Secretos.
Esa palabra ha cruzado por su conciencia, a través de la vista, como uno de esos fosfenos que al cerrar los ojos exponiéndolos a una fuerte luz, surcan el campo visual igual que filamentos trazando siempre idéntico recorrido, de derecha a izquierda, o de izquierda a derecha, de abajo arriba o de arriba abajo, en un monótono camino de ida y vuelta que, aun en la más absoluta soledad, hacen que nos sintamos acompañados. Son los pensamientos, los recuerdos que nos son más caros y entrañables. Pero a veces, como en su caso, también pueden significar recuerdos amordazados, prisioneros de la retina y del nervio óptico. Por momentos nota que se amodorra, e incluso que se le empaña la visión, apareciendo ante él borrosas las cuartillas aún por llenar.
Tiene que hacerlo. Cueste lo que le cueste tiene que hacerlo, se dice a sí mismo Pirgist una vez se queda a solas, y agita su cabeza como para darse ánimos.
Se lo debe ya no a sí mismo, como otrora pudo pensar, ni mucho menos a supuestas generaciones futuras que con toda probabilidad ignorarán su relato, si es que algún día decidiese entregar estas cuartillas a los impresores. Para eso debe ponerles un fin, y sabe que sería moralmente ilícito hacerlo ahora, habiéndose guardado aún parte de esos secretos que le acompañaron siempre y que con nadie quiso compartir.
Se lo debe a ellas, a las víctimas, que estarán a buen seguro en el Cielo de los Bienaventurados, pues mucho fue lo que sufrieron en este su triste paso por la terrena vida.
Tiene que hacerlo aunque para ello emplee añagazas y rodeos, aunque, como va dándose perfecta cuenta mientras escribe, sea incapaz, como le dijo al padre András, de enfrentarse cara a cara a la magnitud de tales secretos.
A fin de cuentas, él mismo, a su feligresía, ¿no le había hablado a veces de las penas de los condenados al Infierno? Lo cierto es que tampoco en esto debe llevarse a engaño. Se recuerda abrazando los hábitos desde que era adolescente, se recuerda celebrando el Santo Oficio de la misa desde que era aún un joven alto y barbilampiño. Pero también recuerda que cuando en sus homilías desde el púlpito debía hablarles de algún pasaje relacionado con el Infierno, siempre veía ocasión para hacerlo de pasada, como dándolo ya por sabido. Entonces les hablaba del cielo y de la eterna dicha que allí les aguardaba si cumplían con los preceptos de la fe, sobre todo con la caridad, con el simple hecho de haber consumido esta vida que nos fue dada sin dañar a nadie. Sin herir, sin robar, sin matar. Se recuerda hablando con lágrimas en los ojos de que el cielo es, principalmente, para los que sufren. Lo otro lo eludió, como eludió siempre cuanto se refiriese a ese lugar al que las Sagradas Escrituras, sus profetas y hombres sabios denominan Infierno. Sencillamente, creyó injusto narrar cosas de un supuesto Infierno, que él no duda que exista si así lo afirman los ilustres padres de la Iglesia que le precedieron, pero que a la vez nunca supo cómo describir.
Porque para János Pirgist el Infierno fue Csejthe. Lo que allí oyó, lo que allí olió, lo que allí llegó a ver. No pudo haber Infierno peor que le ilustrase sobre los horrores y penurias del ser humano. Aquello mismo le tiró abajo de un plumazo su posterior idea del Infierno, pues ¿por qué los inocentes debían sufrirlo, en vida, sin la menor posibilidad de defenderse? ¿Por qué? ¿Para ganarse así una vida plena y feliz en el más allá? Seguía pareciéndole descorazonadoramente injusto, y ponía en cuestión todos sus valores al respecto cada vez que pensaba en ello.
A Erzsébet Báthory la llamaron la Alimaña de los Cárpatos y la Tigresa de Csejthe, pero cuando ella ya no estaba. Así la imaginería popular decidió denominar a alguien a quien nunca llegó a ver. Pero es que hasta en eso el pueblo se quedó corto. Las alimañas del bosque, criaturas que se mueven entre la maleza, incluso las que el azar de su nacimiento ha hecho carroñeras, no hacen otra cosa que alimentarse de despojos de otras criaturas ya muertas. Ellas no se ensañan con sus víctimas, ellas no se deleitan prolongando inútilmente su sufrimiento, como tampoco las fieras que cazan a un animal vivo y asustado. Cazan para vivir. Matan para vivir. A su manera, respetan el ciclo sagrado de la vida en lo que les concierne. ¿Por qué entonces el ser humano no lo hace, siendo, como parece, la más elevada de cuantas criaturas existen?
Ella fue siempre una cazadora. Eso iba a marcarla de forma irremediable. De vez en cuando, por lo menos hasta que quedó viuda, mantenía la costumbre de disponerlo todo cada varias semanas para salir de caza. Le entraba el súbito deseo de hacerlo. Y entonces se creaba un gran revuelo a su alrededor. Partía, pues, acompañada de un reducido séquito formado por cualquiera de sus fieles, como Ficzkcó y algunos milites avezados en tales menesteres, buenos conocedores de la región y de las piezas que podían capturarse. Iban dejando atrás aldeas en las que se veían unos pocos labriegos y arrieros con recuas de mulas. Circunvalaban gándaras y pedriscales, ejidos y llanuras a las que difícilmente podían acercarse el zorro, el jabalí o el corzo. Erzsébet no se mostraba sosegada hasta que se adentraba en la tupida floresta de los sotobosques, más allá de los veneros refulgentes de mica y el tremolar de los cañaverales. Era entonces, al aparecer los primeros riscos, cuando podía verse el bejuco y el escaramujo entre la maleza, el momento en el que su rostro sufría una profunda transformación. Había pasado de estar hierático a tenso, porque la caza en sí misma la atraía como falena a la luz. Entonces podía ignorar cualquier peligro, un almez o un roble a punto de derrumbarse, la presencia de algún brete o cepo dejado allí por otros cazadores. Más que nunca se convertía entonces en la lamia de aquellos lares, en la mujer-dragón cuyo único objetivo era cazar cuanto ante sus ojos se moviese. Pudiendo utilizar armas de fuego, como el arcabuz o el mosquete, ella solía optar por las ballestas que lanzaban bodoques y, sobre todo, por el arco, en cuyo manejo era una consumada experta. Una vez había acertado a una pieza, los haiducos, provistos de largas picas, la ultimaban con rutinaria habilidad, pero ella ni siquiera mostraba interés por tales piezas. Sólo la excitaba el hecho de cazar, y cuando sus acompañantes le sugerían realizar un pequeño descanso mientras hacían una fogata con sarmientos y támara a la que iban añadiendo pedazos de leña seca, ella parecía por completo ausente. Entonces se dedicaba a pasear por los alrededores abstraída, con una diminuta pero afilada destral en la mano, con la que iba cortando ramas al azar. Cualquier gesto que realizase, pues, era destructivo, y de ello se daban cuenta todos, así que evitaban dirigirle ya no sólo la palabra, sino siquiera la mirada. Esas salidas destinadas a la caza tenían lugar tanto en primavera, cuando los campos rebosan amapolas, violetas y margaritas a las que da vida la lluvia y alimento el viento, como en invierno, cuando todo queda cubierto por un manto blanco y los cimientos del mundo parecen conmoverse con furibundas ventiscas. Mala cosa era regresar de esas cacerías sin que la Señora hubiese obtenido ninguna pieza, ya que entonces su malhumor podía pagarlo con cualquiera. Sabían a la perfección en esas ocasiones en que la fortuna no la había sonreído propiciándole una buena caza, que en cuanto llegasen al falansterio del miedo que era Csejthe, sacaría toda su ira contenida, volviéndola contra las muchachas allí cautivas. De ahí que cuando regresaban con algún animal apiolado por sus ancas todos respirasen aliviados, pues eso constituía una relativa seguridad de que ni esa noche, ni acaso las jornadas siguientes, ella debería aplacar su instinto dedicándose a la otra cacería, la que la práctica totalidad de los habitantes del castillo tenía en mente pero que nunca se atrevía a verbalizar, ni tan siquiera entre ellos, por temor a convertir en fatal desliz lo que, de entrada, había sido una atolondrada indiscreción.
Pirgist había leído libros de Historia. Conocía el terreno. Guerras, rapiña, usura, envidia, una interminable serie de crímenes, muchos de ellos cometidos en nombre de la fe, de cualquier fe. Eso era la Historia. ¿Por qué entonces, siendo el más perfeccionado e inteligente de los seres terrestres, pues poseemos un espíritu que nos hace ser conscientes de la singularidad e importancia de todo lo vivo, ya que en mucho apreciamos nuestra propia vida, somos precisamente nosotros, las personas, quienes llevamos a nuestra espalda el insoportable peso del Mal? Acaso por tener espíritu. Pero y esto, así se lo había preguntado desde muy joven sin obtener respuesta alguna que le satisficiese, ¿por qué lo permite el Creador, por qué?
Él mejor que nadie, porque nadie en absoluto siquiera lo sospechó nunca, sabe que abrazó la fe para dar con respuestas que calmasen tales dudas, pero ahí siguen, cual abiertas llagas por las que supura el pus. Infectadas.
Tiene que realizar un esfuerzo, aún el último, ímprobo, y describir cuanto sabe sin dejar nada a un lado. Incluso eso que le llevó al borde y el vértice de la demencia, pues muchos fueron los momentos en que, asaltado por terribles imágenes, llegó a decirse a sí mismo que no era real, que aquello no podía haber sido real, que fue su imaginación de niño, sumada a lo que oyó aquí y allá con el paso del tiempo, así como a lo que leyó, lo que le hizo suponer todo ello, pero no. Se miente. Sigue mintiéndose aún ahora. El recuerdo de aquellos hechos es nítido como un día de verano con el aire limpio, transparente y puro que nos permite ver incluso el lejano horizonte.
Hasta ahora había creído que con mencionar tan sólo alguno de esos episodios que tuvo la malhadada suerte de presenciar ya sería suficiente. Y sí, el recuerdo de los sacos cruzando el patio de Csejthe le impresionó vivamente. Atenazaba su garganta y oprimía su estómago con sólo evocarlo. Pero ¿eran aquellos sacos, era aquel pie colgando lo que le producía tan hondos padecimientos? No. Fue lo otro. Algo que también oyó, olió y vio, lo que le causaba aún hoy un dolor tan profundo. Fue todo eso lo que logró dejarlo resquebrajado como un muñeco de barro o tierra que hacemos en el campo y al que de pronto deshace la lluvia.
Desde entonces, se da cuenta, evita mirar a las chicas jóvenes. Incluso cuando las ha tenido delante, hablándole, no las ve. Elude su presencia. Le pasa con las niñas, pero no con las mujeres de edad adulta. Sabe que si observase con detenimiento a una muchacha de esa edad en la que todavía no han abandonado del todo la pubertad, en la que todavía no puede decirse que sean mujeres, pues aún deben crecer tanto física como espiritualmente, la mente se le desbocaría como corcel que ha sido alcanzado por una flecha en plena batalla. Si ese impacto no se produce en una zona vital, aún correrá mucho rato, encabritado, hasta desfallecer, arrastrando con él su dolor y, a veces, a su jinete también maltrecho, que se ve impotente para pararlo.
Pirgist sabe que, una a una, volverán las imágenes. Y las teme. Las teme más que a la propia muerte, a la que de hecho aguarda tranquilo desde hace tiempo, y en la que ve no sólo una liberación, sino una insuperable forma de alivio. Un premio en sí mismo. La posibilidad, la única que conoce, de dejar de recordar lo que incesantemente rememora. Y es que esas imágenes, agudizadas por el efecto de los recuerdos y su propia incomprensión de los mismos, le hacen desaparecer todo vestigio de razón, confundida entre sueños y presagios que acaban convirtiéndose en pesadillas, entre temores y simples angustiosas visiones que le abocan a la más completa de las amarguras.
Porque eso fue lo que a partir de entonces le empujó a efectuar largos, casi diarios paseos por los campos mirando las nubes y las flores para no increparle cosas al Creador. Y cuando estando en alguna ciudad o en retiro espiritual no pudo realizar tales paseos, que siempre tuvieron el poder balsámico de aplacar su indignación y reproches, que sin embargo no consideró nunca inconsecuentes ni sacrílegos, pues nacían de la buena fe, sintió su falta como un sarpullido que nadie pudo ver jamás pero él sabía que estaba allí. Por ello miró tantas horas durante tantos días de su vida el perfil tranquilo de los montes y la benigna, serena belleza del campo, que incluso en lo más crudo del invierno nos sorprende con detalles de innata hermosura. Ese tallo que se yergue entre pedruscos y hielo, desafiante, como homenaje a lo vivo que resiste. El súbito vuelo de un pájaro, que se eleva desde el oscuro follaje de la floresta, cuando no creíamos que nada latente hubiese allí. La propia majestuosidad de las blancas, inacabables colinas, como un mar de espuma solidificada, que cuando aparece el sol llega a deslumbrarnos.
Por eso iba al campo con frecuencia. Para gritarle cosas al vacío en silencio, como siempre hizo. Para olvidar así, entre aquellos borbotones de vida que se huele, que se oye, que se mastica, que se ve, esa otra materia de carácter intangible que desde niño se le introdujo, también a él, en la sangre. Era una mezcla, precisamente, de sonido y sabor, pero sobre todo de olor y de color.
Ahora, en la soledad de su escritorio, cuando ya nada tiene que perder, aunque quizá sí temer, debe ser valiente y contarlo.
En cierta ocasión tuvo oportunidad de oír una conversación, o más concretamente frases entrecortadas de lo que era un acalorado diálogo, que le marcó durante mucho tiempo. Él ya había oído fragmentos de esas conversaciones, siempre a sovoz, realizadas por Kata y el resto de lavanderas. Pero siempre quiso olvidarlas. Como es natural, le asustaba demasiado pensar que pudiese ser cierto todo aquello de lo que hablaban en un murmullo con tintes de continuado lamento. Pero en una ocasión las circunstancias eran favorables para que János prestase más atención de la debida y usual en él, que era una diminuta sombra deslizándose por el castillo, y muchas veces su presencia pasaba desapercibida. Así iba de aquí para allá, siempre con el oído en guardia. Siempre dispuesto a escapar atolondradamente si alguien le preguntaba. Siempre con una excusa en la punta de los labios si se daba la casualidad de que le cogían por sorpresa. «He perdido esto o lo otro», les diría. Y luego, como ya sucedió en alguna ocasión, se pondría a berrear pataleando y llamando a su madre o a Kata.
Esa tarde Kata no estaba en Csejthe, pues había partido en compañía de la Condesa y sus dos mujeres de confianza, Dorkó y Jó Ilona. La obligaron a acompañarlas. Aquella tarde, a saber por qué motivo, posiblemente que se hallaba enfermo, el tullido Ficzkó no las acompañaba. Ficzkó, con su cuerpo menudo y contrahecho, siempre estuvo ahí, o al menos desde que János podía recordar. Al parecer un tal Martín Cheytey lo había llevado a Csejthe para que hiciese de bufón, en 1594. Y lo hizo a la fuerza, porque un día se topó con él en un camino y, sin más, lo redujo, maniatándolo a su caballo. Así lo condujo desde la lejana comarca de Roznava, donde Ficzkó vivía con su familia en una aldea situada a orillas del Homád. Nadie le echó de menos, pues era una carga para todos, y con esa deformidad carecía de un futuro que fuese halagüeño. Así que incluso el malvado Ficzkó fue secuestrado y obligado a hacer tonterías para divertir a los Báthory y a los Nádasdy. Luego, el alma corrompida de la Condesa, con chantajes, golpes y amenazas, pero seguro que con alguna contraprestación, lo corrompió todavía más, haciéndolo uno de los suyos.
Pero esta vez Ficzkó, alegando que se encontraba muy enfermo, se quedó en Csejthe. Fue allí donde, mientras deambulaba por un pasillo en busca de su madre, el pequeño János oyó voces que iban subiendo de tono conforme hablaban. Una era la de Ficzkó, que resultaba inconfundible por su timbre agudo, casi afeminado. El otro era un haiduco que, al parecer, era de su misma comarca, y a quien conocía desde siempre. Éste apenas contestaba si no era con monosílabos o exclamaciones de incredulidad. János puso más atención, quedándose donde estaba tras unos cortinajes y unos barriles de vino que al día siguiente debían ser bajados con urgencia a las bodegas. Sin duda Ficzkó estaba enfermo. Su tos y sus estornudos eran sintomáticos, así como las gruesas prendas de abrigo con las que se protegía. Pero al margen de lo que hubiese tomado, pues allí no le faltarían recetas para curar lo que parecía un fuerte resfriado, estaba completamente borracho. A János siempre le llamó la atención el modo que tenían de comportarse las personas adultas en estado de ebriedad. Unos se volvían agresivos, otros locuaces, aun otros se sumían en un profundo estupor y silencio, como tocados de nostalgia. Pero Ficzkó reaccionaba, con la toma desmedida de los potentes licores y vinos, que circulaban por el castillo, de manera curiosa: parecía reblandecerse todo él, se ponía melancólico y hasta lloroso. Entonces se quejaba, entre eructos e hipidos, de todo y de todos. Él, más que nadie, tenía muchos elementos para quejarse. Así que con ese viejo conocido estaba sincerándose, incluso hasta un extremo peligroso si aquello llegaba a oídos de la Condesa. Pero mucha era la confianza que debía de tener con ese soldado paisano como para hablar del modo en el que estaba haciéndolo. Lo tenía agarrado del brazo, y por suerte hablaban en húngaro, de manera que János pudo entender gran parte de lo que decían.
—Ya no puedo más… no sé cómo voy a aguantar haciendo cosas así… —se oyó a Ficzkó con voz de apesadumbramiento. Su estado etílico sacaba lo que de humano aún había en él. El otro tuvo que decirle algo muy concreto, algo relacionado con una posible huida del castillo y, si era necesario, del país.
Entonces Ficzkó rompió a llorar, enjugándose las lágrimas en la manga del otro:
—¡No puedo, no puedo…!
Como su paisano insistiese en lo de la huida, diciéndole que él mismo no dudaría en hacerlo si le obligasen a realizar esas cosas, Ficzkó lo miró con cara de incomprensión.
—Desconoces de lo que hablas. Me perseguiría hasta el último confín del mundo. Sé que me haría buscar, si fuese necesario, hasta debajo de las piedras…
El otro no cejaba en sus prudentes consejos, pero al poco Ficzkó le interrumpió:
—Imagina lo fácil que es dar con un tipo como yo —dijo señalándose la cabeza, en alusión a su escasa altura y su pronunciada joroba— llegado de Hungría. Además, no conozco otras lenguas ni dispongo de medios como para ir lejos…
Su paisano no se daba por vencido. Le susurró algo que pareció asustar a Ficzkó, con toda probabilidad que robase joyas, cualquier cosa de valor, para costearse esa rápida fuga. El rostro de Ficzkó, hasta entonces colorado a causa del vino, palideció un poco. Soltó el brazo del haiduco y movió la cabeza.
—Coger algo de ella… estás… loco… No supones lo que es capaz de hacer cuando cree que alguien ha cogido algo suyo, aunque la mayoría de las veces ni siquiera sea verdad. —Se detuvo unos instantes y al poco continuó-: A una chica que tomó un racimo de uvas para arrancar una y comérsela la azotó hasta que murió. Yo estaba allí. Lo hizo ella misma, mientras le gritaba: «¿Tienes hambre, verdad? Pues come, ¡perra!» Así estuvo casi una hora. La chica iba desangrándose y la Señora seguía golpeando sin parar. Nada podía frenarla, pese a que le sugerimos varias veces que con aquel escarmiento ya era suficiente.
Se quedó unos momentos pensativo, y de nuevo prosiguió con su historia:
—Y a otra, una rubia guapísima y con trenzas, un día la sorprendió tocando unas monedas que había sobre la mesa. A ésa lo que le hizo fue ponerle en la mano una moneda calentada al rojo vivo. ¡Si supieras cómo olía su carne chamuscándose! Pero no contenta con ello, y decidida a que aquella chica no saliese viva de allí para contarlo, repitió lo de la moneda al rojo vivo por diversas partes de su cuerpo. Yo tenía que reanimarla cada varios minutos, o echarle agua en las heridas. Casi me desmayo de asco, créeme. Pero la Señora estaba fuera de sí. Por fin, y estando la chica ya del todo inconsciente a causa del dolor, se puso sobre ella a ancas, como si fuese un caballo, y la estranguló con sus propias manos. Pero aún antes le desgarró el cuello con las uñas, todo ello sin dejar de gritar e insultarla ni un instante. El espectáculo fue muy duro —añadió Ficzkó con aspecto abatido—, mucho, y todo por una moneda que la otra simplemente se había atrevido a tocar. Yo juraría que ni tenía intención de robarla. Quizá sólo pretendía mirarla de cerca, pues nunca habría visto una de ésas.
El haiduco tenía abierta la boca de asombro. Habría oído, sin duda, contar muchas vicisitudes respecto al genio de la Condesa, incluso a su crueldad, pero la confesión de aquel testigo presencial le impresionaba vivamente. En verdad parecía que Ficzkó estuviese confesándose de todas sus culpas, aun indirectamente. Le acosaba, quizá, la mala conciencia de quienes, teniendo todavía algo de sentido común, por miedo o intereses, o por ambas cosas juntas, colaboran en lo que acaba convirtiéndose en atrocidad. Por eso no se mostraba dispuesto a callar:
—Con las joyas es igual, Nadie, absolutamente nadie puede tocarlas. Ha de estar ella presente, y cuando alguna doncella debe ponerle un collar, la Señora no le quita ni un segundo la mirada de encima. Hubo una chica, hace años, que acabó muy mal por eso…
—¿Qué pasó? Cuenta… —El haiduco ya no podía reprimir su curiosidad, y acercó un poco más su cuerpo al de Ficzkó.
—Nada, una tontería. Estaban allí, ellas cuatro, siempre ellas cuatro —vocalizó Ficzkó con signos de evidente rencor en la voz y aludiendo a la Condesa, Jó Ilona, Dorkó y Darvulia—, y habían hecho subir a varias chicas, creo que tres. Las… las emborracharon. Yo estaba como siempre en un rincón, a la espera de que se requiriese algo de mí. Siempre deseando que se pidiera de mí lo menos posible. Yo también había bebido, como todos allí. El caso es que esas chicas, que habían llegado la noche anterior y nada sabían de lo que les aguardaba, se relajaron con el vino. Una rió y la risa se contagió a las otras. Incluso la Condesa hizo asomar una sonrisa en su boca. Pero era una sonrisa horrible, doy fe de ello. Cuando ella sonríe, malo. Una de las chicas, totalmente mareada por los efluvios del alcohol, empezó a hacer cabriolas, pasos de una danza campesina que decía conocer. Y, mientras, la Señora seguía mirándolo todo con apariencia complacida. De repente esa chica vio sobre la cómoda un bonito collar de perlas perteneciente a la Condesa. Sin dejar de bailar, y con gesto instintivo, lo tomó entre sus manos y se lo puso sobre el pecho. No se lo colocó siquiera, sencillamente se lo puso encima mientras bailaba ante los ojos de todos. Entonces sonó un grito de la Señora. Ordenó que atáramos a las tres con correas. Prestaron resistencia, pero estaban demasiado bebidas como para mantenerse en pie sin perder el equilibrio. Asustadas, se pusieron a llorar, pero ya era tarde. Una vez estuvieron atadas, ella personalmente cogió el atizador del fuego y, luego de tenerlo un rato en la chimenea hasta que se puso candente, lo restregó por varias partes del cuerpo desnudo de aquella chica. ¡Si la hubieras oído lamentarse…! Era difícil de soportar. Las otras parecían haberse quedado mudas, con los ojos saliéndoseles de sus órbitas. Luego mandó que la extendiésemos en el suelo, siempre atada. Se retorcía de dolor por las quemaduras. Entonces vino lo peor. Dejó el atizador y cogió otro instrumento que reposaba junto a los troncos que debían ser echados a la chimenea, en la que cabía de pie una persona. Era la más grande que nunca he llegado a ver. Cogió ese gancho de hierro que se usa para remover los troncos y las brasas. Tenía la empuñadura de madera y en su extremo estaba el gancho. Se dirigió a la chica, que se retorcía en el suelo, y empezó a propinarle fuertes golpes con esa herramienta. A veces el gancho se le incrustaba en la carne, y debía hacer grandes esfuerzos para arrancarlo, con lo que iba desgarrándola poco a poco. Siguió golpeando a la altura de los pies y fue subiendo, dejándola totalmente marcada. Después se ensañó con la cabeza, se la reventó al segundo o tercer golpe. Tras cada golpe el gancho volvía a arrancar partes de la cabeza y del cráneo. Se le desparramó allí mismo el cerebro, te lo prometo. Y ella no dejaba de golpear, acompañando con un grito seco cada nuevo golpe. La chica yacía muerta. La Señora jadeaba como un animal que es perseguido. Hasta las otras tres, incluida la vieja —dijo en referencia a Darvulia—, parecían impresionadas y sin saber qué hacer. La Señora se secó el sudor que cubría su rostro y ordenó que la echaran al fuego, ahí mismo, en la chimenea. Obedecimos, pues entonces sí requirieron mi presencia. El cuerpo de aquella chica estuvo mucho rato ardiendo. Fue muy desagradable, sobre todo el olor que despedía. Luego, con el gancho en ristre, se dirigió a las otras dos chicas, que temblaban como nunca en mi vida vi temblar a nadie. Se lo pasó frente a sus narices, primero a una y luego a otra, y les dijo, de nuevo con su sonrisa en los labios:
»-¿Veis lo que ocurre cuando alguien intenta robarme una joya…?
»Todos sabíamos que aquello no era cierto, pero callábamos —siguió Ficzkó—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Después, alzando de nuevo la voz, dijo:
»-¡Lleváoslas a los calabozos!
»Así lo hicimos, pero aquellas chicas parecían haber perdido ya la razón. Creo que la imagen de la cara reventada de su compañera las había trastornado por completo.
El haiduco preguntó por el destino de esas chicas. Ficzkó repuso:
—Como las demás. Fueron a los calabozos. De ahí, según creo, días después pasaron a otra estancia. Las teníamos almacenadas como si fuesen cabras. Una noche cualquiera, la Señora iba a verlas. Dudaba. Decía: «Esa… ¡No, ésa no! Esa otra.» Y así iba eligiendo. Se les daba poca comida, apenas para sobrevivir. Aquí mismo —dijo refiriéndose a Csejthe—, pero también en otros castillos, la Señora gustaba de tener chicas, como ella decía, «en conserva». Las obligaba a comer carne asada de sus propias compañeras, reduciéndolas por hambre.
El haiduco se pasó una mano por la frente y resopló, incrédulo. Al fin se atrevió a preguntar si nunca lo había hecho con hombres.
—Jamás. Yo no sé de hombre alguno, por apuesto y poderoso que fuese, que la atrajese lo más mínimo. Al principio oí que tenía relaciones con alguno, pero viendo lo que he visto después, me atrevo a asegurar que los utilizó para hacerse subir alguna chica. Me han contado —añadió, bajando un poco la voz— que se deleitaba viendo cómo esos hombres hacían el amor con ellas y luego, por sorpresa, la Señora la emprendía a golpes con las chicas. Pero eso fue cuando era muy joven. Desde entonces, y que yo sepa, no yació con hombre alguno, a excepción de su marido, el Conde.
—¿Y ninguna de las chicas se salvó? —preguntó el haiduco.
—Ni una. Ni una sola, por lo que yo he visto y oído. No es tan estúpida como para dejar testigos. A lo sumo, y esto se lo vi hacer años atrás, las engañaba haciéndoles creer que se encariñaba con alguna. Entonces provocaba a éstas para que hiciesen juegos lascivos con otras recién llegadas. Pero de súbito les ordenaba pelearse con uñas y dientes. Hasta morir. Les decía que la que quedase victoriosa sería su «favorita». Y así se despedazaban con saña entre ellas. A la Señora nada se le escapa, puedes creerlo, nada. Fíjate que al principio, cuando las cosas aún no se habían puesto tan feas, cuando aún no las mataba, o al menos no las mataba rápidamente y ella misma se dedicaba a juegos sexuales con esas chicas, una noche, mientras aguardábamos a que trajesen varias muchachas, de pronto me dijo:
»-Mi leal Ficzkó… ¿Te has dado cuenta de que eres el único hombre entre tantas mujeres hermosas? —Y al decir esto miró a la vieja y desdentada Darvulia, la bruja. Luego soltó una espantosa carcajada. Siguió-: Debes de tener… deseos… ¿no es verdad?
»Yo contesté como pude. Dije que antes, cuando entré a su servicio, alguna vez sí sentía los lógicos deseos de un hombre ante todas esas chicas desnudas, pero ya no. Insistí en que sólo quería cumplir con mi trabajo, que era servirla a ella. La Condesa exclamó: Marha jó! Eso dijo: «Muy bien.» Nada mas. Sé que nunca me ha visto como un hombre, pese a que lo soy. Utiliza mi fuerza física, tan sólo eso, porque pese a mi estatura tengo más energía que las otras tres.
El haiduco le preguntó entonces si las otras mujeres no se habían quejado nunca de todo aquello.
—Entre ellas cuchichean de tanto en tanto, pero cierta noche en la que se me escapó una queja, aunque sin ser oído por la Señora, que estaba cambiándose de vestido, pues el anterior lo tenía completamente empapado de sangre, una de ellas, Jó Ilona, me cogió del brazo y me advirtió:
»-No seas necio… haz como nosotras y calla, enano imbécil. Estás vivo de milagro, y nada te falta. ¿O es que no imaginas lo que podría pasarnos si no obedecemos?
»Entonces intervino la otra, Dorkó, añadiendo:
»-Algo mucho peor, mucho más lento de lo que les ocurre a esas…
Guardaron unos momentos de silencio, que al pequeño János se le hicieron interminables. De pronto se oyó la voz pastosa de Ficzkó:
—¿Entiendes ahora por qué no puedo huir?
El otro le contestó que todo eso le parecía inconcebible, y que tarde o temprano la ley los castigaría, a Ficzkó incluido, y que él, en su lugar, se escaparía. Si antes de oír todo aquello aún albergaba dudas, dijo, ya no.
—Aquí la única ley es la que dicta la Señora —se lamentó Ficzkó.
Luego salieron al patio. János los vio de espaldas. Hablaron un rato más. Él, procurando no ser visto, dejó el sitio en el que se hallaba escondido y se fue hacia el lavadero. Primero pensó en decírselo a su madre, pero luego estuvo seguro de que ésta le reñiría, y posiblemente le diera unos azotes por haber hecho algo indebido y sumamente peligroso. Así que, una vez más, decidió callar. Por la noche tuvo sueños horribles, y en varias ocasiones se despertó sobresaltado. Pero le habían pedido que fuese mudo y, ya que sordo no podía ser por más que se lo propusiese, al menos seguiría siendo mudo mientras estuviese allí.
Al principio sintió pena de Ficzkó, cuya imagen ya no le resultaba tan odiosa después de haberle oído. En el castillo todo el mundo le esquivaba. Ni siquiera se dignaban mirarle, pues todos sabían. Pero a las pocas semanas János se enteró de que había un cierto revuelo en Csejthe. Al parecer dos haiducos se habían escapado en plena noche, robando sendos caballos. Pensó que uno de esos dos hombres sería quien habló con Ficzkó. A éste pudo vérsele muy agitado, yendo de aquí para allá y preguntando si se sabía algo de los fugitivos. Incluso se pasaba largas horas del día subido a las almenas del castillo, como temiendo que en la lejanía aparecieran los dos hombres, cautivos, pues lógicamente la Condesa envió de inmediato a un grupo de soldados en su búsqueda. Eso significaría la instantánea sentencia de muerte para Ficzkó. Pero nunca aparecieron, y el tullido fue calmándose. Probablemente ya nunca más volvería a cometer el error de confesar sus remordimientos a alguien, ya que era su vida la que estaba en juego.
Pero János, que hasta entonces había sentido pena de ese hombrecillo miserable y contrahecho al que nadie hablaba si él no requería algo concreto, y cuya sombra renqueante parecían eludir hasta los perros del castillo, vio cómo en su interior ese sentimiento de piedad se transformaba en otro de enojo y odio. El haiduco sí se escapó, aun arriesgándose a ser capturado. Él, al menos, lo intentó, y al parecer con suerte. Ficzkó no. Éste también pudo haber huido, de haberlo intentado. Y se quedó.
Habían pasado siete noches desde aquella jornada en que la Condesa se fuese al castillo de Erdöd sin Ficzkó. A la mañana del octavo día apareció el séquito. El ajetreo en la lavandería fue considerable, pues ya suponían cómo iba a llegar Kata. En efecto, al rato apareció ésta en los lavaderos, demacrada y con signos de haber llorado. Las mujeres, incluida la madre de János, se apiñaron a su alrededor, inquiriéndole pormenores del viaje, aunque no era eso lo que querían saber. Él, como siempre, lo observaba todo desde un rincón, donde fingía juguetear con varios pucheros vacíos. Apenas oyó nada de lo que comentaban, pero sí distinguió la voz de Kata, que les decía moviendo las manos:
—No preguntéis, por favor, no preguntéis…
Le dieron una porción de szalona y vino para reanimarla. Ella apuró de un trago el vino, pero apenas pudo probar bocado del tocino ahumado que le ofrecían. Al poco vieron cómo Kata se arrodillaba frente a su lecho y se ponía a orar con los ojos cerrados. Nadie la importunó en aquellos momentos. Eso era lo único que podían hacer. Respetar su tormento, dejar que rezase.
Por aquel entonces, el Conde Ferenc Nádasdy ya había muerto, y Erzsébet perdía paulatinamente las bridas del caballo que la conducía directamente a la locura. Nadie sabía cómo acabar con todo aquello. Se limitaban a esperar, aterrorizados. Como Kata, como su propia madre, como diversas personas del castillo y, es de suponer, también del pueblo y las aldeas limítrofes. Sencillamente, aguardaban a que la Providencia les librase de aquel azote que no creían merecer. Pero la Providencia no llegaba. Había de llegar, sin duda, pero aún no daba muestras de aparecer por ningún lado. Y los días iban pasando de modo desesperante. János se preguntó si aquel haiduco contaría a alguien lo oído. Posiblemente así fuese, pese a su temor a hablar. Tarde o temprano sería incapaz de vivir con su secreto y lo contaría. Pero mientras ese momento llegase y alguien se decidiera a tomar las medidas pertinentes, el tiempo iba transcurriendo. Porque en Csejthe todos guardaban secretos.
El propio János, y de eso vuelve a darse cuenta al repasar de una rápida mirada lo anteriormente escrito, sigue teniendo sus secretos. Sus secretos dentro de los secretos. Porque, así debe reconocerlo, aún pudo oír algo más de la conversación entre Ficzkó y el haiduco que acabó huyendo. Fueron unas palabras apenas escuchadas con claridad, pues el tullido las dijo cuando estaban vueltos de espaldas a él, mientras se dirigían al patio, donde posteriormente se separaron. Era algo que sucedió en Erdöd, ese castillo del que ahora regresaba la Condesa y su séquito. Al final de ese comentario, Ficzkó dijo que por nada del mundo quería volver a Erdöd, ya que ese sitio le traía recuerdos muy desagradables.
János oyó a medias. Y eso que oyó lo tenía clavado en su conciencia como una espina. Desde entonces, para combatir contra su desazón se dedicaría a aparentar que jugaba y, siempre que le era posible, salir a los campos cercanos. Allí correteaba entre las campanillas y dientes de león, entre los ciclámenes y los juncos. Procuraba distraerse con el vuelo de algunas mariposas o miraba los agujeros que dejaban los topos en la tierra. Intentaba soñar con una vida más tranquila, lejos de aquel lugar, lejos de todo.
Tardaría aún muchos años en pensar que Csejthe era una metáfora de lo que sucedía en los campos, tan llenos de vida. Las chicas eran como las mariposas. Eran la alegría cuando llegaban. Eran el puro cántico en honor de la existencia. Y ellos, los habitantes del castillo, los topos que vivían en el subsuelo de la realidad, ocultándose bajo tierra para no ver y no saber. Siempre escondidos por temor a que la luz del día les fuese funesta.
También tardó mucho en saber de la transformación que estaba produciéndose en el modo de actuar de la Condesa, influida por los consejos de Májorova. A ese respecto sólo cabía resignarse y admitir que la Providencia seguía perdiendo su tenaz pulso con el Maligno, quien de momento le ganaba la partida. Porque la irrupción de la bruja de Miawa en la vida de Erzsébet tuvo unas consecuencias mucho mayores de las que seguramente ni ella misma pensaba.
Estaba claro que Darvulia no era mujer ilustrada. Probablemente no sabía leer, o quizá tuviese unas nociones elementales de ello. Poco podía saber, por tanto, de los baños de sangre que, se cuenta, el emperador Tiberio se hacía dar de vez en cuando, ni de las bacanales que a costa del preciado líquido vital tenían las pitonisas griegas. Seguramente ni Májorova lo sabía, aunque a ésta sí la habían visto trajinar con algún viejo volumen encuadernado en piel. Es muy posible que se tratase de libros con recetas medicinales o de conjuros, de los que en aquella época circulaban muchos por toda Europa. La propia Erzsébet, en los años previos a su viudez e inmediatamente después de producirse ésta, se hacía traer libros de Viena, Praga o Budapest, pues hay que recordar que leía a la perfección el alemán y el latín. También utilizó sus conocimientos de francés y de italiano, algo que sin duda debía agradecer a la educación que le dio Orsolya Kanisky, quien se había empeñado en hacer de ella una dama culta y políglota.
Ésa es otra de las cuestiones que han mortificado a János Pirgist durante años. ¿Leía Erzsébet? Y si era así, ¿cuáles podrían haber sido esos libros? De hecho, en temporadas en las que parecía hallarse algo calmada, porque su sed de sangre ya se había aplacado con varias muchachas, tenía por costumbre encerrarse en sus aposentos. Entonces no podía molestársela bajo ningún concepto. Dorkó y Jó Ilona se daban un respiro, seguramente convencidas, con buen tino, de que en breve volvería a desencadenarse la tormenta, y con renovada furia. Así había sido desde que ellas entraron a servir a la Condesa. Pero entonces, y János recuerda habérselo oído comentar a una sorprendida y aliviada Kata, esas dos mujeres se limitaban a decir: «Está leyendo. Nadie puede importunarla.» Y ésa era una muy seria advertencia.
Pero ¿qué leía exactamente Erzsébet Báthory, qué renglones de qué textos recorrían los ojos de la loba, eventualmente amansada tras el estrépito de una nueva crueldad? He aquí uno de los dilemas que ha ocupado la mente de Pirgist durante decenios de investigación. Con Májorova hablaba frecuentemente del tema de la sangre, y entre ellas, al parecer, mencionaban ciertos nombres que, por supuesto, nadie oyó nunca. ¿Sabría de las tesis del médico Charas, galeno francés que aconsejó untarse con sangre de víboras para sanar ciertas heridas, o que desde tiempos remotos y en diversas culturas se utilizaba la sangre menstrual de las mujeres, mezclada con grasa de cuervo, para prevenir y curar ciertos accesos, herpes y el carbunclo que podían contagiar los animales? ¿Sabría de la figura de Imhotep, que fue el primer médico egipcio especialista en desentrañar los misterios de la sangre? ¿O de Herófilo, el griego pionero en tales secretos, acaso de Erisístrato que, también en la antigua Hélade, dio con importantes hallazgos en lo referido a la sangre? ¿Sabría de los trabajos del árabe Ibn-an-Nabis, o del chino Hwang-ti? Pudo haber sabido al respecto, pues de ellos se hacían múltiples referencias en grimorios, libelos y todo tipo de libros que sobre el tema podían hallarse sin demasiada dificultad en las ciudades. Incluso, llegó a pensar Pirgist, quien sí había profundizado en el tema para de ese modo acercarse un poco más al mundo anímico de Erzsébet comparando fechas de publicación y llevando gran cuidado a la hora de establecer un calendario de posibles lecturas, ésta pudo haber leído, dado lo mucho que el asunto le incumbía, los tratados más relevantes que por aquel entonces circulaban, unas veces a modo de material prohibido, otras no, a saber: ¿los estudios de Carlo Ruini de Bolonia, los de Fra Paolo Sarpi de Venecia, los de Canano de Ferrara, los de Fabrizio d'Aquapendente, los del gran Andrea Vesalio, verdadera autoridad en la materia, el De plantis de Andrea Cesalpino de Pisa, el De Re Anatomica de Colombo de Padua? En efecto, pudo haberlos leído porque tales textos existían ya, impresos y divulgados, mientras ella vivió. En cambio, y por pocos años de diferencia, Erzsébet ya no vivía cuando los médicos de la sangre realizaron nuevos y sorprendentes descubrimientos. Así, no pudo conocer los trabajos de Gaspar Aelli, de Adrian Leuwenhoek, de Olaf Rucibeck, o Thomas Barthuli, o de Marcelo Malpighi. Se quedó sin saber, pues, el circuito exacto por donde discurre la sangre, el complicado ensamblaje que la lleva a través de venas, arterias y válvulas.
Tampoco Májorova conocería nada de todo ello. Ésta vivía siempre pendiente de discernir los distintos procesos de maceración de las plantas solanáceas, de extraer su máximo potencial a la alraum, conocida como mandrágora, a los acónitos, a la cicuta y la resina del cannabis de Anatolia. Además de preocuparse porque su propia vida no peligrase, claro está.
En cuanto a Erzsébet, Pirgist no se la imaginaba leyendo tales libros. Su preocupación era de orden mucho más rutinario. Ella tenía que llenar casi a diario los calabozos de Csejthe, que tardaron casi medio siglo en construirse y en los que murieron cuatrocientos presos turcos, luego de trabajar en ellos durante su cautiverio. Ella veía con preocupación cómo día a día se le estropeaba, como ya ocurriese en la Casa Harmish de Viena, su querida «Doncella de Hierro», ese modelo que imitaba el que pudiese ver en el castillo de Dolna Krupa, perteneciente al duque de Brunswick.
Como era de prever, la sangre había acabado por oxidar ese siniestro mecanismo. Chirriaban los goznes, no encajaban correctamente las puertas. Pero, mientras pudo sacarle partido, lo utilizó de manera constante y tal como Ezra Májorova le había indicado que hiciese, colocándose bajo el artilugio y siendo bañada por la sangre de la sacrificada que estaba en su interior, a la que los clavos dejaban como un acerico de coser. La sangre le caía a borbotones, salpicando su vestido, su piel, su cabello, todo su cuerpo.
Mas era mucha la sangre que se desperdiciaba en esa operación, yendo al suelo o quedando coagulada entre los hierros del aparato. Entonces, mientras le chorreaba el líquido rojo, Erzsébet parecía calmarse un tanto. Miraba al vacío, ausente, impasible ante los gritos de dolor que la máquina provocaba en sus víctimas. Sólo para darse esas duchas de sangre se quitaba la pequeña bolsita de cuero que siempre la acompañó, y que pendía de su cuello. Ella la tocaba a cada instante, como invocando algo en silencio. Allí habría miembros de cualquier animal, que precisamente la bruja de Miawa conjurase tras una ceremonia secreta a la que ni Dorkó, Jó Ilona o Ficzkó pudieron asistir, siquiera en calidad de mudos espectadores.
Erzsébet vivía obsesionada por su interminable lista con nombres de muchachas traídas desde lejanas regiones del país. Pero iba tachando sus nombres con más frecuencia que añadía otros. Y ello, a pesar de que siempre disponía de un buen número de ellas «en conserva» abajo, en los calabozos, la sacaba de quicio. Eso y la certidumbre de que era necesario dar un paso más. Conseguir chicas de sangre lo más pura y noble posible, algo a lo que estaba plenamente dispuesta pero que a la vez le producía un obvio resquemor. Porque Májorova ya la había convencido de que hacía falta más sangre, mucha mas. Como su «Doncella de Hierro» estaba prácticamente inservible y había sido olvidada en un rincón de aquellas improvisadas salas dedicadas al suplicio, no bastaba con dejarse mojar por la sangre, sino que era imprescindible bañarse en ella. Bañarse se traducía en muchos más litros de sangre de los que hasta ahora obtenían.
En ello, y no en los libros de médicos, debía de tener Erzsébet puestos sus pensamientos. La posibilidad de bañarse literal e íntegramente en sangre de doncellas, la sacaba al menos de su enfermiza abulia y de la mera cotidianidad de las torturas que en sí mismas empezaban a cansarle. Necesitaba emociones nuevas, fuertes, para así sentir otra vez el clamor de su identidad, que se desvanecía por momentos sumiéndola en una especie de niebla. Además, el aspecto de su piel no mejoraba, más bien al contrario: seguía su proceso de imparable deterioro.
Por mucho que intentase disimular, la desesperación estaba apoderándose de ella. Porque también Erzsébet tendría sus propios secretos, sus dudas, como János Pirgist, quien, mientras prosigue en su ardua tarea de relatar aquellos hechos, va posponiendo ciertas cosas para cuando se sienta con fuerzas. Sólo así llegará a mencionarlas.
Es demasiado lo que seguía impresionándole aquello que pasó como para centrarse en lo que él mismo llegó a saber, por atroz que eso fuese. Le perseguían esas otras imágenes de campos sembrados de anónimas, humildes tumbas, donde yacían tantas pobres vestales sin nombre. Para ellas nunca hubo túmulos ni mausoleos, ni siquiera exequias para honrar sus muertes. Le impresionaba, aún, esa otra imagen de Erzsébet paseando por su habitación tapizada de askamiet, un tipo de damasco particular, entre candelabros de bronce permanentemente encendidos y lámparas de plata en las que ardía aceite de jazmín para que se fuese el penetrante olor que en todo momento la acompañaba, pues dicen que la sangre, cuando mana en abundancia, se instala en las fosas nasales como ninguna otra sustancia. Allí sólo se oiría el tintineo intermitente de sus pulseras de esmalte engarzadas de perlas. Allí, limícola, contumaz y perpetua huésped en el lodo de su amoralidad, artesana en el oficio de lacerar, maestra del ludibrio y el tormento, también ella llegaba a su propio límite. Deambulando en el aire enrarecido de esa habitación entre enormes armarios de roble negro, no miraba ya su gaveta llena de alhajas, del mismo modo en que había dejado de interesarle el estado de los viñedos y de los pastos que abarcaban sus tierras. Ella paseaba a lo largo y ancho de aquel lujoso aposento como si lo hiciera por un infame tabuco sin apenas luz, ya casi nunca con sus vestidos de mangas abullonadas y los ceñidos corpiños sobre jubones de color granate, dejada de lado su gorguera o la valona que antes dejase caer sobre su espalda, desde los hombros, con tanta donosura. Aventajada aprendiz de bruja, experta en afrodisíacos, infusiones y tósigos, ya poco tiempo le dedicaba a esas tareas. Ahora, además de matar, sólo pensaba. Pensaba durante horas y horas. Quizá recordase cuando, siendo casi una niña, precisamente en Erdöd, donde algunos Báthory se habían reunido con sus familiares Somlyó para celebrar juntos la Natividad, ella hizo por última vez algo que anteriormente había puesto en práctica, siempre con excitantes resultados. Cogía de debajo de las piedras una escolopendra, gusano de múltiples patas y que llega a tener la extensión de una mano abierta. Sabía cómo cogerlas para que no le picasen, pues esos anélidos poseen una picadura muy venenosa. Las cogía con delicadeza por la cola y la cabeza. En cierta ocasión en que una de sus primas Somlyó estaba despistada, ella se le acercó por detrás y le dijo: «Si quieres que te ponga un bonito collar, cierra los ojos.» La otra, entusiasmada, contestó afirmativamente. «De acuerdo, te lo regalo», añadió la niña Erzsébet sosteniendo entre sus manos aquel repugnante gusano. Y se lo colocó en torno al cuello. La mala fortuna hizo que la escolopendra fuese escote abajo, provocando un ataque de nervios a su prima. Fue duramente castigada por ello pero, como siempre, no le importó. Rosas silvestres con espinas para sus primos, collares agusanados para sus primas. No era ambiguamente perversa. No era decididamente mala. Era cruel, sin fisuras.
Pero ahora Erzsébet se debatía en sí misma, encolerizada por no ver resultados prácticos, negándose a reconocer aún que no podía haber milagros, y menos con ella.
Tal debía de ser su desesperación que, por aquella época, dejó escritas varias plegarias de índole difusa, presumiblemente conjuros que la bruja de Miawa le habría dictado. Pero en esas plegarias, al final, y ello demostraba que su mente había llegado a la escisión máxima, todavía se atrevía a escribir, con su letra pequeña y pulcra, la invocación:
«Santísima Trinidad, protégeme.»