SZÁTHMAR

Ya no quedaban niñas en las alquerías. Ni pastorcillas cuidando de sus rebaños en el sotobosque y los prados.

Todo alrededor de Erzsébet se desmoronaba.

Y lo hacía con mansedumbre, sin apenas estruendo. Sólo los gritos de aquellas chicas, algunas noches, indicaban que en su entorno aún latía la vida. El viejo mundo ya no le servía, y las mas intrincadas invocaciones no acudían en su ayuda. Ella, la hija de Jorge y Anna, de los Báthory y los Ecsed, ella, descendiente de los Báthor dacios, ella que en su propio apellido llevaba inscrita la alusión a su feroz valentía, se sentía ahora sola, acorralada.

Había subido hasta lo más alto de un glaciar y allí, en la nieve de sus pensamientos convertidos en polvo de locura, desafió al cielo. Pero bajo sus pies se estaba produciendo el alud, y Erzsébet rodaba cuesta abajo en una caída imparable. Por eso, durante cierto tiempo, redujo sus movimientos a lo esencial. De sus aposentos en el piso superior de Csejthe a los lúgubres sótanos, ruta sólo interrumpida por repentinas decisiones de ir a uno de los castillos que aún poseía, como el de Száthmar, cerca de los Grandes Cárpatos, donde antaño vivieran sus antepasados más ilustres. Nunca olvidaba llevarse, en esas incursiones, su tesoro portátil, su botín humano.

El hrad de Száthmar estaba situado en el nordeste, sobre un enorme espolón de piedra gris. De hecho también Erzsébet huía de Csejthe, pues se sentía repentinamente agobiada por la atmósfera opresiva que reinaba en aquel lugar del que ella era única tirana. Allí por donde pasaba o había estado quedaba el inconfundible olor de sangre. Entonces, al igual que necesitaba sangre más pura, también creía necesitar un aire más puro y limpio.

De camino hacia Száthmar pudo observar desde su carruaje a los alfareros con el tabenque, a los campesinos moliendo grano en los umbrales de sus chabolas, y algunos niños vigilando el ganado, y a otros en solitarias granjas. Pero nunca niñas. Maldijo una y cien veces su suerte. ¿Es que ya no nacían niñas en aquellas tierras?

Era parcialmente cierto. Quedaban pocas, y a éstas procuraban esconderlas cuando se enteraban de que por allí se disponía a pasar la Señora. Sólo le quedaba, pues, observar con detenimiento el paisaje y lanzar miradas a la otra carroza, en la que iban provisiones en forma de criadas. Tendría que apurarlas al máximo, ya que de lo contrario pronto se quedaría sin nada. Siempre que salía a cualesquiera de esos castillos construidos en el estilo gótico que idearon los cistercienses, pensaba que iba a quedarse unas semanas o meses. Llevaba consigo unas decenas de muchachas. Así que, si controlaba su hambre, posiblemente podrían durarle todo ese tiempo. Pero al cabo de unos días ya no había muchachas, y su malestar y aburrimiento crecían. Entonces ordenaba un fulminante regreso a Csejthe, donde a fin de cuentas, y pese a que era allí el sitio en el que más rumores corrían sobre ella, se sentía más protegida.

Los recursos pecuniarios estaban agotándose, tributos y gabelas no eran suficientes, y aunque lo deseaba con todo ahínco, no podía suprimir el pago anual que efectuaba a la Iglesia. Pirgist sabe de una carta que en tono sorprendentemente humilde Erzsébet escribió a Ruprecht Ellinsky, consejero áulico del rey Matías, en la que le pedía dinero alegando que las cosechas y el ganado de sus tierras no le daban para vivir como una dama de su alcurnia requería. En términos de tamaña desfachatez estaba redactada aquella epístola al Spectabili et Magnifico domino Ruperdo ab Ellinsky, Cesar Regio Mattis Consiliario. Era el año 1605 y la petición no obtuvo respuesta. En efecto, el viejo mundo se venía abajo, perdiendo todo su sentido. ¿Cómo era posible que ni siquiera se dignasen responderle, aun dándole vanas excusas, a ella, una Báthory?

Su instinto le decía que estaba cayendo por el glaciar, y que al final de la caída sólo había agua pantanosa. Al final únicamente estaba la ciénaga. Pero también se equivocó en esto. Ya estaba en la ciénaga, nadando atolondradamente en aguas oscuras, dando inútiles manotazos en el vacío, sorteando a duras penas los remolinos que tiraban de ella hacia el interior de un inmundo lodazal. Era ella quien llevaba la ciénaga en su sangre, cada vez más impura, cada vez más vieja.

Poco quedaba de su pasado que pudiese servirle. Ya no había largas cabalgadas nocturnas en soledad, deteniéndose en el calvero de algún bosque, mirando fijamente una luna que había empezado a no serle favorable. ¿Es que Lilith y su materna sombra ya no la alcanzaban? ¿También su favorita de entre las deidades le daba la espalda?

Ya no se detenía en mitad del campo, a recoger tréboles, camomila o arándanos, ni abrótano, ni borraja, ni áloe para zumos o brígulas para cataplasmas. Ya nada le importaba el azafrán o las peonías, las grosellas, los arraclanes o el tusilago pues no había manjares que degustar ni primos a los que herir, ni que donde ella estuviera ardieran constantemente teas y antorchas o cirios sostenidos en aparatosos candelabros que últimamente eran su única compañía. Ni los masajes con ajos y agua de ternera. Ya no se hacía acompañar a todas partes por su inmenso espejo negro en forma de bretzel, pues esa imagen vagamente difuminada le recordaba otro tipo de infinito distinto al que ella aspiró siempre. Ya no se hacía peinar con tanta frecuencia como antes, pues la angustiaban lo indecible la aparición de nuevas canas aquí y allí, al principio sobre las sienes, luego ya por toda la superficie de su cabeza, y que sólo los más poderosos tintes lograban disimular. Lo harían durante una breve temporada. Ya no almohazaba sus cabellos con tanta asiduidad, no le preocupaba el estado de las sisas de sus anchas mangas, ni el desgaste de sus queridos corpiños, ni sus antaño favoritos vestidos de terciopelo. Ahora vestía casi siempre de negro. Empezaba a resignarse. Aunque ella no lo sabía, estaba de luto por sí misma.

Nada le importaba la montería, la equitación o la cetrería, que años atrás practicaba con agrado. Envuelta en gruesas pieles de lince, hundido el rostro entre sus hombros cada vez más enjutos, lo miraba todo con desidia e inquina, dejándose mecer por el vaivén de su carroza. Miraba los pinos y los trigales, miraba los chopos y el ondular acuoso del centeno que mueve la brisa.

Sencillamente un buen día decía con voz ronca:

Szrentnek oda menni… —«Quiero ir allí», en referencia a tal o cual castillo, y todo debía disponerse de modo precipitado para el viaje. Ropa, alimentos, chicas. Luego se cansaba y volvía tan de improviso como decidió partir.

Es posible que en esa época volviesen a ella imágenes de su pasado. Es posible que pensara en sus dos aventuras con hombres, aquellos Jezorlavy Istok y Ladislav Bende, que desaparecieron no dejando rastro alguno, seguramente acosados por el pánico de lo que tan sólo llegaron a entrever: a su Señora mordiendo como una perra desesperada a indefensas criadas a las que había mandado introducir en su lecho, incluso atacándolos a ellos mismos en mitad de sus revueltos apetitos carnales. No fue ella quien los hizo desaparecer, aunque sin ningún género de dudas habría terminado por hacerlo en un plazo muy breve de tiempo. Pero con los hombres nunca acabó de atreverse, y la prueba era ese taimado Ficzkó, que la acompañaba doquiera fuese. Ella amaba y odiaba a las mujeres, a partes iguales. Por los hombres debía de sentir el respeto secular que le habían inculcado los Báthory. Todo hombre podía ser dos piernas y dos brazos para luchar contra los turcos y eso no lo olvidaba. Pues Erzsébet adoró siempre la fuerza y la violencia, algo consustancial a ellos. En cambio las mujeres, nacidas para seducir y pervertir, no hacían otra cosa que prepararse media vida para gustar a los hombres, pasándose la otra media cuidándolos y soportándolos. A ellos y a los hijos que las obligaban a tener, bien lo sabía. Por eso las aborrecía, aunque la atrajesen, porque poseían la juventud que a ella se le escapaba como agua entre las manos.

Poco a poco había ido distanciándose de cuantas distracciones antaño aún mantuvieron su atención, como la de ir dos o tres veces anualmente a los mercados que con frecuencia se instalaban en el centro de Viena o Budapest. Otrora, en su juventud, siempre solía encontrar cualquier bagatela para sí misma o para regalársela a su marido, como un narguile en el que fumar, o ciertos vinos que contenían sendos bocoyes de madera que el tiempo había corroído. También solía apetecer de determinadas especias que algunas vendedoras guardaban con tiento en cucúrbitas de barro o canastillas de saúco y mimbre. Asimismo, en esas ferias compraba quesos de lejanas regiones, que los pastores llevaban en badanas hechas de piel de cordero, o fajardos elaborados con hojaldre y carne picada. Casi de todo se encontraba en tales mercados, desde colirios diversos para aliviar sus dolencias oculares hasta samovares donde calentarse las piernas en invierno. Con la vista recorría los tenderetes en los que era posible hallar desde bonitos muebles de palisandro o sillas de taracea con fundas de sarga hasta pasamanos con engarces de oro y toquillas de vistosas plumas, que al parecer hacían las delicias en las cortes francesas e italianas, o ferreruelos de terciopelo forrados de tabí. Aquellos lugares, no obstante, la aburrían al poco, pues era grande la fanfarria que organizaba tanta gente impecune, igual que el griterío de espoliques y mozos transmitiéndose dizques y rumores, todos ellos muñidores sin sueldo de historias que habían oído en alguna parte, pero que deformaban conforme iban contándolas de nuevo. Allí podía ver a ancianas seborreicas y rostros con la huella de la erisipela, a mendigos que la acosaban mostrándole sus bacinas huecas en demanda de limosna, y jóvenes que se ofrecían para realizar sinecuras a cambio del sustento. Los talabarteros, voceando desde los adrales de sus carromatos todo tipo de mercancías, eran observados por multitud de gañanes de corta edad que poco más hacían que morderse padrastros, despiojarse como podían o perder las horas. Ella solía buscar cosas determinadas, mújoles del Mediterráneo y sábalos del Atlántico, conservados en salmuera o ahumados. Asimismo tenía la costumbre de comprar todo tipo de emulsivos de farmacia, almíbar de culantrillo o ruibarbo con el que purgar indigestiones. Aquel continuo borbollar de la vida la ponía nerviosa al escaso rato de estar allí, así que, acedo el gesto y con imperiosos monosílabos, ordenaba regresar de nuevo, lo que contrariaba sobremanera a sus acompañantes, para quienes tales salidas constituían un divertimento único en medio del asfixiante encierro de los castillos, con su vida oscura y monótona, pero ella era incapaz de aguantar mucho tiempo a tantas personas de aspecto clorótico y desaseado. De manera que habría que aguardar a que se sintiese nuevamente en extremo aburrida para hacerse con pescado de Terranova, mantenido con hielo, o el salado que llegaba de Holanda, y otro tanto podría decirse de pavos, perdices o alimentos como el arroz, el regaliz, la miel, el azafrán o el pimentón. De hecho, al espaciar cada vez más esas visitas a los mercados, que al final eran casi incursiones realizadas con suma rapidez y a desgana, se separaba más y más de la vida y todo cuanto guardase relación con ella.

János Pirgist siente dolor en la espalda. Son varios los días que lleva con su escrito, y tantas horas reclinado sobre las cuartillas le resultan algo muy fatigoso. Apoya su cabeza en el respaldo del sillón y se lleva una mano a la nuca. Luego, con la otra mano, se palpa la parte superior de la nariz, entre los ojos. Es mucho lo que está forzando la mirada del recuerdo para no caer en el desánimo. Pero no debe distraerse. Cuando uno inicia un trabajo es contraproducente darse ciertos respiros, pues entonces la indolencia y la pereza pueden apoderarse de nosotros, sugiriéndonos que ya proseguiremos con esa labor mañana, cuando estemos más frescos y descansados. Eso no es válido para el trabajo que él lleva adelante. Sabe que si cede ahora todo quedará inconcluso, no sólo la propia descripción de los hechos, sino también ese otro reducto de su memoria que se ha destapado un poco. Es consciente de que, si flaquea ahora, ya nunca encontrará ocasión para revelar lo que aún tiene pendiente, aunque no sea a un sacerdote y mediante el sacramento de la confesión, sino al papel.

No obstante, es tanto lo que durante toda su vida logró averiguar acerca de la Condesa Báthory que las múltiples dudas surgidas sobre la marcha le acosan como una manada de hambrientos lebreles al zorro o la liebre. Conociendo que Erzsébet fue una mujer de cultura, y que casi hasta el final no pudo evitar el hecho de asistir a fiestas que tenían lugar en diversos lugares, donde se contaban toda suerte de rumores e historias, Pirgist se pregunta si también ella supo en vida de la existencia, siglo y medio antes, de su homónimo en cuanto a crímenes y su forma de realizarlos se refería, el tristemente famoso caballero Gilles de Rais, mariscal de Francia y compañero de armas de la célebre Juana de Arco, con quien combatió codo con codo en la toma de Orleáns o en el fallido intento de conquistar París, por aquel entonces en poder de los borgoñones, que jugaban a ser aliados de los ingleses según les conviniera o no tal tesitura. Porque Gilles de Rais, hijo de Guy de Laval y Marie de Craon, Señora de La Suze, una vez hubo librado sus batallas con las armas demostrando siempre un arrojo intachable, se dedicó, como ella misma, a las lecturas nocivas. Según parece, cayeron en sus manos los escritos de Suetonio y de Plutarco, en los cuales se daba cuenta de ciertos crímenes cometidos por emperadores de funesto recuerdo, como Heliogábalo, Cómodo, Nerón o Diocleciano.

Aquello excitó sobremanera su imaginación.

Y eran muchas, por no decir demasiadas, las concomitancias que hubo entre los casos de Gilles de Rais y el de Erzsébet Báthory. Gilles, al igual que Erzsébet, dispuso de varios castillos en los que consumar sus fechorías, pero fue sobre todo en los de Champtocé, Pornic, Tiffauges y Machecoul donde dejaría sanguinaria impronta de su paso por la vida. Al igual que Erzsébet, tres fueron los ayudantes que le asistieron en esos crímenes: Gilles de Sillé, Poitou y Henriet, que eran sus criados. Y, lo mismo que Erzsébet, necesitó siempre de un asesor espiritual que justificase sus actividades. Esto lo encontró en la persona de cierto clérigo italiano residente en la Bretaña, llamado Francesco Prelati, que no era brujo como Darvulia o Májorova, pero también estaba en comunicación con las fuerzas del más allá.

De idéntica manera a como Erzsébet y sus brujas invocaban a los poderes del Maligno y pasaban sus días y noches elaborando conjuros y entre anafres y frascos con líquidos misteriosos, Gilles hacía lo propio. También él eligió como víctimas a los de su propio sexo. Jóvenes mendigos a los que engañaba diciendo que podrían pasar a formar parte de su coro. Pajes sin trabajo o simples campesinos. De ese modo se iniciaron sus matanzas. Y si en el caso de Erzsébet lo que la estimulaba era su pingüe crestomatía de plantas, en el de Gilles de Rais fue, al parecer, un poderoso vino de aquella zona del país, conocido como hypogras. Entre ceremonias satánicas y orgías fue dando cruel muerte a cuantos jóvenes caían en su poder, siempre inducido por el pérfido Prelati, tan vicioso o más que su patrón. Aunque posteriores pesquisas redujeron su cifra de víctimas a cuatrocientas, se dice que en el momento de su juicio Gilles reconoció, en un cálculo aproximado, haber asesinado a cerca de ochocientos muchachos, algunos de los cuales, eso fue cierto, cantaron durante varias semanas en su coro, pues el mariscal de Francia, y éste sí era un dato desconcertante, era hombre de probada fe. De ahí lo absurdo de su contradicción mental, pues si con esos jóvenes cometía todo tipo de aberraciones, luego, siempre arrepentido, entraba en agudas crisis, encerrándose para rezar o darse golpes de fusta hasta hacerse heridas. Realmente debía de estar arrepentido de lo que acababa de hacer, y luchaba por no repetirlo. Pero al poco, y de nuevo borracho como una cuba a costa de ese hypogras que consumía por litros diarios, volvía a sus sesiones de sodomía, de tortura y muerte.

A diferencia de Erzsébet, quien nunca dio muestras de duda o aflicción por lo que había hecho, se sabe que Gilles de Rais, sobre todo, violaba los cadáveres de sus víctimas llenándolos de oprobio, así, incluso después de muertos. En su juicio explicó con detalle que una de las perversiones que más gozo le proporcionaba era sodomizar a uno de aquellos muchachos maniatados y, bien fuese él mismo o cualquiera de sus ayudantes, decapitarlos justo en el instante próximo a alcanzar su clímax sexual. Entonces, en un gesto rápido, le ofrecían la cabeza del muchacho, ya separada de su cuerpo, y él lo besaba en la boca con pasión. Quería, o decía querer tanto a aquellos jóvenes, que guardaba en salmuera sus más bellas cabezas. Semanas después seguía cometiendo abusos demencialmente deshonestos con aquellas cabezas y rostros que todavía conservaban un rictus de espanto en sus rasgos. Y de nuevo el encierro, la penitencia y la oración. De nuevo el arrepentimiento, para volver en breve a las orgías y los asesinatos.

En el juicio que se le hizo, tanto a él como a sus cómplices, Gilles aceptó lo monstruoso de sus actos, y hasta parecía desear el justo castigo que sabía le aguardaba. Henriet, uno de los criados, reconoció que siempre fueron muchachos las víctimas, excepto en una ocasión en que, no habiendo ningún joven a mano, tuvo que provocarse placer con una muchacha aún adolescente, a la que secuestraron en un camino.

También a diferencia de Erzsébet Báthory, fue el propio Gilles de Rais quien propició su captura. Como si en el fondo deseara que ésta se consumase pronto, para así poner fin a la hecatombe de sangre y duelo que estaba provocando. Al ser apresado intentó en vano acogerse a sagrado, introduciéndose en una iglesia, pero de nada iba a servirle tan cobarde argucia. Su suerte estaba echada porque, al igual que Erzsébet, había empezado a asesinar a hijos de campesinos con cierto prestigio en sus tierras. De hecho, cuando Jean Labbé, que era pariente suyo, se disponía a apresarlo acompañado de una guardia fuertemente armada, Gilles exclamó, cayendo de rodillas. «¡Buen primo, llegó el momento de acceder a Dios!», pues debía de estar plenamente convencido de que sus actos serían perdonados si se arrepentía de ellos. Jean de Châteaugiron, obispo de Nantes, y Pierre de l’Hôpital, gran senescal de Bretaña, llevaban algún tiempo tras sus talones, y por fin lo capturaron.

En su juicio Gilles de Rais dio muestras en todo instante de gran serenidad y aplomo, e incluso, en algunos momentos, derramó lágrimas por sus inocentes víctimas, a las que, insistió, él nunca quiso hacer daño alguno. Fueron el vino y las creencias satánicas, de las que ahora abominaba, los que lo impulsaron a ello. Pidió repetidas veces perdón a las familias de esas víctimas, muchas de las cuales se hallaban presentes en la sala, y clemencia al Todopoderoso para que le otorgara su perdón en el cielo. Fue tal la impresión de arrepentimiento y, se cuenta, casi de beatitud, que mostró Gilles en aquella trágica hora, que cuando era conducido en una carreta al sitio en el que debían tener lugar las ejecuciones, primero las de sus cómplices y finalmente la suya propia, algunos aldeanos rompieron en llanto, pidiendo a gritos su perdón, o, al menos, su salvación eterna. La comitiva entonó el De profundis, luego un Requiem. Los ánimos estaban muy caldeados y ya había gente que se enfrentaba a los guardias que protegían a los reos. Tal puede ser la necedad del pueblo llano, a veces, quien confunde la misericordia con el engaño. Uno tras otro fueron ajusticiados sus colaboradores. Él, hombre de guerra y que tantas veces estuvo en peligro de perder la vida, y a quien tantas heridas causaron armas de toda laya, confesó a sus atónitos jueces que sentía un miedo inconmensurable hacia el dolor físico. ¡El, que lo había provocado hasta la arcada! Les suplicó que, dado su rango y nombre, le librasen de ese padecimiento en la medida de lo posible. Tan bien y tan devotamente expuso sus razones y su aprensión ante el suplicio, indicándoles con exactitud lo que deseaba, que le concedieron esa gracia. La sentencia convenía en que se le quemase vivo en la hoguera, pero en realidad todos vieron una horca situada justo encima del enorme amasijo de leña preparado para quemarle. Además, presumido hasta el final, rogó que su cuerpo no sufriese en demasía el contacto con las llamas, pues así podría recibir cristiana sepultura en mejores condiciones. Con tanto fervor pidió estas cosas que le fueron asimismo concedidas. A fin de cuentas no dejaba de ser un noble emparentado con la realeza de Francia, además de que había dado muestras de un vivísimo arrepentimiento, lo cual constituyó todo un éxito para el prestigio de sus jueces. Poco antes de ser ajusticiado dijo con calma a sus allegados que morir no significaba más que un poco de dolor, pero él, cobarde e impío, había suplicado como una parturienta temerosa y aprensiva que le librasen de ese poco dolor. Así se hizo.

Cuando las primeras llamas le rozaban ya los pies, su cuerpo colgó bruscamente de la horca. Y con rapidez lo sacaron de allí, apenas unos momentos después, sólo ligeramente chamuscado. En el instante crucial de la ejecución se entonó un Dies Irae que a muchos logró emocionar. En realidad, aquello se tradujo en un triunfo de la fe, pero Pirgist pensaba, aun sin dudar del supuesto arrepentimiento de Gilles de Rais, que todo aquello fue más teatro, cobardía y embuste que otra cosa.

Fuesen cuatrocientas las víctimas, como se coligió tras un exhaustivo recuento, u ochocientas, como él mismo se ufanó en recordar con toda naturalidad, daba igual. Es muy posible que los restos de muchas de ellas nunca fueran encontrados, o que procediesen de lejanos lugares. La cantidad, quizá, debió de aproximarse a quinientas. Lo cierto es que a los cuatro años de quedar viuda, Erzsébet Báthory ya había alcanzado y superado esa pavorosa cifra.

Gilles de Rais también se echaba por encima sangre de algunas de sus víctimas, porque Prelati le aconsejaba hacerlo para así entrar antes en el reino de las tinieblas. No obstante, ese discurrir paralelo en el modo de cometer salvajadas entre Gilles y Erzsébet, fue sólo similar en sus efectos, pero no en las intenciones con las que fueron realizadas, pues mientras que Gilles de Rais buscaba sobre todo el goce sexual más burdo y directo, y nunca mataba si antes no había violado a sus víctimas, de las que con frecuencia abusaban también sus cómplices, Erzsébet raramente dio muestras de hallarse en estado de verdadera excitación sexual, lo que la convertía en una torturadora mas fría. Si pudo gozar con alguna de las criadas que de joven se hacía subir a sus aposentos para pasar la noche con ellas, eso es algo que nunca se sabrá. De lo único que queda constancia es de que ella se recreaba en el dolor de sus víctimas, y cuanto más intenso fuese éste, mejor. En tal aspecto diferían sustancialmente ambos casos. Además de ello, Erzsébet, en la última parte de su vida en la que de modo paulatino, como Gilles en sus castillos, iba sintiéndose acorralada, todavía no había dado nunca la menor señal de arrepentimiento. Todo lo contrario. Cuanto más mataba y hacía sufrir, más se vanagloriaba de su propia crueldad. Tampoco parece que a Gilles le preocupase en absoluto darse auténticos baños de sangre y, pese a su probada coquetería, tampoco se sabe que temiese el envejecimiento. Gilles halló en el placer físico una ruta que lo condujo directamente al crimen, lo cual, pensaba Pirgist, no justificaba tan execrables actos pero sí les daba una pátina humana. Su perversión era de índole mucho más terrenal que lo que movía a Erzsébet, quien pronto pareció dejar a un lado los presuntos placeres del cuerpo para dedicarse con rabiosa tenacidad a la causa del dolor, al culto de la sangre. El mataba y torturaba en caliente, como prueban los testimonios de sus cómplices y el suyo propio durante el juicio en el que se le condenó a la pena capital. Erzsébet, por el contrario, pareció complacida de actuar casi siempre en frío. Tanto crimen y tanta tortura ya la hastiaban. Y por eso decidió tomar la senda más inaudita de cuantas pudieran ser imaginables. Asistió inconmovible a las torturas, interviniendo en ellas de manera cada vez más espaciada y selectiva desde un sillón que, situado en un punto concreto de los antiguos lavaderos de Csejthe, le permitía dar órdenes y observarlo todo con detenimiento. Y, en mitad de aquellos interminables suplicios, sólo ladeaba ligeramente la cabeza o parpadeaba como si terminase de ver algo insólito, hundida en sus propias alucinaciones. Tampoco se sabe que ninguna de sus ayudantes, ni muchísimo menos el enano Ficzkó, abusaran en alguna ocasión de cualquiera de aquellas muchachas. Era el dolor por el dolor, la muerte por la muerte. Pero al final seguía estando presente un único objetivo: la sangre.

János aún puede recordar vagamente la llegada desde Száthmar de la Condesa, apenas dos semanas después de que partiese. Teniendo en cuenta los días que duraba el viaje de ida y el de regreso, su estancia allí no pudo durar ni una semana. Y es que, en efecto, tres chicas eran escaso botín para demorarse por más tiempo.

Sólo años después Pirgist lograría enterarse de lo que, presumiblemente, ocurrió en esa breve incursión hasta Száthmar. Esto lo supo de una de las lavanderas amigas de Kata, y a la que ésta se lo contó un tiempo después. Era más de lo mismo, pero siempre con ligeras y macabras variaciones.

Erzsébet había hecho desnudar y atar aquellas chicas. Primero fueron los azotes, luego las quemaduras propiciadas casi al azar en diversas partes de sus cuerpos. Luego se desplegó el reducido pero eficaz arsenal de tortura que llevaba consigo allí donde se trasladara. Les clavaron alfileres por piernas y brazos. También en el rostro. Posteriormente ordenó que se usaran unas pequeñas tenazas para ir arrancándoles los pezones, que les hacían tragarse. Así, aquellas muchachas fueron obligadas a irse comiendo parte de sus propios cuerpos. Y, de nuevo con las tenazas, les arrancaban porciones de piel a tiras, de carne que, una vez recuperadas ligeramente de los desmayos en que caían, les hacían comer por la fuerza.

El atizador al rojo iba y venía a la chimenea encendida con tanta frecuencia como se les echaban por encima barreños de agua para reanimarlas, proseguir la sesión y, con ésta, su inacabable agonía. Las tenazas desgarraban los labios y sus genitales, que asimismo intentaban que se los tragasen. Como esto resultase dificil, dado el estado lamentable de las muchachas, ella decidió entrar en acción.

—¡Dejadme a mí, atajo de inútiles! —parece ser que les había gritado a sus ayudantes, soliviantada porque las cosas no estaban marchando tal y como ella pretendía.

»¿Queréis que grite? ¿Acaso pensáis que ya está muerta? —preguntaba amenazante y mirando alrededor suyo—. Ahora os enseñaré yo cómo vuelve a lamentarse, la maldita embustera…

Entonces cogía un cirio ardiendo o el atizador candente y se lo introducía por la vagina. Una sacudida o un estertor le hacía sonreír en señal de victoria. La chica, en efecto, aún no estaba muerta del todo. Todavía debían seguir arrancándole carne o piel de aquí y de allá con las tenazas, cuya punta ella misma ponía al rojo aproximándola un poco al fuego del lar. Así hasta que se le morían, cuando un cirio introducido hasta el vientre, desgarrando las entrañas de aquellas infortunadas, no provocaba el menor movimiento. Era entonces cuando Erzsébet podía ponerse realmente furiosa. Acababa de perder a su presa en mitad de la cacería, o así lo creería ella. Era entonces cuando sobrevenían amenazas a todos los presentes y el ya inútil ensañamiento con los cuerpos quemados y mutilados. Había llegado a golpear, en tales momentos de frenesí y decepción, a alguna de sus ayudantes, pero nunca a la bruja de Miawa, que una vez más asistía indecisa a la escena. Con ella no se atrevía, como nunca se atrevió a golpear, siquiera ligeramente, a la vieja Darvulia. Temía hacerlo por motivos obvios: creía en el poder de sus conjuros y maldiciones.

—¡Ezra, ven conmigo! —había exclamado aquella noche en el castillo de Száthmar luego de haber acabado, una tras otra, con las tres chicas.

Erzsébet jadeaba y tenía la mirada vidriosa a causa de la cólera. Era el momento en que Májorova, siempre en una estancia apartada de donde estuviesen Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, debía aplacar la ira de la Señora, pues ésta podía volverse contra todos si no se cortaba a tiempo. Y allí Májorova procuraba darle alguna nueva pócima que la tranquilizase, la suficiente ración de resina de cáñamo como para dejarla aturdida por espacio de varias horas, tiempo durante el cual Erzsébet, tumbada en el lecho, babeaba y murmuraba frases ininteligibles presa, sin duda, de formidables visiones que era incapaz de traducir a palabras comunes, por más que Májorova procuraba hablarle, pidiéndole que le describiese aquello que veía.

Sencillamente, ella estaba en otro mundo, un mundo compuesto por miles y miles de imágenes por minuto que se sucedían en su mente sin darle tiempo a centrarse en una sola, y mucho menos a verbalizarla. Después solía caer en un estupor que se convertía en sueño profundo, asimismo plagado de vertiginosas imágenes, pues ese sueño era acompañado de frecuentes convulsiones: seguía viendo.

Salía Májorova de la estancia con actitud preocupada, y daba órdenes de cómo debían deshacerse pronto de aquellos cuerpos. Pero en su voz y sus gestos los otros tres sólo deseaban leer lo que tanto esperaban, un signo que indicase: «Estamos salvados. Por hoy estamos salvados.»

Bajo ningún concepto Erzsébet debía ver, al despertar, esos cuerpos sin vida, porque ello le recordaría algo que deseaba olvidar: su último y frustrado intento de alcanzar la plenitud torturando. Así que se deshacían de ellas como buenamente podían, presurosos e intercambiando las menos palabras posibles.

Kata no asistió a esas torturas llevadas a cabo en Száthmar. Ella aguardaba en el piso de abajo, rezando o haciendo cualquier cosa con tal de distraerse, pese a que los gritos primero y luego el repentino silencio le indicasen qué había sucedido. Pero también ella debía ayudar en la penosa tarea de hacer desaparecer los cuerpos. De entrada se trataba de dar rápida y anónima sepultura a las chicas, después de limpiar a fondo la habitación en la que habían muerto, casi siempre llena de sangre y extremidades seccionadas o chamuscadas: un dedo, el lóbulo de una oreja, algo que podía ser un labio y que sólo era ya un gurruño violáceo. Lo hacía conteniendo los vómitos, pensando que limpiaba otra cosa. Así una y otra vez, recitando una oración para sí misma.

Y, de vuelta a Csejthe, se repetía la lánguida monotonía de la ida. Apenas se hablaban entre sí, porque nada tenían que decirse. Si no había chicas, como en esa ocasión, en una carroza iban Erzsébet y Májorova, y en la otra Kata con aquellos tres seres miserables pero en el fondo llenos de pavor. No hablaban porque los cuatro sabían que era preferible obviar todo comentario respecto a lo sucedido en el lugar de donde regresaban, y que de alguna manera todos querían olvidar pronto. Sólo Ficzkó hacía de tanto en tanto un comentario insustancial o bromeaba con cualquier fruslería, sobre el estado del tiempo, o si tenía hambre, o si dejaba de tenerla. Dorkó y Jó Ilona nunca comentaban nada. Miraban todo el rato hacia el exterior, hundidas, quién sabe, en sus propios miedos y remordimientos. Imaginando, es posible, cómo zafarse de la situación en la que estaban implicadas de modo tan irreversible.

Dorkó tenía un aspecto lardáceo, un tanto atocinado, como si en vez de cara tuviera una enorme nuez, dos ojos y una boca. Hasta su modo de hablar, con un ronroneo característico, tenía un tono ulceroso. Jó Ilona poseía mejor aspecto, quizá por su obesidad y el color sonrosado de sus mejillas, que parecían siempre encendidas. Se mordía los labios constantemente, y un lunar en el rubicundo mentón la afeaba de forma considerable. En cuanto a Ficzkó, todo en él parecía dengoso y desmejorado. De ojos turbios, con un ligero bizqueo que llamaba la atención por lo mucho que parpadeaba, solía emitir cada poco rato su risilla sardónica, que en realidad recordaba a una contracción más de su boca y su faz, diríase que atacadas por un movimiento compulsivo, sobre todo al hablar.

En el exterior, y tras los cortinajes, iba pasando el paisaje ya conocido. Espacios yermos y campos a medio segar. Montones de mies apiñados en conos, el forraje para el ganado. Aquí, entre tierras de labranza, un rodil de estructura más o menos cuadrangular, allá las jaras siempre verdes expeliendo ládano, y más allá matorrales de adelfas y ligustros. De tanto en tanto, cuando se aproximaban a una aldea, se veían perros casi en los huesos tratando de sacarse las niguas y pulgas inútilmente. Y postigos y cancelas que iban cerrándose con discreción conforme pasaban ellos. Todo un síntoma. Aquí una mujer embarazada y mugrienta desplumando una gallina, allí un hombre con la camisa sudada colocando en clavos ristras de mazorcas para que resecasen. Todos, sin excepción, procurando apartar la mirada a su paso, y si no podían hacerlo porque las carrozas pasaban justo al lado de donde se encontraban, siempre idéntico gesto: las mujeres, una pronunciada reverencia, los hombres quitándose sus gorros y llevándoselos al pecho mientras inclinaban ligeramente la cabeza en dirección al suelo. Poco más que eso le quedaba a Erzsébet, la otrora munífica esposa del Conde Nádasdy, de lo que fueron sus dominios: pobreza y recelo.

Pero ni rastro de niñas.

Aun así, la Condesa, a la que nuevamente debían de estar despertándosele los sentidos luego de un letargo de horas, les obligó a efectuar un trayecto distinto al usual. Decidió que, a costa de perder por lo menos una jornada, se desviasen hacia la zona de Bánovce y Oslany, siguiendo el curso del Nytra por el sur. Desde allí se dirigirían hacia Trnava, donde conocían una fonda en la que pernoctar antes de tomar el camino recto hacia Csejthe. Ella, en su carroza, parecía un cruce de meretriz romana y odalisca turca tras una noche de desatados furores y sicalípticas aventuras.

Era imposible saber de qué hablaban Erzsébet y Májorova en las largas horas de viaje en soledad. Los palafreneros nada sabían o podían oír y en aquella ocasión, por la premura con que se decidió la marcha, ni siquiera habían tomado la precaución de hacerse acompañar por algunos haiducos, máxime teniendo en cuenta que por esos lares no podía descartarse la súbita aparición de bandidos que se refugiaban en espeluncas y cuevas de las cercanas montañas. La Condesa ya no se fiaba de los haiducos, sobre todo después de la huida de aquellos dos, y que János recordaba como un hito. Cada vez más aislada. Cada vez confiando más en su propio poder.

En cierta ocasión en la que, como ahora, viajaban en dirección a Bicsé sin la guardia de rigor, les asaltaron varios bandidos. Eran cinco fuertemente armados, y Erzsébet, dado el pánico de su servidumbre, se enfrentó a ellos sin otros argumentos que los de su propia persona. Asomó la cabeza por la ventanilla de su carroza y, tras apoyarse solemne en el pescante, salió de ella plantándose firme ante el que parecía el jefe de aquella cuadrilla y le dijo:

—Infeliz. Llevo aquí, en mi cintura, una daga que ha cortado más cuellos que los años que tú puedas tener, y muchísimos más de los que aún te quedan de vida, créeme… —Le hablaba sin parpadear, traspasándolo con la mirada. Luego siguió-: Si osas dar un paso al frente, uno solo, ten por seguro que también tu cuello vendrá a engrosar la lista de mi daga…

El hombre pareció dudar, aunque con una risa forzada en los labios. No esperaba fanfarronadas de una dama. Aquello le desconcertaba. Pero viendo que de allí podían sacar joyas y pieles, hizo el gesto de encararse con Erzsébet.

—¡Quieto donde estás! —gritó ella, y sacó su daga en apenas un segundo—. ¿Es que no imaginas con quién te enfrentas? ¿Es que tan difícil te resulta suponer qué te pasará, a ti y a los tuyos, os escondáis donde os escondáis, si te atreves a rozar mi ropa?

Después le dijo su nombre, pero incluyó el del Conde Ferenc Nádasdy, como si estuviese aún vivo. Constatando que el otro miraba indeciso a sus compinches, siguió hablándole, ahora en tono seguro pero a la vez vagamente coloquial, como se hacía con un can para recriminarle algo:

—Quien me mira a los ojos más de un minuto, y tú ya lo has hecho con creces, perece sin remedio. Debes saberlo. A pesar de ello, y teniendo en cuenta la vida triste que sin duda lleváis, consiento en datos unas monedas. Id por vuestro camino y olvidad esto. —Y luego, sin dejarle tiempo para reaccionar-: En lo sucesivo, estúpidos, procurad elegir mejor a aquellos a quienes pretendéis abordar…

Y le tiró con desdén unas monedas de plata sobre la hierba. Ya había enfundado de nuevo su flamante daga, convencida de la reacción que iba a provocar. La había leído en sus atemorizados ojos. El hombre se apresuró a recoger aquellas monedas que como limosna le ofrecían, y acto seguido incluso hizo una inclinación con su tronco, en señal de gratitud.

—¡Largo de aquí, que apestas! —bramó ella agitando su mano.

En unos momentos los bandidos desaparecieron tan pronto como habían surgido de la nada. Pero tampoco en esta ocasión Erzsébet cumplió su palabra. No hizo más que llegar a Csejthe, que llamó al jefe de la guardia de los haiducos. Le relató lo sucedido con muestras de suma agitación y, cuando aquél se atrevió a insinuar la imprudencia que había supuesto salir sin escolta, ella a punto estuvo de golpearle con su vara de fresno. Se contuvo por poco.

—Quiero que sin más dilación salga un grupo de veinte hombres en busca de esos canallas que ni mi carroza reconocen. Quiero sus cabezas aquí antes de una semana. ¿Lo has comprendido? Sus cinco asquerosas cabezas, en sacos. Yo misma las miraré, por si intentas engañarme. Recuerdo sus rostros como si estuviera viéndolos en lugar del tuyo. —En realidad estaba amenazándolo con correr idéntica suerte si fracasaba en su búsqueda, y el otro pareció entenderlo—. No lo olvides. Una semana y las cinco cabezas. Si lo haces, tendrás tu recompensa. De lo contrario… —Y lo observó de arriba abajo con detenimiento, como cuando estamos frente a alguien que no logramos recordar aún, pese a que algo en él nos resulta familiar.

—Tendréis lo que pedís, Señora —dijo escuetamente el jefe de la guardia haciendo una reverencia. Previamente Erzsébet ya se los había descrito con detalle, así como la zona en la que fue abordada y el lugar por el que presumiblemente se movían los bandidos.

De ese modo se comportaba, amenazando a todos, sin distinción de edad o sexo.

Pero en el fondo se sentía asediada pues, como ella misma había reconocido, era un ultraje que ni su propia carroza reconociesen unos vulgares bandidos. También el viejo mundo se venía abajo ante sus ojos sin que ella pudiese hacer nada por evitarlo.

Ebria de rechazo al pensar en los desaires que creía sufrir, como la nula respuesta en petición de dinero, amasaba nuevos rencores que acabarían pagando las chicas que estaban en los calabozos aguardando su turno.

Hasta aquel momento su rastro en pos de nuevas muchachas que llevar a Csejthe había ido siempre en expansión. Era como los círculos que se dibujan en el agua mansa de un lago cuando tiramos una piedra allí. Impacta en la superficie, es tragada por el agua y de repente aparecen círculos y más círculos que van alejándose. Así, ella era la piedra y las chicas esos círculos que se desvanecían en la superficie del agua, alejándose. Al poco el agua volvía a estar tranquila, como si nada hubiese ocurrido. Imposible hallar restos de esas ondas que momentos antes se movieron ante nuestra mirada.

Pero el cerco se estrechaba, como fue estrechándose el que acabó con los desmanes de Gilles de Rais, y de cuya existencia, se preguntaba János Pirgist, también resultaba imposible averiguar si Erzsébet supo alguna vez. De ser así, ¿lo consideraría su hermano de sangre? Es posible. Pero Francia le quedaba muy lejos. Y si llegó a tener aunque fuese vaga noción de los crímenes cometidos por aquel a quien pronto denominaron Barbazul, le parecerían vulgares en extremo, pues a él sólo le movía el sexo, la maldita inclinación al sexo de los hombres, que copulan igual que animales y luego parecen plenamente satisfechos, durmiéndose sin más. Lo suyo era muy distinto, y ella lo sabía.

Pero simultáneamente también era consciente de la amarga evidencia de no ver ni una chica en toda la comarca. Eso significaba algo, por fuerza. Pero no podía enviar impunemente a sus haiducos, que en Csejthe se acercaban al medio centenar, para que secuestrasen a las muchachas de los sitios en los que sin duda las escondían. Entre otras cosas porque muchos de allí serían sus padres o hermanos, o al menos provendrían de tales aldeas. No, estaba limitada a un reducido radio de acción. Tuvo que ser a la vuelta de ese viaje a Száthmar cuando se convenció del todo de que estaba quedándose sola, y de que en soledad debía solventar cuantos inconvenientes fueran surgiendo, como el bochornoso episodio con aquellos bandidos, cuyas cabezas, en efecto, le mostraron en sacos justo cuando se cumplía el plazo de la semana que dio al jefe de su guardia para que se las mostrase. No se privó de hacerlo. Y ése fue un día feliz para la Señora. Ordenó primero que clavasen esas cinco cabezas en sendas picas, en las almenas del castillo. Pero luego se desdijo y mandó que, sin más, las tiraran por el foso de los desperdicios, que iba a dar a un profundo y pestilente acantilado, siempre lleno de aves de rapiña.

—No son dignos de mirar, siquiera muertos, este bello paisaje… —añadió satisfecha en alusión a su primera orden.

Antes había escupido en la cara inerte, entreabiertos y acuosos los ojos, del hombre que se enfrentó a ella. Era su triunfo personal. Pero si daba tales muestras de crueldad, piensa Pirgist, ello no se debía más que a que se sentía cada vez más vulnerable y acechada.

Se sentía acechada, sobre todo, y más que nunca, por ese odioso Palatino György Thurzó Betlemfalvy y su mastín de presa, un tal Zavodsky, por Megyery el Rojo y su ayudante, así como por Mosés Gzivaky, noble de Viena que estaba en tratos frecuentes con su yerno Miklós Zrinyi. A éste no le temía, pues ya había podido comprobar su talante pusilánime cuantas veces lo tuvo enfrente. En cambio, seguía temiendo a su cuñada Kata, con la que en breve habría de verse en la boda de Judith, hija de Thurzó, que iba a celebrarse con toda pompa en Bicsé, y a la que ella, si no deseaba despertar sospechas, debía asistir como si nada ocurriese.

Ineludible parecía tal compromiso, al que asistiría la nobleza en pleno y muchos ojos la observarían buscando en ella una palabra, un gesto, un desliz que viniera a confirmar los rumores que tal vez habían llegado a sus oídos. A la boda de Judith Thurzó con András Januchic, Señor de Vrsatiec y Preskac, en la Alta Hungría, acudirían cientos de ilustres invitados y la celebración, así estaba previsto, podía durar hasta un mes. Le habían comentado que habría más de tres mil criados, entre hombres y mujeres. De pronto algo se iluminó en su interior. Quizá fuese una inmejorable ocasión que el destino le ponía en bandeja para otear nuevas chicas. Algo que naturalmente no haría ella en persona sino sus cómplices, preguntando con disimulo aquí y allá, dando unas monedas si era necesario. Entre tres mil criados, y teniendo en cuenta que la mayor parte se trataría de muchachas jóvenes, ¿por qué no habría de extraer algún provecho? ¿Es que tan en su contra se había vuelto el mundo? No lo creía, aún se negaba a creerlo.

Una semana y media estuvo Erzsébet en Bicsé con motivo de aquella boda. En efecto, no se equivocaba: Jó Ilona y Dorkó apalabraron una buena cantidad de chicas que, procedentes de lejanas regiones, nada sabían respecto a dónde iban a ir. La confusión era enorme y, pese a todo, pese a sus notables esfuerzos por aparentar normalidad y hasta alegría, varios pares de ojos la observaron con sigilo. A ella y a sus tres fieles ayudantes. El cerco se estrechaba pero ella, aun intuyéndolo, se obstinaba en no dar crédito a su instinto.

¿Qué hace una loba herida? Primero retirarse a un lugar apartado del bosque para restañarse sus heridas. Luego, cuando vuelve a acosarla el hambre, regresará con renovado furor allá donde le fueron causadas las heridas. En la cercanía del ser humano, que es donde aguardan los animales inocentes. Así ella seguía comportándose. Incapaz de dominar su hambre y su sed de sangre, estaba dispuesta a reincidir una y otra vez, exponiéndose a inciertos peligros. Tenía la mirada cubierta por el velo rojo de la sangre ya derramada. Y, fundamentalmente, por la que aún habría de derramar. De modo que su olfato estaba casi atrofiado. Ya no olía el riesgo. Y, si lo hacía, lo desafiaba, como siempre hizo por cuanto deseó. Pero algo sucedió en aquella boda de Judith Thurzó. Algo nimio que, simultáneamente, no dejaba de ser una señal de lo que debería ocurrir: Erzsébet perdió el ala blanca que adornaba desde varios años atrás su inconfundible sombrero negro, del que siempre iba acompañada en sus salidas. Se dice que la extravió mientras bailaba y que el ala fue pisada, yendo después a un rincón desde el que, tras cogerla, la tiraron a la basura. Lo único cierto es que la perdió, y, con ella, todo signo de pureza.

El águila empezaba a perder su plumaje. Ahora todo en ella era negro.