LEZTICZÉ

Sin embargo, tuvo que haber un principio. Eso lleva diciéndose János Pirgist desde hace cincuenta años, día tras día. Es casi su primer pensamiento cuando se despierta, y con bastante frecuencia el último antes de dormirse. Ya que el cómo más o menos lo sabe, igual que el dónde, y el por qué sigue siendo la pregunta cuya respuesta a hallar, es el cuándo aquello en lo que busca refugio.

Nada es porque sí, sin fundamento. De modo que, cada vez más absorbido por el relato de su historia, va llenando cuartillas que escribe con su letra menuda y apretada, tarea en la que trabaja desde la prima hora del alba, cuando un rayo de tibia luz entra por los postigos abiertos de su ventana, hasta que ya por la noche le vencen la fatiga y el sueño. Una a otra se suceden las jornadas. Sabe que no debe hacer sino eso. Lleva toda la vida aguardando enfrentarse al momento de repasar minuciosamente su propio pasado y ahora que es consciente de la rapidez con la que la salud lo abandona, ya no encuentra motivos para eludir esa lid, tan costosa, tan traumática, con sus recuerdos, con las verificaciones que durante el transcurso del tiempo fue realizando.

No puede decirse que se halle en el mismo punto que cuando inició esta búsqueda, aproximadamente medio siglo antes. Mucho es lo que ha avanzado. Mucho lo que descubrió. Datos, fechas, lugares, nombres. Cree haber conseguido trazarse en su imaginación un perfil más o menos exacto de la forma en que se consumaron los acontecimientos. Aunque en el fondo, y en lo referido a la esencia del problema, a menudo siente que está justamente donde empezó: perdido, dubitativo y sin dar con las respuestas fundamentales que anhelaba ante la pregunta de por qué aquella mujer hizo lo que hizo, y por qué la manera en que lo llevó a cabo.

Ahora, enfermo y a ratos abatido por el desánimo, que le invade como ráfagas de viento zarandeándolo hasta casi dejarlo postrado, continúa con su trabajo de reconstrucción mental e intenta superar los obstáculos que le salen traidoramente al paso. Sobre todo uno con el que ya contaba, y que no por haberse mostrado repetidas veces en toda su virulencia, va a hacerle retroceder en su empeño. No a estas alturas, pues es necesario que alguien deje testimonio de lo que ocurrió. Así, está sufriendo desde hace un tiempo horrorosas pesadillas que le impiden conciliar el sueño, y que al hacerlo lo despiertan varias veces por noche, en ocasiones profiriendo gritos, otras bañado en sudor y jadeando. Pero por la mañana, pese a su fatiga, pese a ese dolor que siente aferrado al alma, vuelve a ponerse sobre sus cuartillas. Es una deuda que tiene con la posteridad, piensa a veces. Y otras que la tiene con su pasado.

Cuando repasa sus páginas ya escritas, de nuevo cunde en él un gran desaliento. Se da perfecta cuenta de que ahí no hay sino leves atisbos, poco más que un tímido acercamiento, un temeroso movimiento de circunvalación en torno a las dudas que le acosan desde hace tantos años, es decir, las causas que llevaron a Erzsébet Báthory a ser como era y a hacer lo que hizo. Pero es que, debe reconocerlo, sigue como cuando era niño y, aun de modo intuitivo, ya presentía cosas. Igual que cuando, lejos de allí, pensaba en su infancia o reflexionaba sobre historias que oyó al respecto. Sigue padeciendo un profundo temor e impotencia ya no únicamente para dar testimonio de aquello, sino incluso para pensar con claridad en tales hechos.

Recapacita sobre la circunstancia de que, siendo aún joven, mientras vivió Ferenc Nádasdy y por lo tanto pudo hacerse acompañar por él, Erzsébet iba de tanto en tanto a determinadas fiestas en las cortes de Budapest o Viena, aunque después ya únicamente se trasladaría a la de Presburgo, donde sus compromisos eran ineludibles en ciertas fechas. Allí estaban instalados los Habsburgos, la rama germana de los Austrias. Pero nunca se sintió cómoda en tales eventos, que otras damas de la nobleza esperaban ansiosamente durante largos meses, pues para ellas era la única posibilidad de conocer gente importante y lucir sus encantos, así como sus vestidos y joyas. Erzsébet debía realizar grandes esfuerzos, en esos momentos, por disimular su nerviosismo. Llevaba ya varios años cometiendo crímenes de modo sistemático, y la sospecha de ser observada por alguien que recelase de sus actos no dejaba de perseguirla doquiera que fuese en cuanto abandonaba sus dominios. Había oído contar cosas fabulosas de las cortes francesas, italianas y española. Lo que veía allí, en Presburgo, estaba muy lejos del ambiente de sofisticación que tan a menudo imaginase. La tosquedad de que hacían gala la mayor parte de invitados la soliviantaba en extremo. Ella podría ser una fiera asesina disfrazada de persona, pero cumplía, al menos en público, su papel a la perfección. Ni comía con desmesura, ni bebía demasiado, más por temor a desatarse que por otra cosa, ni bailaba si no era requerida con insistencia. Y aun así, abandonaba pronto el baile para volver a su silla. Procuraba acudir a la corte lo más atractiva e impecable que podía. Con sus guantes perfumados en ámbar, habiéndose bañado antes con agua de azahar y canela, a veces impregnando su piel de extracto de glicinias o de lavándula, otras veces luciendo su falda saboyana con perlas, de la que sobresalían unas enaguas de tisú dorado, chapines en los pies, y el cabello siempre recogido en su redecilla de brillantes. Llamaba la atención por su hermosura y por lo espléndidamente bien que se conservaba. Pero aquello la aburría sin remedio. Jugaban a cualquier cosa que pudiera provocar la risa de los invitados. A las prendas sobre todo. O a fingirse loco durante toda una noche, o a hablar con palabras y frases en las que no podía pronunciarse una determinada letra. En aquellos lujosos salones de frisos con motivos corintios y bajorrelieves jónicos se hacía poco más que imitar lo aprendido de otras cortes con más solera. Por todas partes colgaban orlas, caireles y grecas, las fuentes de manjares se sucedían una tras otra, lo mismo que la presencia de menestrales escanciando fuertes vinos y licores. Los bufones arrancaban constantes risas con sus baladronadas, y quien más quien menos improvisaba melopeyas sobre cualquier tema propuesto. A costa del hígado la gente solía divertirse mucho, pues uno tras otro los invitados debían inventar nuevos versos, glosándolos. Al principio, cuando Erzsébet participaba más del jolgorio de la fiesta, y por lo tanto sudaba a causa del ajetreo del baile, tenía por norma requerir los servicios de una vieja criada que llevaba muchos años con ella, Maria Szelenká, cuya misión era introducirse en la boca polvo triturado de rosas y, colocando el rostro muy cerca de Erzsébet, soplar allí con fuerza. Esto se realizaba con discreción en una estancia en la que no hubiese nadie, y ocurría tres o cuatro veces por noche. Maria Szelenká falleció de anciana poco antes de que concluyese el siglo, y la Condesa se dio cuenta de que había perdido a su aspersor natural. Otras criadas que intentaron hacer lo mismo recibieron sendos bofetones. Una porque, en su precipitación, no aguardó a que ella tuviese los ojos cerrados y le introdujo algo de polvo en un ojo. Otra porque le escupió ligeramente. Aun otras porque dirigían mal la bocanada, yendo ésta al cuello o a la frente. Nadie realizaba tal labor como la vieja Szelenká, según parece. Pero lo cierto es que, ya al final, la Condesa no se veía en la obligación de renovar su maquillaje facial mientras durase una fiesta. Éstas cada vez le provocaban mayor aburrimiento, cuando no sensación de disgusto. Los bailes eran burdos y a veces descaradamente soeces en cuanto las bebidas causaban efecto. Tampoco compartía la pasión por cualesquiera juegos que se propusieran, así que paulatinamente iba aislándose, y las últimas horas de la fiesta se dedicaba a observarlo todo con aspecto abacial, si no severo, lo cual contribuía en mayor medida a agrandar el misterio que la rodeaba, volviéndola, como viuda rica y hermosa que era, más apetecible a los ojos de muchos nobles que la miraban con deseo. Su actitud displicente los enervaba y ella, dándose cuenta, se excitaba en secreto, pero sin dar nunca pábulo a que ninguno de ellos pretendiese lograr sus favores, ya que solía desaparecer de improviso tras haberse despedido de sus ilustres anfitriones con cualquier excusa. Erzsébet, a diferencia de la mayoría de aquellos nobles, sabía trinchar viandas, y hasta hacía uso correcto del tenedor, mientras que el resto, incluidas damas de alta alcurnia, seguían comiendo con los dedos, o sonándose de idéntica manera. Gustaba de detalles como ver las servilletas puestas a modo de cogollos de col, o de manzanas o peras. Aunque lo que la asqueaba de verdad era la inclinación por la comida abundante que allí se servía, y que los comensales iban liquidando con inusual gula, como si no hubieran ingerido alimento alguno en varios días. Por las mesas pasaban espaldas de corzo, aves confitadas, pasteles, pecho de cabrito relleno, biércola, jamón de jabalí, asado de ternera, pavo, gallina, carne de buey y ciprinos, torta de higos, lucios, congrios, alcachofas, albóndigas, ternera en adobo, cangrejos de río, lechón, pies de cerdo y toda una amplia gama de exquisitos postres, entre los que había multitud de melones. Ella, acostumbrada a una alimentación frugal, soportaba aquel espectáculo a base de eructos, carcajadas y hasta vomiteras en cualquier rincón con un estoicismo rayano en la pura inmovilidad. Desde comienzos de siglo eran varias las sociedades creadas para moderar tales excesos gastronómicos. Así, en 1601 el landgrave Mauricio de Hesse fundó una orden de templanza, pero la realidad de aquellas cortes era muy distinta. Como apenas nadie tenía idea de la situación política, de poco podían hablar que no fuesen fruslerías. Es decir, las damas de atavíos, joyas y perfumes. Los hombres de caza y, muy pocos, de guerras. Sólo se bailaba, se comía y se reía. De tanto en tanto empezaban a oír fragmentos del Orlando de Ludovico Ariosto, o del ciclo épico dedicado a «Jerusalén», de Torcuato Tasso, pero al poco el personal volvía a prestar atención a las payasadas de los bufones o a tal o cual chascarrillo. De nuevo parecían interesarse por las alegres danzas de los zíngaros o, si el ambiente se había calmado lo suficiente, por una aria de Jacopo Peri o por un madrigal de Monteverdi, pero la atmósfera de recogimiento duraba lo que tardase cualquiera de los allí presentes en contar un nuevo chiste. Los efluvios del vino eran los que mandaban en aquellas celebraciones cortesanas, en las que todos los valores parecían haberse dado la vuelta. Así, los concurrentes observaban con seriedad a volatineros y saltimbanquis haciendo sonar el atabal, los timbales o sus cascabeles, mientras que se ponían a reír ante las admoniciones de monjes intonsos que, ebrios, predicaban el fin del mundo ante un divertido auditorio. No obstante, eran dos cosas las que alteraban a Erzsébet en esas fiestas de la corte. De un lado las repetidas menciones a ella misma, en las que loaban su virtud y la firmeza con la que soportaba su viudedad, algo que ella, ya acostumbrada a tales comentarios, oía sin mengua alguna de arrobo y contrición. Esos comentarios solían ir acompañados de alusiones a la bizarría de su difunto esposo. De otro lado se alteraba hasta lo indecible viendo a jóvenes sirvientas de las demás nobles invitadas. Tantearlas habría sido infructuoso, de no incurrir en evidentes riesgos. Nadie deseaba ir a un lejano castillo para servir a una mujer de aspecto tan grave, cuando no siniestro. Era a la vuelta de esas fiestas cuando la Condesa, llena de acuciantes sensaciones provocadas por las muchachas que había tenido cerca sin poder echarles encima la mano, intentaba frenéticamente dar con campesinas por las aldeas que iba atravesando de regreso a Csejthe. En cualquier caso, su excitación contenida acabarían pagándola quienes allí estaban.

Ahora, tantos años después, podía decirse que era János uno de los pájaros que por la noche, y para protegerse del frío, anidaban entre las maderas y piedras de los más dispares rincones de Csejthe y otros castillos en los que estuvo acompañando a su madre y Kata. Igual que esos pájaros, hechos un amasijo de picos y plumas entre techumbres carcomidas por la humedad, cobijándose unos a otros en penumbras que creían tranquilas. Acaso ellos, los inocentes pajarillos que durante el día volaban y con la llegada de la oscuridad buscaban resguardo entre aquellas paredes, no vieron nada. O no todo. De lo contrario, también ellos, parpadeantes sus ojos fijos e inmóviles sus alas, habrían quedado paralizados por la impresión. Y, pese a todo, allí, en Csejthe y los demás castillos, se oía el trino de los pájaros. Hasta que llegaba la noche. Algunas noches. Emitían su música a modo de cántico irracional para mostrar gratitud a la vida por haber pasado un nuevo día. Y de pronto, aquellas noches, tras los primeros gritos, tras las iniciales súplicas con que se repetía el ritual, nada. Enmudecían. Como una cajita de música que se cierra de golpe. János las había visto en algún mercado de Praga. Las abrías y volvía a sonar una dulce melodía. Las cerrabas y la música cesaba. Pese a su carácter de objetos inanimados y mecánicos, diríase que habían sufrido un cierto tipo de daño. Por eso callaban. Como las piedras y los árboles. Como una larga, insospechadamente extensa lista de personas que, teniendo orejas y ojos, no oyeron y no vieron nada porque nada quisieron oír ni ver, incluso pudiendo haberlo hecho.

Cabe la posibilidad de que ésta fuese una historia no de ausencias o actos inexplicables, sino de sordera y mudez. De ceguera e instintos amordazados. Podría ser.

Porque ahí estuvo él aquellas noches de nervios y rezos dichos en un murmullo, muy pegado al pecho de Vargha, su madre, quien conforme crecían los gritos, al principio lejanos pero según iban avanzando las horas más y más próximos y nítidos, algo a lo que sin duda contribuía el silencio de la noche, que agudiza la mente de las personas en sus mínimas percepciones, rezaba ininterrumpidamente, y él, aterido de miedo y cansado por la imposibilidad de conciliar el sueño, contagiándose del estado de constante angustia en el que parecía vivir ella, la acompañaba con susurros en esos rezos murmurados en la oscuridad. Su madre ya sabía lo que significaban aquellos gritos, y que Kata, la lavandera que además de amiga era su protectora, no estuviese en el lecho que le correspondía. Allí llegaría, y a veces ni siquiera eso, a punto de concluir la madrugada, siempre llorando y en un estado de agitación tal que nadie era capaz de consolarla. Era entonces cuando Kata, secándose las lágrimas como buenamente podía, hablaba de escapar, de que había que irse de allí a toda costa y lo antes posible, de que si se quedaban un solo día más, y como a un día habría de seguir otra noche como la anterior, quizá ya fuera demasiado tarde para todo.

Por eso a János le acompañaron siempre las palabras que Kata le dijese cuando le sorprendió mirando a la Condesa, que estaba asomada a su balcón. Luego de decirle que se apartase de ella y jamás volviera a mirarla, exclamó compungida: Mánytam lélek!, «¡Tengo rota el alma!». Aquella frase nunca la olvidaría János, quien empezaba a adivinar por qué la lavandera decía eso.

Quienes habían visto, estaban condenados de antemano. Eran testigos.

Ella, Kata Benieczy, había visto. Veía casi todas las noches. Veía no el cuadro preciso del horror, sino sus secuelas, pero eso ya parecía motivo suficiente para estar marcada. Antes o después la Condesa en persona, o quizá alguno de sus secuaces, llamaría la atención de ésta acerca de la lavandera, sugiriendo que podría ser un peligro si se iba de la lengua. Pero, misteriosamente, Erzsébet sentía un cierto apego por la lavandera. Nadie como ella dejaba tan limpios y suaves sus vestidos de lino blanco. Nadie como ella lograba borrar las manchas de sangre que en la ropa quedaban tras las sesiones nocturnas, o en el suelo de su alcoba o en alguno de los calabozos, o a veces hasta en lugares apartados de los propios lavaderos. La Condesa continuaba haciéndole puntuales regalos a Kata, que ésta agradecía, cómo no, con grandes muestras de humildad y fingida alegría. No haberlo hecho así hubiese supuesto su inmediata desaparición. Kata caminaba junto a un precipicio, y lo hacía con los ojos vendados. A tientas. Así semana tras semana, mes a mes, año a año. Por momentos parecía que estaba a punto de perder para siempre la razón. Entonces Vargha Balintné o alguna otra de las mujeres que hubiese por allí la consolaban diciéndole que mantuviese la calma, que siguiese haciendo lo que hacía, por miserable y sacrílego que le pareciese, porque en ello le iba la vida no sólo a ella, sino a todos aquellos con los que Kata pudiese haberse confesado. Y era cierto. De haberse venido abajo la lavandera, rápidamente las sospechas hubieran recaído sobre quienes la acompañaban a diario y con las que ella tenía más confianza. Las vidas de todos pendían de un delgadísimo hilo. Por eso le suplicaban que aguantase un poco más, tan sólo un poco más. Aquello tendría que terminar de algún modo, porque el buen Dios no podía seguir consintiéndolo mucho tiempo, y entonces por fin quedarían libres de la amenaza que se cernía sobre ellos.

Cierta madrugada, recordaba Pirgist, hubo un gran revuelo cuando entró Kata en el dormitorio, tirándose sobre su jergón mientras era presa de un enorme desconsuelo. Él pudo verlo todo, parapetado tras el rebozo de su manta, que no era de suave lana, pero sí gruesa, y le libraba del intenso frío. Al parecer se había consumado lo que temían: Kata fue amenazada. Algo tuvo que contestar, quizá enmarcó un gesto de tristeza o de asco y repulsión, o se le escapó una expresión inadecuada, pero el caso es que Ficzkó, hablando en plural, le dijo que si por casualidad se enteraban de que ella había contado el menor detalle de cuanto terminaba de ver o hacer, y por tanto de lo que llevaba viendo y haciendo durante años sin apenas rechistar, no dudarían en cortarle la lengua. Kata, por lo que János llegó a oír, se explicaba entre hipidos, apretando con ambas manos su garganta, todavía no repuesta del susto que le causó aquello. Quizá le contestó a Ficzkó algo inapropiado. El caso es que protestó por algo, eso parecía ser cierto, y éste le siseó unas palabras a la Señora. Cuando ya se disponía a abandonar el lugar en el que estaban, hastiada de lo que demandaban de ella, oyó la voz de la Condesa. ¡Había olvidado por completo que también ella, Ella en persona, estaba en ese sitio!

—Mi fiel y buena Kata… —empezó a decir Erzsébet en un tono que al principio a Kata le pareció conciliador y hasta amable.

Se giró hacia su dueña haciendo una ligera inclinación con la cabeza.

—Deja ese cubo en el suelo y atiéndeme un instante… —siguió la Condesa, en idéntico tono. Ella obedeció. Debía de llevar un cubo con restos de ropa ensangrentada.

»Mírame. —Ahora Erzsébet había modificado sustancialmente su tono, pues aquello ya era una orden.

Kata elevó la vista en dirección a la Condesa. En su inocencia, aún esperaba unas palabras de ésta intentando quitar tensión al cruce de frases habido entre Ficzkó y ella. Pero lo que oyó de los labios de Erzsébet fue:

—Tú sabes bien que si eso ocurriera, que si por un azar contases cualquier cosa, no sería sólo la lengua lo que perderías. —La Condesa dibujó una amplia sonrisa en su boca, y al poco siguió-: Eso sería sólo lo primero que perderías. Yo misma te arrancaría, uno a uno, hasta el último miembro de tu cebado cuerpo. Lo haría con mis propias manos. Lo sabes, ¿verdad?

Seguía sonriéndole.

Kata, presa del terror, le aseguró a la Señora que podía contar con su mutismo.

—Así es como debe obrar mi lavandera, a la que saqué del arroyo y la indigencia, y por cuya salud, y la de sus bonitas hijas, tanto me he preocupado durante estos años… —Ahí dejó suspendida su asertación.

Acababa de amenazar a sus niñas, aunque de modo elíptico, sinuoso. Kata, intentando sobreponerse a la impresión, asintió con otra inclinación de cabeza al tiempo que pensaba que, por fortuna, sus dos hijas se hallaban muy lejos de allí. Hacía casi medio año que partieron. Pero, como si le leyese el pensamiento, la Condesa añadió, casi cuando Kata se disponía a cerrar la puerta:

—Aunque esas adorables criaturas estén en un remoto confín de nuestros dominios, bastaría con que hiciese sonar los dedos de una mano para que cualquiera de mis primos las buscase hasta el mismísimo infierno y me enviara sus lindas cabecitas en un saco, para que se las diéramos a los perros.

Kata se desmoronó, pretendiendo suplicar a la Condesa, pero ésta no le permitió acercarse. Con un gesto seco le gritó:

—¡Ahora, vete ya!

Kata obedeció. Minutos después, al contarlo en el lavadero, reconoció su consternación y disgusto por aquel episodio, así como la enorme angustia que le había producido oír dicha amenaza. Rogó a las allí presentes, cuatro o cinco de las mujeres que la ayudaban a lavar, que por lo más sagrado del mundo no dijesen absolutamente nada de todo ello a nadie. Ni siquiera a los maridos de dos de ellas, que vivían dedicados a tareas agrícolas en el pueblo de Csejthe, situado a las faldas del castillo, pues la seguridad de todos estaba en juego. La tranquilizaron diciendo que no se preocupase, pues ya sabían. Claro que sabían. Esas mujeres, al igual que la madre de János, también podían oír los alaridos de dolor que llegaban, en plena noche, de algunas dependencias del castillo. Sentían idéntico miedo al suyo, y podía confiar en ellas. Luego rezaron juntas durante un rato.

Después la madre de János entró en el jergón, ciñendo su cuerpo contra el de él. Tenía la cara llena de lágrimas y le decía una y otra vez:

—Duérmete, mi pequeño, duérmete. No pasa nada. Y le acariciaba el cabello para tranquilizarlo.

Pero él la oía rezar en un tenue murmullo durante largo rato. Hasta que se quedaba dormido con ese grato ronroneo zumbándole en el oído. De hecho, se sentía protegido. Su mente de niño le decía que estando allí su madre, que era tan trabajadora y buena, así como el resto de mujeres, no podía ocurrirle nada malo.

Al llegar el nuevo día, y eso era lo sorprendente, abría los ojos esperando hallar muestras de lo que allí había sucedido horas antes, pero todo era diferente. Las mujeres iban de aquí para allá parloteando de sus cosas, algunas incluso aparentando alegría. ¿Cómo era posible aquello? Cantaban y hacían bromas, incluida Kata, cuando apenas unas horas antes él la había visto rezar, descompuesto el rostro y santiguándose a cada momento, como si con ese gesto quisiera darse ánimos en sus letanías.

János entonces aún no alcanzaba a pensar que si hacían eso era para olvidar. Porque su cordura no habría podido resistir mucho tiempo de dejarse vencer por el miedo.

Él, triste y cada vez más taciturno, se levantaba y se ponía a deambular por cualquier parte. Haciéndose, también a su manera, el ciego, el sordo, el mudo, el tonto. No respondiendo siquiera, muchas veces, cuando alguien de los de arriba se le dirigía preguntándole algo. Más bien al contrario. Se quedaba allí como una estatua y como si no comprendiese absolutamente nada de cuanto le preguntaban. Y si éstos insistían, diciéndole:

—Pero niño, ¿es que no sabes hablar? —Aunque eso se lo dijeran en actitud cariñosa, él salía del lugar como una flecha.

—¡Ese crío parece un gato! —oía a sus espaldas, temiendo siempre que fuesen tras él, lo cogieran y lo llevasen arriba, a las habitaciones de la Condesa y sus ayudantes. Porque para János todos los adultos del castillo, todos sin excepción salvo su madre, Kata y las otras lavanderas, eran de los de «arriba». Y ellos sí sabían. Ellos por fuerza sí habían visto y oído. Tenía razón, pero sólo a medias. Eso no llegó a comprenderlo hasta mucho más tarde, cuando ya era casi todo un hombre. De momento, como esa decena escasa de mujeres y un par de haiducos con los que él las había visto hablar, y a los que ellas se referían diciendo que también ellos estaban asustados, se limitaba a sobrevivir. A ese par de haiducos, cuando se dirigían a él preguntándole cualquier cosa, sí les respondía, aunque con breves monosílabos.

El pequeño János iba creciendo entre aquellos muros, atento y esquivo. Incólume ante las inclemencias del tiempo y por completo ajeno a la gradual evolución de las diferentes estaciones del año. Hoy gruesas gotas de sudor perlaban su frente, mañana repentinas tiritonas de frío le hacían temblar de arriba abajo, pasado mañana un suave bienestar le abocaba a sentirse reconciliado con todo, aunque siempre en guardia. Él seguía observando con discreta atención cuanto acontecía a su alrededor. Veía sin mirar. O miraba sin ver, pues en el fondo no quería ni ver, ni mirar, ni entender. Sólo salir, huir de allí. Pero mientras su madre estuviese en Csejthe era imposible hacerlo. Para distraerse dejaba vagar su vista por las lomas frondosas de los alrededores, o seguía el vuelo de los pájaros. Y de repente se ponía tenso como la cuerda de un instrumento musical o como el palo de un arco al ver un gato. Él, a quien en broma llamaban de ese modo por sus correrías y silencio. Sabía que eran los gatos de la vieja Darvulia. Gatos negros y altivos que paseaban por allí como si fuesen los señores de aquel lugar. Pocas veces, no mas de cinco, había logrado ver, siempre de lejos, a la encorvada y siniestra Darvulia, quien, se rumoreaba, estaba constantemente junto a la Condesa.

Pero pasó algo.

Fue una de esas mañanas en las que se despertó un poco antes de la hora usual, en la que se iniciaba la vida cotidiana del castillo. Era aún casi madrugada y, despistado, atisbó por uno de los ventanucos que tenían los dormitorios de las lavanderas. De repente vio algo que se movía entre las sombras. La luz aún no permitía distinguir con detalle, y menos a esa distancia. Parpadeó, frotándose los ojos. Contuvo el aliento.

Ahora, cruzando el patio del castillo en el que todos aún dormían, creyó distinguir la silueta de esas dos mujeres que siempre acompañaban a la Condesa, Jó Ilona y Dorkó. Entre ambas llevaban a cuestas una especie de saco. Por un momento dio la impresión de que iba a caérseles. Se reprocharon algo una a la otra. Ficzkó, que iba detrás de ellas, les conminó con un gesto de mando a que bajaran la voz. A los pocos minutos volvieron a pasar por el patio, pero en dirección contraria. Y de nuevo al poco tiempo volvían a salir con otro enorme saco que a duras penas conseguían arrastrar. Esta vez iba junto a ellas la vieja Darvulia, quien con su bastón azuzaba a varios de sus gatos para que dejasen de olisquear y maullar en torno al saco.

Entonces los ojos de János, aprovechando que en esos minutos había clareado un poco más, se fijaron con renovada atención en la escena. Aquel saco era muy extraño. El trigo no se doblaba así, y era demasiado pesado y maleable como para ser leña.

Sintió como si una fina lluvia calase hasta lo más hondo de sus huesos, pues había intuido algo que lo sacó definitivamente de su modorra. Incluso se agachó unos centímetros por temor a ser visto, cosa que era imposible desde el patio, pero él no lo sabía.

Fue entonces, sí, cuando hizo un gesto indebido. Algo que estaba prohibido y que en innumerables ocasiones le habían advertido que no hiciera, tanto su madre como Kata. Pero fue un gesto inevitable, humano: miró.

Sus párpados, aún llenos de legañas, se movieron en un tenue aleteo entre el desconcierto y la curiosidad propia de un niño que, era verdad, había adquirido las costumbres propias de un gato. Su retina, vidriosa, se dilató con lasitud. El nervio óptico aún debió de tardar varios segundos en captar la imagen que llegaba desde un extremo del patio, al otro lado de un muro de piedra que separaba esa zona de un huerto.

¿Qué veían los ojos del niño, que ni siquiera se atrevía a mirar? ¿Qué, cuando le pareció que todo él flotaba en el aire de aquella madrugada?

Algo en el saco llamó su atención, quizá la forma peculiar de lo que llevaban dentro. Era fláccido y se bamboleaba tenuemente conforme las mujeres, no sin dificultades, iban caminando. Aun sin verlos, pudo distinguir que allí dentro había unas piernas y unos brazos. Lo notó sobre todo por las piernas, que se doblaban de modo inconfundible. Eso solamente podían ser unas piernas.

Se apartó bruscamente del ventanuco, apoyando su espalda contra la pared de piedra. Luego fue dejándola caer con lentitud hasta quedar sentado en el suelo. Comenzó a jadear compulsivamente. Y su primer pensamiento fue: será alguien que se ha puesto enfermo y murió. Ahora lo llevaban a enterrar en cualquiera de los campos cercanos.

Pero los dientes empezaron a castañetearle. No podía frenar ese movimiento. Él tenía sólo ocho años, y quería pensar bien. Porque así lo deseaba su madre. «Nunca pienses cosas malas», era la constante admonición de ella. «Nunca pienses cosas malas.» Y de nuevo acudía a su mente la idea de una muerte repentina ocurrida horas antes en el castillo. Aunque parecían ser dos las muertes que habían acaecido, ya que eran dos los sacos, más o menos de idéntica forma, que transportaban aquellas mujeres, ambas de gran corpulencia.

Pese a todo, su instinto le dijo que era posible que él sólo hubiese llegado a ver una parte del proceso. Y, al igual que había visto dos de esos sacos, era probable que, antes de que mirase, ya hubiesen sacado alguno más. Y también parecía lógico que después de haber visto y esconderse, pues eso y no otra cosa sintió que había hecho, aún siguieran transportando nuevos sacos. Pero no iba a ser malo y mirar. Ya tenía bastante.

Empezó a rezar el Padrenuestro en latín, improvisando varias partes, inventándose otras, porque lo cierto es que correctamente sólo sabía el inicio de esa oración.

Su boca no dejaba de temblar, pese a estar rezando. Así se introdujo de nuevo en el jergón y se arrebujó bajo la manta llena de remiendos. Su madre dormía con apariencia tranquila. Estaban a salvo. No había pasado nada, se dijo. No había oído ni visto nada. A nadie contaría jamás aquello. Cuando repetía por enésima vez el inicio de su soliloquio: Pater Noster quid est in caelis…, le vinieron a la cabeza los gritos que pudo oír, aunque llegados de muy lejos, y a los que decidió no prestar más atención, pues eso había empezado a ser habitual en el castillo por las noches. Cerró los ojos y pegó su rostro a la espalda de su madre.

Pero nunca olvidaría el movimiento de aquellos sacos, el suave vaivén de sus extremos y laterales.

Se sentía tonto, ciego, sordo, mudo, y empezaba a creer que era una maldición no poder olvidar. Esa sensación iba a serle insoportable con el paso de los años. Porque una y otra vez, cuando creía haber avanzado en su acercamiento al núcleo del enigma que rodeó a la Condesa Báthory, en esos momentos en los que estaba seguro de haber establecido unas bases sólidas para entender la genealogía profunda del mal que anidaba en ella, de nuevo veía derrumbarse una a una todas sus expectativas al respecto.

¿Era Darvulia a quien se debía la genuina inclinación a la crueldad que parecía sentir esa mujer que nació para tenerlo todo, hijos, felicidad, riquezas, y que sin embargo de todo ello prescindió para seguir alimentando el fuego perverso de una pasión que la consumía: maltratar a inocentes, torturarlas y finalmente darles muerte, pues ésa y no otra fue su auténtica pasión desde muy joven? Seguramente no. A lo sumo Darvulia, con todo su ritual de conjuros y pócimas alucinatorias, vio consternada que cuanto le había contado a Erzsébet en los últimos años a fin de que ésta pudiese mantener intacta su belleza, algo imposible y que atenta contra las más elementales leyes de la vida, la introdujo en el culto de la sangre. Pero ella, bruja e infame, no hizo sino cumplir su patético papel de ser un eslabón más, otra mecha que se encendía. ¿Acaso esas plantas de poderes mágicos y efectos imposibles de imaginar por quien nunca las hubiese probado, y de ello podía hablar Pirgist con fundamento pues él sí se introdujo en esa desquiciada ruta mental en pos de obtener respuestas, acaso esas plantas, fuese inhalando su vapor, bebido su extracto, masticado e ingerido lo que resultaba de su maceración una vez prensadas, eran las causantes directas de los actos que en una espiral sin freno Erzsébet había empezado a cometer? Sin duda, no. También esas plantas, que en ella ejercían un poder venenoso pero en otras personas, y en ajustadas dosis, tenían los efectos precisamente opuestos, eran un mero peldaño en su ascensión suprema y solitaria al trono de la locura.

La génesis de su mal, por lo tanto, era necesario rastrearla en diversos factores, cada uno de los cuales, aislados, habría hecho de ella un personaje de inicuo carácter y costumbres bárbaras o licenciosas: la lógica serie de perturbados mentales que hubo en su familia, su más que posible epilepsia, cuyos brotes surgían tan de improviso y con tanta intensidad como tan pronto se iban, su creencia en lo oculto, su atracción por lo obsceno, su exacerbada y demente lujuria, incapaz de satisfacerse si no era causando un extremo dolor físico a alguien indefenso. Todo ello fue la mezcla que la llevó a ser como era.

Pero es que ella nació en Nyírbáthor, junto a los montes Maramures, y en esa región, así como en zonas boscosas colindantes, los campesinos aún creían en los poderes del dios Isten y la diosa Mielliki, o en el diablo Ördög, a quien rendían pleitesía numerosas brujas a las que, como sucedió con Darvulia, acostumbraban a seguir perros medio salvajes, nacidos y criados en el bosque ignoto, al igual que gatos siempre negros, cuya simple visión abotargaba los sentidos.

Nació en una época de fabulosas historias y leyendas de un salvajismo difícilmente comprensible en sociedades más civilizadas, donde el búho y la comadreja blanca, denominada Savoldu, eran animales sagrados a los que se reverenciaba lo mismo que a la Cruz, lo cual da pábulo a pensar que la mentalidad de aquellas gentes estaba, en lo religioso, profunda e insoslayablemente escindida. Allí, y así tuvo que vivirlo Erzsébet desde su más tierna infancia, que nunca fue tierna porque ella no lo era, se respiraba una atmósfera de secular atracción hacia seres invisibles, como Delibab, el hada del viento, o las divinidades llamadas Tünders, a las que se consideraba hermanas de todas las maravillas del mundo.

Era tal su interés por ilustrarse en dichos temas que llegó a erigirse casi en una erudita en ellos. Lo que no tenía cerca, y por ello no podía comprobar con sus propios ojos, se lo hacía traer, si se trataba de algún objeto o sustancia. O se lo hacía describir, si de lo que se trataba era de una fábula. De ese modo aprendió, siendo ya muy joven, los secretos de Dziéwanna, diosa de los bárbaros, o los misterios del inmenso bosque de avellanos de Zutibure, donde es tal su espesura que, se decía, el sol apenas nunca roza la tierra. También supo de la adoración a símbolos erigidos con yesca y musgo seco, que podían hallarse cerca de Habsburg, en la Sajonia Oriental, o en el Broksberg, cerca de Gotzlav, sitio en el que se seguía adorando al dios Krodo, y donde efectuaban libaciones de sangre en honor a Harduc, el Señor de la Guerra, actos en los que usualmente se añadía el sacrificio de un caballo blanco para aplacar su funesta cólera. Aunque varios sacerdotes cristianos derribaron muchos de estos ídolos, y el obispo Geroldo exorcizó bosques enteros, las gentes de aquellos lugares continuaron compaginando su curiosa manera de entender la fe: de un lado honraban las enseñanzas de la Biblia y del Evangelio. De otro, no querían prescindir de un culto a toda esa serie de divinidades paganas. Y era frecuente, aun en aquella época, que a sus animales de compañía les pusiesen nombres como Senki, Nadie, o Bus, Melancolía, o Kedvellon, Pena.

Siempre tristeza y temor. No eran proclives a la alegría aquellas gentes que debían soportar un clima abrasador en verano y temperaturas glaciales en invierno, donde los otoños parecían ser caldo de cultivo ideal para vientos huracanados y torrenciales lluvias que duraban semanas enteras. Sólo la primavera, justo en ese período inmediato a la plena irrupción del estío, veía llenarse de flores los campos. Eso fue lo único que durante aquellos aciagos años alegró el corazón del pequeño János Pirgist. Las flores de los campos, que él miraba soñando que eran el mar, que entonces aún no había llegado a ver. Allí vivía, siempre con un secreto supeditado a otro, como el de la madrugada en la que se levantó antes de tiempo.

En la soledad de su escritorio piensa que cuando la Erzsébet era niña, una chiquilla de la misma edad en la que él atisbó a través del ventanuco y vio lo que vio, ya se habría quedado con la música que emanaba de los relatos que sin duda alguien le contaría. Y sin duda prestó especial atención al dato de las libaciones de sangre en honor a Harduc. La niña que empezaba a leer no sólo en húngaro, sino también en alemán y latín, combinando la lectura de la Biblia con la Oración Fúnebre, el texto más antiguo escrito en húngaro. La niña de apariencia tranquila pero con súbitos accesos de furia a la que poco importaba cómo vestían las esposas de los nobles que visitaban sus castillos, con atuendos que recordaban iconos y pinturas representando personajes sasánidas o bizantinos. Tampoco le importó nunca lo que contaban aquellas aristócratas, la mayor parte de ellas de conducta tosca y casi todas vocingleras, de cuanto habían visto en Presburgo, en Praga o allí donde estuviese la corte de los Habsburgos. La que apenas prestaba oídos a las melodías entonadas por trovadores magiares, canciones henchidas de nostalgia que oyeron, siglos atrás, Hegedüs y los miembros de la ilustre familia de los Kobzós, descendientes directos del famoso Atila, rey de los hunos.

No, ella quería saber más y más acerca de todos esos ritos y aquelarres de brujas y endemoniados de los que tanto se hablaba, aunque fuera en chascarrillos y nadie los hubiese visto jamás. Ritos que tenían lugar en el Harz alemán o el monte Tonale, en los Alpes Orientales o el monte Meliboeus, cerca de Brunswick, y también en enclaves de Francia como Bvanny, Casignan, Sabene o Chamblay. O, en la propia Hungría, en las zonas de Sárvár y Vasoakv. Su cultura, en ese sentido, ya no iba a dejar de crecer ininterrumpidamente. Pero al final siempre estaba su predilección por Lilith, llamada en esas tierras Lilitu, la lúbrica diosa del amor, que pervierte a los hombres mientras duermen, incitándoles al adulterio y a la concupiscencia.

Erzsébet amaba a Lilith por encima de cualquier otra deidad. Porque era Lilith la que, según las antiguas versiones de la Biblia, fue primera esposa de Adán. Fue Lilith la que le indujo a practicar formas del amor que iban contra la naturaleza humana, y por ello, con el advenimiento del catolicismo, se la borró de cualquier texto bíblico. Erzsébet había rastreado sus huellas entre las páginas del sagrado libro, y sólo en Isaías dio con una referencia a tan detestado personaje, aunque no se la mencionara por su nombre real. En la Vulgata, en cambio, sí podían hallarse menciones a ella. Lilith, la succionadora de sangre y semen. Lilith, a quien todavía ahora, en muchas aldeas de Hungría, se temía como a la peste, inscribiendo las familias en la entrada de sus viviendas el lema: «Adán y Eva, sí. Lilith, no.» Porque Eva, pese a su pecado, que en realidad no fue más que producto de la curiosidad, era la mujer buena y sumisa a los deseos de su hombre. Lilith, en cambio, era viciosa e insaciable. Si los niños enfermaban y morían, se debía a Lilith, y a Lilith las enfermedades venéreas. Contaba la leyenda que Lilith, expulsada por los ángeles del Paraíso, y antes de que Dios hubiese creado a Eva, huyó hasta el mar Negro, precisamente a la zona de Transilvania en la que nacieron los antepasados más remotos de los Báthory. Allí vivió largo tiempo, ocupada en sus maldades. ¿Cómo no iba a amarla Erzsébet si Lilith era, como se conocía en Astrología, el punto en el que la Luna, estando completamente alejada de la Tierra, alcanza su grado de mayor oscuridad? Así, como concepto filosófico aplicado a las ciencias del cielo, ella seguía amándola. Se sentía Lilith en su cenit. Brillaba con rutilante esplendor, aunque de ella sólo emanasen tinieblas. Estaba en su apogeo, y Lilith la protegía.

Lilith se encontraba a su lado, como un ente protector, cuando la niña Erzsébet, mientras jugaba con sus primos a los trineos, los embestía por detrás, intentando despeñarles por barrancos helados. Alguno le pegó, pero eso poco habría de importarle. Al contrario, le estimulaba para intentar no fallar en un nuevo y premeditado golpe. Entonces de ella se decía, no sin haberla castigado, que era irremediablemente traviesa. Pero no era traviesa, era mala, y su maldad sólo ella podía sentirla plenamente en cada embestida con su trineo, pese a que la conminaran a no hacerlo, pues podía provocar un fatal accidente, cosa que varias veces estuvo a punto de conseguir.

La niña Erzsébet nació con corazón de anciana resentida. Pero su ancianidad se remontaba a muchos siglos, a milenios si cabe. Tanto que ni podían contarse con los dedos de ambas manos. Se remontaba hasta cuando ora se temía, ora se rendía culto a esa Lilith que los hebreos consideraban el monstruo de la noche. Ya adolescente, Erzsébet sabría de carrerilla los nombres de cada uno de los demonios que durante el sueño penetran subrepticiamente por los orificios del cuerpo hasta poseerlo sin remedio. Ella les habría ofrecido no sólo gustosa sino servil sus nadvaras, sus agujeros de carne por donde la vida fluye. Sus nueve orificios se los ofreció a esa cohorte soñada: las dos fosas nasales, los dos ojos, las dos orejas, su vagina, su ano, su boca. Todo.

«Tomadme. Hacedme vuestra y yo os serviré por siempre…», empezaba una de aquellas pecaminosas plegarias destinadas a Lilith y sus demonios.

Entonces, agitada en el lecho y sintiendo una creciente excitación por su osadía, que para inicial sorpresa suya quedaba impune, lo que le dio renovadas fuerzas para ahondar en esa senda, invocaba la joven Erzsébet una y otra vez a Lamashtu, hija de Anu, y a Namtaru, deidades babilonias del Mal. Les pedía secretos e inconfesables favores. No olvidaba en sus ruegos a la diosa Shakti, la de vulva poderosa que todo lo absorbe para expulsarlo después, ya saciada. No olvidaba mirar con embeleso a los sapos, símbolo de la voluptuosidad femenina, tan temidos por sus primas y primos, pero que ella guardaba en una jaula que tenía escondida cerca de cierto estanque, en Pistyán. Tampoco olvidó en sus letanías, siendo aún muchacha, a la diosa cobra Waat, y siempre deseó tener nagas, esas temibles serpientes de las que, se decía, hechizaban con la mirada. Porque las nagas, según la tradición, eran espíritus encarnados en animal. Por eso los humanos las temían tanto, y no por su mortal picadura.

Que se sepa, Erzsébet nunca llegó a poseer una naga, y las culebras de los campos o las víboras del alto bosque no le servían.

Ella no se dio cuenta, o quizá sí lo hizo, quién sabe, que con apenas veinte años de edad se había convertido en una cobra. Hasta el bravo Ferenc, el marido acostumbrado a matar y ver morir, evitaba su mirada cuando discutían.

Por fin Waat, la diosa serpiente Waat, había tenido descendencia.