Con las primeras luces del nuevo día, luego de echar un poco de leña en el lar a fin de entrar en calor, el reverendo Pirgist recorre con su vista, cada vez más fatigada por la edad y el esfuerzo continuado, los párrafos que dejó escritos ayer cuando dio por finalizada su labor, a altas horas de la noche. Acaba de rellenar el tintero, no ha hecho más que mojar con parsimonia la punta de su plumón y, mientras medita en lo recientemente escrito, desvía la mirada hacia ese plumón que desde hace tantos años le acompaña.
Y lo suelta, sobresaltado, como si quemase. El pensamiento ha ocupado su mente como una exhalación. Acaba de darse cuenta de que el plumón ha adquirido un color negruzco, casi como el del ala del cuervo, cuando antes era gris.
¡No puede ser!, piensa angustiado. Siente cómo su corazón se ha acelerado y una súbita flojera se le instala en las piernas. No puede ser. El instinto le dice que no está solo. Que el espíritu de la mujer sobre la que ahora escribe le espía, precisamente, desde el instrumento con el que va relatando su vida. Pero no. Debe ser fuerte ante ese tipo de trampas de la imaginación. Procura tranquilizarse. Será el paso del tiempo, que lo ha ennegrecido sin que él prestase atención a dicho detalle. O quizá es que se halla en exceso susceptible.
Aunque tiene frío, nota cómo su frente se cubre de sudor. Y es que otro pensamiento sucede con rapidez al anterior. Cree entender con meridiana claridad por qué su mente está tan alterada. No es porque esté librando una dura batalla contra los recuerdos que por momentos parece vayan a reventarle los sentidos. En esos ratos es cuando escribe veloz, enfebrecidamente. Siempre fue un hábil amanuense, y al principio de su carrera eclesiástica ejercía de secretario de su Eminencia Ilustrísima el Arzobispo de Praga. Luego fue trasladado a la diócesis de Baden-Würtemberg, y también allí tuvo que dedicarse más a la escritura que a las labores estrictamente pastorales. Adquirió una gran destreza para la escritura, y desde entonces poco ha menguado su arte cuando se trata de redactar deprisa y con una letra muy pequeña, pero perfectamente legible.
No, no son los recuerdos ahora resucitados tras forzar la memoria como nunca antes hizo, aunque siempre lo pospuso para otra época, y, que, sabe, debe llevar sin más dilación al papel que, hoja tras hoja, va agrandando el considerable montón que ya descansa en el extremo de la mesa de su escritorio.
No son esos recuerdos, sino que, y de ello se ha dado cuenta al releer al azar algunos párrafos escritos horas antes, es el modo de afrontarlos, exprimiéndolos como si de una jugosa y blanda fruta se tratase, lo que consigue asustarle. Está entrando, o al menos pretendiendo hacerlo, en la cabeza de Ella.
Hasta el momento no ha sido consciente de apenas nada. Ni del estilo de escritura empleado, ni de las presuntas faltas en su sintaxis. Algo desconocido le impulsó desde la primera línea de su relato, casi obligándole a hacerlo de ese modo. Poco a poco, ahora lo ve con sorpresa e incluso con estupor, ha ido metiéndose en lo que pudo pensar, a veces en lo que pudo hacer, o sentir, la Condesa Báthory. ¿Es moralmente lícito ese libre ejercicio de su imaginación?, se pregunta no sin cierta angustia. No hay respuesta coherente para tal dilema. Uno, cuando narra determinada historia, siempre la recrea, pues los hechos reales, tal y como sucedieron con todos sus detalles, se los llevó el tiempo. ¡Y hace ya tanto, tanto tiempo de aquello!
Lo ve con nitidez, y ese sentimiento hace aumentar su frío interior: por momentos se ha puesto en la mente de Erzsébet porque, quedando la mayor parte de sus acciones en la sombra, y en la oscuridad más completa lo que pudieran ser sus pensamientos, él necesita aferrarse a algo para seguir tirando del hilo.
Le resulta humano el hecho de pensar que si tenemos enfrente a un malhechor acusado de un abominable crimen, y disponemos de la oportunidad de hablar con él, le preguntemos por las razones que le llevaron a cometer su crimen. Ése es un acto cristiano, se dice Pirgist. Que todo el mundo, incluso los más perversos, incluso aquellos que van a ser sentenciados o ejecutados en breve, sean oídos para que puedan descargar en alguien su culpa, si la tuvieron. Para comprender la esencia de esos actos, que no es otra cosa que aquello que los provocó. Por eso ha intentado entrar en el universo mental de Erzsébet Báthory. Porque, en justicia, para condenar el Mal y su genealogía, hay que procurar entenderlo antes, en la medida de lo posible.
Es ingente la información que durante más de medio siglo ha acumulado acerca de la Condesa. Revisó actas, documentos. Habló con gentes de toda Hungría, de Valaquia, de Viena y de Praga, de Rumania, de Serbia y de Transilvania. La pirámide de datos fue creciendo y creciendo. Ahora, no obstante, cuando aborda la difícil misión de describirlos, se sabe incapaz de hacerlo de modo oficial, enumerándolos sin más, dando cuenta de ellos como lo haría un alguacil o un funcionario del Estado. No puede. No sabe. No quiere.
Tal vez por ese motivo demoró durante tantos años el momento de escribir lo que ahora tiene entre manos. Y para llevarlo a cabo le es imprescindible situarse mentalmente en el lugar, pero en el lugar físico y a la vez espiritual, en el que acaecieron los hechos. La Condesa se llevó a la tumba su secreto. Por qué lo hacía. Por qué de esa forma tan despiadada y frecuente. De ahí que Pirgist, ya más calmado, convenga para sí mismo que posiblemente no había otra manera de enfrentarse a ese trabajo, moral y técnicamente. Disponiendo de la información elemental necesaria, situarse, siquiera por algunos momentos, en la cabeza y sentimientos de Erzsébet. ¿A qué engañarse, por tanto? Toda su vida ha transcurrido bajo la obsesión de esa mujer y la inacabable férula de sus atrocidades. ¿Cómo ahora no iba a darle la oportunidad de hablar, de sentir, de imaginar, de pensar? Ella ya tiene su condena de antemano, así como la de todo ser racional, no sólo sensible sino con una mínima noción moral de lo correcto y lo indebido, del Bien y del Mal. Entonces, ¿por qué no permitir que ahora, en estas cuartillas, hable, sienta y piense como seguramente debió de hablar, sentir y pensar? Que su memoria siga pudriéndose por toda la eternidad, razona el reverendo Pirgist tomando de nuevo su plumón, aunque ahora con cierto cuidado, como si tocase el cuerpo de un venenoso animal que, pareciéndonos muerto, aún nos hace albergar dudas de si no se revolverá contra nosotros en un último y desesperado movimiento.
Introduce, pues, otra vez la punta del plumón en el tintero, besa el crucifijo de hierro que pende de su pecho y continúa enfrascado en su relato.
El corazón de la niña Alžbeta, la alocada, que creció siendo ya poderosa y temible Erzsébet, una de las nobles más famosas de Hungría, no sólo por sus inmensas riquezas sino también por su belleza, que seguía conservando a pesar de la lacra de la edad, tuvo que latir apasionada, fervorosamente durante aquel episodio con la costurera en Kolozsvar. Es verdad, la Condesa tuvo corazón, qué duda cabe. Pero ¿de qué estaba hecho ese órgano de su cuerpo? ¿De qué, por el amor de Dios, si con apenas veinte o veinticinco años ya había cometido actos que avergonzarían a la condición humana, si éstos pudieran observarse bajo el prisma de la objetividad? ¿De qué sustancia estuvo hecho si, cuando le correspondió resignarse a las leyes de todo lo vivo y razonable, lanzó su furioso desafío, causando tantas desgracias y dolor?
Una de las distracciones que Erzsébet mantuvo durante más tiempo fue la de dar largos paseos en trineo. Como los alrededores de Csejthe eran casi llanos, sólo interrumpidos por suaves colinas, se hacía arrastrar en trineo, sobre todo cuando aparecían las primeras nieves, por un caballo percherón y de gran potencia. Posteriormente también abandonaría esa práctica que de niña, a juzgar por el alborozo y nerviosismo que mostraba cuando iba a salir en trineo, pareció hacerla tan feliz. Cuando era pequeña, en cambio, le fue posible ir con frecuencia en trineo, ya que en los alrededores de Nyírbáthor, su lugar de nacimiento, había escarpadas montañas con pronunciados declives que convertían en algo excitante tal actividad. Trasladándose hasta las cercanías de la villa de Tăsnad, cerca del río Crasna, tuvo oportunidad ya no sólo de pasear en trineo, cosa que podía hacer por los alrededores del castillo familiar, sino de jugar a las carreras con sus primos y primas Báthory de las diferentes ramas de la saga. Su marco predilecto para tales carreras, sin embargo, se hallaba situado hacia el sureste, en las estribaciones de los montes Bukk. Ella y sus familiares acostumbraban a pernoctar en la aldea de Felsözsda, en un enclave situado entre los ríos Hernad y Sajó. Se reunían allí, pues, varios primos y a menudo amigos de éstos, que eran invitados por sus mayores. Para subir los trineos hasta lo alto de alguna montaña eran necesarios varios criados. Después el descenso, realizado en apenas unos minutos hasta alcanzar la explanada de un valle próximo, se consumaba en un abrir y cerrar de ojos. Con lo que de nuevo los criados u otros lugareños, a los que se daban algunas monedas o restos de comida a cambio de su colaboración, volvían a esforzarse lo indecible para subir hasta lo más alto posible aquellos trineos. Cuentan que Erzsébet solía ir montada en el trineo durante tan penosas ascensiones, y aunque su peso sería escaso, mayor era aún el esfuerzo que debían hacer aquellas gentes. Podía haber subido caminando junto al trineo, enfundada en sus polainas de lana y piel, para aliviar así el titánico trajín de sus servidores, pero no. Ella se hacía subir por pendientes que a cualquier otro le hubiesen parecido inexpugnables, y lo hacía como si de una reina se tratase. Además, también en esas carreras juveniles dejó clara huella de su instinto pérfido, pues siendo muy hábil en el manejo del trineo, o más bien habría que decir alocada, ya que no parecía importarle en absoluto la peligrosa cercanía de abismos o estrellarse contra algún árbol o salientes de rocas, adquirió una costumbre por la que fue reprendida con severidad, y que a punto estuvo de costar disgustos en la familia. Solía ser ella quien proponía iniciar con sus primos una carrera en trineo, ladera abajo. Éstos, viéndola menuda y creyendo que por ser chica se comportaría de modo más prudente, si no temeroso, creían que era lógico que quedara algo retrasada al iniciar aquellos descensos vertiginosos entre gritos y risas. Pero no. Al poco su trineo, siguiendo hábilmente el surco dejado por los otros en la nieve, aparecía a sus espaldas. Una vez allí, les embestía de manera continua, hasta hacerles perder el equilibrio y rodar aparatosamente por el hielo. Un par de primas terminaron con heridas de cierta consideración, aunque ella negase que lo hubiese hecho con alevosía. Si era castigada, al poco, con zalamerías y promesas, volvía a las andadas. Todos sus primos, sin excepción, la temían como a la peste. Y aun por las noches, cuando entre ellos comentaban los pormenores de tales juegos con finales a veces accidentados, les mortificaba doblemente sonriéndoles de modo significativo al tiempo que juraba y perjuraba que había sido sin querer. Su sonrisa provocadora la delataba, así como que dichos accidentes se hubiesen repetido con alarmante frecuencia, siendo siempre ella la causante. Ese impulso destructor lo llevaba encima como si de un tatuaje se tratase.
Es como si desde la fecha de su nacimiento en Nyírbáthor, a una década de rebasado el ecuador del siglo, el corazón de la pequeña Erzsébet no hubiese latido nunca. Como si desde aquel funesto día en el que, según cuentan algunas leyendas, se desató una repentina y violenta tempestad sobre la región acompañada de granizo y en la que quedaron inundadas varias aldeas, hubiese carecido de él. Pero es imposible vivir si el corazón no late con sus dos movimientos esenciales, perpetuos: abrirse como un nenúfar sobre las tranquilas aguas de un estanque, contraerse como los pétalos de otras flores, o como los cuernecillos de los caracoles cuando los rozamos con la yema de un dedo, por suave que sea ese contacto.
Sí, tuvo que latir, día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo. Incluso, según había sabido Pirgist en época reciente porque así se lo explicó un médico al que conociese en Presburgo, haciéndolo a un promedio de un latido por segundo. A veces, en estados de agitación, todavía más deprisa. A él mismo ese galeno le tomó el pulso asegurándole que su corazón latía setenta y dos veces por minuto.
Pero ¿qué podía saber Erzsébet de todo eso? Nada. Ella buscaba otra música en su corazón, al socaire de lo vivo. Y la encontró. Finalmente la encontró, y con bastante probabilidad fue aquella tarde en Kolozsvar, cuando supo de su cadencia exacta, de su melodía predilecta, de su ritmo voraz, de su contrapunto ateo y de su asesina armonía. Ella no quería armonía sino dislocación, cambio abrupto, el acelerado latido que confiere la demencia hecha realidad. Un corazón pesa aproximadamente trescientos diez gramos, según había averiguado Pirgist. En una vida como la suya, que sobrepasaba con creces los sesenta años, un corazón expulsa cerca de doscientos diez millones de litros de sangre, teniendo en cuenta que el cuerpo humano mueve cinco litros de sangre por minuto, y siete mil doscientos al cabo del día. Lo que significaría que una vida de setenta años asiste, ajena a ese fenómeno que en sí mismo resulta difícil de comprender, a más de veinticinco billones de contracciones. Ella no vivió tanto, pero con toda probabilidad superó ampliamente esa cifra, pues su corazón debió de contraerse de emoción con inusitada frecuencia, provocando más latidos, y por lo tanto más contracciones de las normales.
Con el pinchazo de la costurera Irina y lo que ocurrió después, Erzsébet, cuyo corazón habría ido a otra velocidad del que poseen el resto de los humanos, y como preparándose para lo que pronto vendría, conoció su primera sístole. El corazón debió de contraérsele hasta hacerla sentir que se desvanecía. Quizá por eso tardó tanto en reaccionar. Pero, sigue meditando Pirgist, ¿qué pudo saber ella al respecto? ¿Qué sobre las válvulas y arterias, qué sobre el plasma, qué sobre los vasos capilares y las células que deben pasar en estricta hilera por los más intrincados recovecos de ese prodigio de la creación que es nuestro cuerpo? ¿Qué del fluido sanguíneo que recorre, como se ha calculado, los trece kilómetros de finísimos tubos de los riñones, invisibles al ojo humano si no se los observa como un anatomista que estudia un cadáver? Nada. Porque la mayor parte de tan sorprendentes informaciones se habían hecho públicas, y no sin enconados debates entre los expertos, en época muy reciente, sobre todo a raíz del invento de un aparato llamado microscopio y que al parecer era como una gran lente de aumento que permitía contemplar la existencia de los microbios. Partes de un todo, a fin de cuentas. Criaturas de Dios ellas mismas, sin las cuales no podríamos vivir.
Nada de eso pudo saber Erzsébet, y aunque lo hubiese averiguado, nada habría cambiado en su conducta, en su pensamiento. Ella vivía en otra esfera, lejos de las esferas de los mortales, con sus sueños de grandeza y su bendita bondad. Mortales, en suma. Ella, aun siéndolo, no se sentía así, y con terquedad homicida puso todos los elementos para diferenciarse del resto de los humanos.
Pues así como muchas niñas que nacen y se crían en la más penosa penuria sueñan toda su vida con ser normales, pertenecer a una familia que les dé cariño y el alimento seguro, ella lo tuvo incluso desde antes de venir al mundo. Y así como otras, que teniendo ese cariño y ese alimento asegurados, sueñan con ser nobles damas y disponer de riquezas y lujo, ella, teniéndolo en demasía, no se conformó con eso y quiso lo único que no está permitido según ley de vida: vivir por siempre.
Ese fue su gran pecado. Y a ese pecado se entregó incondicionalmente, igual que hembra enamorada a su amado. Pero su amado no fue nunca Ferenc Nádasdy, ni ningún otro varón, ni ninguna de las muchachas a las que tal vez amó, siquiera por breves momentos, antes de asesinarlas. Su amado era ella misma, y su amor, antropófago. Sólo que, malhadadamente, lo canalizó a través de otros seres, todos ellos inocentes, que se vieron arrastrados al abismo, posiblemente, sin entender lo que pasaba.
Y al igual que la joven águila primero emprende altos vuelos para procurarse alimento cuando ya no se lo trae la madre depositándolo en su pico, y luego va ampliando el círculo de su aérea búsqueda en pos de piezas que capturar, así Erzsébet Báthory, ya casi águila de aspecto humano, empezó a trazar vuelos cada vez más lejanos y llenos de riesgos para afirmar su identidad carnívora.
«Csejthe», solían mencionar las gentes a sovoz cuando surgía el tema al que, aun transcurridos muchos años y probados los hechos, algunos no daban crédito, o no en su pavorosa totalidad, aduciendo que se trataba sin duda de exageraciones. Csejthe fue, sí, su madriguera, su nido predilecto y donde más abominaciones cometió, pero su formación en el Mal no se inició ahí, sino en los sitios más alejados y dispares, fuesen castillos pertenecientes a la familia Báthory o a los Nádasdy. Csejthe, supuestamente baluarte que se había construido sobre las ruinas de una fortificación que databa de época inmemorial, era un marco peligroso para sus propósitos mientras vivió su esposo, pues algunos parientes de éste podían sorprenderla con una visita inesperada. Además, Csejthe, y así fue hasta la fecha del 4 de enero del Año de Gracia de 1604, estaba lleno de haiducos fieles a su Señor, que podían hablar más de lo deseado. Aunque hasta entonces ya había cometido algunos crímenes en ausencia de Ferenc Nádasdy, siempre procuró obrar con relativa discreción. Para ello le fue necesario recurrir a otros castillos. Sin embargo, esa mole de piedra, con sus altas almenas tras las que se protegía el castillo propiamente dicho, con sus cuatro torreones en pico y su gran capilla anexa, pero sobre todo con una tupida red de pasadizos y sótanos, así como mazmorras, siempre estuvo en el punto de mira de Erzsébet.
Aún no podía volar plena y libremente, aún se veía obligada a reptar.
No sería hasta el año 1276 cuando el castillo vio cómo se efectuaban en él las definitivas reformas para convertirlo en un bastión casi inexpugnable, si no era mediante un largo y costoso asedio de meses, probablemente. Matús Cak, señor de los dominios de Trencin, fue el primero en asentarse en ese castillo. Años después fue Ctibor I de Beckov, otro oligarca de la región, quien vivió allí, aunque Csejthe, por derechos reales, seguía perteneciendo a Segismundo de Hungría. Ctibor y sus descendientes vivieron en el castillo hasta 1434. Dos años después Segismundo lo legó al Palatino Michal Ország. Fue la época de Matías Corvino. Posteriormente pasaría a manos de Ladislav, preboste de Novohvad y de la comarca de Heves Sees, y aún más tarde a su hijo Kristof, que era el juez de la región. Éste murió, sin tener descendientes, en 1567. No sería hasta la fecha del 4 de abril de 1569 cuando Maximiliano I de Habsburgo se lo concedió a Orsolya Kanisky, viuda de Thomas Nádasdy. Ésta, a su vez, hizo entrega del castillo a Ferenc, su hijo, por entonces jefe de las tropas que vigilaban el Danubio, que los turcos pretendían ocupar a toda costa para tener así acceso directo al centro del continente. Ferenc Nádasdy no lo obtuvo en propiedad exclusiva hasta el día 22 de agosto de 1602, según consta en las escrituras, luego de pagar treinta y seis mil monedas de oro. Aun en esos dos años en los que vivió su esposo, Erzsébet procuró no usarlo para sus crímenes, y sí lo hizo, en cambio, como laboratorio de sus juegos y experiencias con la magia negra. Tuvo que ser también por esa época, 1602, cuando János y su madre llegaron a Csejthe. Él era muy chico y nada puede recordar de las exequias que se celebraron con motivo de la muerte de Ferenc Nádasdy. Él y su madre habían llegado cruzando el país desde una pequeña aldea llamada Tárzvna-Licvezini, situada entre las villas de Ileanda y Dej, en los montes Crasnei, y que se levantó a orillas del río Somesul. Por aquel entonces esa zona se hallaba en la conflictiva frontera entre Valaquia y Transilvania. Frecuentemente se producían escaramuzas con los otomanos, dispersos por toda la región, o entre familias cristianas que se disputaban el mecenazgo de tales territorios.
Como era natural en esas ocasiones, cuando un personaje ilustre fallecía, a veces había que aguardar semanas enteras hasta que pudieran llegar sus familiares desde alejadas regiones. Los funerales de Ferenc Nádasdy, pues, se demoraron durante casi un mes. Pero, en pleno invierno del año 1604, Erzsébet ya era la única dueña de Csejthe, y János, por mucho que se lo habían contado, no lograba tener ningún recuerdo de aquel ir y venir de gentes, con todo el esplendor y pompa apropiados para el momento. Sí lo recordaba de bodas posteriores, por ejemplo. También entonces las celebraciones se prolongaban por espacio de muchos días.
Pirgist ni siquiera sabe a ciencia cierta la fecha de su propio nacimiento. Su madre, una campesina sin la menor cultura, no lo bautizó, aunque de ello no cabía culparla, pues bastante tenía con sobrevivir y sacar adelante a su pequeño. Siempre la oyó decir que él nació más o menos con el siglo. Acaso un poco antes, afirmaba dubitativa. Así que durante los años en que la Condesa cometió su enorme lista de crímenes, principalmente en Csejthe, es decir, entre 1607 y 1610, János tendría aproximadamente siete u ocho años. Quizá un poco más.
También recuerda que le llevaban de un sitio a otro, cosa que ocurría cada varios meses. En total estuvo en nueve de los castillos que, bien fuesen heredados de los Báthory o de los Nádasdy, poseía Erzsébet. Hubo otros, hasta dieciséis, pero János no llegó a verlos personalmente.
Para él Csejthe era el mundo, y sus bellos alrededores el único universo conocido. Pocas veces bajaba al pueblo, que tendría unos pocos centenares de habitantes, absolutamente todos al servicio de la Condesa. En Csejthe se crió junto a los otros niños del resto de mujeres que servían a Erzsébet. Nunca vio a una sola niña, aunque de este hecho, la ausencia total y anómala de niñas o chicas jóvenes, fue consciente por vez primera en Sárvár. Pese a todo, tampoco le extrañó especialmente. Fue en Csejthe donde amasó sus secretos, tan ocultos en el fondo de la conciencia que incluso ahora, cuando del castillo otrora amenazador muy poco quedaba en pie, se le antojaba todo nebuloso, intangible.
Porque János Pirgist sabe que de nuevo ha ocultado algo. Se lo ha ocultado a sí mismo, como queriéndolo olvidar, pero ahí está. La imagen vuelve y vuelve, interfiriendo en sus pensamientos. No lo escribió en las cuartillas anteriores por temor a saber de qué o quién, pero lo único cierto es que no lo hizo. ¿Será capaz de explicarlo ahora? ¿Se atreverá a decirlo todo? Debe intentarlo. Ya nada ha de temer, eso piensa para darse ánimos.
Fue la madrugada en que miró a través del ventanuco del cuarto en que dormían las lavanderas y pudo ver cómo esas mujeres que constantemente acompañaban a la Condesa, transportaban gruesos sacos en los que él creyó distinguir formas humanas.
Fue la madrugada en que la vida dentro del castillo cambió radicalmente para él. Allí, en el patio, las mujeres transportaban esos sacos. Y allí, Darvulia, la temida y evitada por todos, daba órdenes y azuzaba a los gatos con su cayado.
Antes de apartar el rostro del ventanuco, asustado, János vio algo más, aunque estuviese a cierta distancia de donde se desarrollaba la escena.
Un pie. Eso fue lo que vio, horrorizado: un pie colgando y lleno de sangre, que pronto ocultaron bajo la tela del saco. Ante sí, y a través de aquel pie que se balanceó lánguidamente durante varios segundos, fue cuando en su mente empezó a gestarse el vitral gótico de colores como destellos, de formas fluctuantes y amenazadoras, que no era sino el colofón de una escena de suplicio. Aquel espanto policromo, lleno de negros, grises, azules y rojos, a diferencia de los inertes fragmentos de los vitrales que sus ojos habían podido recorrer con detenimiento en alguna iglesia que visitase con su madre, se movía de manera especial. Creyó que gemía. No es probable que la muchacha estuviera aún moribunda, pero tampoco se podía descartar tan macabra eventualidad.
¿Cómo era posible que él creyese oír un débil gemido, a esa distancia del patio, cuando a su vez se sentía incapacitado para oír, pues así se lo propuso? Quizá fue su imaginación, o la certidumbre de los gemidos, éstos sí, reales, escuchados en la lejanía horas antes. János llegó a poseer una especie de percepción táctil y a distancia, aunque en realidad se trataba de puro instinto de supervivencia, similar al de los seres irracionales.
Incluso él, medio dormido y creyéndose mudo, sordo y loco, contuvo la respiración cuando ante sus ojos apareció aquello que por fuerza tenía que ser un pie. Pero seguía sin estar ciego. Llevado por su intuición del peligro, permaneció inmóvil. Era una piedra más. Luego, lo recuerda perfectamente, entreabrió la boca, como si se ahogase por faltarle el aire. Fue ése el momento en que cerró los ojos mientras lanzaba un alarido hacia adentro. Hubiera querido ser ciego, pero no lo era.
Nadie lo oyó, de eso está seguro. Su grito sólo lo oirían las piedras de aquel muro que iban a dar al patio. Sólo ellas pudieron percibir, de tener capacidad para ello, la contracción de su torso menudo, que de inmediato se apretó contra la pared.
Su mudez le salvó la vida.
No ser ciego se la quitó, de algún modo, pues desde ese preciso instante se sabía condenado. Fuera porque pudo vérsele asomando su cabecita a través del ventanuco, fuese porque lo que terminaba de contemplar iría acompañándole ya durante el resto de su existencia, estaba condenado.
Su serenidad en aquellos momentos críticos le salvaría del desastre inmediato.
No obstante, le sacudió la seguridad de que su esqueleto iba deshaciéndose de temor, igual que un tronco en la chimenea, conforme sus ojos observaban.
Por tal motivo, desde esa madrugada, solía caminar aún más cabizbajo y pegado a las paredes. A veces, incluso, se quedaba estático frente a cualquier muro por espacio de largos minutos. Sencillamente, había oído algún ruido extraño, o circulaban cerca adultos. A su especial y candorosa manera, intentaba no pensar, olvidar. Pero era en vano.
János sabe que desde entonces, cuando miró sin querer y oyó sin pretenderlo, aunque aquel débil gemido fuese sólo producto de su imaginación, no puede decirse que tenga vida. Está acompañado por aquello. Desde entonces cualquier objeto de color rojo consigue producirle ráfagas de estremecimientos. Si cierra los ojos ve una mariposa gigantesca de colores muy vivos en los que predomina el rojo, y esa mariposa, todavía más grande que una águila, se le viene encima de modo violento, abrazándolo. Para devorarlo.
Desde entonces una zona de su cabeza, que él palpa y pellizca de tanto en tanto como si allí tuviese un insecto molestándole, ha sufrido una modificación completa e irreversible, y al contraerse o expandirse, como sucede con el corazón de los seres vivos, le provoca dolor. Pero ya no teme quejarse. Ni un tenue lamento gutural, nada. Únicamente tiene recuerdos. Borrosos, pero a la postre recuerdos.
Por eso, aunque no mudo de nacimiento sí silencioso por decisión propia, se pasó varios años, sobre todo cuando estaba en Csejthe, hablando con el mar que él creía ver en los campos. Necesitaba compartir con alguien ese inútil enfurecimiento, el pánico que día a día lo atenazaba. El vasto océano del campo era su amigo, su único amigo. Siempre estaba ahí y él sabía que no iba a fallarle. Cambiaba de color y también de forma, según fuese la estación del año, pero siempre le contestaba.
A primera hora de la mañana, y también cuando la tarde declina, era el momento en que se le permitía salir de los límites del castillo, aunque por lo general nunca bajase al pueblo, y pasear por los campos y terraplenes de los alrededores. Entonces acostumbraba a sentarse o permanecer tumbado sobre una roca, frente al paisaje abierto. Unas veces se colocaba en posición fetal, ladeado, y dejaba divagar su mente. Otras se cubría la cabeza y el rostro con ambas manos, tal que si quisiera estar más dentro de sí mismo, como protegiéndose de objetos a punto de impactarle.
En el murmullo que llegaba de los campos, él oía un grato y manso oleaje, y aunque no veía flecos de espuma ni estallidos del agua que se requiebra sin tregua, podía percibir allí el eterno y susurrante batido de las olas.
Había personas que al distinguir a aquel niño tumbado sobre la roca en posturas inusuales, o pareciendo dormido en su parsimoniosa contemplación de las nubes, quizá pensaron que estaba trastornado. Sencillamente, le embargaba una gran desazón, que llegó a convertirse en algo crónico y por lo tanto insuperable. Pero lo que le embargaba de verdad no era simple miedo, ni ira, ni tristeza, sino algo que lo trascendía. Y eso carecía de nombre. A lo sumo podría llamársele: vivir. Seguir vivo. Hacerlo con la tranquilidad que confiere saber que al menos los campos, los trigales, las huertas diseminadas aquí y allá, las lejanas alquerías sólo divisables en días muy claros y los diversos tipos de arbustos, pero sobre todo las flores, le escuchan, aunque tampoco ellas puedan hablar.
El pequeño János enmudeció del todo porque hubo algo más, lo que selló su secreto, el primer gran secreto de varios de ellos, que le persiguieron como un enjambre ya durante el resto de sus días. Ocurrió aquella noche, o más exactamente aquella madrugada en la que pudo contemplar el trasiego con los sacos que pretendían alejar furtivamente del castillo.
Duró la fracción de un segundo:
Darvulia miró hacia el ventanuco. Su cara, bajo la capucha, se dirigió hacia esa parte concreta del muro por la que asomaban los ojos, la frente y el cabello, entonces castaño y rizado, de János.
Miró concretamente hacia donde él estaba. Fue entonces cuando se apartó con brusquedad de allí, lleno de pavor. Hasta pasados varios años no llegó a saber que esa vieja repulsiva estaba casi completamente ciega, y que si miró en la dirección en la que János estaba, tuvo que ser más por su intuición que porque en realidad viese a alguien allí.
Pero János sintió dicha mirada como si un afilado cuchillo le atravesara el cráneo de parte a parte. Ya nunca iba a olvidar esa mirada, aunque tampoco él, como es obvio, pudiese distinguir los ojos de Darvulia. Sólo su rostro, dirigiéndose precisamente hacia el lugar en el que se hallaba situado el ventanuco. Y su quietud una vez localizó el citado ventanuco. Fue suficiente.
El corazón de János, que hasta entonces había latido de manera apresurada, de pronto se aceleró de modo alarmante. Al igual que tardó varios años en averiguar que la vieja Darvulia estaba prácticamente ciega, y por ello era imposible que le viese, tardó otro tanto en averiguar que si en el ser humano el corazón late una vez por segundo, el de los pequeños pajarillos que trinan en los arbustos y en el bosque lo hace mil veces por segundo.
Es probable que así latiese, también, el corazón de Erzsébet durante el episodio con la costurera. Pese a que todo en su apariencia externa recordara a una efigie, su corazón acababa de convertirse en el de un pajarillo. Una cría de águila, pese a que se viera obligada a continuar reptando entre las sombras.
La pregunta seguía siendo: ¿Cuándo, dónde y cómo ese corazón alcanzó su compás adecuado? Según pudo colegir János a tenor de los relatos posteriores de Kata, la lavandera, es más que probable que eso ocurriese en el castillo de Leká, situado en una escarpada ladera, entre Dunajská y Kolárovo, no muy lejos del Danubio.
De hecho, el castillo estaba situado algo más al sur, cerca del Komárno, donde las aguas del Vág y del Nytra se juntan en una zona casi inaccesible de torrenteras.
Fue la segunda y definitiva incursión de Erzsébet en la sangre. Todavía era muy joven. Posiblemente estaba recién casada y era la época en la que ella, no deseando tener hijos de momento, aún era libre para moverse a su antojo de aquí para allá. Fue entre los sombríos muros de Leká, adonde había ido acompañada de su habitual cohorte de chicas de servicio. Quizá estaban ya con ella Dorottya Szentes, Dorkó, pero no Jó Ilona, ni tampoco Kata Benieczy. A ésta se lo contarían testigos presenciales de aquel hecho, quienes muchos años después todavía eran incapaces de reprimir hacer el signo de la cruz en la frente cuando lo referían. Pirgist lo había oído en distintas versiones que, pese a no diferir demasiado entre sí, poseían detalles propios. Pero de hecho coincidían en lo esencial.
Lo que empezó siendo una disputa casera se convirtió en algo de mayor envergadura, sobre todo por el significado que aquel episodio ejerció en el futuro comportamiento de Erzsébet.
Había salido a galopar por la campiña circundante, y en ese paseo invirtió prácticamente toda la mañana. En el castillo de Leká ya tenían preparado el baño, pues sabían que en cuanto ella llegara, sudorosa y sucia, lo exigiría de inmediato. La alcoba en la que se alojaba era un constante ir y venir de cubos, tinajas y barreños humeantes. Por fin apareció, y mostraba un evidente mal humor, lo que era habitual tras el esfuerzo. Además, no había conseguido cazar ni una pieza, algo que la enfurecía especialmente. Aún no podía saber que horas después obtendría, y con un estímulo que iba mucho más allá de lo imaginable, esa codiciada presa.
Se bañó y, luego de una ligera comida, se acostó un rato. Hizo que dos de las criadas se quedasen con ella. ¿Qué sucedía en aquellos ratos de intimidad? Es difícil de saber, pues acerca de tales cosas casi nunca llegan a conocerse datos concretos. Pero al mismo tiempo resulta fácil de imaginar. Ella sabía a la perfección qué chicas podían ser proclives, sin necesidad de imponérselo por la fuerza, a sus volubles y caprichosos juegos, en los que las mayores obscenidades se realizaban entre risas.
Por la tarde, cuando ya el día empezaba a languidecer, se hizo peinar la larga melena. Por aquel entonces su pelo era castaño, pero ella se hacía echar tintes constantemente a fin de que pareciese negro. Todas las chicas eran conscientes de que peinarla suponía horas interminables de cepillado. Aún faltaban algunos años para que aparecieran las primeras hebras de plata en su pelo, que ella recibió con la mirada errática, impotente de furor.
Una de aquellas chicas, por distracción o impaciencia, le dio sin querer un fuerte tirón en el cabello. Una guedeja se le había quedado enredada entre las cerdas metálicas del grueso cepillo. Erzsébet se quejó agriamente, mirándola con inquina. Pero no hizo más, cuando todas sin excepción esperaban sin duda el bofetón de rigor o los golpes de vara sobre la negligente que había dañado a la joven Señora.
En aquellos días, y según parece inducida a ello por una pariente de los Báthory que también se alojaba en Leká, aunque algo mayor que Erzsébet, ésta se hacía contar una y otra vez la leyenda referida a un personaje que viviese un siglo antes. Esta parienta llegaba de Transilvania, en concreto de cierta villa situada en las faldas de los montes Făgăras, llamada Talmacvil, a orillas del caudaloso Olt. La leyenda en cuestión describía a un gran guerrero de nombre Vlad Tepes, pero a quien también se conocía como Vlad Drakul. Tenía dos hermanos, Rudu y Mircea, que luchaban junto a él contra los turcos doquiera los hubiese. Su padre, el Vlad más famoso hasta entonces, se enfrentó a Jan Hunyadi, gobernador de Hungría, quien lo derrotó, entronizando a Vladislav I, un voivoda aliado. Tanto Vlad como su hermano Rudu fueron capturados por los turcos y llevados en cautiverio a un lugar de Anatolia. Allí, prisionero, vivió varios años, pero al final consiguió que sus captores aceptaran canjearle por un fuerte rescate en oro y joyas. Fue al regresar a Transilvania cuando la sanguinaria personalidad de Vlad Tepes, quien de otro lado era un fanático cristiano que pagaba misas allí adonde fuese, adquirió su triste fama. Se limitó a hacer con los prisioneros que iba capturando, pues en escaso tiempo reunió otro ejército bien adiestrado, ni más ni menos que lo que había visto hacer a los otomanos: empalarlos vivos, con lo que morían, siempre lentamente y luego de horribles sufrimientos. Por eso acabó llamándosele Drakul, el Empalador. Fueron miles las víctimas que terminaron sus vidas de este modo cruel. Acompañado en todo momento por su fiel y feroz guardia moldava, así como de un séquito de caballeros que pertenecían a la Orden del Dragón, y que vestían capa negra con forro de terciopelo rojo en su interior, asistía impasible y complacido a tales ejecuciones masivas.
Lo cierto es que asoló pueblos enteros, habitados únicamente por labradores y campesinos, dedicándose a la rapiña y al crimen. La excusa podía ser la que se quisiera: que allí habían dado cobijo o alimento a algún turco, lo que de ser cierto lo habría sido bajo las lógicas coacciones. Eso a él poco le importaba. El escarmiento siempre le pareció útil. Después de estos desmanes, y para probar su fe cristiana, volvía a montar misas con todo boato. De él se decía que había llegado a beber sangre de sus enemigos, pero parece que tal aseveración nunca pudo ser probada por nadie. No era su estilo. Él mataba y diezmaba en el nombre de Cristo, y difícilmente se hubiese mezclado en prácticas sacrílegas. La guerra era la guerra, y la fe, algo muy distinto.
Pero la joven Erzsébet fue cogiendo un dato de aquí, otro de allá, hasta hacerse su propia idea del personaje. Finalmente, y no sin una ostensible decepción, tuvo que oír por enésima vez el relato de cómo Vlad Drakul fue asesinado por uno de los caballeros que hasta esa fecha le eran adictos. Nunca quedaron claras las causas de aquella muerte del Empalador. Algo, sin embargo, cautivó la fantasía de Erzsébet. Algo que en aquel relato de torturas y destrucción la habría fascinado sin que ella, posiblemente, tuviera conciencia de eso. Quizá algo que imaginó, o que su imaginación agrandó más allá de lo que oía. El caso es que esa misma tarde se había hecho contar, seguramente en busca de nuevos matices que añadir a sus fabulaciones, la leyenda de Vlad Tepes. Alguien así, pudo pensar, debió de haber sido un Báthory, pues de esa otra familia, los Vlad, que ella supiese, nada había quedado. ¿Qué familia podía ser que permitía su propia desaparición?
Eso poco había de importarle a ella, mucho más cruel que curiosa. ¿Era cruel o mala? Seguramente empezó siendo mala, luego de ser traviesa y, aún después, esporádica, ambiguamente perversa. De ciertos hechos hablaban sorprendidos hasta sus propios parientes, como de algo que solía hacer en cuanto le era posible, pero que en cierta ocasión pudo reportar desagradables consecuencias. Y si con los hombres era simplemente mala, sus costumbres en los juegos mantenidos con algunos de sus primos resultaban harto relevantes. Haciéndose la coqueta, mientras estaba en el campo con ellos, cogía con tiento una peonía silvestre de su rama. En la variedad de éstas que se parece a las rosas, tiene espinas a lo largo de su tallo. Erzsébet introducía allí los dedos con diligencia y, al tacto, la arrancaba de la rama. Luego, aparentando timidez, se la entregaba a cualquiera de aquellos patanes que tenía por primos, todos una gavilla de concupiscentes y borrachos prematuros. Ellos la cogían con fuerza, clavándose las espinas. Entonces ella, según fuese la reacción, obraba en consecuencia. Unas veces reía, burlona. Otras pedía perdón, aunque su faz revelaba todo lo contrario. Algunas, quién sabe, quizá hizo ademán de acercar su boca a aquellas heridas. El caso es que a un primo flojo de salud se le infectaron las heridas y a punto estuvo de morir. Fue en Marészalka, en cierta pequeña fortaleza que tenían allí los Báthory, aunque no llegaba a ser considerada castillo. Se hallaba en la ruta hacia el sur, Budapest, yendo por Nyiregyháza. Quizá en algo así estaba pensando aquella tarde en Leká, quizá.
Fue entonces cuando se produjo el tirón en su cabello. Miró con fiereza a la causante, y es posible que dijese algunas palabras de amenaza. Pero al rato de nuevo parecía haber se hecho la calma. Ella observaba con deleite algunos de sus vestidos recién planchados, deslizando las manos sobre esas preciadas prendas, ajena a lo que ocurría a su alrededor. Y lo que ocurría es que varias de las criadas, que minutos antes jugaban y reían, aunque siempre con recato y en voz baja, pues allí seguía estando la Señora, empezaron a pelearse. Primero entre jadeos y carcajadas débilmente contenidas. Luego, ya más abiertamente. Una amenazó a la otra con un alfiler. Quizá en ese momento Erzsébet, mientras asistía a una escena que habría podido cortar en seco con una simple mirada, llamándolas al orden, recordó el alfilerazo que aquella estúpida le dio en Kolozsvar. Pero las dejó hacer, aparentemente divertida.
Y, para sorpresa general, de pronto se sumó al juego, en el que entrando ella perdía todo viso de posible y seria disputa. Las criadas, alegres, se distendieron. Tal vez hasta pensaron que, siendo casi de su misma edad, también la Señora quería un poco de alegría y diversión. Los alfileres iban y venían, amenazantes. Las risas crecían.
Erzsébet cogió uno de los largos alfileres que se usaban para coser los vestidos. Amenazó a una, luego a otra, y ellas reían, fuera de sí, excitadas.
Lo que a continuación sucedió fue tan súbito como había pasado años antes, en Kolozsvar.
Erzsébet se puso detrás de la criada que un rato atrás le había dado el tirón en el cabello. Se acercó a ella con sigilo, pese a que las otras la avisaban.
Y de repente, sin perder nunca su sonrisa, pues en todo momento dio la sensación de estar jugando y muy a gusto, le clavó el alfiler en el brazo.
La criada profirió un grito de dolor. Cesaron las risas. Se hizo el silencio. Todas se quedaron inmóviles. Ahora entendían que aquello era una venganza de la Señora por el descuido de antes, pues no en vano eligió a la negligente de marras entre varias muchachas.
La sangre, siempre aparatosa, empezó a manar con abundancia del brazo de la criada. Ésta, una vez pasado el susto y dolor iniciales, no sabía qué hacer o decir. Erzsébet se aproximó un poco más a ella y, cuando todas esperaban, en su santa inocencia, que pidiese disculpas, propinó un nuevo y certero alfilerazo en el brazo herido de la chica. Éste, por fortuna, apenas le rozó el codo, pues la chica se apartó instintivamente.
Erzsébet soltó una carcajada que helaría la espalda de todas. Luego se puso seria y dejó el alfiler sobre una mesa. Ordenó que se fueran de allí, excepción hecha de la criada que estaba herida. Una vez a solas con ella, según se cuenta, le pidió disculpas, aunque recriminándole el descuido de antes. Entonces, acercándose a la chica, la miró a los ojos. De inmediato le susurró algo al oído. La criada, asustada, negó con la cabeza, pero sin atreverse a hablar. Temía nuevos alfilerazos, y debió de pensar que su joven Señora, a la que posiblemente era la primera vez que veía, estaba loca.
Erzsébet, para tranquilizarla, acarició su pelo desmadejado, pues la cofia había rodado por el suelo, hecho de madera de alerce. Volvió a decirle algo en voz baja y con actitud cordial, si no cariñosa.
Finalmente tomó entre sus manos el brazo de la criada. En todo momento la miraba a los ojos. La chica pareció estremecerse cada vez más.
—Kerem… kerem… —decía Erzsébet: «Por favor, por favor… »
Mientras, su rostro iba aproximándose a la herida. La criada apartó la mirada sin ofrecer resistencia. Por nada del mundo se le hubiese ocurrido hacerlo. Erzsébet la tenía toda para sí: maltrecha, llena de miedo, aislada. Acercó lentamente su boca a la marca de la que seguía brotando sangre.
—Kerem… —se oyó de nuevo, pero ahora lo dijo con los ojos cerrados.
Besó aquella herida. Hizo recorrer su lengua sobre la sangre. Primero una vez, luego otra, y otra. La chica temblaba, llena de confusión por aquello que no entendía.
Así estuvo Erzsébet durante un largo e interminable minuto. Besando, lamiendo, bebiendo de aquel líquido rojo que ahora se había extendido por buena parte del brazo. Cuando se apartó de la criada, tenía la cara completamente llena de sangre, tal era la fruición con que se había restregado sobre la herida. Luego le ordenó a la chica que se marchase.
Entonces, ya a solas y con el rostro aún ensangrentado, se desplomó en su sillón. Palpó la sangre con los dedos. Los observó atentamente. Su lengua recorrió los labios, buscando las comisuras. Con los ojos cerrados paladeó: el éxtasis parecía tan fácil de obtener.
Se había precipitado en lo más oscuro de sí misma. Ya no resultaría posible el regreso de ese paraje que acababa de visitar. Ya tenía su diástole, la relajación máxima que precede a la contracción. Ya oía el latido en su interior. Además de reptar y volar, también existía esto, y ella lo intuyó siempre.
Ya era loba.