KOLOZSVAR

—¡Padre Pirgist, padre Pirgist… despierte…!

Lo escucha y esa frase le llega envuelta en el color de una llamarada. Ni anaranjado, ni rojo, ni amarillo, sino una mezcla dañina que se le pega a la piel, que la muerde.

—¡No, no… fuera… fuera de aquí! —gime él dando manotazos en el vacío.

El fuego se aleja lentamente. Oye una respiración agitada. Es la suya. Mira alrededor, atolondrado. Hay objetos, pero no fuego. Por un instante ve ante sí una enorme sombra reflejada en la pared que está repleta de estanterías con libros y una tea encendida.

—Padre Pirgist, soy yo, tranquilícese…

Mira en torno suyo, aún desconcertado. Ahí está András Boniawski, el joven y piadoso sacerdote que le ayuda en las tareas de la parroquia de Lupkta-Ratowickze.

—Se ha quedado dormido mientras escribía —dice el cura tendiéndole un humeante cuenco de barro—. Tome un poco de este caldo, o de lo contrario mucho me temo que no pueda seguir con su fatigosa labor…

János coge el cuenco entre sus manos todavía vacilantes y sorbe con lentitud.

Es verdad, una noche más ha vuelto a quedarse dormido sobre sus cuartillas. Le duelen la cabeza y todo el cuerpo. Las ha manchado ligeramente de tinta, pues el recipiente de cobre en el que mojaba su plumón, ya bien entrada la madrugada, se volcó. Por suerte estaba casi vacío. Comprueba con alivio que continúan intactas las páginas que ha llenado en las jornadas previ as. Siguen ahí. A salvo.

Murmura algo en tono de disculpa. No volverá a sucederle de nuevo. Cuando note que el sueño empieza a atenazarle, dejará todo correctamente colocado sobre el escritorio y se irá a su camastro. La manta está algo arrugada de cuando dos noches antes, vencido por el cansancio, se tumbó ahí encima echándose una pelliza. La lucidez le dio únicamente para eso. Es ya muy mayor y apenas controla sus escasas fuerzas. Además, esa tos está matándolo por días.

Vuelve a sorber el caldo. El joven sacerdote le tiende una bandeja metálica. János ve ahí pan y algo de tocino. También un trozo de queso. El caldo va entrándole a duras penas, pero la simple contemplación de alimento sólido le produce náuseas. Su cuerpo lo rechaza por más que la voluntad, siempre férrea para todo, reclama su ración diaria de comida, aunque sea frugal. Fue hombre de costumbres sanas, y fuerte por naturaleza.

—Reverendo —le dice el amable ayudante—, debe comer, pues aún el invierno no ha pasado del todo. Es posible incluso que aún quede lo peor.

János Pirgist se levanta ayudado por el sacerdote. Quiere estirar las piernas. Un tímido sol asoma en el horizonte, y el perfil de las montañas se recorta a tramos entre láminas de niebla. Por fin consigue poner en orden sus pensamientos. Se echa por encima un mantón de lana y dice:

—De acuerdo, padre András, le haré caso. Lo prometo.

El joven cura inclina ligeramente la cabeza, pero en el fondo no debe de estar muy seguro de que su superior vaya a hacerle caso. Es astuto, y por tanto sabe a la perfección qué argumentos debe esgrimirle para que esto no quede en una cariñosa reprimenda:

—Aunque sea, ya que no por su menguada salud, hágalo por ese trabajo en el que tanto empeño parece haber puesto.

János le mira y esboza una sonrisa. Intentará comer cuanto le deje en la bandeja, afirma.

—Y por la tarde volverá a comer.

—Claro…

Minutos después de nuevo se halla en la más absoluta soledad, entre una bruma de recuerdos. Su vida se extingue lentamente, lo sabe. Siempre esperó mostrarse íntegro cuando llegara ese momento de ir con Dios. Pero antes tiene una deuda. También con Dios, si cabe. Sobre todo consigo mismo y con quienes tanto padecieron. Ya casi nadie debe de vivir de cuantos presenciaron aquellos acontecimientos de la primera década del siglo.

Se lava con energía en una jofaina. Seca el agua de su rostro, que cae a chorreones, cuello abajo. Eso acaba de espabilarlo.

Por fortuna la noche pasada no tuvo ninguna pesadilla. Bastante sufrimiento supone enfrentarse a cuanto va redactando, a ratos con inusitada fluidez y sin que vacile su pulso, llegando a ser más veloces los pensamientos que los dedos para deslizar el plumón de ánsar sobre el papel, y en otros quedándose literalmente bloqueado ante determinados párrafos. Pero vuelve a sacar fuerzas de flaqueza de donde ya no creía tenerlas, y continúa con su escrito.

Regresa al punto de partida, o más exactamente a lo que estaba escribiendo anoche poco antes de caer rendido y dar esa cabezada de tres horas, no más, inclinado el tronco sobre la mesa.

La niña Erzsébet.

Porque, aunque parezca mentira, una vez hubo cierta niña de bonitos ojos negros y piel blanca a la que sus parientes húngaros llegados de la parte más oriental del país llamaban Alžbeta. Una niña que creció y, seguramente siendo aún muy joven, se transformó en serpiente. Sí, eso escribía anoche al dormirse.

Él no cree, quiere no creer en espíritus malignos. Él es un hombre de fe. Pero a veces, como cuando antes vio el reflejo de esa sombra en la pared, por un fugaz instante pensó: «¡La cobra!»

No hay cobra. Eran sombras y su imaginación. Nada más. Si cuando era un niño también tenía fantasías, ¿por qué no habría de seguir teniéndolas ahora? La edad marchita nuestro cuerpo, incluso produce el inevitable desgaste de nuestros sueños, pero nunca los borra del todo. Fundamentalmente si, como es su caso, se trata de los peores sueños. Hay dos cosas que nunca desaparecen plenamente, ni siquiera en la vejez más extrema: el color del iris de los ojos y los sueños.

El aroma a incienso que sale de cuatro velas situadas en los extremos de la estancia le ayuda a concentrarse. El padre András las encendió, siempre atento, antes de salir. Toma su plumón, lo moja en el tintero que ya ha renovado, y se deja llevar. Tiene mucha razón el padre András: lo peor está todavía por llegar. Y no es precisamente el frío del invierno. Es su historia, las partes de la misma que aún no se ha atrevido a afrontar. Va rodeándola por temor a ser absorbido en el torbellino de las imágenes que sin duda le evocará. Pero se dice a sí mismo, apretando las mandíbulas, aquello que gritaban los caballeros Cruzados en su pugna por tomar los Santos Lugares:

—¡Dios lo quiere!

Duda si el buen Dios quiere esto, si puede desear que de algo así quede constancia escrita. A fin de cuentas, ¿para qué habría de servir? Entonces, una y otra vez, János Pirgist se dice que debe hacerlo para dejar testimonio a las generaciones futuras, si el azar permite que sus palabras sean oídas el día de mañana, de aquello que puede incubar el ser humano, capaz de lo más generoso, bello y altruista, pero también de lo más bajo y abyecto.

Porque hay monstruos, sí, monstruos que se esconden entre nosotros sin que nos demos cuenta. Unos deciden emerger a la luz, otros tal vez permanezcan siempre aletargados. Pero debe de ser posible, y no algo quimérico, saber descubrirlos a tiempo. Debe de serlo, piensa casi enojado. Para ello es necesario comprender, ya que no sus viles actos, sí al menos lo que les abocó a cometerlos.

La niña Erzsébet, cuando aún era una adolescente de modales tímidos, aunque combinados con arrebatos de soberbia, como queda constancia al respecto, un malhadado día conoció algo. Sencillamente, lo descubrió. Otros descubren la hermosura de un paisaje o de las flores. O la sublime plenitud que emana del amor o del arte.

Ella descubrió la sangre.

Cuanto ésta significó desde tiempos inmemoriales. Porque la sangre es el único río de la vida que tenemos, y por el que navegamos desde que nacemos hasta que morimos. Pero por esa misma razón va inscrito en su reverso, como la otra cara de una moneda, que también puede convertirse en el río de la muerte.

Sin embargo, las fuentes, el manantial que apuró Erzsébet, la curiosa y con toda certeza ya maligna Alžbeta en sus solitarias indagaciones, ¿de dónde provino?

El cree saber, o al menos tiene fundadas sospechas para pensar de tal modo, cómo y dónde sucedió. No fue en Csejthe, pues ese terrible castillo aún no le pertenecía cuando era joven. Ni siquiera lo había visitado. Tuvo que ser en otro de los castillos que pertenecían a los Báthory. Seguramente fue en el castillo de Kolozsvar, propiedad de su familia, y en el que daba rienda suelta a sus más recónditos furores en cuanto por una temporada quedaba libre de la estrecha y asfixiante vigilancia a la que era constantemente sometida por su suegra, Orsolya Nádasdy, en esas épocas en las que por espacio de varias semanas iba a visitar a sus familiares, a los de su raza. Allí empezaron los desmanes.

Primero un bofetón. Luego puñetazos. Pero aún procuraba contenerse. Incluso entre los suyos.

Después vinieron los golpes con una vara. Tan sólo uno, a una descuidada sirvienta. Más tarde, dos, tres, cuatro. A eso seguirían castigos de tipo usual, como tenerlas encerradas varias horas, o incluso días, por una negligencia. Al principio éstas debieron de ser medianamente graves, pero pronto la menor nimiedad hizo que fuese perdiendo los estribos con las chicas del servicio. Ni más ni menos, las odiaba como odiaba todo cuanto de vivo, inocente y puro pudiese haber a su alrededor. Porque ella y los de su raza habían nacido para venerar justo lo contrario, aquello que es perverso o impuro. También la muerte, de ahí sus inclinaciones hacia la magia. Orsolya le tenía prohibida esa conducta hacia las sirvientas.

Los Báthory, pendencieros y venales, siempre aspiraron a algo que les venía de sus más pretéritos antepasados, tan perdidos entre las páginas del tiempo que de ellos sólo se sabían inciertas leyendas, todas llenas de violencia. Ellos no aspiraban a la gloria y las riquezas. No era ése el orden de sus turbias apetencias. No, ellos aspiraban a jugar con la muerte, ya no la ajena, sino la propia. Nunca fueron cristianos convencidos, salvo honrosas excepciones, y por tal causa se consideraban soberanos de sí mismos. Nada podía ser obstáculo ante aquello que querían. Y así como otros Báthory deseaban llevar el miedo de la espada allí donde estuvieran, ella, la joven y lánguida Erzsébet, aspiró muy pronto a algo que rebasaba con creces las fantasías de sus antepasados.

Ella quería ser inmortal.

Algo tan esencial y contumazmente insensato como eso: no envejecer nunca.

Se cuenta que pudo ser en uno de sus paseos por los bosques de los alrededores de Lezticzé o en Kerezstúr cuando, cierta tarde en la que iba al galope en su caballo Visar, casi arrolló a una anciana con aspecto de mendiga que se le cruzó de repente en el camino. Conociendo a Erzsébet es más que probable que en vez de interesarse por aquella anciana a la que casi mata, la emprendiera a insultos con ella. Aunque desde muy joven supo combinar con maestría la dama parca de palabras y gestos precisos con la lenguaraz y grosera mujer que también llevaba dentro. Entonces blasfemaba del modo más horrible que pueda imaginarse. Tuvo que ser esa pobre anciana quien, amenazándola con su puño cerrado y huesudo, le gritó:

—¡Vive, vive y goza ahora que puedes, maldita, pero llegará un día en que te veas como yo ahora!

János oyó esta anécdota de labios de su madre moribunda, quien a su vez se la había oído contar a Kata o a alguna de las otras lavanderas.

Lo cierto es que Erzsébet quedó tan profundamente impresionada por aquel episodio que durante varios días perdió el apetito, y se pasó otras tantas jornadas sin salir de sus aposentos.

Era una premonición, pero ella aún no podía saberlo. Y aunque lo hubiese hecho, jamás lo habría admitido. Desde entonces, eso parece claro, creció su odio ante todo lo que fuese decrepitud, la vejez incluida. Apartaba la vista cuando una noble ya entrada en años estaba cerca. Ella no podía seguir ese mismo y lamentable camino. Ella, tan bonita y de esbelto cuerpo, ducha en lúbricos juegos desde que era niña. Ella, que tanta excitación extraía de la vida, no podía corromperse de ese modo.

Cuando tomó a Dorottya Szentes y a Jó Ilona para entrar en su servicio permanente, lo hizo porque aún no eran mayores, y además, ambas eran mujeres muy fornidas, casi hombrunas. Ya entonces sabía de quién quería estar acompañada. Seguramente ya urdía qué provecho obtendría de las dos. Bastaba con aunar el agradecimiento, el temor, la incultura y la fortaleza física de ellas para saber cómo y para qué acabaría utilizándolas.

Si recurrió a la vieja Darvulia fue, con toda probabilidad, porque no tenía otro remedio. Sólo se logra ser una reconocida bruja cuando se llega a muy vieja. Primero, pese a haberla secuestrado casi del bosque de Sárvár en el que vivía, la admitió de mal grado en su cercanía. Luego fue acostumbrándose. Es más, parece posible que la presencia de aquella malvada anciana le hiciese sentir más joven y vigorosa de lo que realmente se creía ella misma.

Tardó mucho en enfrentarse al pensamiento que un buen día empezó a corroerla por dentro, su omnipresente y atormentada duda: si Darvulia poseía esos poderes, ¿por qué había envejecido de manera tan lamentable? ¿Por qué también las más reputadas brujas envejecían y morían?

Algo no habrían hecho bien. Algún error habrían cometido en determinada fase del proceso. Ella lo averiguaría. Pero el inicio del manantial por el que fluía el río de la vida, que para ella significaba muerte, ¿dónde estuvo?

Katalyn Benieczy, la lavandera, también contó esta anécdota a la madre de János. Y también ésta se la contó a él, aún con el pavor en la mirada y la voz en apenas un inaudible susurro, como si temiera ser oída por el espíritu de quien la provocó: Ella.

Cierta tarde, en el castillo de Kolozsvar, pasaban lentas las horas. Erzsébet se aburría enormemente en aquel tedio que para muchos era placidez y holganza, pero que a ella parecía atacarle los nervios. Erzsébet necesitaba otra cosa. Y la obtuvo. Fue en un instante, y quizá ni siquiera lo esperaba, aunque estuviese anímicamente preparada, plenamente dispuesta para ese momento que en secreto debió de anhelar desde la cuna.

Una costurera, distraída, trajinaba en sus faldones y mangas. Mientras, esa costurera iba hablando con otras criadas. Erzsébet fingía oírlas, pero en realidad estaba al acecho.

Y se produjo el pinchazo. Fue un desliz, un agudo y espontáneo dolor que pasó pronto. Nada más que eso, el pinchazo en la mano de la joven dama.

Erzsébet contrajo el rostro. La costurera dio muestras de contrición, después de alarma. Porque lo que estaba ocurriendo ante aquella atemorizada chica nadie lo esperaba. Sabían de sus bofetones por cualquier bagatela, sabían de sus gritos y amenazas ante la menor contrariedad. Incluso sabían, porque lo habían visto repetidas veces, de los varazos que con su bastoncillo de tejo la joven señora propinaba a cualquiera del servicio, tuviese causa justificada o no para hacerlo.

Pero nada de eso sucedió. Más bien al contrario. Lo que ocurriría aumentó el temor de aquella concurrencia femenina que de pronto se había quedado muda y cabizbaja. Lo grave era, precisamente, que no ocurría nada. El silencio les pesaba a todas como gruesas cadenas. Y seguía sin pasar nada. Falso. Estaba pasando algo. La metamorfosis cobraba forma, aun confusa, dentro de ella. A su modo, pese a ser analfabetas y chicas de pueblo, quizá ellas ya lo notaron. Una a una fueron elevando sus miradas en dirección a Erzsébet. Nadie se atrevía a pronunciar palabra alguna. La causante del pinchazo sollozó, tras emitir un gemido y, según parece, intentó excusarse.

Una simple mirada de Erzsébet bastó para callarla.

La joven dama se había puesto pálida. Parecía una estatua, y su faz, un busto de alabastro. Tenía el brazo a medio levantar y lo miraba absorta, sin hacer comentario alguno.

No se quejó, no protestó. Simplemente estaba allí, en medio de la habitación con su brazo suspendido en el aire. Los ojos fijos en la mano que recibió el pinchazo.

Otra de las costureras, previendo un duro castigo que podía ser colectivo, inició una frase exculpatoria. De nuevo los ojos de Erzsébet dejaron de observar su mano para dirigirse a la que por momentos, y llevada por el temor a las represalias, perdía la compostura. También ésta enmudeció, agachando la vista.

Los ojos de Erzsébet recorrieron aquellos cuerpos cabizbajos. Luego se dirigieron a la ventana. Se movió un poco, llevando su mano elevada en el sentido de la luz vespertina que aún entraba por la ventana, como si pretendiese cogerla. Quería contemplar mejor su diminuta herida.

En efecto, allí, en el reverso de la mano, había una gota de sangre. Ella volvió la mano con extrema suavidad y sin dejar de tenerla todo el rato a la altura del rostro, en posición paralela al suelo. Diríase que temía que cayese esa gota, rodando por la superficie de la mano.

Una gota de sangre.

Una simple gota de sangre.

Su barbilla sufrió un leve estremecimiento y en las aletas de su nariz se registró una levísima contracción. Entornó los ojos, incrédula, para observar mejor la gota. Un arrebol cincelaba sus mejillas.

Algo vio en el rojo intenso de esa mancha que formaba una minúscula semiesfera en su mano.

De repente, dirigiéndose a la costurera que provocó la herida, silabeó:

Gyere ide…

Apenas pudieron oír sus palabras, pues las había dicho con la boca casi cerrada.

—«Ven… »

La chica rompió en un fuerte sollozo, ahora sí. Temía los golpes, al igual que las otras. Un codo la empujó hacia donde se hallaba su dueña. Era preferible aceptar el castigo o la reprimenda a enfurecerla, eso bien lo sabían todas. Mientras, la pobre no dejaba de emitir hipidos al tiempo que suplicaba:

Szjnálom, Asszony, szjnálom… —«Lo siento, Señora, lo siento… »

El silencio iba espesándose a cada segundo, que se les hacían interminables. Tuvieron que sentirse sumamente desconcertadas cuando oyeron que Erzsébet, quien parecía haberse puesto aún más pálida, decía en voz baja:

Kersz… enni?

Se miraron unas a otras, atónitas. Habían oído bien:

—«¿Tienes hambre?»

Köszönöm, nen… —«No, gracias.» Por un momento creyó que la obligaría a ingerir una, dos, tres manzanas a modo de escarmiento, hasta atragantarse. De nuevo sollozó-: Bocsánat, bocsánat… —«Perdón, perdón…»

Pero era por completo inútil cualquier frase.

Erzsébet volvió a mirar su mano herida. La gota se había deslizado un centímetro hacia un lado, dejando un surco encarnado en la piel. De nuevo colocó recta la mano. Sus ojos se clavaban directamente en la chica, que ahora se mordisqueaba los nudillos de ambas manos pese a que éstas aún sostenían una prenda.

Sin moverse de donde estaba, Erzsébet ofreció su brazo a la chica. Fue entonces cuando dijo en tono imperativo:

Lassú… iszik… —pero interrumpió su frase.

No daban crédito a lo que oyeron. Le había ordenado que lamiese esa gota, que se la bebiera. Volvió a mandárselo, ahora con ademán glacial pero sin elevar la voz. El gesto firme de la mano, como si señalase algo, así lo indicaba:

—«¡Lámela!»

La chica, disimulando a duras penas su aturdimiento, se acercó hacia ella. Erzsébet bajó un poco su brazo, dejándolo justo delante del rostro de la costurera. Ésta fue aproximando la cara a la mano. En la estancia todas temblaban, menos ella, la joven dama que acababa de realizar tan desconcertante petición.

—No te lo repetiré otra vez —se la oyó decir-: Lámela…

La costurera, que se llamaba Irina y tenía largos cabellos de color rubio pajizo, acercó más el rostro a la mano. Por unos instantes, y con el rabillo del ojo, miró a las demás. Debía de darle una cierta seguridad que las otras estuviesen todo el rato ahí.

Su lengua apareció indecisa entre los labios. Éstos rozaron la mano de Erzsébet. La lengua tocó la gota. Ambas cerraron los ojos. Una de asco y miedo. La otra, por lo que estaba sucediendo en su interior, y que incluso a ella le resultaba difícil de dominar.

Erzsébet sintió el contraste cálido de esa lengua que se agitaba en un débil estertor. La chica, contraído el rostro y todavía con los ojos cerrados, apartó la cara pero permaneció quieta donde estaba, frente a su Señora.

Con toda seguridad aquellas chicas pensaron que estaba loca, pero era preferible una reacción así a una paliza o cualquier otro castigo.

No podían tener ni la más remota idea de lo que estaba sucediendo en el seno de Erzsébet, de lo que, como un estallido de infinitas transparencias y texturas, cruzaba por su mente enferma.

Estaba siendo embarazada. De hecho, llevaba ya algo en las entrañas.

Esa luz. Ese resplandor. Ese trueno perdiéndose por un confín de sus huesos y llenándoselos de algo más dulce que la ambrosía, algo que quemaba como el fuego pese a no dejar huellas.

Sintió un extasiante abandono en todos sus sentidos, como si mil soles hubiesen estallado al unísono en su pecho.

Las palpitaciones que empezaban a dominarla eran la prueba de lo que ella siempre creyó.

Había entrado en un túnel del que no veía el fondo, pero por el que se dejaba deslizar hacia profundidades insondables. Mas ese túnel, aunque en realidad sólo la hundía en la ciénaga otro paso, ella supo invertirlo. Así, se sentía proyectada a las alturas, hacia una luz cada vez más intensa, más cegadora, más roja, pese a que la oscuridad lo encharcaba todo. Ella tuvo el presentimiento de esa luz. La adivinó al final del túnel. Imantaba de su ser con una violencia tal que tuvo que creer que se elevaría por los aires de un momento a otro. Por fin iba a volar como esos pájaros negros que tanto miraba durante sus largos paseos a caballo por la llanura. ¿Por qué esas criaturas podían volar y ella no? ¿Por qué?

Ahora volaba. Siempre que mantuviese los ojos cerrados, volaba.

Había iniciado su pertenencia a una fe prístina, milenaria y a la vez nueva, lejos de todo prejuicio o concepto moral, al margen de cualquier mandamiento, y esa simple idea, tanto o más que lo que pudo sentir exactamente cuando notó el contacto de aquella lengua en su sangre, la enloqueció de placer.

Ella era la diosa y su única feligresa, ella el púlpito y el confesionario, ella la ermita y la basílica, ella el altar y la píxide que conserva la Sagrada Forma. Adorándose a sí misma en su demente silencio, rito que había tenido comienzo, aparentemente, con el tibio candor de un pollito saliendo de su caparazón en busca de algo más, de aire, de vida, de alimento, se había convertido por fin en suma sacerdotisa de todo lo orgánico latente en su alrededor.

Ahora ya sabía, o por lo menos empezaba a tener una idea aproximada de ello, qué era ese algo más, qué el aire que necesitaba, cómo la vida a la que aspiraba, cuál el alimento que serviría para saciarla.

Porque durante aquel eterno segundo en el que todo quedó transgredido, en aquel lapso de tiempo infinitesimal y a la vez inabarcable en el que la temblorosa lengua de la chica rozó su sangre, Erzsébet instauró un nuevo orden de cosas hechas a su medida, creó un único mandamiento para cimentar la religión que en un instante, en apenas un instante, había consumado.

Pero la escena, según contó Kata a quien quisiese oírla, y esto seguramente tuvo que ocurrir cuando por fin ya se podía hablar de ello sin tener paralizadas el habla y la razón, años después, aún ofreció una sorprendente continuación.

Inmediatamente después de que la chica lamiera su gota, Erzsébet contrajo el cuerpo ligeramente, como si una febril sacudida la hubiese recorrido de arriba abajo. Sobrecogida, dio unos pasos hasta quedar situada junto a la amplia ventana. Con la cabeza pareció mandar que la dejasen sola. Iban a hacerlo cuando de pronto se giró buscando a la costurera con la mirada. Ésta permaneció quieta. Erzsébet le indicó con su mano que se acercase de nuevo. La chica obedeció, sumisa, todavía muy asustada. No obstante, se detuvo a un metro de su Señora. Erzsébet movió la mano en señal inequívoca: quería que se aproximase un poco más.

Entonces, cuando la tuvo a su alcance, le propinó una fuerte bofetada.

El moño que llevaba Irina quedó deshecho en el acto, y su cara fue zarandeada como si de un muñeco de tela se tratase.

El dragón, la serpiente, no podía quedarse sin realizar ese último gesto de venganza y reprensión sobre la víctima ya ultrajada.

El dragón, la serpiente, tenía muy largas las uñas. Así había sido desde siempre, y ésa era una costumbre de las damas húngaras de cierto abolengo. Se hacía cuidar esas uñas obsesivamente, lo mismo que obligaba a que cepillasen su larga melena durante interminables horas mientras ella, sin inmutarse, se miraba en el espejo, medio cerrados los ojos, perdida en sus pensamientos, mucho más allá de una burda coquetería que nunca sintió. Tales sesiones sólo eran interrumpidas cuando, con el cepillo, alguna infeliz le daba un tirón. Entonces volvía a relucir su proverbial cólera. Y los castigos. Por ello llevaban tanto cuidado al peinarla y al limarle las uñas.

Cuando la chica elevó el rostro, todavía aturdida por el doloroso impacto que había caído sobre su mejilla con la celeridad del rayo, se vio que tenía un profundo rasguño en el pómulo. También de ahí empezaba a brotar un hilillo de sangre. Sin embargo, la expresión de Erzsébet al contemplar esa herida que acababa de causarle a su criada era de paz absoluta, pese a que momentos antes pareciese toda ella contraída de rabia. Tal fue la fuerza con la que la abofeteó.

Sí, allí, en aquella escena, estaba escrito: lo que hasta ahora no había sido sino un presentimiento, era ahora un estrepitoso clamor, un rugiente bienestar.

La sangre conseguía serenarla.

Tan sencillo y tan perturbador como eso. Su visión, su cercanía, la colmaban. Incluso su parcial visión o su proximidad intuida. El atroz milagro se consumaba minuto a minuto. Por fin veía cuál debía ser la senda a seguir para llegar a la salida del túnel. A la luz que la inundaba con ese sentimiento de plenitud desparramándose por su estómago, por su pecho, por su garganta, por sus sienes, que le zumbaban de felicidad como un avispero.

Al apartar ella un poco la cara, dando a entender que no iba a seguir golpeando, la chica hizo ademán de retirarse. Entonces Erzsébet volvió a mirarla. Lo hizo con un rictus de contenida desesperación dibujado en su faz, como quien asiste a una pérdida irreparable y nada puede hacer por evitarla.

No miraba a la chica, sino su mejilla ensangrentada. Ese ancho y alargado rasguño era lo que sus ojos buscaban. La desgarradura era considerable, pero no sabía qué hacer con lo que acababa de provocar. Ahí estaba lo anhelado y, ahora que lo tenía tan cerca, tan al alcance, se sentía paralizada por completo. Entreabrió la boca como para decir algo, y de hecho musitó unas palabras, aunque fueron dichas casi con dulzura:

Vár-j-ál…!

Se habían intercambiado los papeles. Ahora era ella quien pedía, casi quien rogaba con la mirada y esas pocas sílabas que nacieron con ribetes de ruego:

—«¡Espera … ! »

Iba a hablarle a la costurera, deseosa de compartir algo, pero no llegó a hacerlo. Sencillamente lo pensó. Una sombra cruzó por su semblante, o quizá fue la penumbra que poco a poco empezaba a apoderarse de aquella estancia.

Se giró por completo, dándole la espalda al grupo de temerosas muchachas que se apelmazaban junto a la puerta como ganado deseoso de salir de sus establos.

En un gesto temerario, pues aún no les habían dicho que podían marcharse, una tras otra abandonaron con premura la estancia. La última en hacerlo fue la costurera que por un descuido propició aquella escena. Instintivamente, y con toda posibilidad creyendo que ya nada más podía sucederle, miró de nuevo en dirección a la ventana. Y su mirada encontró lo que nunca hubiese esperado en una situación como aquélla: su Señora se había vuelto ladeando ligeramente la cabeza, y la observaba con expresión entre serena y complacida. Increíblemente, ahora le sonreía. Desconcertada, la chica permaneció con la mano en la puerta, presta a salir pero sin decidirse a hacerlo. Entonces Erzsébet le dijo lenta, sinuosamente:

Édes vagy… —Y acentuó aún más su sonrisa.

Lo había oído con claridad: «Eres dulce.» Eso fue lo que salió de su boca. La chica, cada vez mas confusa, hizo una marcada reverencia, doblando incluso las rodillas, y salió de allí con suma cautela, procurando no hacer el menor ruido al cerrar la puerta tras de sí.

A la joven prometida del célebre y muy temido Ferenc Nádasdy se le había iluminado el rostro, que de nuevo miraba en dirección a los bosques, ahora respirando acompasadamente. Nadie podía imaginar el cariz de sus pensamientos.

Ella estaba viajando al mundo de los griegos, que bebían vino al son de canciones que les recordaban que aquello no era un producto nacido de la tierra, sino sangre del dios Dionisos. Recordaba las lecciones del sabio Herodoto, quien sostenía en sus crónicas que medos y persas se lamían sus heridas para obtener favores de las divinidades. Recordaba haber oído que en el Talmud de los hebreos se aconsejaba el vertido de sangre de animal sobre la cabeza para aliviar las molestas jaquecas, algo que también hicieron los vikingos cuando eran respetados en todos los mares y latitudes. Recordó a Plinio, el erudito, quien mencionó los baños de sangre que celebraban los egipcios para curar, así lo decían ellos, la lepra, la elefantiasis y otras dolencias. ¿Y no era en Inglaterra donde, siglos antes, las mujeres del condado de Yorkshire bebían sangre de quien había combatido contra sus hombres, para así ser más fértiles y fuertes? ¿No fue en Alemania donde tanto dio que hablar, apenas unas décadas atrás, el culto a Garmann, la mujer felina que sorbía el extracto vital de sus víctimas para convertirse en inmortal? Qué más daba que se tratase de animales o de personas nacidas de humana madre. Eran seres vivos por los que fluía el líquido rojo. ¿No había también leyendas acerca de ciertos pueblos en los que estaba instaurada la costumbre de que un esclavo, al que llamaban ramanaga, lamiese la sangre de su señor cuando éste se hería? ¿Por qué ella, pues, no podía tener su ramanaga, por qué? ¿Por qué ella no podía ser la Señora de sus esclavas? Incluso en la Biblia había leído que la sangre es la vida.

Nada de todo ello podía saber la humilde costurera que en aquel atardecer de Kolozsvar clavó una aguja en la mano de su Señora, nada.

Aquella chica fue destinada al poco al castillo de Bicsé, y de ahí a un palacete, casi siempre habitado sólo por el personal de servicio, situado en Forchtenstein. Y aún de allí a la residencia que Erzsébet tenía en la propia Viena. Ésta siempre supo dónde estaba su costurera, pues no olvidaría que fue precisamente esa muchacha quien le indicó el camino.

La chica se llamaba Irina Smorievsky, era hija de campesinos, alta y de buen humor. Desapareció una noche, cuando contaba dieciocho años de edad, unos pocos menos que su Señora. Sencillamente, se esfumó. Sus compañeras dejaron de verla, y esa desaparición fue comentada entre el resto del servicio que Erzsébet tenía permanentemente en Viena. Al cabo del tiempo, y cuando alguien preguntó al respecto, la respuesta que obtuvo fue: «Se fugó.» Una cuestión de amores, dijo cierta persona del entorno cercano a la Condesa. Pero sus compañeras del palacio de Viena no sabían de la existencia de ningún amante, algo que, de ser realidad, difícilmente les hubiera pasado por alto.

En cierto modo era trágicamente cierto. Irina desapareció, y con toda certeza murió supliciada, por una cuestión de amor, el que Erzsébet le profesaba, aun en sus más bajos instintos. Dejó pasar los años y finalmente regresó a Irina, a su tímida y guapa Irina, para terminar el rito que se inició aquel crepúsculo en Kolozsvar. Irina ya no era tan joven como a ella le atraían las chicas, casi recién salidas de la pubertad, pero era la primera, quien le indujo a cruzar la línea que separa toda cordura de las tinieblas.

János Pirgist, redactando sin tregua en su buhardilla, se detiene un momento. Recuerda la frase de San Francisco de Asís, quien más de cuatro siglos antes había dejado escrito: «Lo que buscamos es lo que está mirando.»

En efecto, algunos lo descubren con antelación y pueden obrar en consecuencia, pero otros buscan durante toda su vida y al final, con suerte, descubren que lo que siempre quisieron ver está cerca nuestro, alrededor, en nosotros mismos. Así Erzsébet, la niña Alžbeta, que ya de niña asustaba a las criadas, descubrió en plena juventud que aquello que tanto buscaba estaba escrito en ella misma, en su sangre. Tuvo que verlo, tuvo que leerlo en aquella primera y fortuita gota. Durante unos años, en los que aguardó paciente y procurando no delatarse, vivió con plena conciencia de su hallazgo, que aún seguía siendo un secreto. Como los secretos que tiene, que sigue teniendo el propio János Pirgist, y a los que teme enfrentarse abiertamente.

Ella debió de sentir que era dragón y serpiente, y que su insaciable hambre sólo podía aplacarse de ese modo. Esa gota le señalaba la ruta, y no pensó abandonarla.

Pero también, y quizá sin ser en absoluto consciente del cambio, a través de la contemplación de aquella ínfima porción de líquido rojo y espeso brotado de su sangre, empezó a volar.

Ya era águila.