Era la época del cuclillo y las mimosas.
Pasaba el tiempo y Erzsébet cada vez salía con menos frecuencia a dar aquellos largos paseos a caballo que antes la vieran cruzar al galope los campos. Visar, en los establos repletos de heno y alfalfa, engordaba y se volvía perezoso. De vez en cuando, si decidía a salir al exterior, lo hacía en su carroza, siempre bajados los cortinajes de terciopelo negro y granate. Negra aún la gran capa de piel, negros los vestidos, ya sin ceñidos corpiños, como cuando aún quería gustar. Negro el sombrero que llevaba alrededor una cadenilla de fino oro y un rubí engarzado en la frente. De ahí pendía, algo torcida, la pluma blanca, como si fuese un presagio de su antigua lozanía, que ya iba marchitándose mientras las estaciones se sucedían unas a otras, plegándose una sobre otra, fundiéndose una en otra. Erzsébet, si aún le quedaba un resquicio de lucidez en sus ojos, si aún, sorprendiéndola en algún momento, era capaz de ver el curso de las cosas racionalmente, aunque esto le acaeciese en proporción justamente inversa a la que en las personas normales sobreviene la fiebre, es decir, cada bastante tiempo y durante unas horas, por fuerza tuvo que darse cuenta de que envejecía sin remedio.
El ala blanca del sombrero era lo único puro que quedaba en ella, porque todo en su entorno era oscuro y descorazonador. El ala de la locura batía con denuedo, asfixiándola. Como ella había asfixiado a tantas muchachas a las que odió, aun comprendiéndolo conforme lo hacía, eso resultaba en vano, por el simple hecho de ser jóvenes. No quiso entender que eran jóvenes de momento, pero que en el futuro también envejecerían. Puede, incluso, que en su absoluta locura llegase a creer que arrancándoles la vida les hacía un favor: privarles del mayor de los castigos, que era envejecer. Puede. Pero a ninguna de ellas le preguntó al respecto. Tan sólo les privó, a su manera salvaje, de lo único que tenían, la existencia.
Llegó así la época del bochorno y la campiña reseca, cuando los estorninos dibujan formas indescifrables en el cielo, que son como augurios de amor alado. Cuando los labradores se toman descansos a la sombra de olmos y álamos. Cuando ella misma, años atrás, detenía durante un rato sus galopadas en las que nadie era capaz de seguirla, para tumbarse sobre la hierba a los pies de una acacia de dulces y embriagadoras flores, en la vasta llanura. Y después volvió de nuevo el frío, cuando ya no cantan los pájaros matutinos, aunque sí el mirlo y la corneja entre las ramas de algún árbol protector.
A Erzsébet le daban igual la abubilla, el verderón, el cuervo, el jilguero o los gorriones. Ya no se hacía poner el cuerpecillo sin vida de uno de esos pájaros en la frente para aliviar sus jaquecas, que iban en aumento. Llevaba la enfermedad dentro, muy dentro, y para esa enfermedad no eran necesarios los médicos ni las manos expertas en acicalar a las mujeres, haciendo que parecieran tener menos años de los que en verdad tenían.
Esa enfermedad era la vida, su propia vida, que remitía lentamente. Podía contemplarla como hacemos ante una flor que se marchita y pudre con rapidez una vez ha cumplido su ciclo. Pero ella se sentía arrancada de su tallo. El ciclo aún no se había cumplido, no el suyo. Y, al sentirse arrancada de su tallo, notó que perdía contacto con la tierra, con su humedad benefactora, sus raíces llenas de esa otra vida que hasta ahora siempre supo encontrar. Pudiendo haber hecho otra cosa, como resignarse o seguir haciendo lo que hacía, dar rienda suelta a sus bestiales apetitos de tanto en tanto con la inútil esperanza de frenar un imparable proceso físico que iba deteriorándola a ojos vista, hizo justo todo lo contrario, aunque esto no dejaba de ser consecuente, siendo quien era y haciendo lo que ya había hecho: enloqueció más aún.
O, para ser exactos, enloqueció del todo. Puso el pie, con firmeza, con desesperación, en el camino del no-retorno, de la huida hacia adelante. Para ello hizo dos cosas que tendrían capital importancia el resto de su vida, y que de algún modo marcarían lo que le quedaba de ésta.
En primer lugar, y luego de un fugaz viaje a Viena realizado con el mayor de los sigilos, pues sabía que allí era acechada tanto por ciertos vecinos de la antigua Casa Harmish como por los frailes agustinos, sacó del lugar su «Doncella de Hierro», haciendo que un relojero vienés se la adecuara según sus consignas. Había que cambiar los clavos que tapizaban el interior, poniéndolos algo más largos y afilados, entre otras cosas. Esperó ansiosa a ver el resultado de este encargo y, una vez lo tuvo ante sí, se mostró satisfecha. Ardía en deseos de utilizarlo, pero aún debía disimular ante el artesano. ¿Habló a alguien el relojero encargado de adecuarle esa versión de uso particular de la «Doncella de Hierro» que había en un palacio de los Habsburgos? Pero, si fue así, nada se llegó a saber. El capricho de una viuda, noble y medio loca. Se equivocaría al juzgarla. Lo hizo de ese modo, tan frívolamente como tantas personas influyentes tuvieron que hacer durante años, permitiéndole, sin saberlo, seguir con sus crímenes, por credulidad.
No era un capricho ornamental sino un instrumento de trabajo, tan necesario para la vida de Erzsébet como el azadón para un campesino o la pica para un albañil.
No era viuda, pues nunca sintió que estuviese realmente casada con el tosco Ferenc Nádasdy, ya que a ella le atraían los cuerpos de su mismo sexo, pues eso era lo que verdadera y únicamente adoraba: su propio cuerpo. Además, siempre había estado convencida de que aquellos bonitos cuerpos que seccionaba y mutilaba eran un mismo cuerpo. Se dividían, ella los dividía en busca de hallar una unidad superior, en comunión con el suyo. Al final de todas las imitaciones aparecía siempre el Maligno pidiéndole más y más.
No era noble. De ninguna manera podía sentirse como una de tantas damas de la nobleza, que no sabían hablar de otra cosa que de joyas, vestidos y fatuidades, cuando no de las proezas bélicas de sus cónyuges. Su mera cercanía la exasperaba, sin mas. Ella pertenecía a otra aristocracia, a otra realeza muy distinta a la de los Beckov o esos odiosos Illesházy, que poco antes se habían hecho dueños de la región de Trenĉiansky, y cuyos dominios se extendían hasta Zilina, por el norte, y Bojnice y Velkritis por el este, habiéndola encerrado a ella, que aunaba en su egregia persona el poder de los Báthory y los Nádasdy, dejando atrás las casas más influyentes de Hungría, en aquella inmensa zona boscosa salpicada de planicies que quedaba entre las cuencas del Vág y del Morava. Cerca de Presburgo y de Viena, no excesivamente apartada de Praga y Budapest pero lejos de todas partes, lo cual era en sí mismo mucho mejor para sus fines. Erzsébet, desposada en curiosas nupcias con las fuerzas ocultas, era una aristócrata del Mal, y esa condición nadie se la podía arrebatar.
Tampoco estaba medio loca. Siempre aborreció los términos medios. Siendo aún niña no se limitaba a torturar animalillos que hubiese apresado. No, ella quería matarlos, extinguirlos, aunque fuera lentamente. Así se reafirmaba su sentido de la vida. Destruyendo, llevando el miedo y el dolor doquiera estuviese. Y aun cuando en los ojos de sus sanguinarios colaboradores pudiera ver de tanto en tanto un rictus de temor, el desconcierto que produce lo horroroso inimaginable y sin embargo frecuentemente consumado, aunque en tales miradas leyese: «Está medio loca», ella debió de decirse a sí misma que no era cierto. O que, de estarlo, ella estaba absoluta y lúcidamente loca. Le exaltaba la certidumbre de ese tipo de locura, si es que en sus sentidos lo era, lo cual parece dudoso.
La segunda cosa que hizo, una vez pudo recuperarse de la pérdida de Darvulia, más emblemática que útil para sus perversos menesteres, fue buscar con tesón un punto de apoyo que la ayudara en sus nuevos proyectos. Quería una sustituta, quería a la mejor. Sondeó aquí y allá. Mandó a sus fieles a que preguntaran a las gentes de apartados lugares. Así, durante meses estuvo indagando por las regiones del Tribec y los montes Vértes y Bakony. Aún envió emisarios más lejos, hasta las cadenas montañosas de Făgetului y Căliman, hasta los riscos de Lăpusului y los Făgăras, en los Grandes Cárpatos. Así fueron llegándole informaciones de Ratot, de Aba, de Pók, de la casi inhabitada región de Borsa. Estaba empezando a desesperarse, lo que hacía aumentar su ira y mal humor, que indefectiblemente solía traducirse en accesos de renovada crueldad. Pero si las torturas y los crímenes podía cometerlos ella sola, con la escasa pero eficaz ayuda de sus tres incondicionales servidores, necesitaba ese otro punto de apoyo espiritual que justificase sus acciones. Ella era sacerdotisa, pero aún no maestra. Tal papel por fuerza debía representarlo alguien como Darvulia, avezada en lides ocultas. Y por fin halló. Exultante, nada más verla supo que había dado con lo que buscaba.
Su nombre era Ezra Májorova, aunque las gentes del remoto confín desde el que se la hizo llegar la conocían desde hace mucho como la bruja de Miawa, lugar que paradójicamente no estaba muy lejos de Csejthe, donde acaba el río Nytra, aunque fue hallada en un sitio distante de esa región. Un diamante en bruto extraído con simbólicas pinzas de los bosques de Miawa, donde apenas entra la luz. Una filósofa de las tinieblas. Parca de palabras y llena de sabiduría. Fría como el hielo ante la contemplación del dolor ajeno. Visionaria. Una iluminada y prestidigitadora del pánico. Lo que Erzsébet anhelaba.
Májorova contaba ya una elevada edad, pero no era tan anciana como Darvulia, siempre achacosa y, al parecer, reticente en un principio ante ciertos excesos que estaba presenciando y con los que no contaba. Darvulia caminaba como si se arrastrase, e iba en todo momento cubierta con un capuchón que le cubría el rostro. Májorova, por el contrario, no utilizaba su larga capa con capucha salvo cuando salía al exterior, aunque fuese por breves momentos. No tenía un rostro agraciado, pero lo lucía con provocadora ostentación, pese a que una desagradable y ancha cicatriz le cruzaba el mentón de lado a lado, lo que a muchos resultaba repulsivo. No a Erzsébet, quien de ese modo hallaba motivos para valorar su propio cutis, pese a todo bien conservado.
Cuentan que una de las primeras preguntas que le hizo la Condesa, en lo que sería más un interrogatorio que un simple intercambio de pareceres, fue por esa cicatriz que, se dice, Májorova tenía desde su infancia. La escueta contestación de la otra fue:
—Un oso reticente…
Eso debió de cautivar a Erzsébet, porque tenía visos de ser cierto. Aquella mujer, no enjuta ni doblada sobre sí misma como Darvulia, sino alta y llena de energía, se había enfrentado con un oso siendo aún casi una niña. Como la Condesa quisiera saber más de ese episodio, Májorova le dijo:
—Se mostró indócil, pero al poco tiempo era ya mi fiel animal de compañía.
Aquello era definitivo. Confirmaba la leyenda según la cual a Májorova se la había visto acompañada de lobos salvajes a los que acabó sometiendo con el solo poder de su mirada. De Darvulia, en cambio, se oyeron cosas parecidas, pero eran únicamente rumores. A Darvulia siempre le fueron afines los gatos negros. Lo cierto es que ahora Erzsébet necesitaba creer cuanto Májorova le contase. Que fuera del todo cierto o no, ¿qué más daba, si lo era en su febril imaginación?
El propio János Pirgist tuvo oportunidad de ver a Májorova varias ocasiones, bajo la lluvia, en el lodazal del patio del castillo, pero iba cubierta con su capucha y por eso no logró distinguir ninguno de sus rasgos. Caminaba con decisión, pese a utilizar un largo cayado con el que, como Darvulia con el suyo, daba órdenes precisas. Ese cayado imponía respeto, pues no en vano debía de tratarse de la única arma con la que se había enfrentado a lobos, osos y otros animales salvajes. Sólo una tarde, correteando por los pasadizos contiguos a los lavaderos, Pirgist vio pasar junto a él a Májorova, que iba sin la capucha puesta. Extremadamente delgada, el pelo cano y recogido en un moño desigual, duros los rasgos del rostro, arqueó ligeramente las cejas al ver a ese niño mientras jugueteaba en el suelo con varias piezas de madera.
Y él, experto en no mirar, en mirar sin ver, la observó unos instantes. Su corazón palpitó con fuerza, pues intuía, ya entonces, que aquella inquietante mujer había llegado al castillo en sustitución de la otra. La que recogió un pie blanco ribeteado de hilillos rojos y lo introdujo dentro del saco que transportaban. De pronto Májorova se detuvo y le preguntó su nombre. El tono era imperativo, pero no amenazador. Seguramente era el primer niño que veía en Csejthe, y eso debió de extrañarla:
—János nak lívnak… —repuso él, cabizbajo, mientras con la uña rascaba una de sus piezas de madera. «Me llamo János.» Nada más podía decir, nada más debía decir. A partir de ahí una nebulosa se hizo fuerte en su conciencia. Cree, aunque ése es un recuerdo muy confuso, que la mujer le preguntó cuántos años tenía, ante lo que él se encogió de hombros. Entonces Májorova, mientras se iba, dijo algo en dialecto tôt, con el que solía dirigirse a las chicas, al igual que Darvulia o Jó Ilona, dialecto que la Condesa entendía a la perfección, aunque sólo lo hablaba de tanto en tanto y midiendo mucho sus palabras. Era como si la excitara oírlo, sobre todo mientras se prolongaban las torturas. Dorkó también lo hablaba, aunque poco, y muchas de las jóvenes que habían sido secuestradas entendían o se expresaban en tal dialecto. Aquella tarde János se quedó quieto como una piedra. sin moverse de donde estaba, un rincón del pasillo, entre varios toneles, permaneció hasta que los pasos se alejaron definitivamente. Fue entonces cuando le sacudió un ligero temblor, al ser consciente del peligro en que había incurrido por estar jugando ahí. Pero resultaba desesperante pasarse todas las horas del día en los dormitorios de los lavaderos, con aquella humedad y frío, siempre en penumbra.
La bruja de Miawa, pues, hizo su aparición en Csejthe como la segunda señora de aquellos dominios. Así lo había ordenado Erzsébet, dejando el asunto sin que quedase el menor género de duda. Cuanto Májorova pidiese o necesitara, debía concedérsele de inmediato, cosa que nadie osaría poner en entredicho ni por un segundo. Además, allí todos juzgaban verdaderos sus poderes.
Como Darvulia, adquirió desde muy joven los secretos de las plantas. Creía en el acónito y el beleño, creía en la mandrágora, la belladona y el extracto de amapola, pero es posible que, luego de hablar un rato con Erzsébet y saber lo que ésta llevaba en mente, ya no tanto la inmortalidad sino algo más prosaico como demorar en lo posible su envejecimiento, evaluase a lo que debía enfrentarse. Quizá ella hubiera domesticado a lobos y osos salvajes, posiblemente dándoles de beber de esas pócimas hechas con hierbas del bosque, apresándolos luego, alimentándolos después y apaleándolos simultáneamente. Así hasta que reducía a nada su fiero instinto y se volvían dóciles perrillos. Quizá. Pero ahora, y por una inesperada jugada del destino, se enfrentaba a la madre de todos ellos, la loba con forma de mujer cuya sed de sangre parecía no tener fin. Y ahí, como también debió de pensar Darvulia al llegar a Csejthe, había un problema de supervivencia. Era necesario ofrecer a Erzsébet lo que ésta demandara. A costa de lo que fuese, había que engañarla. Mediante jarabes o ardides, tanto daba. Mediante conjuros o rituales satánicos que le hiciesen creer que estaba trabajando en su favor. Porque tuvo que comprenderlo nada más conocerla. Esa loba humana se había atrevido a aquello a lo que no se atreven los animales salvajes: atacar gratuita e implacablemente a sus congéneres.
La bruja de Miawa, por tanto, adecuó su táctica a las circunstancias en las que de súbito se vio inmersa, o más bien atrapada. Se enfrentaba a alguien que había roto por completo con el mundo exterior. Era peligroso en extremo pues, exponerla a tales peligros, que en cualquier momento podían desencadenar el desastre. Ella misma la había visto reaccionar ante determinadas noticias que algún visitante al castillo, aunque fuera de paso, le hacía saber de cuanto acontecía en el mundo y que a cualquier otra dama habrían intrigado hasta el punto de hacerle preguntar más detalles sobre temas que interesaban a las gentes nobles.
Ni los acontecimientos más espectaculares que seguían acaeciendo en el continente lograban captar nunca el interés de Erzsébet. Así, tenía diecisiete años cuando se enteró de una noticia que, extendiéndose como la pólvora, vino a conmocionar a todas las cortes de Europa: la ejecución de María Estuardo en Inglaterra. Esta reina, fervorosa católica, era nieta de Margarita Tudor, la hermana mayor de Enrique VIII, y por tal razón la más sólida heredera al trono inglés. Incluso, mientras fue esposa de Francisco II de Francia, se hizo denominar reina de Escocia e Inglaterra. Viuda a los dieciocho años, y de regreso a Escocia, casó con lord Darnley, quien moriría asesinado en su residencia. De esa muerte fue acusado lord Bothwell, aunque nunca pudo probarse tal hecho. La nobleza presbiteriana se indignó contra la reina, a la que hizo encerrar en un castillo obligándola a abdicar en su hijo Jacobo, pero por ser éste de corta edad quedó como regente el Conde de Murray. Al poco María consiguió huir, y buscó refugio en Inglaterra. Pero allí Isabel Tudor, a la sazón reina de ese país, se negó a recibir a María, manteniéndola casi veinte años presa, siempre temiendo que se acogiese a las cortes de España o Francia para desatar la guerra. El Papa de Roma declaró bastarda a Isabel, y las sublevaciones se sucedieron por todas partes. Ni su hijo Jacobo VI de Escocia ni Enrique III de Francia parecían partidarios de acudir en auxilio de María. Sólo Felipe II de España se enfrentó a los ingleses con su terrible armada, pero ésta sufrió un gran descalabro, lo que envalentonó a los partidarios de Isabel, quien nunca dudó en servirse de las argucias de famosos piratas que actuaron a las órdenes de Drake, Howard o Raleigh. Así, siendo considerada Isabel Tudor el gran baluarte de la Reforma protestante y Felipe II el paladín del catolicismo, el caso de María Estuardo se convirtió en una cuestión de política y religión, mezcla que acostumbra a ser letal para que se imponga la cordura. No fue dificil inventar un complot cuyo fin era asesinar a Isabel, y tras el que estaba, supuestamente, lord Babington, afín a la Estuardo. Era la ocasión para condenarla a muerte y ejecutarla, sentencia que Isabel firmó sin que vacilase su pulso en ningún momento. María, a la que también se acusaba de intentar la sublevación de los nobles católicos escoceses y de la deserción de su ejército en Carberry Hill años atrás, fue decapitada en Fotheringhay. El relato de tan lamentable acontecimiento, que habría de influir tanto no sólo en Inglaterra sino también en Europa, emocionó a todas las cortes sin excepción. Se hizo de ella casi una santa, y llegaron a contar que en el momento en que ponía su cuello bajo el hacha del verdugo, una vez su cabeza había sido cortada, todos los presentes se espantaron al ver salir de entre sus enaguas al pequeño perro caniche que la acompañaba habitualmente, y que al parecer había seguido a su dueña hasta el patíbulo sin que nadie se apercibiese de ello. Ver a aquel diminuto can empapado de sangre y profiriendo lastimosos gemidos fue algo que contribuyó a mitificar cuanto rodeó a aquella desgraciada reina. Es muy posible que Erzsébet oyese los detalles referentes a la decapitación de María Estuardo y el episodio de su perrito. De ser así, posiblemente, y al contrario de lo que sin duda ocurriría con otros nobles, se sintiera cautivada por tan macabra anécdota. Ella estaba mucho más allá de lo que aconteciera en la lejana Inglaterra, más allá de los problemas resultantes de la Reforma y de quienes la combatían, más allá de reinas espurias y reinas intrigantes, más allá de perrillos y sangre. Ella vivía cegada por sus propias experiencias, y todo lo venido del exterior se le antojaba insustancial.
Poco o nada pareció importarle a Erzsébet que el Papa de Roma, Urbano VII, hubiese fallecido recientemente, o las interminables disputas entre la casta eclesiástica para hallar un sustituto en la curia vaticana.
Poco o nada le importó que hubiesen quemado en la hoguera a varios sabios, entre ellos uno llamado Giordano Bruno, por cuestionar, siquiera ligeramente, ciertos presupuestos inherentes a la fe en relación al movimiento de los astros. Poco o nada le interesó el nacimiento del que sería futuro monarca de Francia, Luis XIII, hecho que dio que hablar en todas las cortes de Europa, como tampoco le habían importado las desavenencias que en dicho país sembraron la discordia y la muerte, al enfrentarse las casas de los Anjou, los Guisa y los Valois. Ni le importó en su día la ejecución de María Estuardo, ordenada por Isabel Tudor de Inglaterra, ni siquiera el asesinato del rey Enrique de Francia a manos de un tal Ravaillac. Ni el fin que tuvo ese regicida, desmembrado por varios caballos que acabarían troceando su cuerpo.
Poco o nada le impresionaría que Matías II hubiese accedido al trono de Hungría, algo que tanto debía de afectarla ya que, a diferencia de su inmediato antecesor, Rodolfo de Habsburgo, este nuevo rey parecía firmemente dispuesto a perseguir a brujas y nigromantes, así como a abolir de una vez por todas las prácticas contrarias a la religión cristiana. Ya no creía en nadie. ¿O acaso el propio Lutero no había llegado a pactos y secretas connivencias con algunos pachás turcos con tal de combatir a sus propios hermanos de fe? Vivía entre una saga de cainitas, de ahí su total desapego por todo.
Poco o nada parecía importarle a Erzsébet que falleciese Stefan Illesházy, quien ocupaba el cargo de Gran Palatino, y que su sucesor fuera un pariente de la propia Condesa, György Thurzó, asimismo hombre piadoso y enemigo mortal de la magia negra y sus creyentes. O, si le importó, ya era demasiado tarde.
A ella nada podían afectarle ni esos personajes ni esos acontecimientos. Ella estaba muy por encima de cuanto acaeciese, en su ola de locura y placeres de cariz maligno. A ella seguía preocupándole únicamente lo que a diario veía en el espejo. Una nueva y apenas insinuada arruga, un pliegue de la piel que antes no estaba. Esa carne de brazos, cuello o muslos que se volvía fláccida por momentos. A ella seguía obsesionándole, sobre todo, la sangre, fuente de toda vida y esperanza.
La bruja de Miawa constató que el poder que sobre Erzsébet ejercían los brebajes y pócimas era cada vez más leve. Estaba tan llena de ellos que, con toda certeza, su organismo se había empezado a inmunizar. Májorova, astutamente, sondeó a la Condesa acerca de sus estados de ánimo y sus visiones. También respecto a lo que más le placía y hasta qué extremo se hallaba dispuesta a llegar.
Pero para aquel entonces Erzsébet Báthory hacía ya bastante tiempo que rebasó el límite, incluso su propio límite. Se trataba de, al menos, hacerla creer que no retrocedería en sus progresos en lo alcanzado hasta la fecha. No cesaron ni los ungüentos hechos con vísceras y órganos de animales, ni las pócimas elaboradas a partir de raras plantas, pero se cuenta que la bruja de Miawa decidió retomar un camino que ya Darvulia emprendiese con su pupila, aunque siempre temerosa de cruzar la frontera de la razón. Así, paulatinamente fue consiguiendo que Erzsébet tomase más cantidad de esos pequeños pasteles hechos de extracto resinoso de la planta llamada cáñamo, y cuya ingestión oral ella conoció de algunos magos turcos. Aquello era lo que, según le contó la propia Erzsébet, había logrado ponerla en trances que duraban horas. Era entonces cuando se desataba toda su lascivia, que siempre iba confundida con la cólera. Era entonces, sólo entonces, cuando alcanzaba las más altas cotas y su ser entero se desplegaba como las alas de una águila. Podía ver las cosas desde su interior o salirse del cuerpo, era posible captar los infinitos matices del miedo y del dolor, aunque también del propio placer, hasta apurar la copa de ese sacrílego cáliz.
Ezra Májorova se las ingenió para que Erzsébet, que estaba dispuesta a todo con tal de que no descendiese su vuelo, siempre a la caza de presas, siguiera tomando aquellos pastelillos que olían a musgo y tenían sabor a hierba mojada, pero con un penetrante e inconfundible aroma silvestre que los hacían diferentes a todo.
Y los trances continuaban. Es posible que, en cantidades mucho menores, también Dorkó, Jó Ilona, Ficzkó y la propia Májorova tomasen aquello, pues estar en trance parecía necesario para hacer lo que hacían. Lo que seguro que tomaban era schnapps, un poderoso y dulzón aguardiente que los, desinhibía del todo. Lo importante, sin embargo, no residía en las visiones. Estas no eran sino un estado más. El fin, el abrumador corolario de aquella búsqueda incesante y de aquellas sesiones de tortura y muerte, era la sangre.
Pronto Májorova le descubrió otra joya que no estaba relacionada con las gramíneas y las solanáceas: cierto brote que a modo de cizaña sale de las espigas del cornezuelo, y cuyas semillas, trituradas y hervidas, provocaban fuertes alucinaciones. Ya los asirios mencionaban en sus textos lo peligroso de una pústula nociva que nace en la espiga del cornezuelo. También perfeccionó la ingestión de la resina del cáñamo, calentándola, y de la que tres mil años antes de Cristo un libro chino, el Sheng Nung, decía: «Tomada en exceso tiende a mostrar monstruos, y si se usa durante mucho tiempo puede comunicar con los espíritus y aligerar el cuerpo.» En efecto, para Erzsébet el tiempo se detenía durante horas o se concentraba portentosamente en una fracción de segundo. Májorova no olvidó hacerla frecuentar los diversos tipos de hongos, tanto los que le propiciase Darvulia a veces como otros que nacían en las defecaciones del ganado vacuno, o entre el estiércol. También probó con la amanita muscaria, de la que llegó a decirse, según versiones paganas, que el propio Jesucristo era jefe de una secta que consumía dicha seta. Erzsébet era anfibia y a todo se acomodaba, todo quería probarlo.
Comprendió la bruja de Miawa que Erzsébet, muy por encima de los productos nacidos de la tierra, estaba completamente obsesionada por el hecho en sí de la sangre, por su milagrosa existencia, incluso sin contar los poderes que ésta podía transmitirle. Hasta que no había sangre de por medio la Condesa no se apaciguaba, además de que su cuerpo parecía una esponja capaz de admitir de todo. Pero en cuanto aquélla aparecía, su semblante se transformaba en el acto. Entonces, siempre dominando a duras penas sus movimientos y diríase que perfectamente consciente de sus deseos, entraba en otro trance. El trance del trance. Entonces, sólo entonces, dejaba libre la bestia que llevaba dentro. Y si primero se conformaba con ver cómo iba manando esa sangre inocente, ordenando incesantemente a fin de que manase más sangre de las heridas, no tardaba mucho en arremangarse o quedar desnuda y entrar ella misma en el sacrificio.
En los instantes iniciales de cada sesión de torturas permanecía sentada en un sillón, o se quedaba de pie, estática y como ausente, limitándose a decir que hiciesen esto o lo otro, pero casi de inmediato, y seguramente pensando que lo hacían incorrectamente, ella, con sus propias manos, se ponía a la labor. Entonces se encarnizaba con sus desvalidas víctimas. Si estaban golpeándolas con correajes, o pinchándolas aquí y allá con afiladas púas de hierro, ella gritaba: «¡Más, más fuerte!», o: «¡Detente. Clava ahí abajo!» Entonces podía poner los ojos en blanco, cosa que una noche sucedió de repente y sin que nadie supiese qué hacer y cómo continuar. Eran sus momentos de suprema enajenación, cuando el placer que sentía no sólo era anímico sino también sexual. Balbuceaba palabras incoherentes sin apartar del todo la vista de las supliciadas. Había aprendido a lograr el clímax manteniéndose a cierta distancia y sin intervenir directamente, algo que si en principio dejó perplejos a sus ayudantes, con el tiempo acabaría siendo normal.
Algo así, según llegó a saber Pirgist en sus averiguaciones, le sucedió en el castillo de Puchorw, adonde había llevado a tres campesinas recientemente contratadas para entrar a su servicio, y cuyas vidas se truncaron apenas unos días después de haber sido arrancadas de sus hogares y familias. Puchorw era un pequeño hrad situado entre colinas, al final de una llanura que iba desde Trnava a Modva. En su éxtasis contemplativo, Erzsébet se desvaneció unos instantes, causando un considerable revuelo entre su lúgubre comitiva. En cuanto la hicieron reaccionar con sal volátil, se reanudaron las torturas. Pero aun así, ella, renqueante, se rebozó en la sangre de aquellas muchachas a punto de expirar, pues se habían desangrado momentos antes. Y por mucho que les introdujeran la cabeza en agua, por más que durante algunos ratos las dejasen en paz, sus cuerpos se hallaban lo suficientemente magullados y debilitados como para no resistir nuevos tormentos. Erzsébet se desesperaba porque ella hubiera querido agonizantes que no murieran del todo. Su furor crecía en tales momentos, siendo ella quien solía darles el golpe, la cuchillada final.
Se había convertido en una experta en anatomía. Sabía qué vena rajar o qué arteria cortar para que de allí brotase un borbotón de sangre que recogía con sus manos restregándosela por el pecho y el rostro. Cuando por fin las chicas morían, tras un último gemido, la Condesa acostumbraba a emprenderla a patadas, arañazos y mordiscos por todo el cuerpo de sus víctimas.
La sangre de una muerta ya no le resultaba tan útil. Era impura. Así que, dominando de nuevo la situación, ordenaba que se deshicieran pronto de ellas, pues su simple vista, paradójicamente, le repugnaba.
Esto tuvo que verlo forzosamente Májorova, pues estaba allí, así como el delirio en que Erzsébet caía al comprobar que lo que en verdad importaba a la Señora era la sangre.
Si el monstruo pedía más, más había que ofrecerle. Ya no podían volver atrás. Pero el problema, ya incluso un problema humano, pues las chicas tenían un número limitado, era que el monstruo nunca terminaba de saciarse. Fue entonces cuando la bruja de Miawa, a ciencia cierta constatando, como antaño pasara con Darvulia, de cuyo talento y sapiencia mucho había oído hablar Májorova, que en uno de aquellos arrebatos de locura era su propia vida la que estaba en peligro, y que la ingestión de cualquier sustancia que la Condesa tomara no hacía sino excitar aún más los ánimos de Erzsébet. Májorova llegó a la conclusión, de funestas consecuencias pero a fin de cuentas un nuevo error en la estrategia destructora de aquellos seres, de que había que modificar sustancialmente lo de los baños de sangre. No tanto economizarlos, pues de hecho iba a ocurrir todo lo contrario, cuanto canalizarlos.
Hasta entonces, y con la salvedad de aquel episodio de su «Doncella de Hierro», Erzsébet no se había bañado, literalmente, en sangre de muchachas. Simplemente se untó con ella, esparciéndola por todo su cuerpo y permaneciendo así largos ratos, en espera de la purificadora acción del líquido vital. Pero eso ya no bastaba. Había que dar un paso más, y de ese modo se lo expuso Májorova a Erzsébet.
Llegaba el momento de tomar auténticos baños de sangre, pues todo lo anterior no había sido más que un simple y tosco acercamiento, inadecuadamente realizado.
Las muchachas debían ser más, y más lozanas, y más jóvenes. De once, doce años. Nunca rebasando la quincena. Chicas que, a ser posible, nunca se hubieran enamorado, pues entonces su corazón estaba ya embrutecido por la pasión, y su sangre era menos pura. Habría incluso que recurrir, se atrevió a decir Májorova, a hijas de zémans, campesinos que habían hecho una pequeña fortuna a costa de sus tierras y ganado. Gentes que ya tenían la condición de respetables entre sus conciudadanos. Por aquella época existían muchos de estos incipientes zémans a lo largo y ancho de toda Hungría. Y cuanto más importantes fuesen estos zémans en el ámbito estricto de sus latifundios, de más calidad sería la sangre de sus hijas. Y si podía conseguirse alguna muchacha noble, mejor.
Erzsébet debió de oírlo todo entre excitada, atónita y desesperada. El ala de la locura batió de nuevo fuertemente en su interior. Aquello era muy difícil y arriesgado, pero le atraía. Si se quedó atónita al oírlo fue porque en realidad ella pensó esto mismo desde siempre. De hecho había fantaseado lo indecible con tal posibilidad. ¿Qué bien podía hacerle a su, cada vez más desgastada piel la sangre de simples campesinas, quienes a la postre para ella no eran muy distintas de los animales de sus granjas y cuadras, que en número elevado se extendían allí hasta donde alcanzaba su poder? En cambio, lo otro, eso, ya era distinto. Chicas en cuya sangre corría el latido de la nobleza. Sangre azul, se la llamaba. Como la de ella misma. Le parecía enormemente razonable, pues a fin de cuentas todo quedaría entre los de su condición. Sin embargo, y en su fuero interno, seguía considerando a los zémans como burda chusma. Hábiles personas que, por un golpe de suerte, lograron amasar una cierta riqueza y que ahora aspiraban a codearse con los nobles de siempre, algo que ya habían empezado a hacer de un tiempo a esa parte por todo el país. Igual sucedía en el resto de Europa. Una nueva clase social se estaba gestando, y Erzsébet, aunque lo veía, aún no quería admitirlo.
No obstante se le antojó excitante, o al menos novedoso, cuanto Májorova le proponía. Tal vez esa bruja tenía razón, y había sido inútil lo hecho hasta ahora. No iba a perder nada por probar. De hecho, una de aquellas tres chicas que fueron supliciadas entre los muros de Puchorw era hija de un zéman de Levice, alejada comarca a orillas del río Hron. Al hombre hubo que darle mucho y prometerle más para que dejase partir a su hija.
Pronto iba a cumplirse un siglo desde la promulgación de la ley llamada tripartitum y desde entonces, pese a estar aún estipulado, el poder nunca se había planteado beneficiar a la clase campesina, que siempre fue considerada como patrimonio feudal. Con la llegada de Matías II a la corona de Hungría, la realidad había empezado a cambiar. De las primeras cosas que llevó a cabo este rey son de destacar sendos decretos reconociendo a la clase campesina, así como su libertad de culto, con la prohibición expresa de las prácticas denominadas satánicas. Sus antepasados, Rodolfo y Maximiliano, habían sido fervorosos católicos, pero mucho más preocupados por las intrigas palaciegas que por el bienestar de sus súbditos. Incluso Segismundo Báthory, el propio primo de Erzsébet, casado con María Cristina de Austria, había abrazado con entusiasmo el catolicismo, adecuándose a los nuevos tiempos. No era ese Segismundo el de Transilvania, sino otro.
Májorova, por unos motivos, y Erzsébet por otros, minusvaloraron el poder de los zémans. Habría de reportarles problemas en el futuro.
De momento ella seguía ensimismada con ciertos detalles en los que hasta ahora no había pensado. Esa chica, la hija de un rico campesino, había sido la última en morir. Tuvo que presenciar el final de sus dos compañeras. Y si al igual que éstas gritó y suplicó, en sus últimos instantes de vida, sabiéndola ya perdida, mostró una encomiable entereza de espíritu. Dicen que se limitó a rezar todo el rato, entre estertores y convulsiones. Aquello había llamado poderosamente la atención de Erzsébet. Su mente enferma unió ese dato a las explicaciones de Májorova, y sacó conclusiones: era cierto que la sangre de chicas más distinguidas que las campesinas, con cierta cultura, les confería no sólo aplomo, sino un ilimitado número de posibilidades.
Por otra parte se sentía desesperada, ya que cada vez resultaba más costoso dar con chicas. La región de Csejthe había sido trillada en sucesivas ocasiones y se llegó a un punto en el que cuando ella y su comitiva se acercaban, las gentes escondían a las muchachas en parajes alejados, en campos y bosques. Eso pudo comprobarlo con preocupante frecuencia en los dos últimos años. Antes no era así. Antes las gentes sencillas salían a recibirla con temor pero también con entusiasmo, pues era su Señora No costaba excesivamente convencerles para que le ofreciesen a sus hijas o hermanas, ya que aquel destino había de ser una vida más cómoda, mejor.
Pero su instinto de loba le decía al oído que con las campesinas, y cuanto más pobres más facilidades tenía en su búsqueda, las cosas siempre fueron relativamente fáciles. Casi nunca esas familias oponían seria resistencia. A lo sumo se mostraban algo remisas, pero algunas monedas o ropa, o un animal de crianza, bastaban para aplacar su reticencia inicial. Y el instinto, que hasta entonces fue su más leal servidor, seguía diciéndole que con las hijas de esos malditos zémans, todo podría complicarse. Las trabas, sin duda, empezarían aquí y allá. Debía mostrarse más cautelosa y disuasoria. Así, atendiendo a los consejos de Májorova y de sus ayudantes, pero también siguiendo su propio criterio respecto a ese tema, varió el rumbo de sus pesquisas en pos de nuevas chicas. Si antes las buscaba en la región de Csejthe, y luego amplió esos círculos de búsqueda por toda la extensión de los Pequeños Cárpatos y los Tatras, los cientos de aldeas que allí habían estado desde siempre, pronto tuvo que ampliar esos círculos que en realidad eran semicírculos, ya que hacia el oeste estaban Praga y Viena. La cuenca del Danubio representaba una simbólica frontera que nunca se atrevió a cruzar. Era su Rubicón. Tenía que ir, pues, hacia el este. Así fue ampliando sus incursiones hasta lugares como Modva, Seneç, Galanta o Korly y Jablonica. Después fue aún más lejos, hasta Bánorve, Topolcany, Vráble y Nytra. Todavía más tarde esos semicírculos rastreando sangre fresca se extendieron hasta Detva, Stiarnica y Lubietová. Llegó incluso hasta Jászbereny en el sur, y los alrededores de Miskolc o Szendrö, junto a los montes Bukk, o Kosive y Presov, en el norte.
Estaba apartándose demasiado de su guarida, y en esa perpetua cacería en la que creía vivir invertía semanas, meses enteros, con toda la incomodidad propia de los viajes. Pero aun así mataba sobre la marcha, en la carroza o en los bosques. Tuvo que sortear grupos de bandidos, las inclemencias del tiempo y, sobre todo, la terquedad de los campesinos, esa sarta de badulaques y gañanes malolientes que no parecían muy conformes con alejar a sus hijas a un lugar tan distante como Csejthe. Aunque aún la salvaba que casi todos habían oído hablar de su inmenso poder y la temían.
De manera que se vio obligada a cometer un nuevo error: como recelase de quedarse sin chicas, hizo acopio de ellas en una nueva batida, y fue repartiéndolas entre sus castillos, pero fundamentalmente en Pistyán, Sárvár y Csejthe, donde tenía ya decenas de ellas, por aquel entonces se dijo incluso que centenares, presas en los calabozos, aunque probablemente no pasaran de unas decenas. Muchas veces se olvidaba por completo de las mismas, y cuando iban en su busca las hallaban muertas, famélicas o tan enfermas que no podía hacerse con ellas sino dejarlas perecer o darles una muerte rápida, estranguladas o degolladas.
Fue ésa la época en que Kata, la lavandera, casi nunca estaba ya en Csejthe, pues la llamaban sin cesar desde lugares diversos. Cuando de tanto en tanto aparecía, la madre de János y las otras lavanderas no hacía falta que preguntasen. Se lo veían cincelado en el rostro. Estaba sucediendo algo terrible, tan terrible que Kata ni siquiera se atrevía a mencionarlo, como sí hiciera antes, aunque fuera para desahogarse. Algo mucho más terrible que lo que ocurriese años atrás. Algo que, según sus entrecortadas palabras, no tenía nada que ver con «esto de ahora», y entonces se santiguaba para caer acto seguido en agudas crisis de llanto. Ella seguía siendo la responsable máxima de borrar huellas.
No acababa de limpiar restos de sangre en un sitio o de quemar y enterrar cuerpos sin vida y ya se la requería a toda prisa en otro, alejado a muchas millas. Por ello Csejthe, pese a ser el sitio en el que se consumaba en mayores proporciones el goteo de aquel holocausto que se había convertido casi en una rutina diaria, era el marco donde Kata prefería estar. Al menos ahí se podía refugiar en el mudo consuelo de sus amigas lavanderas, quejarse en silencio con ellas, que la comprendían aterradas, pero sin saber cómo ayudarla.
Kata, exhausta y demacrada, había perdido bastantes kilos de peso en los últimos meses. Trabajaba desde el atardecer, durante toda la noche y la madrugada, hasta bien entrada la mañana. Para su labor usaba los lavaderos traseros, los más grandes y oscuros, que hasta hacía una década fueron utilizados como cuadras o calabozos, y que conservaban en su estructura piedras transportadas de los roquedales de Suabia varios siglos antes. Lo demás había sido sucesivamente reconstruido. A esa zona de los lavaderos nadie tenía acceso, fuera cual fuera el motivo por el que se pretendiera entrar. En ese trabajo Kata solía reunir a tres o cuatro de las lavanderas, las que llevaban más años en el castillo. Las que sabían. Era como si hubiese querido librar a Vargha Balintné, la madre de János, y otras lavanderas más jóvenes, del horror que significaba todo aquello. Incluso llegaba a enojarse si éstas preguntaban demasiado, mordidas por la curiosidad. Esta frase la oyó frecuentemente János durante su infancia:
—¡No preguntes, estúpida! ¡Limítate a lo tuyo si quieres seguir como estás …!
Kata y sus ayudantes dormían unas pocas horas, entre el mediodía y la tarde. Rara era la noche en la que no se demandaban sus servicios, siempre con urgencia. Lo cual podía significar que la Condesa pretendía controlarse un poco, pero no era capaz de hacerlo varios días seguidos.
El recuerdo de Kata, a la que János Pirgist llegó a querer como si fuese su segunda madre, le ha llenado de lágrimas los ojos. Se los seca con un pañuelo de batista que lleva en el bolsillo de su chaleco. Es entonces cuando se ve obligado a sorberse la nariz, pues oye un ruido en la puerta. Llaman con suaves golpes.
—Adelante… —dice haciendo carraspear su voz.
Es el padre András, que llega a recoger la bandeja con restos de comida.
Le pregunta cómo lleva su trabajo.
—A menudo pienso que aún no he empezado… —murmura él con abatimiento, y apoya su cabeza en una mano.
El joven sacerdote, de pie en mitad de la habitación, deja divagar la mirada sobre los objetos que allí se apelmazan. Pone gesto de preocupación.
—Aquí el aire está enrarecido, padre… Permita que abra un poco esa ventana…
No tiene fuerzas para negarse. Que entre algo de la fresca brisa, a ver si así le vuelven las ideas. Cierra los ojos en señal clara no sólo de agotamiento, sino de que haga lo que quiera. El cura abre un momento los postigos de madera y luego la ventana. Fuera llovizna con mansedumbre, pero pronto se nota el aire en la estancia. Ese joven clérigo ha visto el montón de cuartillas que Pirgist va dejando, perfectamente colocadas, en un extremo de su mesa de escritorio, y exclama:
—¡Pues no lo parecerá, pero esos papeles van creciendo de manera rápida!
El le mira con atención, intentando leerle el pensamiento. No lo consigue. Al final musita:
—Sólo temo que mi esfuerzo resulte baldío.
El joven cura frunce el ceño y pregunta algo que Pirgist nunca hubiese esperado, y para lo que no tiene respuesta sincera:
—¿Piensa darlo a la publicación algún día?
—No es ése mi propósito —ha dicho él en tono de sentencia.
—Entonces, ¿por qué sumergirse en tan fatigosa tarea?
Pirgist desvía su vista hacia la ventana, por la que asoma un fragmento de cielo. ¿Por qué? Eso es lo que lleva décadas preguntándose, ¿por qué? Y no ha obtenido respuestas, o no convincentes…
—Lo desconozco —empieza a decir de modo cansino—. Ya le comenté que es mi testimonio de una época que desafortunadamente me tocó vivir.
El joven cura sabe, por habérselo oído contar a Pirgist en alguna ocasión, de la existencia de la Condesa Báthory y del castillo de Csejthe. También, así se lo comentó un día, había oído ciertas historias tremendas relacionadas con aquella dama. Entonces le pregunta:
—Padre, ¿era tan cruel como se dice?
Y él, abatido interiormente, no puede sino responderle:
—No hay palabras, hijo, se lo aseguro yo. No hay palabras…
Hasta ahora ha estado intentando ponerle palabras a aquello que no tiene ni palabras ni explicación posible. Pero ¿cómo explicárselo a ese sacerdote veinteañero que apenas nada ha visto de la vida y que cree en la bondad esencial del ser humano? ¿Cómo?
La voz de éste ha vuelto a sacarle de sus recuerdos:
—Si lleva ya tanto escrito, ¿por qué su descontento?
Tampoco está preparado para responder a esa pregunta, aunque sabe que ha de hacerlo, siquiera por elemental cortesía. Toma aliento y dice lo primero que le viene a la cabeza:
—Porque me invade una gran desesperación al pensar que esto —y señala el montón de cuartillas ya redactadas, sobre todas y cada una de las cuales va pasando el cartón secante una vez han sido llenadas— de nada servirá a la gente que entonces sufrió.
—¿Y a los que vendrán, padre, a las generaciones futuras?
—Dudo que a éstas les sirva. Quizá sólo les asuste, o no crean… —se lamenta Pirgist moviendo la cabeza en señal de fatiga y resignación.
—Eso no es usted el más apropiado para afirmarlo, como no lo son, aunque parezca una contradicción, quienes escriben algo para que mañana lo lean otros ojos…
—Sé lo que digo, hijo, y también lo que he escrito…
El joven sacerdote no parece conformarse con esa explicación. Insiste:
—No obstante, y según compruebo, es mucho lo que parece haber avanzado en su labor. Eso debiera animarle… —Dice con la mejor voluntad, pero desconoce de lo que habla.
—No es suficiente —arguye Pirgist, nervioso por el rumbo que está tomando la conversación.
—¿Por qué, padre? —Esas palabras, por qué, suenan en su cerebro con una penetrante vibración. Se coge la frente con ambas manos y responde:
—No estoy contando todo lo que sé. —Y hunde la cabeza al decirlo.
—¿Carece de valor, padre, eso es?
Medita unos instantes y al cabo del rato Pirgist, que se había sumido en el más absoluto silencio, abre lentamente la boca para responder. Si en ese momento su joven ayudante hubiera preguntado cualquier otra cosa, si le hubiese dicho algo dando por concluido su diálogo, nunca habría salido de él lo que aflora al exterior como una flor que abre sus pétalos en la quietud del estanque. Pero el joven sacerdote sigue callado. Por eso Pirgist, arrastrando casi las palabras, dice:
—Tengo secretos.
Es cierto. Tiene secretos. No uno, sino varios. Y hasta ahora jamás se atrevió a mencionarlos a nadie. Hasta hoy ni tan siquiera se atrevió a reconocerlos como tales, ni a enfrentarse a ellos en toda su crudeza.
—Cuéntelos, padre, cuéntelos. Su espíritu no hallará paz hasta que lo haga —oye al sacerdote con voz sentida.
—Lo intentaré —responde él indicándole que le deje solo con un ademán de su mano—. Lo intentaré…
Instantes después la puerta se cierra a su espalda, sigilosa. Entonces oye su propia voz en un murmullo:
—Pero no sé si voy a ser capaz.
Tose y moja su pluma en el tintero. Le dice al papel:
—¡Dame fuerzas, Señor!