Pasó el tiempo y la mujer con espíritu de dragón y movimientos de serpiente, con mirada de águila y hambre de loba, quería más.
Quizá se sintiese heredera de Calígula: ella quería la Luna, el poder maléfico que emana del astro nocturno, aunque ya se sabía mecida en su húmedo regazo. Y, como Calígula, ignominia máxima de la familia Julia-Claudia que tanta gloria diese a Roma con otros de sus vástagos, Erzsébet hizo suya una frase del citado emperador: «Todo y contra todos me es lícito.» Y, como él, posiblemente padeciera epilepsia.
Igual que ese amado cuerpo celeste, quería brillar sólo cuando llegase la noche. Como esa inmensa perla suspendida en el firmamento, la fiera arrogancia de Erzsébet únicamente lucía en todo su esplendor algunas noches, pues ni ella misma habría soportado hacer nada después de ciertas horas dedicada a la lujuria más desatada, al horror más ubicuo, a las pócimas más potentes. Quedaba entonces literalmente postrada, morosos sus movimientos, calcáreo el gesto, envuelta toda ella en una bruma, sintiendo que la asaeteaban invisibles fuegos fatuos que ardían en su interior como pabilos en una sacristía profanada.
Pasaron las estaciones, sí, con la lentitud de bueyes uncidos sobre el campo en agraz que prepara su cosecha. Arribó la canícula estival enloqueciendo a las cigarras que, con sus patas aferradas a los tallos resecos y a crujientes sarmientos, le gritan monótonamente al sol su alborozo de vivir. Cuando el hinojo y la árnica ven dorarse su tono amarillo, y luego se quiebran, cuando los labriegos se tornan torpes y somnolientos, cuando los cañizales lanzan suspiros que recuerdan a vírgenes sollozantes, cuando orzuelos y lobanillos no cicatrizan en los enfermos debido a su continuo sudor, cuando los muros sueltan esquirlas y el tasquil cae de las paredes a causa del calor, y los rostros de los más ancianos se ven surcados de lajas, cuando el musgo se vuelve tierra y los líquenes barro reseco, cuando cesa el gorjeo de chamarices en sus oquedades de piedra y el lugano no imita a ningún pájaro, porque abrasa el aire.
Llegó el momento en que caen las hojas y se suceden las lluvias, dejando de nuevo amarillo lo verde, cuando los bosques se llenan de una alfombra que crepita bajo nuestros pies y la naturaleza toda parece arrodillarse en espera de un frío mayor, que inevitablemente llega. Pero aún antes, manos hábiles habían sabido extraer el jugo acre de las rígidas umbelas de las lechetreznas, que hisopean escarcha con el viento. La vida.
Y llegó la época en que las colinas se visten de blanco y sólo las copas de los árboles muestran con orgullo sus crestas, cuando toda sobrepelliz es poca para que los tímpanos no zumben de frío, cuando la lúnula de las uñas se torna violácea y las yemas se arrugan, cuando zahínas y sorgos, brizas y piornos quedan tan ateridos en su vegetal silencio que más parecen alambres, como los hombres, que caminan encogidos, como las mujeres, que procuran no salir de sus casas.
Pasó ese frío intenso y llegaron de nuevo los luminosos días en que los insectos vuelan atolondrados en su ágape de olores, en su festín de fragancias, cuando las flores se visten de fiesta para ser libadas, cuando los abejorros incrustan sus cabezas entre los pétalos como almohadones de seda multicolor en pos del dulce néctar, su más valiosa prebenda, y el agua emana cristalina por los arroyos como si quisiera escribir así, con tinta transparente y fresca, la otra historia del mundo, la de lo bello inamovible, porque carece de moral y es eterno.
Erzsébet también evolucionó con las estaciones, con los años que se mueven como un péndulo, pero que nos llevan siempre hacia adelante. Había ido poniendo, uno a uno, todos los elementos para recoger una pingüe cosecha. Había conocido el éxtasis, y éste no era precisamente el que se encontraba en la liturgia cristiana.
Incluso con el advenimiento de cada nuevo verano, en la época en la que todavía son soportables los calores, Erzsébet se sentía menos dispuesta a salir para supervisar sus posesiones más cercanas, lo que hasta entonces sí había hecho. Mandaba a alguien a que recogiese los diezmos que le correspondían como Señora de aquellas tierras. Su vida fue tornándose roma hacia cualesquiera de las cosas que conformaban el mundo, y su carácter empezó a tener excoriaciones, aunque éstas estaban astilladas. No le importaban ni la aparición del esforrocino en las vides, ni de los oídios en ciertas especies de hongos comestibles. Ni ver cómo en los lagares se pisaba el vino, ni que los leñadores buscasen urce y brezo para el carbón que ella misma habría de aprovechar con la llegada del crudo invierno, ni que la parva y los montones de mies reposasen en las eras, aguardando a ser llevadas de un sitio a otro en pequeños bastimentos que surcaban las mansas aguas del Vág en ambas direcciones, aprovechando el estiaje del mismo mientras en sus márgenes el ganado cutral que no permanecía en los pastos altos, inservible para tareas duras, echaba espumarajos por el huelgo tras una fatigosa existencia al servicio de los hombres. Pronto serían carne y piel. Así sus víctimas florecían en una temprana primavera que era cercenada casi de raíz antes de que llegase el estío a sus vidas. Fue precisamente la certidumbre de que el otoño de la existencia estaba impregnándole todos y cada uno de los poros lo que, luego de obnubilarle el sentido, la hizo arremeter con salvajismo contra cuanto supusiera juventud y belleza.
De ese modo prosiguió su soterrada labor de zapa, husmeando cual lebrel en torno a los ancestros en los que se cimentaba su nueva fe. Seguía haciéndose contar pasajes de las historias que vivieron sus propios abuelos, como el de la pérdida de Belgrado o el desastre de Mohács, acaecido en 1526. Supo de aquella antigua Hungría que fue saqueada sucesivamente por las tribus celtas, las legiones de Trajano, los escitas, los avaros, las huestes de Arpad y Anulfo, los hunos, los gépidos o los eslovacos. Y ahora, los turcos. Ella misma y los suyos tenían en esos ancestros un fuerte componente oriental del que Erzsébet, que se sepa, nunca renegó. La villa en que nació, Nyírbáthor, se hallaba en el flanco de un triángulo que formaban Debrecen, Satu Mate y Oradea, en el que desde hacía siglos se afincaron los magiares, quienes a su vez eran los descendientes de los pechenegos, raza guerrera llegada más allá del Dniéper, donde se seguían las enseñanzas de Mahoma.
Todo eso debió de revolver sus instintos, acerándolos, y si en su cultura y sus modales Erzsébet mostraba afinidad con lo que se hacía en la Viena de los Habsburgos, si fue educada en la admiración a Matías Corvino u otros príncipes cristianos y su doctrina, también sentía una secreta e inconfesable atracción por lo que de Oriente latía en sus venas. De ese Oriente épico, aunque nunca visto, heredó justo lo que le convenía: una cierta idea de la crueldad, una mística de la venganza y el arte del suplicio. Pero ¿acaso no se mostraron también en extremo crueles, cuando de lo que se trataba era de preservar e imponer la fe, esos mismos príncipes en cuya veneración fue educada? Lo eran. Sólo que la crueldad de los otomanos siempre se le antojó más imaginativa que no necesariamente espectacular, y eso fue lo que ella buscó en todo momento: dejar volar su imaginación. Ser a través de lo destruido. Sentir mediante la devastación. Si hubiese sido hombre habría imitado a Vlad Tepes Drakul, sin duda. Pero como nació mujer se veía obligada a hacer eso mismo no en el campo de batalla sino en la intimidad.
Ella vivía enfrascada en su aprendizaje de las hierbas que algunos llamaban envenenadas y otros milagrosas, el eléboro y la estila, el ricino y la salvia, pero que en realidad le con cedían una inusitada fuerza, en los complejos brebajes cuya ingestión la hacían sentirse literalmente transportada a otros niveles de conciencia en medio de esa tediosa realidad de joven esposa solitaria, primero, aburrida madre más tarde, y viuda insatisfecha después. Vivía entre ollas que despedían fuertes y desconocidos aromas, entre frascos con pócimas de colores indescifrables, como lo eran las visiones que provocaban, entre retortas, alambiques y pucheros con sustancias que se improvisaban conforme se iban haciendo y ella exigía ascender un escalón más hacia la cumbre de la locura.
Pero lo principal, aunque ya llevara a cabo la mayor parte de sus actos intentando borrar cualquier huella que pudiese quedar de los mismos, es que por fin había hallado lo que aplacaba su ansiedad: la fórmula según la cual debía disponer su osadía, que a su vez la conducía al método para alcanzar el éxtasis.
Éste le reportaba plenitud. Y la plenitud, que sólo la concebía si era global, absoluta, únicamente se la daría la permanente juventud. Que a su alrededor la gente muriese, luego de haber envejecido lastimosamente o de enfermedades con nombres latinos, no le importaba apenas. Sólo lo tenía en cuenta. Ello significaba que la gente, toda la gente, no supo buscar. Ni siquiera Darvulia. En una fase inicial, su bruja no era partidaria de torturar y matar chicas. O no a tantas, ni tan arbitrariamente. También la vieja Darvulia parecía aletargada, carecía de auténtica voluntad de conocimiento, que según el código de valores de Erzsébet debía ser feroz, no entendiendo la piedad siquiera como concepto abstracto. Desde el primer instante ella se dio cuenta de que Darvulia temía los castigos físicos y a la muerte. A veces la oyó gritar mientras dormía. Fue así como esa bruja se había delatado: era sabia, pero humana.
Ella, en cambio, no sentía miedo a la muerte porque en su fuero interno no la concebía como un común destino, pese a que tantas veces la vio, pese a que tantas veces la había infligido. La muerte era eso que les sucede a los demás, a los frágiles, pensaría quizá en su delirante cegazón espiritual. Y en cuanto al dolor físico y los castigos, ¿qué podía decir, sino que la excitaban desde que era una chiquilla? Ya entonces, cuando alguna vez fue castigada en estancias cerradas, con la amenaza de que allí iba a quedarse largo tiempo, y que posiblemente acudieron las ratas a comérsela, ella, impasible por fuera pero enardecida por dentro, las esperaba en vano, hora tras hora. ¿Qué se sentiría al ser lentamente devorada por las ratas? Estaba su temor a los espacios cerrados, completamente cerrados, pero allí donde la enviaban siempre solía haber alguna luz, alguna ventana. Es posible que en determinados momentos sintiese algo parecido al miedo, pero ésa era una sensación de mímesis. Imitaba a los demás. Su curiosidad por todo lo referente al sufrimiento era muy superior al miedo, incluso cuando se trataba de ella misma quien podía padecer dolor físico.
Siendo muy niña, luego de cometer alguna imperdonable fechoría, que en su caso solía tratarse de golpear a las criadas, a los palafreneros y menestrales que estaban al servicio de su familia o a sus propios parientes, Erzsébet recibió sendas regañinas acompañadas de bofetadas. Entonces, tras un inmediato sentimiento de vergüenza e impotencia, pues no tenía la suficiente fortaleza para volverse, venía otro de orgullo mancillado y deseo de venganza. Y aun después aparecía uno nuevo: aquellos golpes la habían llenado de luz, como si su efecto hubiera sido el opuesto a la intención con la que fueron dados. Aquellos golpes la despertaban de su ensimismamiento, colmándola de algo que no era la felicidad, pero se le asemejaba.
En cierta ocasión, cuando tendría catorce años, su futura suegra Orsolya la abofeteó por una contestación fuera de tono que Erzsébet le espetó agriamente en público. Hubo testigos y todos dieron muestras de su indignación. Era la primera vez que veían actuar así a aquella buena mujer empeñada en la educación de quien pronto habría de casarse con su primogénito Ferenc. Tras el bofetón, Erzsébet simplemente se la quedó mirando durante varios segundos llenos de tensión. Luego enmarcó una enigmática sonrisa, como si realmente le hubiese gustado recibir aquel golpe que ella misma provocó con su actitud hostil y sus tercos modales. Orsolya Kanisky hizo ademán de golpearla de nuevo, pero se contuvo. Jamás había visto tanta insolencia aunada en una persona. La mandó a sus aposentos diciéndole que permanecería allí dos días por su falta de respeto y su espíritu indócil.
—¡Eres una salvaje! —parece ser que le dijo Orsolya fuera de sí, esperando que con eso Erzsébet diera muestras de arrepentimiento.
Pero, lejos de hacerlo, ésta acentuó el cariz insolente de su sonrisa. La anciana sólo sabía gritar:
—Men-j-él… men-j-él …! —«Vete… vete…»
Y Erzsébet se fue, altiva y recogiendo un poco las enaguas de su falda, como si quisiera desaparecer de allí sin hacer ruido, igual que una reina que abandona por decisión propia una asamblea en la que ha atendido a sus invitados. Durante esos dos días se le subió alimento, pero permaneció allí todo el tiempo, pese a que la habitación tenía un ventanal desde el que podía divisarse el exterior. Eso amortiguó su temor a estar verdaderamente encerrada. Incluso la criada que le subía la comida tenía prohibido dirigirle la palabra. Cosa que hizo a rajatabla. Tampoco Erzsébet le dirigió comentario alguno. No lo necesitaba. Nadie podía saberlo, quizá ni siquiera ella misma, pero ahí, aislada, enclaustrada, estaba en su mundo.
También esto era una premonición de lo que habría de venir.
El caso es que cumplido el período del castigo, Orsolya Kanisky le lanzó una retahíla de admoniciones a fin de corregir su conducta en el futuro, ante la que ella se limitó a oír, silenciosa, lo que le advertían. Su mente estaba ya en otra parte, muy lejos. Y las advertencias de su suegra, así como las invectivas que al parecer lanzaron sobre ella varias de sus primas Nádasdy, a quienes escandalizaba tal actitud, no consiguieron sino que se mostrase aún más altanera. Cuando aquéllas le preguntaron por su reclusión, añadió, tranquila y sosteniéndoles la mirada, que había pasado los dos días más felices de su vida. Esto llegó a oídos de Orsolya, quien, luego de mover repetidamente la cabeza, rompió a llorar ante la interlocutora que le puso al corriente del hecho. También es probable, pues, que fuesen ciertas las palabras que le dijo Orsolya a su hijo Ferenc poco antes de su boda con Erzsébet.
—Sé que es muy bella y la quieres, pero no olvides nunca que te casas con una fiera…
Aquello debió de divertir a Ferenc, que ejercía de fiera él mismo, y para quien el espíritu dominante y rebelde de su futura esposa no dejaba de ser muestra de que había elegido por mujer a una persona fuerte, de carácter voluble y a ratos agresiva, pero que con él siempre procuró mostrarse agradable y tierna, ya que no del todo obediente.
Y también parece probable que en aquella ocasión, poco antes de sus nupcias, el bravo Ferenc respondiese a tal aviso:
—Es como todos los Báthory, madre…
Pero si en su modo de alcanzar esos estados de éxtasis Erzsébet fue dando un largo y tortuoso rodeo hasta encontrar la forma más directa para obtenerlos, lo cual era difícil en Csejthe y con su marido vivo, aunque estuviese ausente, por lo que tuvo que aguardar pacientemente a que éste no estuviera a fin de obrar con el desmedido salvajismo que la caracterizaría ya hasta el final de sus días, fue en la manera de concebir su cosecha humana donde antes empezó a dejar constancia de quién era.
Con la independencia total que le supuso no estar bajo la tutela de Orsolya Kanisky, y con el poder que asimismo suponía ser la esposa de un Nádasdy y prima del monarca de Polonia, Esteban Báthory, o de los reyes de Transilvania, inició sus incursiones en la senda del Mal dejando aquí y allá pequeños rastros. Csejthe, al igual que Bezkó, eran castillos aislados del mundo pero que, por otra parte, no dejaban de estar en lo que se consideraba la frontera austrohúngara. Buscó, pues, las excusas más dispares para pasar temporadas en sitios como Rágozci, Bittsere o incluso Pozsony, que no quedaba lejos de Presburgo, lo cual era un inconveniente pero no un obstáculo. Allí se hacía acompañar de sus acólitos, que ya por aquel tiempo eran Dorkó, Jó Ilona y el tullido Ficzkó, quienes le garantizaban cierta impunidad. Allí empezaron los secuestros, los engaños, las torturas, los crímenes.
El escudo de los Báthory, que llevaba inscrito en todas y cada una de las células de su sangre, ya había cumplido el ciclo completo, ya se devoraba a sí misma en un estático y caníbal banquete, incluso automutilándose, pero aún necesitaba de la furtividad para saciarse, para instruirse en técnicas depredadoras que iban renovándose conforme conocía más y más. Por ello nada le pareció tan idóneo como el bullicio de una gran urbe que, pese a estar repleta de gentes que vienen y van sin cesar, confiere anonimato. Así Erzsébet, quien en posadas de Praga o Presburgo y Budapest ya se hiciera conseguir doncellas utilizando siempre el ardid de que quería interrogarlas para que entrasen a su servicio, montó en esas grandes villas sus primeras orgías de sexo y sangre. Porque allí ya había sangre, sin duda. Tampoco parecía problemático hacer desaparecer los cuerpos de aquellas chicas que en las noches previas le habían procurado placer, en su especial modo de entenderlo. A diario se sabía de hallazgos macabros que aparecían en las afueras de tales poblaciones. Prostitutas, campesinas. Qué más daba. Infelices que se habían topado con quien no debían y cuando no debían. Eran simplemente carnaza, y cuando el cuerpo de una de esas mujeres era descubierto, solía pensarse que se trataba de alguna prostituta a quien habían asesinado luego de abusar de ella. En cuanto a las que no tenían aspecto de prostitutas por su edad o sus vestimentas, reconociendo todos que sin duda se trataba de campesinas, a saber de dónde provenían y cómo encontrar a algún pariente para notificarle del hecho. Más bien al contrario. Tales hallazgos, por tristes y luctuosos que fueran, constituían, tanto en esa época como en cualquier otra, un auténtico problema para las autoridades en cuestión. Esos hallazgos acababan poniendo en duda su presunta eficacia, y cuanto antes diesen por concluido el asunto, antes volverían las cosas a estar en orden. Las infelices desconocidas eran enterradas en una fosa común, y a menudo ni eso. Se les echaba cal viva luego de cavar una zanja en algún páramo solitario. Allí no había lápida ni responsorios, allí no había familia ni voces de protesta que exigiesen una investigación en toda regla. Era el destino de los pobres.
Fue así, cuando Erzsébet aún no se había decidido a utilizar con absoluta libertad su guarida de Csejthe, como descubrió Viena.
Fue allí, no muy lejos del barrio judío, célebre por la multitud de tenduchas que lo poblaban y en las que podían hallarse las preciadas gamahés, piedras marcadas por los astros, así como fósiles y todo tipo de amuletos, donde la Condesa instaló en una primera época su cuartel general. Eligió para ello una posada conocida como El Hombre Salvaje, y no fue vana su elección. Cuando se disponía a alojarse en tal lugar le dejaban libre uno de los pisos superiores. Por las noches, y hasta altas horas de la madrugada, el jolgorio era constante. Casi todo el mundo acababa borracho. Otros personajes de la nobleza que pernoctaron en dicho sitio se habían quejado del ruido que sin tregua les molestaba, impidiéndoles dormir. Así que dejaron de frecuentarlo, lo que constituía una ventaja para los planes de Erzsébet. El marco era ideal para esos fines que tan meticulosamente había trazado.
Al principio tenía por costumbre enviar por delante a uno de sus fieles haiducos, cuya misión consistía en vocear que iba a llegar una importante dama dispuesta a dar trabajo a chicas jóvenes y sanas, de las que podría disponer si luego eran llevadas con ella a Csejthe o a cualquiera de sus numerosas posesiones. Aquello causaba honda impresión entre las gentes del barrio. Los comentarios se extendían con rapidez. Para cuando ella llegaba, pues, ya disponía de una larga lista de espera. Tenía donde elegir, y aquellas desdichadas no podían sospechar lo que les deparaba el futuro inmediato. Simultáneamente, Erzsébet había ordenado nuevas obras para acondicionar los ya de por sí inmensos lavaderos de Csejthe, aislándolos aún más, mediante gruesos tabiques, del resto del castillo. Treinta años llevó la construcción de esos lavaderos que, a su vez, conectaban con una intrincada red de pasadizos que iban a dar a los calabozos y a otras frías estancias que se habían utilizado sucesivamente como almacén de grano o depósitos para el material de construcción. En cuanto Erzsébet calculó el potencial de aquella pequeña y subterránea ciudad de sombras que eran los recónditos lavaderos de Csejthe, supo qué hacer, y lo llevó a cabo sin demora. Pero ello iba a llevarle todavía algún tiempo.
Las cosas empezaron a complicarse en la posada. Era costoso sacar de allí los cuerpos de las primeras chicas que sucumbieron en las bacanales que Erzsébet había ideado hasta el detalle. Nunca tuvo en cuenta que la proporción con que se volcaba en tales orgías era mayor que la probabilidad de no dejar ninguna huella, por lo que la tarea de desembarazarse de algunos cuerpos implicaba un cierto riesgo. Tanteó ese riesgo, pero actuando siempre en el filo de la sospecha. Así se lo advirtieron sus fieles secuaces, quienes en todo momento la apoyaron en la consumación de dichas orgías. El problema es que ella seguía considerándose inmune a todo, por insensato e ilegal que esto fuera, y no ponía atención a esa parte del proceso, la más desagradable pero necesaria: borrar vestigios, no dar un paso en falso.
Además, estaba demasiado entusiasmada con las nuevas sugerencias de Darvulia y con un descubrimiento reciente que había podido contemplar con sus propios ojos: se trataba de la denominada «Doncella de Hierro». Era éste un curioso método de tortura, probablemente ideado por los turcos, que ella vio a modo de macabra rareza, pues de ése y no de otro modo se exponía en uno de los palacios de los Habsburgos. Consistía en una especie de ataúd hecho con hierro forjado, que en su interior tenía afiladas puntas, aunque no muy largas. Al introducir un cuerpo allí y cerrarse el artefacto, aquél quedaba de inmediato cosido a pinchazos. Era una forma de suplicio lento, pues las puntas de hierro entraban sólo un poco en la carne, aunque en numerosas partes del cuerpo. Según parece, un mecanismo permitía presionar más o menos la estructura del sarcófago destinado a hacer sufrir y a la muerte, pues de ahí, aunque aún con vida, uno sólo salía desangrándose sin remedio.
El entusiasmo que le produjo tal descubrimiento la tuvo varios días presa de una enorme agitación. Eso podía ser lo que necesitaba para llevar a cabo lo último que la bruja Darvulia le había aconsejado a fin de evitar el envejecimiento de su organismo, que como es lógico era en la piel en lo que se notaba con alarmante rigor. Debía bañarse con sangre de jóvenes, a ser posible vírgenes y de probada salud. Las campesinas, en ese sentido, eran las más indicadas. A toda prisa, y reuniendo a varios herreros de Viena, Erzsébet se hizo construir una réplica de la «Doncella de Hierro» aunque, según parece, no llegó atener forma de momia sino que aparentaba una jaula, pero en vez de barrotes tenía una malla metálica imposible de rasgar desde dentro. Aquello ya le servía.
No obstante, la posada seguía siendo un sitio susceptible de despertar sospechas. Por mucha algarabía que hubiese en los pisos inferiores, donde se comía y sobre todo se bebía hasta la exageración, los gritos de las chicas podían oírse a bastante distancia.
Entonces se fijó en la antigua Casa Harmish, situada al final de la Augustinergasse, porque quedaba apenas separada por un solar lleno de maleza del convento de los agustinos. Era aquél el barrio en el que solían alojarse los nobles húngaros, y la Casa Harmish parecía en verdad un vetusto palacete deshabitado por el que Erzsébet tuvo que desembolsar una fuerte suma. Para llegar hasta él había que cruzar la puerta Stubenthür, que colindaba con la sede de los dominicos, y subir hasta la Schulerstrasse por una cuesta empinada. Ahí estaba uno de los accesos laterales de la Casa Harmish. Era una callejuela a la que nadie había puesto nombre. Poco tiempo después ya empezaría a conocérsela comúnmente como la Blütgasse, la Calle de la Sangre.
La causa era evidente: desde aquella enorme mansión se vertían muchas mañanas, al despuntar el alba, cubos y más cubos de sangre, tiñendo de rojo el precario adoquinado. Por allí se filtraba la sangre, dejando una pestilencia inconfundible. Alguno preguntó y se le dijo escuetamente que la dueña de esa mansión provenía de una zona muy alejada del país, y por lo tanto tenía sus propias costumbres respecto a hábitos alimenticios. La sangre pertenecía a animales. Terneras, cerdos, ovejas, conejos, ciervos, gallinas.
En un primer momento los vecinos, curiosos y también molestos por aquel insoportable hedor que provenía de la Blütgasse, lo creyeron. Quisieron creerlo. Necesitaban hacerlo. En cualquier caso lo otro, lo que de alguna manera ya había empezado a cobrar forma indefinida en sus conciencias, era inimaginable.
Pero las protestas crecieron. Incluso algunos monjes del convento de los agustinos afirmaron haber oído gritos humanos. Por otra parte, nunca nadie pudo ver que allí fueran transportados animales para las matanzas a las que vagamente, y siempre con malos modos, se aludía ante las lógicas demandas de explicaciones.
Allí, en el interior del caserón de la Blütgasse, Erzsébet se deleitaba en las más crueles y refinadas torturas. Sentada en mullidos almohadones de plumas contemplaba el ritual, dando órdenes escuetas y sin la menor vacilación. «Pincha allá.» «Déjala un momento.» «Corta ahí.» «Quema allá.» Poco a poco iba entrando en la dinámica de los suplicios, que para ella poseían una geometría y una filosofía particular. A veces, nerviosa y hasta desesperada de ver la ineficacia con que operaban Ficzkó, Jó Ilona, Dorkó y Darvulia, ella misma se despojaba de su lujoso vestido, o incluso simplemente se arremangaba y empezaba a torturar como consideraba oportuno.
Hasta entonces, en los castillos perdidos entre valles y abruptas montañas, se había limitado a planchar las plantas de los pies a alguna sirvienta, produciendo horrorosas quemaduras, a azotarlas o a untarles el cuerpo con miel y dejarlas después en pleno bosque, atadas a un árbol. Allí aguardaba a que los animales terminaran la tarea. Su gozo era asistir al sufrimiento de aquellas chicas, por lo cual iba a ver cada varias horas cómo seguían.
Atrás quedaron los bastonazos, los golpes con el látigo, los puntuales alfilerazos, las graduales puñaladas que daba, ella misma o sus acompañantes, en zonas del cuerpo que no supusieran una muerte rápida. Atrás quedó el tiempo en que se conformaba con abofetear o arañar a las chicas. Eso se extravió entre los muros de ignotos castillos, donde tantas y tantas veces había perdido los estribos. Y si alguna de las muchachas se mostraba especialmente rebelde, se la conducía, si era invierno, al yermo helado, sin ropaje que la cubriese. Entonces las hacía atar y, uno tras otro, iban cayéndoles encima cubos de agua que prácticamente cristalizaba antes de rozar la piel de las infelices víctimas. Su perfidia era tal que, si estaba de mejor humor, mandaba que las reanimasen, les procuraba algo de abrigo y calor a la vera de una improvisada hoguera, incluso les daba alimento. En cuanto se habían recuperado, de nuevo se reiniciaba el suplicio. Le encantaba hacer esculturas vivientes, en ese caso agonizantes. Sentía verdadera pasión por ver los espasmos de aquellos muñecos de nieve de forma humana, con largos cabellos que se petrificaban minuto a minuto, con cada cubo de agua. Nunca abandonó esa tendencia a hacer estalactitas que gemían y suplicaban hasta el último soplo de vida que les restase. Y, como sucedió con la chica secuestrada camino de Sárvár, a menudo seguía golpeando aunque ya hubiesen expirado.
Atrás quedaban las sesiones con la vara de tejo y con otra de fresno que ordenó hacer a tal efecto. Castigándolas con saña procuraba dejar marcas a lo largo y ancho de sus cuerpos. Diríase que intentaba dibujar o escribir algo en aquellas pieles llenas de magulladuras y hematomas. Entonces hacía verter vinagre o sal sobre las heridas.
Todo aquello resultaba fatigoso para ella misma, pues debía exponerse muchas horas al frío y las ventiscas. Por más que se abrigaba con pieles de martas cibelinas y armiños, por más que sobre éstas se pusiera su capa de piel de oso, el frío era a veces tan intenso que hasta a ella le parecía incómodo aquel modo de obtener diversión. Empezaba a aburrirse.
Erzsébet quería intervenir, hacerlo de otra manera. Causarles dolor con sus propias manos, y eso implicaba salir a la intemperie exponiéndose a las inclemencias del tiempo.
En el palacio de la Blütgasse, sin embargo, se sentía más a gusto. Ahí era posible mirar o intervenir, según le pluguiese. Al principio a las chicas les amordazaban la boca para impedir que sus chillidos pudieran oírse. Pero de nuevo su instinto de dragón y su hambre de loba la traicionaron. Y por partida doble.
Cada vez eran más las muchachas a las que se torturaba simultáneamente. Primero lo hicieron de una en una. Luego ella exigió que entre las chicas hubiera juegos sexuales o que se desgarrasen unas a otras, aun con las manos libres pero ya desnudas. Luego, que lo hiciesen atadas, con los dientes.
«Salvaré a quien mate a la otra», sugería, lo que nunca fue verdad, pues no quería testigos. Pero aquellas desgraciadas, que ya habían sido torturadas previamente, sabían que no tenían otra oportunidad. Así que se despedazaban mientras Erzsébet a duras penas lograba contener sus carcajadas. Con la superviviente, si la había, empezaban otros suplicios. Lo cierto es que alguna de ellas, en su lucha, se quitó la mordaza de la boca, aunque fuese por pocos instantes. Entonces gritaban. Y eso se oía fuera.
Del mismo modo en que por su perfidia consintió que aquellos lamentos pudieran ser oídos desde el exterior, ya que empezaban a tener demasiadas chicas cautivas en las diversas estancias de la casa y alguna debió de pedir auxilio desde las ventanas, también su sed de mal la llevó a contravenir las indicaciones de sus acompañantes: ella disfrutaba oyendo los gemidos de sus víctimas. Amordazadas, pues, no le servían. Un fraile agustino llamó cierta mañana a las puertas de la siniestra mansión de la Blütgasse. Habían oído gritos toda la noche, se quejó.
Una vez más se le dijo que habían matado a unos cerdos. Era una burda mentira. Burda porque hasta los más necios son capaces de distinguir, por poco que se lo propongan, los ruidos que emite un cerdo al ser sacrificado y los aullidos de espanto y de dolor que salen de la garganta de chicas que están padeciendo suplicio. Mentira porque hasta a los cerdos y otros animales de granja se les provoca una muerte más rápida e indolora. Doble mentira dentro de la mentira, ya que no sólo infringía las leyes de la moral, sino que atentaba contra toda noción de piedad y de sentido común.
Aquel fraile agustino, probablemente, comentó sus sospechas a algún compañero. Pero también seguro que pasó cierto tiempo hasta que esas quejas y recelos llegaron a oídos de sus superiores. Y también seguro que alguno de éstos, aprovechando la cobertura de cualquier ceremonia, por ejemplo, se lo comentase a un alguacil conocido. Y aun éste habría de dar parte a las más altas instancias. Con lo que iban pasando los días, las semanas, los meses, los años. Si alguien de la autoridad judicial se presentó allí, cosa incierta, la Condesa, como es natural, ya no estaba. Y si por casualidad ese alguacil hubiese insistido en inspeccionar de punta a punta el palacete de la Blütgasse, no habría encontrado más que a un par de viejas sirvientas que nada sabían, pues acababan de ser destinadas allí desde cualquier otro alejado lugar sito entre montañas y frondosos valles. La limpieza de la casa, para borrar huellas de sangre, habría sido realizada con esmero por Kata Benieczy y un par de lavanderas de su extrema confianza, entre las que, por lo que János llegó a saber, nunca estuvo Vargha Balintné, su madre. Para afirmar eso se basaba en una frase que con frecuencia la oyó decir durante la convalecencia que finalmente la llevaría a la tumba: «¡Cuánto me habría gustado conocer Viena!» Era obvio que si hubiese estado allí en aquel tiempo, jamás esas palabras hubieran salido de su boca.
Cuando Erzsébet se iba con su séquito de desalmados acompañantes y su arsenal de instrumentos de tortura, allí no quedaba nada que no fuesen esos rastros en las piedras de la Blütgasse, que extendiéndose como un arroyo bermellón corría hacia la Dorothergasse en dirección al solar que estaba frente al convento de los agustinos, como si quisiera pedir ayuda. Pero ya era tarde.
Sólo quedaban rumores.
El paso de los meses, o incluso de los años, haría caer todo en el olvido.
Hasta que de nuevo, y por sorpresa, Erzsébet regresaba siempre en plena noche a la Casa Harmish para iniciar el ritual.
Ella, pese a que le habían prevenido al respecto, no pensó siquiera un instante en los delatores surcos de ese arroyo que se veía en la calle. Estaba demasiado enceguecida con el ritmo que le había puesto a los acontecimientos como para prestarles atención. Ella, en las largas horas de silencio que inundaban su carroza, camino de Viena o de regreso de la ciudad, y cuando no se dedicaba a torturar a alguna de las chicas, seguía recitando de carrerilla, casi adormecida de tanto hacerlo, el Conjuro de las nueve hierbas. Aunque lo hacía sin mover apenas los labios. Le gustaba, sobre todo, su ritual:
Si viene un veneno del Este
o del Norte o del Oeste entre nosotros,
sólo yo conozco un arroyo que fluye,
y las nueve víboras que lo saben también.
Crezcan las hierbas de sus raíces.
Entonces los mares se dividen y cede el agua salada
cuando soplo este veneno fuera de ti.
Despertaba sospechas, sí, pero éstas terminaban por diluirse en el éter y la memoria de las gentes con el transcurso del tiempo. Ella se movía constantemente, y esa baza jugaba en su favor. Por el momento.
En realidad muchos sospechaban, en efecto, pero era tal la magnitud de lo que Erzsébet hacía que nadie de entre ellos pudo imaginar de qué se trataba. Se sabía de nobles damas que gustaban de hacerse traer mujeres jóvenes de prostíbulos, lupanares y mancebías de los arrabales, pero todo quedaba ahí: era el vicio que se consentía a las clases altas, sus privilegios de casta.
György Thurzó, el Palatino, se había preguntado con frecuencia por la causa que podría haber para que Erzsébet no viviera junto a su hijo, el pequeño Pál, y eso mismo hizo recelar a Megyery, su tutor, a quien apodaban el Rojo por el color de su cabello. ¿Por qué no vivía con ella su hija Katherine, aún muy joven, por qué nunca sugirió que su hija Anna y su marido, el noble Miklós Zrinyi, hiciesen lo propio? Éste, que temía enormemente a su suegra, aunque sin conocer todavía la razón de tal aversión, ya le había comunicado a Megyery el hallazgo de aquel cuerpo enterrado en las afueras del castillo de Pistyán, camino de Sárvár. Y éste, a su vez, se lo dijo al Palatino. Poca cosa más haría por aquel entonces el Palatino que decírselo a su ayudante György Zavodsky, quien se mostraría igual de perplejo que su superior.
Todos intuían, pero nadie hacía nada. ¿Quién podía atreverse a dar el primer paso, y en base a qué? Su hija Orsolya, llamada así en recuerdo y honor de su difunta suegra, vivía muy lejos de Erzsébet. Y poco o nada le interesaba de cuanto ocurriese en el castillo. En cuanto a Katherine, nunca se llevó bien con su madre. Ésta consiguió casarla con un noble francés llamado Georges Drughet, Señor de Homonna. No molestaban. Con Anna sucedía otro tanto. La invitaba cada mucho tiempo, pues Miklós Zrinyi siempre fue reacio a ir a Csejthe, y sólo acudía allí cuando alguna celebración especial lo requería. Aun así, avisaban con varias semanas de antelación. Daba tiempo a borrar huellas. A adecentar los escenarios de los crímenes.
Erzsébet, mientras vivió su marido, hacía esfuerzos por disimularlo. Así, queda constancia de una misiva que le envió, y que concluía del siguiente modo: «Yo estoy bien, pero me duelen la cabeza y los ojos. Dios te guarde. Te escribo desde Sárvár, en el mes de Santiago de 1596.» Invocaba a Dios, se atrevía a hacerlo cuando en realidad de Sárvár iba a ir a Viena, o regresaba de allí, tras hartarse de manchar su Sagrado Nombre. Le dolían la cabeza y los ojos. Eso probablemente fuese cierto. Pero era de cuanto había visto y hecho.
El propio clérigo del pueblo de Csejthe, el anciano András Berthoni, septuagenario y enfermo como ahora János, llevaba bastantes años sospechando. Pero era él, precisamente, quien más atemorizado debía de hallarse por lo que estaba pasando, y de lo que su escasa feligresía sin duda iba poniéndole al corriente conforme las desapariciones se sucedían y los rumores cobraban forma.
Al principio era la propia Erzsébet, ella misma en persona, quien irrumpía en plena noche interrumpiendo su sueño para ordenarle que enterrase a varias muchachas. Y así, vez tras vez, Berthoni lo anotaba en su Diario: «Ayer por la noche hube de dar cristiana sepultura a varias chicas, fallecidas en el castillo de la Señora.» Y: «Anoche tuve que salir precipitadamente para bendecir parcelas de campo donde algunas mujeres serían enterradas.» O: «Hoy he vuelto a enterrar a nueve muchachas del castillo, cuyo óbito, según parece, se ha debido a una enfermedad misteriosa.» Todo eso, y seguro que con otras notas más directas y aclaradoras del tamaño de sus sospechas, lo leyó el que sería su sucesor, el pastor János Ponikenus, quien supo que la cripta de Csejthe no admitía nuevos cadáveres, mientras que los campos adyacentes iban llenándose de cuerpos sin vida de habitantes del castillo, que, paradoja donde las hubiese, siempre pertenecían a chicas del servicio. Nunca un hombre. Nunca una mujer mayor. Nunca un niño de la decena que, como János Pirgist, vivían allí y con los que, por ser de edades distintas a la suya, él no soliese jugar con ellos. Los había más pequeños y algo mayores. Ponikenus, que llegó a Csejthe hacia 1608, cuando ya la dinámica de los crímenes había adquirido su mayor intensidad, no tuvo tantas oportunidades como su anciano antecesor para descubrir algo que implicase a la Condesa, pues entonces se deshacían de los cuerpos quemándolos en cualquiera de las enormes chimeneas que había en el castillo, o los enterraban de madrugada en los campos. Y si al pastor Berthoni la Señora le daba entre ocho y diez florines de oro anuales, así como más de cincuenta quintales de trigo y diez toneles de vino, a Ponikenus aún le otorgó mas compensaciones. Ella debió de creer que era una forma de tener su boca cerrada, pero se equivocaba, porque Ponikenus ya había leído lo que Berthoni escribió para él en unas notas que, por desgracia, se perdieron para siempre. Estaba al acecho, y Erzsébet lo sabía. Por eso en todo momento procuraba eludir su presencia. A diferencia de Berthoni, al pastor Ponikenus ya nunca le mandaba subir al castillo para oficiar algún responso, ni siquiera en las fechas más señaladas del calendario cristiano. Tampoco ella bajaba, como antaño hiciera, a la pequeña iglesia del pueblo, también en esas fechas significativas. Vivía recluida entre los muros del castillo, y esas reclusiones sólo se rompían con alguna salida inesperada, hecha en la furtividad de la noche.
Así fue cómo, después de una de aquellas estancias en Viena, y seguro que encolerizada por algo que había salido contrario a sus deseos, llegó de improviso a su castillo de Ecsed. Allí se hizo acompañar de sus fieles y de una muchacha de la que, según parece, se encaprichó nada más verla. Robusta, rubia y muy trabajadora. Se llamaba Petra Kolinskáya. Era de corta estatura pero muy bella, y se la había hecho traer en un viaje de casi un mes desde las tierras de más allá del Eger. Primero pensó en ponerla en la lista de espera de las que aguardaban su turno en Csejthe, pero pronto se impacientó. De modo que, en compañía de esa única chica, pero siempre contando con la colaboración de su guardia pretoriana de honor, se dirigió a Ecsed. Una vez allí, perdió definitivamente la paciencia con ella. Ya la noche en que llegaron a Ecsed la hizo subir a su aposento. Mandó que la ataran con correajes, tendida en el suelo. Luego la emprendió a mordiscos y arañazos por todo su cuerpo, mientras ella misma, desnuda, se frotaba lúbricamente contra el de la chica. Mucho debió de gritar la desgraciada, pero ahí no era como en Viena. Ya podía implorar, que nadie la oiría. En un momento dado, Erzsébet se abalanzó de nuevo sobre ella, y, con sus propias manos, empezó a tirar de la boca de la muchacha hacia ambos lados. La otra chillaba cada vez más. Furiosa, Erzsébet le desgarró por completo la comisura de los labios y posteriormente, cuando la tuvo desvanecida de dolor, besó repetidamente aquella boca desfigurada. Extrajo sus ojos con las uñas y recitó frases incomprensibles incluso para sus propios ayudantes, que asistían sorprendidos a la escena, pues aquello era novedoso: la Señora atacando como una loba, precisamente como una loba, a su víctima, hasta descuartizarla con sus propias manos. Ellos debían de temerla más que nadie.
Petra Kolinskáya tuvo que ser enterrada en alguna fosa improvisada por los alrededores del castillo de Ecsed. Al llegar de nuevo a Csejthe, Erzsébet dejó escrito en su cuaderno de notas, que era un breviario de la sevicia: «Petra. Era muy baja.» Tal fue el destino de esa inocente muchacha.
Ahora János Pirgist vuelve a pensar en cierta frase de San Agustín, y que durante todos estos años le sirvió como punto de apoyo en sus dudas e incluso en los remordimientos por no haber sido capaz de enfrentarse a sus recuerdos: «Ya que Dios es el bien supremo, Él no permitiría la existencia de mal alguno en el mundo a menos que su omnipotencia y bondad fueran tales que lograran sacar algo bueno aun del mal.»
¿Tenía razón San Agustín al escribir tan piadosas palabras? Malhadadamente el caso de Erzsébet le quitaba todo crédito a dicha aseveración. Pero ¿y Dios? ¿Por qué había consentido impasible, aun siendo omnipotente, todo aquello, por qué? ¿Qué Dios podía ser ése, que asistió impávido a los suplicios sin fin de tantas criaturas puestas por Él en el mundo, y que nada malo habían hecho, sino todo lo contrario, se limitaron a ser alegres, jóvenes, trabajadoras y a vivir? Esos pensamientos le llevaban al borde de la desesperación. Entonces se aferraba a otro. El buen Dios seguía moviendo sus fichas. Apretaba el cerco sobre el Monstruo, aunque para ello debieran sucumbir otras muchas inocentes. Así sucedería algo que desencadenó lo que al principio no hizo más que acelerar la pulsión sangrienta de la Condesa, pero que a la larga iba a girarse contra ella.
Darvulia, la maldita bruja de los complicados conjuros, la que introdujo a Erzsébet en los enigmas de las plantas, la primera que le recomendó bañarse en sangre de jóvenes para conservar la tersura de su piel, murió una noche en Csejthe. Aquella misma madrugada salió la carroza de la Condesa con el cuerpo de Darvulia. La llevaron a un bosque lejano y allí, en un recóndito paraje, fue enterrada como ella misma deseó, entre maléficas invocaciones que, sin embargo, no servirían para salvar su alma. Erzsébet se quedaba huérfana, aunque esa pérdida en el fondo la alivió, pues ya estaba harta de Darvulia y su bagaje de conocimientos de lo oculto.
Todo a su alrededor se desmoronaba con lentitud. Tan lenta y suavemente como había ascendido.
Ahora era ella la Tigresa. Ella quien debía reaccionar. Ida para siempre su maestra, no pensaba quedarse quieta.
Y no lo hizo.