue y eche ahí sus raíces. El propio Tomás de Aquino dedicó su estudio Quaestiones quodlibetales a analizar la perfidia de los demonios-hembra.

De todas partes llegaban duros golpes a la brujería. El célebre obispo Lance o Benedict Carpzow, quien se jactaba de haber leído la Biblia medio centenar de veces, enviaron a la hoguera a más de veinte mil personas. Y las admoniciones en forma de doctos tratados seguían apareciendo por doquier: los Discursos de Henry Boquet basados en la ley Excipiuntur, la cual aconsejaba castigar a los niños en exceso imaginativos, el Tractatus de Peter Binsfeld, obispo de Tréveris, la Daemonolatriae libri III, del militar alsaciano Nicolás Remy, el Strigi de Lambert Deneau, el Compendium Maleficarum de Francesco Maria Guzzgo, la Disquisitionum magicarum del jesuita español Martín del Río, que se basaba en otro texto anónimo y de amplia difusión, el Malleus Maleficarum, publicado anónimamente en Lovaina, los trabajos de Johannes Weyer sobre brujas y demonios, cuyo número exacto cifraba en 44435556, divididos a su vez en 6666 legiones, cada una de ellas con 666 demonios, mandados respectivamente por 66 príncipes infernales, o la Demoniomania de Jean Bodin, que aseveraba que las niñas, a partir de los seis años de edad, ya eran susceptibles de los más severos castigos, lo cual incluía la hoguera. A todo ello se unió la tenacidad del obispo von Aschauzen, o de los también obispos Fuchs Ven Dornhein o Sebastián Michaëlis en su persecución sin tregua de todo lo que hiciese alusión a la brujería.

Sin embargo, no era fácil acabar con ella. El franciscano Samuel de Cassini había publicado un libro, en el año 1505, en el que se aconsejaba no ser demasiado violentos durante los interrogatorios a posibles brujas, así como no recurrir a la hoguera salvo cuando se tratase de casos flagrantes. Apenas tuvo repercusión esa idea. Más bien sucedió todo lo opuesto. Pero estaban muy extendidas las sectas por el continente, y sus integrantes daban seriales de vida en los lugares más inesperados. Los Aldonisteos en el norte de Italia, los Speronisteos y los Concarrezensienos en Lombardía, los Fraticelli, los Pauliciani y los Patarini en los Alpes, los Tartarinos en Francia y los Begardos, con numerosos adeptos, en Alemania, los Picardos y los Adamitas, quienes eran nudistas y de tal modo practicaban sus ceremonias, los Flagelantes, que a finales del siglo XV ascendían a medio millón esparcidos por varios países europeos, o los Lollardos, cuya sede estaba en las tierras de Flandes. Toda la represión de la Iglesia no había podido terminar con los aquelarres y sabbats que se producían sin cesar, como los de la región de Laboud, en el suroeste francés. Allí, al parecer, se buscaban éxtasis sexuales colectivos, y para ello se ayudaban de las plantas solanáceas, como en el caso de Erzsébet, aunque también de las escrofulariáceas, cuya cocción y semillas provocaban alucinaciones. Incluso varios sacerdotes, como el tristemente célebre padre Guibourg, participaron de esas indignas ceremonias, en las que no dejarían de estar implicadas ciertas damas de la nobleza, tales como la condesa de Soissons, la duquesa de Bouillon, Madame de Montespan, La Voisin, la marquesa de Brinvilliers, La Vigoreux o el propio mariscal de Luxemburgo. Pero en su mayor parte se trataba de nobles damas, algunas de las cuales terminaron sus días en la hoguera.

Muchos creían que sólo el fuego podía acabar con aquella locura. Pirgist no pensaba lo mismo. Él, que conocía el poder de ciertas plantas por haberlas probado, así como la fantástica credulidad de gentes de toda guisa, desde el pueblo llano a la aristocracia, y también de sus ancestrales miedos y supersticiones, seguía pensando que la tortura y la muerte nunca debían producirla las autoridades ni la ley, siquiera en el nombre de Dios. Nunca en el nombre de Dios. Para eso, para quemar, torturar y matar, ya habían nacido seres como Gilles de Rais o Erzsébet Báthory. Antes la reclusión, el destierro o el adiestramiento paciente en la piedad. Antes darles nuevas oportunidades de regenerarse que acabar con ellos mediante la violencia, que a fin de cuentas no era sino una forma de fanatismo, tanto o más despiadada que la de los propios fanáticos.

Así que, en esos períodos de relativa calma, en espera de que le sobreviniese una nueva crisis, Erzsébet leía, enclaustrada en sus aposentos del piso superior de Csejthe. Si pudo o no leer alguno de dichos libros referidos a la brujería, eso es algo que János se resignó hace mucho tiempo a desconocer. Pero deducía que por fuerza tuvo que saber de su existencia, si no sumergirse en su lectura. Aunque, y de ello está completamente convencido, si los leyó sólo contribuirían a enardecer más aún sus ya de por sí exaltadas fantasías.

No era joven, pero seguía siendo muy bella, pese a que su hermosura, envidiada por otras nobles de menor edad que ella, apenas le sirviese. Se movía por el castillo con la flexibilidad y armonía de los gatos. Y, en los acontecimientos públicos a los que debía asistir por su condición de viuda del Conde Nádasdy, siempre hizo gala de su innata elegancia. Pero ya casi no paseaba por lugares del castillo que no fuesen su estancia o los siniestros calabozos que desde hacía años no se usaban como lavaderos. Se había convertido en lucífuga, y su medio natural eran las sombras. Huía de la luz, acaso por no comprobar, ni en sí misma ni en la observación de los otros, los devastadores efectos del paso del tiempo.

Y János, muy niño todavía, no dejaba de observar y oír, pese a su firme voluntad de no hacerlo más. Era imposible evitar aquello porque, si en una ciudad casi todo termina sabiéndose, y lo mismo sucede en una pequeña villa o una aldea, también en el castillo de Csejthe se sabía todo y todos sabían, aunque se negasen a admitirlo. El clima de tragedia podía respirarse en el ambiente, y quienes por allí pululaban lo hacían con la vista agachada y premura en el andar, para no tener complicaciones. Por eso él, más que nunca, se escapaba en cuanto le era posible, dejando atrás rincones oscuros y pasillos sin fin, en busca del aire libre. Pero hasta allí, en pleno campo, le resultaba difícil olvidar.

Entonces fijaba toda su atención en los nomeolvides, precisamente en esas flores que mezcladas entre el orégano y la lavándula formaban una alfombra multicolor salpicando la exuberante hierba. O se sentía absorto, siquiera por momentos, observando el vuelo de los pinzones y las cornejas o las abubillas. Contemplaba sin pestañear las lucubraciones aéreas de las vistosas cetoínas, de los moscardones de color verde metálico, de los saltamontes de torso ocre y movimientos inesperados, de las libélulas que se suspendían en el aire, imponentes y azuladas, o de las avispas como minúsculos tigres voladores de dudoso humor, y a las que por esa misma razón era conveniente no molestar. Y cuando le acosaban malos pensamientos, cogía endrinas y se las comía, pese a su amargo sabor.

Todo menos permanecer bajo las erosionadas bóvedas de Csejthe, donde en cualquier instante podía producirse un desagradable sobresalto. Allí la espantosa rutina no modificaba en absoluto su calendario. Allí seguían los rastros de serrín y ceniza por todos lados, y las carreras apresuradas en plena noche, y aquellos gritos ahogados que se prolongaban hasta la madrugada, y a los que, aunque parezca mentira, los habitantes del castillo se habían acostumbrado.

Allí seguían trabajando sin descanso las tenacillas de plata, las tijeras de acero, los punzones, las agujas de diverso tamaño y grosor.

Erzsébet, a la vuelta de Száthmar, estaba animada porque había logrado apresar a varias chicas, conseguidas a última hora, y meses después, tras la boda de Judith Thurzó con András Januchic, también llegaron algunas muchachas al castillo. Su despensa volvía a estar repleta.

Y de nuevo se montaba la cruel pantomima. Primero transcurrían unos días en los que nada ocurría. Así las jóvenes cogían confianza y, caso de que hubiesen oído algún rumor, ya en el castillo pronto lo olvidaban, no dando crédito a esas habladurías, o no queriendo dárselo. Incluso sonaba música en tales ocasiones. Las melodías surgidas de los laúdes, las zanfonias, los kobozs y de los taragatós aplacaban ciertos recelos. Sencillamente, llegaban a pensar, la Condesa era muy estricta en sus deseos, y a veces sufría accesos de cólera, pero poco más. Para ellas bastaba con cumplir lo ordenado y pasar lo más desapercibidas posible.

No obstante, cierta noche, una criada de las nuevas hizo daño a la Señora al quitarle la redecilla de perlas que llevaba a modo de cofia. Empezó recibiendo un bofetón. Todos sabían lo que iba a suceder después. Hubo carreras, golpes, patadas y arañazos. Se oyeron los primeros gritos de súplica demandando perdón.

Erzsébet quería contenerse, aunque fuese por alargar un poco aquel suculento botín del que ahora disponía, pero era superior a sus fuerzas.

Empezó la selección de chicas, que iban de una estancia a otra, y de ahí a los calabozos. Transcurría así largo rato, decidiendo quiénes sí y quiénes no, para angustia suprema de todas. Dorkó, que siempre se dirigía a ellas en dialecto tôt, lo entendiesen o no, les recriminaba su negligencia, excitada también ella no sólo por el schnapps ingerido sino por lo que iba a venir y en lo que casi nunca se equivocaba. Y se iniciaba la sesión.

Erzsébet mandaba, como era habitual, tenerlas maniatadas y sujetas a fuertes correajes. Golpes de fusta, de nuevo el atizador de la chimenea. Entonces les cortaban la piel entre los dedos de las manos o de los pies, cercenaban orejas y labios. Eso lo hacían dividiéndolas en grupos reducidos, mientras el resto permanecía algo alejado. A pesar de ello oirían los alaridos de sus compañeras. Con alguna de las elegidas se iniciaba un juego sexual por parte de Erzsébet, pero pronto se cansaba y volvía a exigir que les cortasen con una afilada navaja de afeitar en ésa o en esa otra parte de sus cuerpos. «Aquí.» «No, corta ahí debajo», y así hasta que volvían a desmayarse. Otra vez la rutina de espabilarlas un poco, porque a la Condesa le enfurecía, sobre todo, trabajar en cuerpos inertes. Ella seguía queriendo oír los gritos.

Después llegaban los pinzamientos, fuese con agujas o pequeñas cuchillas que a tal efecto tenían dispuestas. Y chorreaba abundante la sangre. Sabía qué venas y qué arterias cortar para que esa sangre manase de tal o cual modo. Toda la sangre era recogida mediante un canalillo que iba a desembocar en sendos cubos que, a su vez, eran calentados de modo constante con un escalfador de barro. De ahí se vertía en la bañera que Erzsébet se había hecho instalar en un lugar de los antiguos lavaderos, junto al sillón desde el que presenciaba las torturas. Se reservaba para el final, cuando veía que las chicas estaban ya inconscientes, el momento de cortarles las venas de los brazos y las que pasan por el cuello. Entonces los borbotones eran más copiosos. Finalmente se desnudaba y, tranquila, pues los gritos habían cesado, se introducía con lentitud en la bañera repleta de sangre, que también tenía un escalfador con brasas debajo, a fin de mantenerla siempre a una temperatura elevada. Así podía permanecer por espacio de una hora, quizá dos, tal y como Májorova le había indicado.

Sin apenas moverse, con su cuerpo hundido en sangre hasta la barbilla, entornaba los ojos y hasta llegaba a adormilarse. Para ese instante, cuando decidía salir de la bañera, ya debían haberse llevado a otra parte los cadáveres de las muchachas. Pero tanta sangre acumulada sólo le servía durante unos pocos baños. Dos, tres a lo sumo, ya que se empezaba a deteriorar rápidamente. La utilizaba la noche siguiente, nunca más de ese tiempo, pero en esa segunda noche, a sabiendas de que la sangre debería ser desechada de inmediato, procuraba permanecer más rato en la bañera, en un intento de apurar en lo posible el tesoro robado a sus víctimas.

Era consciente de que no todas las noches podía llevarse a cabo el ritual de la bañera, pues en los calabozos el número de chicas empezaba a menguar de forma ostensible. Así, iba alternando puntuales torturas con lo otro, de manera que siempre estuviera ocupada. Seguía poniendo en práctica un ardid que casi nunca le fallaba: hacer que las muchachas se peleasen entre sí, prometiendo el perdón a las vencedoras. En otras ocasiones las obligaba a realizar actos obscenos entre ellas, que miraba con atención pero sin alterarse. Hasta que, harta de la actitud de las jóvenes, a quienes el pavor podía más que su capacidad teatral para fingir un deseo y una lascivia que no sentían, volvía a los golpes y los suplicios.

Sus inclinaciones se habían ido modificando ligeramente con los años. Si antes le gustaba azotar, quemar o mutilar sin más, ahora, y mientras no se tratase de extraer la mayor cantidad posible de sangre de las chicas, prefería cortar y coser, ordenando en todo momento la manera precisa con que deseaba que lo realizasen sus cómplices. Uno de sus mayores placeres consistía en prolongar determinado tormento de modo que las jóvenes tuviesen que gritar incesantemente. Entonces ella, con mirada de batracio, helada el alma, pedía:

—¡Selladle la boca!

Sencillamente eso. Era el momento en que entre Dorkó, Jó Ilona, Ficzkó y Májorova emprendían la tarea de coser con hilo o alambre las bocas de las desgraciadas que, por lo general, y presas del dolor, deshacían una y otra vez aquellos crueles zurcidos en su carne y en su piel, desgarrándose de nuevo, con lo que era necesario volver a empezar. Y la marea de gritos y sacudidas no cesaba hasta que una de ellas perdía la vida. Entonces iban a por otra, y así sucesivamente. También a éstas las desangraban con pulcritud y paciencia, pues nada de sangre debía perderse. Durante un par de días Erzsébet podría tomar sus queridos baños.

Todo aquello, que llevaba ya bastante tiempo sabiéndose en el interior del castillo, aunque sin detalles, circulaba por el pueblo de Csejthe en forma de sólido rumor. El pastor Ponikenus, alarmado, dio un paso adelante, algo que hasta la fecha nadie se atrevió a hacer. Durante varias semanas estuvo tentado de escribir una carta a Elías Lanyi, superintendente de Bicsé, a quien conocía por haber permanecido él en dicha parroquia varios años. Pero temió que le tomasen por loco o que la misiva nunca llegara a su destino. Así que, haciendo acopio de valor, decidió ir él mismo hasta Presburgo para elevar una queja formal de sus terribles sospechas.

Mas, si él acechaba a la loba, la loba también le acechaba a él. Ponikenus fue interceptado en la localidad de Trnava por los haiducos más fieles de Erzsébet, y devuelto a Csejthe de inmediato. Ponikenus negó rotundamente ante la Condesa lo que en realidad se proponía hacer, pero ella ya no se dejaba engañar. No podía tocar a ese miserable, pues le protegía la Iglesia, pero tampoco iba a permitirle que se moviese del límite territorial de Csejthe o la comarca. Dio órdenes precisas al respecto. Posiblemente le amenazó de muerte, con lo que Ponikenus se vio en la obligación de permanecer quieto y a la espera de una nueva oportunidad, que tarde o temprano habría de llegar, pues el Todopoderoso no podía estar demorando tanto ese momento. Así que, como todos en aquel lugar, callaba y rezaba. Al menos a él, como sucediese con su antecesor, el anciano y temeroso padre Berthoni, no le pedían ya que enterrase cuerpos en sitios diversos de los campos. Él había visto con sus propios ojos, y por casualidad, restos de varias decenas de cadáveres enterrados en cal viva junto a la cripta que en el castillo tenía el noble Országh, antepasado de los Nádasdy. Llevaban ahí varios años, pero los vio. Y calló.

Si allí todos callaron durante tanto tiempo ante aquella situación, ¿por qué no había de hacer lo propio János? ¿Por qué? Sigue debatiéndose aún ahora entre contar lo que verdaderamente sabe o guardárselo para sí, como hizo a lo largo de más de medio siglo.

Pero no, se dice en un arrebato de indignación, ya pasó el momento de callar. Y, tras respirar hondo, se dispone a dar testimonio de otro hecho que le afectó directamente y que, desde entonces, ni siquiera a Kata o a su madre se atrevió a comunicar.

Sería el otoño de 1609. Él estaba cierta tarde jugando con un perrillo que alguien dejó en Csejthe, maltrecho porque un carro le había aplastado una pata. Pese a su cojera, el animal se movía con increíble soltura, y János le cogió pronto cariño. Aquella tarde el perrillo se le escapó, yendo por pasillos que él nunca había pisado. Estaban en una parte de Csejthe a la que nadie debía acceder, so pena de un tremendo castigo. En su candor, y por completo desorientado, János siguió al perro, que una y otra vez se le escapaba cuando ya casi lo tenía agarrado. Fue así como llegó hasta un lugar en el que oyó gemidos. Provenían de detrás de una puerta que estaba mal cerrada. Sólo tuvo que escuchar atentamente y, pese a su miedo, impelido por la sorpresa y la lógica curiosidad, empujar un poco la puerta.

Allí había tres chicas amordazadas y cubiertas tan sólo por unas gasas. Era lo que quedaba de sus vestidos desgarrados. Medio muertas de frío e inconscientes, dos de ellas estaban sentadas en el suelo, con las cabezas caídas. János vio que tenían algo en la boca. La tercera, sin embargo, había logrado expulsar aquello que le introdujesen hasta taponarle la garganta: estopa. Era ella la que gemía con un hilillo de voz. Elevó su rostro hacia János y, por un momento, esbozó una sonrisa. Él le preguntó si le habían hecho daño.

—Eso no importa ahora —le contestó la muchacha, que tenía una larga y desmañada melena rubia cayéndole sobre los hombros.

János hizo ademán de huir de allí a toda prisa, pero la chica le detuvo diciéndole en un susurro:

—¡No, espera, por favor… no te vayas…!

La débil luz de una antorcha permitía ver a duras penas aquella estancia. János se asomó al pasillo. No había nadie. Todo estaba en silencio. Entonces la chica le pidió algo:

—Pequeño, mi nombre es Mirta… —Fue a decir algo más, pero movió la cabeza como si acabase de pensar en lo inútil que era explicarle todo aquello a un niño asustado. Al poco continuó-: Me llaman así, Mirta, desde que tenía tu edad… y quiero pedirte un favor.

—Pero me harán daño, como a ti… —le dijo János.

—No, tranquilízate. Nadie va a hacerte nada.

Volvió a encogerse de dolor.

—¿Y cómo lo sé? —preguntó él, angustiado pero queriendo ayudarla.

La chica dudó un momento y luego, de nuevo sonriéndole, dijo:

—Porque lo que te pido no es para que lo hagas ahora, sino más adelante, cuando seas un poco mayor y ya no estés aquí.

Él asintió. Pese a su miedo, estaba dispuesto a escuchar.

—Recuerda esto. Mirta —balbuceó la chica—. Soy de una aldea llamada Szintrámehrá… a ver, repítelo conmigo: Szintrámehrá…

—Szintrámehrá —cacareó él en un murmullo.

—Muy bien. Lo que te pido es que algún día, cuando te hayas hecho grande y fuerte, vayas a esa aldea y busques a mis padres y mis hermanos, que aún vivirán allí.

János volvió a mover su cabecita, indicando que entendía lo que estaba oyendo.

—Entonces, cuando los encuentres, les dirás que Mirta se enamoró de un joven, en Csejthe, y una noche se escapó lejos con él. Muy lejos, ¿lo comprendes?

—¿Dónde de lejos? —preguntó János, serio y dispuesto a cumplir lo que le pedía.

—Donde tú quieras. Viena, Italia… Diles que, oyesen lo que oyesen de cuanto aquí sucedió, su querida Mirta logró huir en compañía de ese apuesto joven. Diles que está bien, aunque difícilmente podré volver a verlos, porque me hallaré lejos, muy lejos… —Al decir esto último se le empañaron los ojos de lágrimas.

—Lejos —repitió János mordiéndose los labios.

—Así, eres un niño muy listo —repuso la muchacha. Luego, tras suspirar hondamente, añadió-: Es para que no vivan preocupados. Yo sé que tú entiendes lo que quiero decir… ¿verdad?

János movió su cabeza en sentido afirmativo. La chica siguió:

—Esa aldea está muy cerca de Zvolen, junto al Hron, y es muy linda, créeme… Repítelo para que yo lo oiga.

—Zvolen, al lado del río Hron… —dijo János con aire satisfecho, pues se daba cuenta de que, pese al peligro, estaba haciendo algo bueno.

—Eres un amor, criatura, y sé que algún día Dios te premiará por esto… —dijo la joven dando súbitas muestras de dolor, que no obstante pareció disimular contrayendo sus mandíbulas.

Luego le rogó que, por última vez, repitiese cuanto ella le había pedido.

—Mirta, de Szintrámehrá, cerca de Zvolen…

—¿Junto a qué bonito río?

János vaciló unos instantes. Al fin dijo:

—Al Hron —Y luego, sin que ella se lo solicitase, siguió-: Estás con tu esposo, lejos, en Italia.

A la muchacha se le escaparon sendas lágrimas.

—Mucho mejor de lo que yo creía… —añadió con emoción.

Entonces a János se le ocurrió decir:

—Y también les diré que eres muy feliz, y que tienes hijos y vives en un sitio precioso. Que siempre los llevas en tu pensamiento y que los quieres…

La muchacha rompió en llanto, incapaz de dominar sus sentimientos. La cabeza le cayó sobre el pecho, sin fuerza. János también notó que gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Se los secó. Al poco, y cuando logró reaccionar, la chica le dijo:

—Ahora vete, y procura que no te vean… ya me entiendes. No le cuentes esto a nadie, ni a tu mamá. Sé que algún día cumplirás tu promesa. ¿Lo harás, no es cierto?

—Te lo prometo —dijo János volviendo a secarse las lágrimas con su manga.

La cabeza de la joven pareció a punto de desplomarse de nuevo. Aún hizo un último esfuerzo para rogarle:

—¡Venga, vete ya…!

—Adiós, Mirta —silabeó János antes de cerrar la puerta dejándola tal y como él la había encontrado. Aún pudo oír, en un tenue murmullo, la voz de aquella chica a la que ya no veía:

—Que Dios te guíe…

János, deslizándose entre las sombras, recorrió varios pasillos hasta llegar a un sitio que conocía. Se había olvidado por completo de su perrillo, que apareció en el lavadero horas después, contento y agitando el rabo, como dando a entender que había hecho una travesura pero que tampoco era para tanto. János se pasó mucho tiempo acariciándolo, aunque su mente seguía puesta en esa chica, Mirta, de Szintrámehrá, cerca de Zvolen, junto al río Hron. Lo repitió en voz queda varias veces. Pensó en apuntarlo, pero algo le dijo que no debía hacerlo. Tenía que memorizarlo como fuese. Tanto rato y durante tantos días estuvo haciéndolo, que hasta soñaba con Mirta y su bonita aldea. Hasta llegó a creer, porque necesitaba hacerlo, que era verdad cuanto ella le había dicho. Ya la imaginaba con su guapo amante y con hijos, viviendo en un lugar de Italia. Pero en su fuero interno sabía que todo aquello era una burda mentira, y que Mirta, a tenor de su estado, iba a ser de las que gritarían en las noches siguientes. Con sus nueve años, János era capaz de comprender todo eso y más, aunque hubiese construido su propio mundo para preservarse del miedo.

Aproximadamente una semana después de aquella conversación volvieron a oírse gritos esporádicos que surcaban la noche de Csejthe. Parecieron llegar de la lejanía, pero estaban siendo proferidos allí cerca, tras los muros. Su madre dormía con apariencia plácida. Kata no estaba en el jergón. Y él, con los ojos muy abiertos, repitió por enésima vez:

—Mirta de Szintrámehrá…

Luego cerró los ojos intentando no oír, pensar en otras cosas. En avispas y petirrojos, en libélulas o en su perrillo, que seguía cojeando y cada día era más travieso. Al final se durmió, pero soñó con Mirta.

János no supo entonces que la joven Mirta, como al parecer había sucedido ya alguna vez con otras chicas, apareció cierta mañana colgada de una viga. Es posible que lograse deshacerse de sus ataduras y, con lo que restaba de ellas y su vestido, o quizá el de sus compañeras, hacer una improvisada cuerda.

Colgada de esa viga, balanceándose con suavidad en la penumbra, la encontraron al ir a buscarla, pues ya le tocaba el turno. Entre Jó Ilona y Ficzkó la hicieron descender y la enterraron a saber dónde. Pero aquel suceso, infrecuente aunque no el único, tuvo que impresionar vivamente a Jó Ilona, quien a su vez hizo algún comentario a Kata. Ésta, por su parte, lo contó a sus íntimas en el lavadero. János, que había aprendido a oír sin dar muestras de prestar atención, cazó al vuelo unas palabras pronunciadas por Kata con signos de pesadumbre:

—Dicen que parecía un ángel.

Aquella noche, las lavanderas que sabían rezar oraron por esa muchacha que valientemente decidió poner fin a su vida antes de que se la arrancasen.

Durante toda la existencia su recuerdo acompañaría a János, quien nunca pudo saber si la chica que apareció colgada de una viga era o no Mirta. Él sabía que sí. Lo intuía, y en ese tipo de cosas la intuición jamás le fallaba.

Mirta, su ángel.

Casi quince años después logró János ir a la aldea de Szintrámehrá, y tras preguntar a unos campesinos encontró a la familia de Mirta. Necesitó de mucho aplomo para no derrumbarse mientras les contaba una fabulosa historia. Todos parecieron enormemente aliviados y contentos, pues tanto tiempo después, y sabiendo que su querida Mirta había sido llevada a Csejthe, ya la daban por muerta. La madre se le abrazó con grandes muestras de agradecimiento, mientras que el padre le aseguraba que ahora ya podían estar tranquilos y morir en paz, pues conociendo el carácter de su amada niña, así se lo dijeron, sin duda sería muy dichosa allí donde estuviera, aunque fuese en alejadas tierras de allende los mares.

Viendo la emoción de aquellos seres a los que las privaciones y penurias no habían podido doblegar, cien veces más nobles que los nobles de noble rango y mullidas cunas, János, que ya entonces era sacerdote, se vio haciendo algo que nunca antes y nunca después volvería a hacer: agrandó su mentira. El buen Dios sabría perdonarle por ello. Así que les dijo que, según había podido oír de cierto vendedor de telas años atrás, Mirta estaba a punto de partir para latitudes que, en efecto, se hallaban al otro lado de los mares, con su propia familia, que ya era numerosa. Estaba prácticamente seguro, afirmó con el mayor de los convencimientos, de que, a tenor de las descripciones que dicho vendedor ambulante le había dado, así como por las preguntas y explicaciones que él mismo dio de Mirta, por fuerza debía de tratarse de ella. Una joven de origen húngaro, de pelo rubio, casada con un muchacho también proveniente de Hungría. Coincidían las fechas, coincidían las descripciones.

De nuevo le dieron muestras de agradecimiento y de su afecto, hasta donde su educación les permitía. Además, les impresionó mucho que János fuese sacerdote. Esto, por si aún quedaba un resquicio para la duda, confirió a su relato una total credibilidad. Antes de irse les pidió que rezasen juntos por la nueva vida que Mirta había emprendido en un sitio lejano. Lo hicieron, y ahí estuvo János otra vez a punto de delatarse, pues la amargura, mezclada con la felicidad de ver a aquellos seres tan emocionados, le impedían casi declamar su oración.

No le dejaron irse sin darle algo de queso y un poco de vino, que sacaron de su pobre despensa. Él intentó rechazar el obsequio, pero pronto se dio cuenta de que debía aceptarlo como muestra de gratitud y para no herir sus sentimientos. Cogió el queso y el vino pues, y partió de aquel lugar.

Fue a los pocos minutos de haber perdido de vista la aldea cuando se sintió desfallecer. Descendió de su caballo a duras penas y se postró de rodillas en el camino. Intentó rezar, pero no pudo. Empezó a llorar como un niño al que pegan o castigan por algo de lo que no se cree culpable. Se desplomó tan alto era sobre la hierba, y allí estuvo, entre hipidos y llorando, un buen rato. Cuando por fin se hubo calmado, reemprendió el viaje.

Mirta, su ángel, se merecía esto. Entonces, ya sí, pudo rezar en silencio por ella y por su alma, que estaría allende los mares, en el cielo.

Y pensó de nuevo en aquella aciaga época, cuando la Condesa aún vivía.

Como décadas antes ocurriese con la trágica muerte de María Estuardo, tampoco el asesinato de Enrique IV de Francia pareció conmover lo más mínimo a Erzsébet, quien cuando sucedió el magnicidio, en 1610, se hallaba inmersa en su diaria bacanal de sangre. Pese a que cuantos llegaban del exterior le hablaban de ese tremendo suceso, ella se mostró indiferente, provocando la sorpresa entre quienes se lo mencionaban. Y el hecho era de capital importancia, por las repercusiones políticas y también religiosas que lo habían precedido y por las que después habrían de seguir. Este rey, descendiente de los Valois y de los Capetos, fue el primero de la dinastía de los Borbones, y era de carácter frívolo, a menudo disoluto, pero se hizo querer en la medida de lo posible por su pueblo, que estaba dividido a causa de los litigios religiosos que afectaban a toda Europa. Se hizo proclamar soberano en el campo de Saint-Cloud, y con la ayuda de Inglaterra venció al Duque de Mayenne en las batallas de Ivry y Arques. Puso sitio a París, pero la ciudad se le resistió tenazmente, aguantando el cerco hasta la llegada de las tropas españolas, bajo el mando de Alejandro Farnesio, quien acudía en ayuda de los parisinos. Felipe II pretendía el trono de Francia para su hija Isabel Clara Eugenia. En el año 1593 Enrique IV hizo solemne abjuración del calvinismo que hasta entonces profesaba. Fue en la basílica de Saint-Denis, y pudo entrar triunfante en París. Cuando concluía el siglo se firmó la Paz de Vervins y, para acabar de una vez por todas con los enfrentamientos religiosos, el rey promulgó el llamado Edicto de Nantes, que garantizaba la libertad religiosa y la igualdad de derechos civiles para todos sus súbditos. Ayudado por el Duque de Sully, dio un gran impulso a la nación, pero lo cierto es que, en cuanto le fue posible, atacó los intereses españoles en Holanda e Italia, así como a los Austrias de Centroeuropa, favoreciendo a los protestantes alemanes frente a la política del emperador hispano. Su asesinato a manos de un exaltado en la primavera de 1610 hizo temer por la ya más que precaria estabilidad de Europa, y en efecto, años después ésta quedaría destrozada en una sangrienta contienda que iba a durar décadas. En el entorno de los Habsburgos se vivieron con expectación los acontecimientos que rodearon el magnicidio, que por la cercanía física les importaba más que la ejecución de María Estuardo. De hecho Hungría, tras la destrucción de su reino en la batalla de Mohács luchando bajo las órdenes de Jan Hunyadi y su hijo Matías Corvino, era el adversario con el que una y otra vez se topaban los turcos en sus intentos de expansión por el valle del Danubio, habiendo estado aquéllos, ya en 1521, a punto de tomar Viena. Las circunstancias habían obligado a Hungría a unirse a Bohemia, pero Mohács dio al traste con esa alianza. Sólo tiempo después, y siempre bajo el temor de un nuevo y definitivo ataque otomano, Hungría optó por aliarse con Bohemia y Austria bajo la dinastía Habsburgo. Francia, en esa estrategia, era fundamental. De ahí que la esquiva política de Enrique IV ante la amenaza turca fuese un constante problema, pues con su enemistad con la Casa de Austria privaba a la Cristiandad de un gran aliado. Lo cual no consiguió, siquiera cuando se supo del magnicidio, que Erzsébet se preocupase lo más mínimo, ya que ella misma, algo más allá de Csejthe, en la parte oriental del Vág, había tenido que soportar incursiones turcas, que por fortuna eran esporádicas y poco consistentes. Un rey de más o de menos en Europa, aunque fuese asesinado en el país que tenía visos de convertirse en el más importante del continente, tampoco iba a ser motivo de sus cuitas o cábalas. En cualquier caso, su nula reacción ante la noticia del crimen perpetrado en la persona del carismático rey francés no hizo sino despertar el desconcierto, cuando no el recelo, entre quienes se lo comentaron. Realmente, muy loca debía de estar, o muy insensata debía de ser, para no dar muestras de preocupación.

Hacia mitad del año 1610 las cosas se habían precipitado en Csejthe. Erzsébet se hallaba en estado de suma alteración ante el anuncio de la visita que algunos de sus parientes pensaban hacerle por Navidades. Si se negaba a ello despertaría más sospechas, y si aceptaba de buen grado, se vería obligada a un trasiego de chicas que en nada la complacía.

De ese modo los meses finales del verano y del otoño de dicho año hubo que trasladar a decenas de esas muchachas, algunas heridas, otras desnutridas, y las más definitivamente aterradas a lejanos castillos, hasta que pasase el peligro. Pero ello, como ya había podido constatar con preocupación, suponía incurrir en nuevos riesgos, pues eran los haiducos quienes debían trasladar las carretas con aquellas jóvenes.

Otra vez se sintió en lo alto del glaciar que lentamente se desplomaba sobre ella en forma de alud. Intentó urdir una estratagema que la librase de esas visitas que por nada del mundo deseaba, pero empezaba a ser ya tarde para todo. Sus relaciones con el pastor Ponikenus eran inexistentes, y por esa misma razón fuente de todo tipo de habladurías que en absoluto la beneficiaban. La tensión subió a su nivel máximo cuando éste se negó a acudir al castillo para dar la Extremaunción a una vieja criada que trabajó siempre en los lavaderos, con Kata. Que fuese bajada al pueblo y allí le darían cristiana sepultura, dijo Ponikenus. Aquello encolerizó a Erzsébet, aunque también, y pensándolo mejor, era conveniente que el odiado Ponikenus no pusiese sus pies en el castillo.

La vieja lavandera fue enterrada en el pequeño cementerio de Csejthe, pero el hecho, como era de prever, disparó los rumores. El enfrentamiento entre el pastor y la Señora parecía ya abierto y sin tregua. En el fondo era una lucha a muerte, a ver quién daba antes un paso en falso. Simultáneamente, Kata mostraba un enorme nerviosismo. Había oído lo de las visitas que se esperaban para la Navidad, y aunque faltaban algunos meses para esas fechas, ella tenía el convencimiento de que algo habría de ocurrir en tal evento. Era imposible que personas ilustres visitasen Csejthe y siguieran no queriendo darse por enteradas de cuanto sucedía allí. Mientras, Erzsébet hablaba de ir a un castillo o a otro, pese a que se desdecía casi de inmediato de su anterior decisión. Realmente no sabía cómo obrar para que las cosas continuaran pareciendo normales. No lo eran.

Entonces el destino intervino en los acontecimientos y con efectos de gran importancia para el desarrollo de los mismos. Una decena de esas chicas entre las que por negligencia o por precipitación estaban algunas muy mal heridas, pues las sesiones de sus torturas se vieron repentinamente interrumpidas, habían sido enviadas una semana atrás al castillo de Polodié. Pero por ese enclave, y en las mismas fechas, un noble pernoctó una noche, pues uno de sus acompañantes se hallaba gravemente enfermo. Iba camino de Presburgo. ¿Es posible que ese noble viese algo que le hizo sospechar, y que, llegado a Presburgo, lo comentase a alguien? Lo es. La cuestión era que con tal coincidencia no contaba Erzsébet, que tuvo que ver, quizá asustada por vez primera en toda su vida, cómo lo que en principio debía ser una visita por parte de algunos de sus familiares se convertía en otra cosa muy distinta. ¿Intervino en este punto Megyery, el tutor de su hijo Pál, quizá Miklós Zrinyi, su yerno, o el propio Palatino? No se sabe. El caso es que a su nerviosismo inicial por aquellas visitas que ni esperaba ni deseaba, se añadió una noticia, comunicada por un jinete, que iba a sumirle en la mudez absoluta. Todas las fuerzas adversas parecían haberse aliado contra ella. Una carambola del destino hizo que, sin entender en absoluto los motivos, tuviese la confirmación, atestiguada por el sello de la Casa de Habsburgo, de algo que ni en sus peores pesadillas podría haber llegado a imaginar: para la próxima Navidad iba a tener el honor de recibir no sólo a sus parientes Báthory y Nádasdy, con lo que ya contaba, y a lo más selecto de la nobleza húngara aparte de su familia, entre los que contaba a los Beckov, a los cada día más poderosos Esterházy o a los Illiasky, sino incluso al Palatino György Thurzó y al mismísimo rey Matías. Éste, en un gesto de probada magnanimidad, también pensaba honrarla con su presencia.

¡Honrarla! ¡Con lo que ella hubiese dado porque todos desaparecieran de la faz de la tierra a un simple conjuro! Sin duda, pensó, era el destino que la ponía a prueba. Pero estaba decidida a superarlo.

Lo sucedido en Polodié, y que ella siempre ignoró, puede que jugase un papel relevante en el decurso de los hechos, y no cabe descartar la posibilidad de que tanto Thurzó como Megyery, quien desde las exequias en honor de Ferenc Nádasdy, acaecidas hacía ya más de un lustro, no había vuelto nunca a Csejthe, decidieran aprovechar para comprobar qué tenía de cierto cuanto de Erzsébet se decía.

Lo cierto es que el trasiego de chicas continuó a un ritmo frenético, incesante como los goteos de sangre que, cada vez más enfurecida y salvaje, ella propiciaba noche tras noche en los sótanos de Csejthe. Era como si quisiera aprovechar al máximo sus cada día más recortadas cotas de poder, ya que ahora las circunstancias se le presentaban desfavorables. Pero una vez mas el orgullo de su casta la engañó, haciéndola vivir en un neutro espejismo. «No se atreverán. Nunca se atreverán conmigo», se decía ininterrumpidamente cuando esas preocupaciones la asaltaban. Ella aún vivía en el viejo mundo, no obstante los bandidos de los campos, los zémans de futuro incipiente y toda la ralea de intrigantes que en su contra tenía entre las clases nobles. En este mundo nadie osaría levantarle la mano ni perjudicarla.

Quizá, bien pensado, fuese un buen momento para jugar a las fiestas palaciegas, para recuperar las más finas de entre sus mangas abullonadas y sus estrechos corpiños que tanto la rejuvenecían. Volvía a ser el momento de las perlas, de las que disponía a centenares. Siempre soñó con emular a aquella María de Médicis de la que, se cuenta, llegó a llevar en su vestido treinta mil perlas y tres mil diamantes. Ella no llegaba a tanto, pero la superaba en belleza. Un poco de esplendor no le vendría mal. Volvería a bailar, o a ver cómo otros bailaban la insinuante siciliana, la majestuosa zarabanda, la pastoral muzeta o las divertidas y frívolas gigas o chaconas. Si había que mostrar opulencia, la mostraría. Si era necesario ofrecer refinamiento, lo ofrecería. Si había que permanecer largas horas tumbada en triclinios oyendo nimiedades, estaba dispuesta a hacerlo. Si era menester almidonar a toda prisa las gorgueras, tiznándolas con polvos azules procedentes de Holanda, lo haría. Si había que sacar de los cajones golillas y escarapelas, lo haría. Si había que colocar marquesinas en los patios para desde allí contemplar tilos y acacias, las colocaría, aunque por suerte para ella era poco propicio el inclemente tiempo para admirar la belleza de los árboles. Si había que llenar los jarrones de prímulas y zinias, de cilantro y aquileas, de verdolagas y agrimonias, los llenaría. Si tocaba oír a vates y bardos, a trovadores y rapsodas, los oiría, fingiendo poner atención. Si había que alegrarse con los funámbulos, con los acróbatas y con los antipodistas, se alegraría, pero su pensamiento seguiría estando en lo que tenía en Polodié y los otros castillos. Si no podía desayunar, comer ni merendar, cenaría.

Ella era la honorable viuda del Ilustrísimo Conde Ferenc Nádasdy, azote de turcos y paladín de la Cristiandad. ¿Cómo iban a arremeter contra ella cual jabalíes? No, eso no ocurriría.

Quizá pensase entonces que en lo sucesivo sería conveniente recatarse en sus desmanes. Ya hallaría una fórmula, un lugar donde llevarlos a cabo. Ser una Báthory la había abocado a verse como se veía, más apurada de lo que nunca estuvo, y ser una de ellos la cegó ante el inminente peligro que sobre ella se cernía.

Sí, estaba decidida a ser digna de sus fieros antepasados. Hasta el final.

Y entonces, malhadadamente, se sintió más Báthory que nunca.